Rendición de Granada
Al concluir 1491, Boabdil, el último de los reyes moros, llamado también el Desventuradillo o el Zogoibi («el pobrecito infeliz»), había sido capturado por los ejércitos reales españoles y, sin esperanzas de auxilio y acosado por el hambre, había capitulado, siendo forzado a arrodillarse ante el rey Fernando II de Aragón y V de Castilla.
En el salón de los Embajadores de la magnífica Alhambra (que debía su nombre al color de sus muros, Al Hamra, La Roja), negoció su rendición: treinta mil piezas de oro y un principado en las Alpujarras, que sería un protectorado de la corona de Castilla en la costa sur de España, a cambio del reino de Granada.
El último territorio ocupado por los moros no era muy grande en verdad, pero sí muy rico y poderoso. De clima suave, fértiles campos, vinos deliciosos y frutos y especies en abundancia que se vendían a buen precio en los puertos del Mediterráneo. En estas comarcas afortunadas, la antigua y noble civilización musulmana había conservado su prestigio y un elevado nivel cultural, superior a Castilla y Aragón. La tradición reconquistadora, la necesidad de dar cauce a las energías de la nobleza y ganar las tierras a los mahometanos, que amenazaban con convertir el Mediterráneo en un lago privado, y el completar una obra de siglos para la unificación, habían impulsado a Isabel y a Fernando a tan heroica hazaña. A tal efecto, les sirvió de pretexto para reiniciar la guerra la negativa de los soberanos granadinos a pagar los tributos a los reyes castellanos (que desde el reinado de Enrique IV habían dejado de hacer) y la toma por sorpresa de la plaza de Zahara, en 1481, por parte de los musulmanes, rompiendo una tregua establecida entre ambos bandos. En realidad, dicha tregua había sido violada antes por los propios cristianos en las cercanías de Ronda.
—… Decid a la reina y al rey de Castilla que en Granada no batimos oro, sino acero… que los reyes de Granada que pagaban tributo han muerto y que en este reino no se fabrican ya para los cristianos más que hierros y hojas de cimitarra contra nuestros enemigos —había sentenciado el rey Abulhasán (Muley Hacén), padre de Boabdil, a don Juan de Vera, embajador del rey Fernando, que había sido enviado a Granada.
—Uno a uno he de sacar los granos a esa Granada —respondió el rey— y… recogeremos esta Granada, semilla por semilla —había acotado la reina.
El asedio a la deseada Granada, una ciudad cercana a los cincuenta mil habitantes, había comenzado en abril de 1490. Poco a poco, el cerco se había ido cerrando sobre aquella dulce fruta apetecida y un año más tarde, el 25 de abril de 1491, se levantaba altivo el campamento de los ejércitos de sus reales majestades a las órdenes de don Rodrigo Ponce de León. De un trazado perfecto, con calles perpendiculares que lo recorrían de norte a sur, agrupaba, por orden, una región de pabellones amplios a cuyo alrededor se levantaban los cobertizos y chozas. Un poco más alejadas de todas las fortificaciones se habían construido las defensas, los fosos profundos, las empalizadas, cordones de piedras y mampostería, retenes de agua y todo cuanto pudiera servir para forzar la desesperada acción de los ejércitos moros. En el centro, como un bastión glorioso, la torre de guardia, hecha en madera, se erguía majestuosa como un paradigma de la gloria venidera.
Durante la primera quincena de julio de 1491, la reina Isabel y sus hijos se habían instalado en el campamento granadino. Juana miraba asombrada a los ejércitos reales, que iban y venían con sus vistosos estandartes, campanillas de plata y cintas de colores y deseaba con toda su alma que su madre pudiera recuperar cuanto antes aquella fruta perdida. Pero el destino de Granada no era fácil y estaba marcado a fuego. Mediaba el mes de julio cuando la noche entera se transformó en una inmensa hoguera. El resplandor era tan intenso que a lo lejos parecía el sol asomando sobre el oriente. Era el día 14 de julio y, mientras los infantes dormían y la reina rezaba las horas canónicas bajo la luz de las velas en su tienda de campaña, el fuego se adueñó del campamento cristiano. Nunca se supo a ciencia cierta si fueron las velas de los candeleros de la reina, el descuido de alguna de sus doncellas, o si fue (como dice la leyenda) una mora enamorada de un cristiano que apareció muerto en una situación sospechosa y, para vengar la muerte de su enamorado, le prendió fuego al campamento. Lo cierto es que Isabel y sus hijos se salvaron por milagro. La reina, advertida de la tragedia, lo primero que hizo fue despertar a sus hijos, que se encontraban en la tienda contigua, y se los llevó deprisa, en medio de las llamas y el humo, que se esparcía con la velocidad del viento a lo alto de una colina. Juana, aferrada a su madre, lloraba por no poder respirar, mientras Isabel, presurosa, la ponía a resguardo y la consolaba. Desde aquella altura, la vega parecía un volcán refulgente. Las lenguas de fuego se elevaban varios metros sobre las cabezas de los acampados transformando aquel solar en un verdadero infierno. Todos corrían para poder salvarse y defender sus posiciones, pues esta situación era propicia para que se produjeran los ataques enemigos. Todos los sacrificios y el tiempo dedicado a levantar aquel campamento habían desaparecido en pocos minutos, consumidos por las llamas, envueltos en columnas de humo y de cenizas. Juana jamás pudo olvidar aquella noche horrible, cuando veía correr como teas ardientes a los soldados, para luego caer calcinados a la vera del río.
Apagado el fuego y enterrados los muertos, la reina no se dio por vencida, ni aún vencida, y ordenó la construcción de una ciudad fortaleza (Santa Fe) situada a mil metros más al oeste del campamento desaparecido. Dos ejércitos trabajaron en ella: el ejército de las armas y el de la construcción. Santa Fe se transformó en la fortificación para el acoso y la conquista definitiva de Granada. Su fruta soñada.
El 25 de noviembre, Boabdil se vio obligado a pactar y entregar la ciudad. En las Capitulaciones de Granada, el rey moro había acordado con los Reyes Católicos entregar la ciudad el 6 de enero de 1492, día de Epifanía.
Apenas iniciado el mes de enero de 1492 había sucedido lo mejor. La guerra civil, animada por los propios reyes y promovida por las rivalidades entre los reyes nazaríes Abulhasán, su hijo Boabdil y el tío de este, Abdallah, el Zagal, llamado el Valiente, había concluido. Los tres soberanos aspiraban al poder en el reino granadino y sus discordias promovieron que este quedara finalmente en las manos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.
Como todos esperaban, los reyes culminaron la unificación de sus reinos con la conquista de estas tierras. La romántica Granada, coronada por las rojizas torres de su magnífica fortaleza y encerrada entre las mil treinta torres y los siete portales de sus inexpugnables murallas, les pertenecía.
Aquellos muros de piedras guardaban celosamente todo el esplendor oriental de un paraíso terrenal en el que había reinado, durante siete siglos, el último baluarte árabe.
En la confluencia del Darro y el Genil, se levantó desafiante y orgullosa la recién fundada ciudad de Santa Fe. La ciudad de la reina. Dueños absolutos de Granada, los monarcas sentían un gran aprecio por aquella ciudad de especial encanto, ganada con su propio esfuerzo. Hasta allí había llegado Juana, nuevamente, acompañada de sus dos hermanos mayores.
—Madre —le había suplicado— dejadme ir con vosotros. No quiero permanecer al margen de esta magnífica historia que inauguráis con la unificación.
La reina se había rehusado pero, ante las reiteradas súplicas de Juana, aceptó que los acompañara. Así, la que nunca se dejaba vencer había sido vencida por cansancio.
Cuando los últimos rayos de sol del primer día del mes de enero se fueron apagando, cientos de antorchas resinosas fueron encendidas en medio de la oscuridad. El resplandor del fuego realzaba la magnificencia sin igual de las blancas tiendas de campaña y por la puerta de Elvira, una de las más históricas de la Granada árabe, los soldados de la guardia real iban y venían sin cesar. Por los empedrados callejones las sombras de las casas fueron borrando la luz del sol mucho antes de que anocheciera y el frío viento serpenteaba por aquellos estrechos laberintos intensificando su rigor. Todos los habitantes se aprestaban a celebrar, en las primeras horas del día siguiente, uno de los actos más trascendentes de la historia española, cerrándose así una puerta abierta setecientos años atrás, desde la costa africana del Mediterráneo. La ceremonia de rendición había sido adelantada para ese día por petición del rey Boabdil, pues los musulmanes que rechazaban el acuerdo habían creado tumultos y confusión. El rey nazarí temió por la vida de los quinientos rehenes que había entregado y, aunque las condiciones estipuladas contemplaban el perdón de todos los musulmanes, el respeto a sus propiedades y leyes, la libertad de culto y el uso de la lengua, pensó que ningún pacto era seguro, porque podía no cumplirse o romperse con gran facilidad.
La mañana del 2 de enero amaneció fría, pero con un sol que se insinuaba esplendoroso, el cual, apenas se levantara, comenzaría a entibiar el aire. A lo lejos, presidiendo el paisaje, Sierra Nevada coronaba con sus imponentes penachos blancos aquel espectáculo sin igual.
Al alba, en la ciudad en cruz de Isabel, Santa Fe, la alegría reinaba por doquier. El cardenal Mendoza, rodeado de las tropas cristianas, fue el primero en entrar a la ciudad de Granada para ir a ocupar la Alhambra y comenzar así con los preparativos de la llegada de los soberanos.
Desde temprano se fueron aprestando caballos y jinetes y, cuando las campanas llamaron a tercia, los soldados del ejército real salieron de sus tiendas, vistosos y ricamente ataviados. Llevaban cintas rojas atadas a los escudos y estandartes cruzados, mientras el tintinear de pequeñas campanillas de plata resonaba en la límpida atmósfera. Encabezaban la marcha las ondulantes banderas de todos los reinos españoles, mientras a lo lejos se oían resonar las trompetas de la caballería.
La reina Isabel cabalgaba feliz y serena sobre un caballo blanco, que lucía la insignia de Castilla en la testera protectora, mientras la gualdrapa parecía barrer el suelo al avanzar majestuosa. La bandera real de los reinos unificados, color carmesí con una banda de oro, rematada por cabezas de serpientes, flameaba en la mano de su escudero, que la seguía a pocos pasos. Ataviada con un vestido de terciopelo genovés color celeste pálido, adornado con mil perlas, llevaba sobre su espalda una larga capa azul bordada con guardas de oro y una sobre capa de pieles blancas que solo le cubría los hombros. Sus cabellos iban recogidos bajo un velo de muselina blanco al que sujetaba la sólida corona de oro del reino de Castilla. A su lado, en un brioso alazán, cabalgaba el rey Fernando, ataviado con un jubón de lama de oro, manto carmesí y medias al tono, luciendo sobre su cabeza la sobria corona de oro de rey aragonés. Detrás de los soberanos cabalgaba Juan de Aragón, príncipe de Asturias, de tan solo trece años, vestido de caballero, título que le había sido conferido en la primavera de 1491.
Detrás del heredero venían sus dos hermanas, Isabel de Aragón, pálida y rubia, ataviada con un vestido color bordó y, a su lado, Juana de Castilla, tercera infanta de España.
Con sus escasos doce años, Juana tenía el porte de una bellísima princesa. Su vestido azul oscuro, tan oscuro como la noche granadina, hacía resaltar el trenzado de sus cabellos realizado con delgados hilos de oro. Un cuello de encaje inmaculadamente blanco destacaba su rostro de finos rasgos.
Con la mirada siempre puesta sobre la hermosa ciudad morisca que se levantaba frente a ellos, Juana se dirigió a su padre:
—Decidme, padre mío, si lo que estoy viviendo en este día es real o es solo obra de mi imaginación. Siento como si estuviera dentro de uno de esos cuentos con final feliz que cuando niña solía contarme mi nodriza.
Fernando detuvo su corcel y, mirando a Juana, le sonrió y le dijo:
—Escuchad, hija, Granada aparece ante nosotros como una fantasía, una ilusión, aquella que por diez largos años vuestra madre y yo acariciamos. Pero es tan real y tan palpable como nosotros mismos. Esta ciudad que veis, maravillosa y altiva, representó antiguamente, no un imperio dominador y poderoso como lo fue el de Córdoba, sino un reino reducido e impotente, tributario del de Castilla desde su misma fundación. Un reino plantado a orillas de un glorioso pasado, que consciente de su propia indigencia, buscó apoyo en la amistad con sus enemigos, y refugio y consuelo en el arte y la poesía. Pero, sobre todo, y a pesar nuestro, quiero que sepáis, Juana, que fue un reino que supo construir historia. Una historia que seguirá latiendo por siempre en el corazón de este pueblo. Por todo esto es que hoy Granada os parece irreal.
—Así la siento padre. La siento como si fuera un sueño. Es como si en estos instantes la historia se hubiera detenido, pero a la vez siguiera viva y palpitante. Es una sensación rara y a la vez maravillosa.
La reina Isabel les estaba mirando. Ella nunca había demostrado una especial predilección por un hijo sobre los demás, pero estaba casi convencida que Fernando prefería a Juana sobre todos los otros. Simplemente porque Juana se parecía extraordinariamente a su madre, la reina de Aragón y de Navarra, Juana Enríquez. Y al verles cabalgar juntos, no le quedaban dudas. Mientras Fernando y Juana avanzaban ágiles por el camino, tras ellos marchaba el ejército castellano con sus pesadas armaduras, moviéndose con gran lentitud, obstaculizados por las vistosas gualdrapas y enarbolando en lo alto su bandera carmesí cuartelada con los blasones de los reinos.
La mañana que recién comenzaba era una campanada de gloria también para el clero, porque anunciaba el total restablecimiento de la civilización cristiana en aquellos reinos, tan largamente dominados por los infieles.
Pero no era el deseo de vengar el tiempo de dominación musulmana lo que la reina llevaba aquel día en su mente, sino algo mucho más honorable. Isabel amaba el poder y lo deseaba para Castilla. Pero lo que más anhelaba era apretar entre sus manos la llave de aquella ciudad por la que tanta sangre había corrido. Aquella por la que había sacrificado sus mejores años de juventud, resignando hijos y comodidades, dejando de pertenecerse a sí misma para entregarse sin condiciones al servicio de su reino.
Desde el inicio de la reconquista había tenido siempre presente la enorme responsabilidad de convertir a España en el reino más grande y glorioso que haya conocido la humanidad. Por vencedora, y por ser dueña absoluta de sus dominios, un solo pensamiento parecía guiarla en ese día: que aquella ruina humana llamada Boabdil, otrora el poderoso rey nazarí, que resistiera con valentía negándose a morir, desapareciera cuanto antes de su vista.
La reina cabalgaba absorta en estos pensamientos cuando llegaron ante las puertas de la Alhambra. Una larga fila de alabarderos escoltaba su marcha al mismo momento en que resonaba un floreo de trompetas y dos ujieres con varas blancas caminaban seguidos a caballo por el último rey de los moros. Sobre un corcel negro, ricamente ataviado en colores dorados y esmeraldas, rodeado de cincuenta nobles moriscos, Boabdil portaba entre sus manos un almohadón carmesí, donde se hallaba depositada la ansiada llave de oro de Granada, su paraíso perdido. El haik blanco flotaba sobre sus hombros al trotar, mientras sus ojos, con tristeza infinita, parecían mirar sin ver absolutamente nada.
Al llegar frente a los soberanos españoles dirigió hacia ellos una mirada de melancolía, mezclada con el rencor y la nostalgia de quien siente todos sus sueños truncados, y se quiso apear del caballo para besar la mano del rey, pero Fernando de Aragón no le consintió que desmontara ni que le besara la mano, entonces el rey moro le besó en el brazo y le dijo: «Tomad, señor, las llaves del que es vuestro reino, que yo y todos los que estamos dentro somos vuestros. Que Dios os haga en él más venturoso que a mí».
El rey Fernando recibió las llaves y se las entregó a la reina, la reina las pasó a manos del príncipe Juan, quien a su vez se las alcanzó a don Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, el cual, con el duque de Escalona, el marqués de Villena y otros caballeros, con tres mil caballos y dos mil soldados reales, enviaron entrar en la Alhambra. Con el orgullo inocultable de ser los vencedores se apoderaron de la fortaleza, e izaron en sus almenas el estandarte de la cruz y los pendones de Santiago y de Castilla.
Boabdil miró por última vez a la reina y, como queriendo cumplir con ella hasta en su último deseo, espoleó su corcel negro e indicó a quienes le acompañaban que lo siguieran. Su caballo partió raudo, sin detenerse, hasta llegar a la cima de la Colina de Padul, desde donde observó por última vez Granada. No pudiendo contener la emoción que lo embargaba, lloró lastimosamente. Viéndole así, su madre, la sultana Aixa, la primera esposa del sultán Muley Abul Hassan, que iba en la comitiva, le consoló con ironía:
—Hacéis bien en llorar como mujer lo que como hombre no supisteis defender.
El rey moro enjugó sus lágrimas y se abrazó a su madre, quien le acarició los cabellos. Y no pudiendo contener tanta tristeza rompió a llorar desconsoladamente. Así dejó aquellas tierras, sin verlas más que borrosas a través de sus lágrimas.
Desde muy temprano, todos los caminos que conducían a Granada, y muy especialmente los que llevaban a la Alhambra, fueron rociados con agua bendita para ser purificados de la contaminación musulmana. El sol parecía una bola de fuego suspendida en el cenit. Sus destellos dorados y rojos semejaban el color de las granadas maduras y un cielo transparente, festoneado de nubes blancas, enmarcó el momento sublime de la entrada triunfal de los reyes. A partir de aquel día, la Alhambra se transformaría en su residencia temporal.
El palacio árabe medieval más impresionante y magnífico que jamás haya existido se levantaba altivo sobre la colina, esperando a sus nuevos moradores.
El séquito real apresuró su marcha hasta llegar al frondoso bosque que envolvía, como en un halo de misterio, la fortaleza y traspasó la puerta de la Justicia. Aquel portal había sido construido por Yusuf I, de la dinastía nazarí, entre los años 1333 y 1353, y tenía una especial magnificencia. Su entrada estaba formada por dos arcos en herradura en cuyas claves aparecían una mano y una llave. La mano, especie de talismán árabe, era el símbolo de la consagración de la ciudad a Alá y de la aceptación de los cincos preceptos del Corán; y la llave representaba la entrada del Paraíso que Alá concedió a Mahoma. Sobre uno de los arcos, los reyes se detuvieron para hacer colocar una imagen de la Virgen y el Niño.
La marcha prosiguió hasta la Alcazaba, la parte más antigua de la Alhambra, defendida por altas torres de gran valor estratégico y sobre la torre de la Vela hicieron izar las banderas de Castilla y Aragón.
Juana, absorta, contemplaba las torres Bermejas y parte de la ciudad que se extendía más abajo.
Lentamente, y como queriendo gozar de cada instante único e irrepetible, prosiguieron hasta llegar al palacio de Comares, donde sería celebrada la fiesta de la reconquista. Sin duda, era el más suntuoso de la Alhambra. Con una riqueza indescriptible en su fachada, estaba coronado por un alero de mayor valor ornamental, abriéndose en el centro el patio de los Arrayanes, con su extenso y bello estanque dominado por la torre de Comares. Aquel lujo oriental no solo se exhibía dentro de los salones, sino también en los jardines de flores y frutos perpetuos que perfumaban el aire y en las fuentes cantarinas que refrescaban y mostraban un total y perfecto manejo del agua.
«La vista confunde lo líquido y lo sólido, el agua y el mármol, y no sabemos cuál de los dos es el que se desliza», habían sido las palabras del poeta nazarí del siglo XIV, Ibn Zamrak, al definir la esencia misma de la Alhambra.
Aquella decoración hipnótica había deslumbrado a Juana e impactado sus sentidos. Alfombras, doseles, estrados, tapices, armas y perfumes formaban una conjunción suntuosa, junto a toda la nobleza española envuelta en los más exquisitos trajes. El salón lucía majestuoso. Cuando los soberanos se hubieron sentado en la mesa principal, las damas y caballeros de la corte se fueron ubicando frente a las largas mesas y, cuando las trompetas sonaron imponentes, comenzaron los festejos por la reconquista de la corona española.
Los reyes, felices, anunciaron: «(para que) nos dé ocasión para poner en obra muy prestamente lo que teníamos en pensamiento hacer…», entre los aplausos de júbilo y, unos minutos después, el gran senescal apareció en el umbral del luminoso pórtico. Haciendo una señal abrió el paso a una interminable fila de sirvientes que entró de inmediato portando sobre sus hombros inmensas fuentes repletas de tiernos y dorados corderos manchegos, sabrosas truchas del Tormes y apetitosos pavos asados. El vino desbordó las copas y después de las bendiciones se inició el banquete.
Al llegar a los postres, montañas de turrones de miel, yemas y almendras invadieron las mesas, acompañados por un buen jerez de Sanlúcar de Barrameda, mientras todos reían y participaban animadamente de la fiesta de la reconquista. Sobre la media tarde se dio inicio a uno de aquellos pintorescos espectáculos de entretenimientos. Llegaron los juglares con su música y, con ellos, dos nobles vestidos de árabes, con sus largos ropajes brillantes y las cabezas cubiertas por turbantes de terciopelo carmesí, rodeados de grandes rollos dorados. Un poco después les siguieron otros dos, con los rostros pintados de negro, a la usanza morisca, y largas batas de raso amarillo. Después del teatro, comenzó el baile.
Juana se hallaba sentada entre su padre y su hermano contemplando extasiada el deslumbrante colorido. Aquel espectáculo resultaba para ella algo demasiado atractivo y sus ojos, acostumbrados a los trajes austeros de una rígida corte castellana, no dejaban de mirar con asombro.
Los festejos concluyeron al dar las vísperas. Cansada, por el día tan agotador como alegre, fue conducida por su doncella hacia los nuevos aposentos que le habían destinado en el palacio de los Leones. Atravesó el patio en silencio mientras contemplaba uno de los lugares más deliciosos de la Alhambra. Sus ciento veinticuatro columnas, con sus correspondientes arcos, semejaban un nutrido bosque de palmeras en cuyo centro, como en un oasis, se levantaba imponente una fuente con doce leones. Aplacados los acordes de la fiesta, solo llegaba hasta sus oídos el rumor del agua que parecía rimar con la esbeltez de las columnas, con el verde fresco de los limoneros y con la postura hierática de los felinos. Aquel sonido suave pero monótono le acompañó hasta la intimidad de sus habitaciones y, con aquel murmullo que parecía acunarla, se durmió enseguida.
A pesar del cansancio, sobre la medianoche se sintió sacudida de su pesado sueño. Entreabriendo los ojos en medio de la penumbra que la rodeaba, permaneció inmóvil, tratando de recordar dónde se hallaba. La tenue luz de la luna se filtraba suavemente a través de las celosías, bañando todo con ese tono propio de total recogimiento.
Agudizó aún más su vista y fue entonces cuando resaltaron las inscripciones de las paredes con sus adornos vegetales. De pronto recordó todo. Encendió una vela y observó más claramente aquellas escrituras árabes, cúfica y nasji, de una elegancia especial y de rasgos voluptuosos e indescifrables. Aquellos jeroglíficos eran inscripciones embellecidas por el dorado y el color. La bóveda del techo había sido labrada íntegramente en infinidad de hojas copiadas de los follajes de los jardines y elaboradas, según la tradición, con una mezcla muy trabajada de yeso, cáscaras de huevos, aceites y almendras.
De pronto, una sensación extraña invadió su cuerpo. Aquella fortaleza tan extraordinariamente grande, capaz de albergar hasta un ejército de cuarenta mil hombres, parecía hallarse presa de un secreto sortilegio. Sortilegio del cual no lograría desprenderse jamás, permaneciendo en el tiempo como una posesión fantasmal y perpetua de los reyes moros.
Decir Alhambra significaría decir por siempre: presencia árabe. Un enclave musulmán en una tierra fanáticamente cristiana, que valiente y dignamente habían conquistado y por la que habían luchado y muerto, defendiendo su gran ideal.
Las sombras de aquellos seguirían rondando eternamente dentro de esos muros, cual prisioneras del inagotable deseo de permanecer allí como dueñas absolutas.
—Qué extraño —se dijo Juana en voz muy baja—, cada vez que pienso en alguien o en algo, aparece en mi mente la idea obsesiva de la eternidad. De ese tiempo infinito sin principio ni fin. Tal vez porque ella significa la mediación entre dos mundos, el espiritual y el real. Como en los sentimientos, donde existe una atracción magnética que no solo une a los cuerpos con las almas, sino con nuestros propios espíritus. ¡Qué extraño!
Quizá fue aquella búsqueda inconsciente y obsesiva dentro de su mente lo que le hizo estremecer.
Se levantó de la cama y sin hacer ruido se acercó a la puerta de la habitación contigua. La abrió suavemente y vio que su doncella dormía con total placidez. Entonces, colocándose una capa de lana sobre su largo camisón, se calzó unas gruesas medias para que nadie escuchara sus pasos y, tomando una vela, se encaminó hacia la puerta. Conteniendo la respiración para no ser oída, observó si algún guardia rondaba por las espaciosas galerías del palacio. Todos dormían vencidos por el cansancio. Presurosa cruzó frente a la puerta de la sala de los Abencerrajes; entonces, sobre su espalda sintió la sensación del aliento helado de aquellas almas, trágicamente decapitadas, por sospechas de traición, en manos del rey Abulhasán. Se estremeció. ¿Acaso la muerte le estaba siguiendo?
Aceleró sus pasos pero, al pasar frente a la fuente, la tenue luz de la vela iluminó pobremente el fondo y el agua hizo resaltar unas macabras manchas rojas.
Sintió miedo. Una fuerza magnética la atraía. Miró hacia el otro extremo del patio, donde se levantaba la sala de los Reyes, y escuchó unos pasos que se acercaban. Apagó la vela y corrió a refugiarse tras el marco de una puerta. El centinela de guardia continuó su ronda y Juana, abriendo la puerta con cuidado, se escondió dentro de la sala de Dos Hermanas. La blanca luz de la luna reflejó la imponente cúpula de mocárabes, produciéndole una sensación de especial encanto.
En puntillas, y tal como había llegado, se dirigió hacia el fondo del salón desde donde se abría el mirador de Lindaraja.
El palacio de los Leones se erigiría en el palacio de la intimidad y de los aposentos y vida familiar de los reyes. Carecía de toda proyección al exterior y aquel era su único mirador. Juana se acercó sigilosa. Desde allí se abría una bella perspectiva del Albaicín y del Sacro Monte. Absorta, contempló la única vista de Granada que podía divisarse desde el palacio.
Algo relucía más que la propia luna, y le llamó la atención. Sobre uno de los minaretes brillaba una inmensa cruz de plata. Se persignó y comenzó a rezar en silencio, pero al volver la vista la cruz había desaparecido.
Entre sorprendida e incrédula dirigió su mirada hacia el Sacro Monte y allí vio plantadas otras cuatro cruces iguales a la anterior. Se refregó los ojos con desconfianza, pero al mirar nuevamente en la misma dirección todo había desaparecido.
Con el corazón agitado desanduvo el mismo camino y volvió a acostarse sigilosamente.
Debió quedarse dormida con un sueño ligero porque la despertó, hacia el amanecer, el suave canto del mirlo que daba la bienvenida a los primeros rayos del sol. Sentía su cuerpo destemplado y dolorido tras el cansancio de una noche de desvelos, entonces saltó de la cama y se dirigió a su secreter en busca de un pequeño cofre de madera de sándalo. Lo abrió y sacó de él un punzante y viejo cilicio. Desprendiendo su camisón, se lo colocó sobre la tersa piel de su cintura y, para que el dolor fuera más intenso, se acostó sobre las frías baldosas del piso. Los pinchos de hierro traspasaron su carne y, para darse ánimos y no claudicar, comenzó a rezar en voz alta.
Creía necesario prolongar aquella tortura por el bien de su alma, entonces comenzó a dar vueltas sobre sí misma para que el dolor se tornara más agudo.
Entraba el alba por el horizonte, disolviendo las sombras y derramando fulgores de oro sobre todas las cosas. De pronto, la puerta se abrió. La silueta de la reina se dibujó al trasluz, inquisidora y oscura. Enmarcada en el claro resplandor que provenía de la galería se dirigió a Juana con severidad.
—¡Levantaos Juana, y responded si habéis dormido toda la noche sobre estas frías baldosas!
Observaba Juana asombrada la imagen de su madre sin escuchar su plática.
—Juana, ¿me habéis oído?
—Sí, madre, os he escuchado, y no he dormido en el suelo como tú presientes. Solo hago penitencia al alba, ¡porque anoche he tenido visiones!
—¿Qué visiones habéis tenido para que os torturéis de ese modo?
—He visto cruces cristianas reluciendo sobre las cúpulas y los montes de Granada.
—Debéis haberlo soñado.
—No, madre. Algo me despertó y me atrajo hasta el mirador de Lindaraja. De allí pude ver lo que os estoy relatando.
—Me sorprendéis, hija mía. Al alba he dado las órdenes al ejército para que reemplace las medialunas paganas por la santa cruz de Cristo. He dispuesto la fundación de tres iglesias en las principales mezquitas de la ciudad, que serán dedicadas a santa María de la Encarnación; al apóstol Santiago, patrono de España; y a san Miguel. El cardenal Mendoza será el encargado de consagrarlas y dotarlas de cruces, vasos y ornamentos que yo habré de remitirle, porque los moros son los enemigos de nuestra fe católica y necesito recuperar los siete siglos perdidos de dominación musulmana.
—Tengo miedo, madre mía.
—¿A qué teméis Juana, si vuestras visiones son cristianas?
—No le temo a estas visiones.
—¿Entonces?
—Temo por las que vendrán, porque tal vez me anticipen los dolores de una vida para la cual no estoy preparada. Madre, ¿habéis tenido vos alguna vez una visión?
La reina intuyó que aquella situación estaba tornándose demasiado complicada. Entonces, sentándose sobre la cama, invitó a Juana a hacer lo mismo.
—Hija querida, a lo largo de mi vida con frecuencia he tenido discernimientos e intuiciones que me han señalado el mejor camino a escoger. En aquellas ocasiones, sentía como la voz del mismo Dios que guiaba mis pasos. Pero visiones de las que vos me habláis, de las que han gozado los santos, no he tenido jamás.
—Es extraño. Lo que vos habéis ordenado hoy, yo lo he visto anoche ejecutado. Y mucho me temo que estas visiones anticipen a mis días dolores irremediables.
—No temáis Juana y escuchad mi consejo: acercaos con frecuencia al confesor y confiad en él vuestras angustias y desvelos. Nadie mejor que él para aconsejaros en nombre de Dios.
La reina se sintió turbada por aquella conversación y una sombra fugaz cruzó por su mente: ¿por qué le desvelaba tanto aquella hija si era la más sana, la más fuerte? Sin embargo, sentía que era la que más la necesitaba. Juana, que la miraba, le sonrió.
—Madre, ¿en qué dirección vais?
—En dirección a vuestra alma, Juana.
—No, madre. Quiero saber cuál es el itinerario de vuestras actividades.
—Voy al salón de los Embajadores. Me espera una audiencia con un navegante genovés.
—Dejadme que os acompañe.
—Daos prisa entonces, porque se me hará tarde.
Ayudada por su doncella, la infanta se vistió con rapidez y partió junto a su madre por la galería del poniente. Después de algunos minutos, ambas mujeres ingresaron a la sala de la Barca (nombre que provenía de la forma abarquillada de su bóveda), pero que, más bien, debía ser lla ma da sala de la Bendición o de la Bienvenida, ya que era la antesala de las audiencias reales.
Isabel I de Castilla avanzó majestuosa, ataviada con un austero vestido color escarlata. Llevaba el acostumbrado velo blanco sobre sus dorados cabellos y un broche de plata ceñía el plisado inmaculado de un gran cuello.
Juana le seguía con pasos ligeros para no quedarse atrás. Su túnica gris oscura hacía resaltar aún más sus profundos ojos verdes.
El salón de los Embajadores era un recinto amplio y uno de los más ricamente adornados de toda la Alhambra. Allí se encontraba el trono. Este salón había sido mudo testigo de uno de los momentos de mayor grandeza y de mayor desgracia del reino nazarí. Desde aquellos balcones, dominadores de la ciudad y de la vega, contempló Boabdil el cerco cada vez más estrecho de las tropas cristianas. Desde allí también había visto alzarse, en el corazón mismo de la vega, la ciudad cristiana que fundara la reina Isabel: Santa Fe, debiendo firmar el acta de capitulación de su reino.
Isabel avanzó iluminada por la clara luz del día y con la secreta esperanza de que aquella no iba a ser una audiencia como las demás. En el salón del Trono le aguardaba el rey Fernando. Juana se sentó a los pies de los reyes y desde allí observó la audiencia con mucha atención.
Fue durante aquella entrevista que Isabel tuvo la impresión, única y definitiva, que bajo el carácter serio y reservado de aquel navegante extranjero se escondía un potencial de grandeza. Tenía ante sus ojos a un hombre plenamente fiable destinado a hacer realidad todas las promesas latentes.
En su primera audiencia con los Reyes Católicos, acaecida en Córdoba en 1486, la proposición de aquel misterioso desconocido había resultado interesante. Pretendía ir a alta mar, cruzar el océano siguiendo la dirección del poniente y descubrir una nueva ruta que llegara hasta las tierras que Marco Polo describía en sus viajes: Cathay (China), Cipango (Japón) y las Indias, ricas en especias y tesoros. Su demanda era apoyada con un razonamiento inaudito, ya que, al igual que muchas personas cultas de la época, admitía la esfericidad de la Tierra. Y esto fue lo que más deslumbró a la reina. Según sus propios fundamentos nadie podría realizar aquel descubrimiento. Solo él había sido elegido por Dios para llevarlo adelante y por tal motivo se hallaba dispuesto a entrar al servicio de los reyes de España.
Oídas sus explicaciones, los monarcas decidieron a su vez pasar aquellos proyectos a una comisión de estudios. De todos modos, por aquellos años nada podían hacer, dado que todos los recursos del reino estaban destinados a solventar los gastos de la guerra emprendida contra el reino granadino. Pero, conquistada Granada y resueltos algunos inconvenientes, los reyes podían dedicar su atención a esta nueva y original empresa de Cristóbal Colón.
La buena estrella guiaba los pasos del almirante, debido a que la corona de Castilla se hallaba por aquel entonces impregnada de la atmósfera expansiva que siguió a la conquista de Granada (lo que hizo que accediera sin complejos a financiar un proyecto que terminó costando relativamente poco dinero, si se compara con las empresas llevadas a cabo por los portugueses, en los años inmediatamente precedentes).
Casi un mes después, el 31 de enero de 1492, llegó a Roma la noticia de la toma de Granada. El cardenal y vicecanciller español del Vaticano, Rodrigo de Borgia, organizó fastuosas celebraciones. Por la noche, con el repique de las campanas y la ciudad iluminada como si fuese de día, aunque bajo una lluvia persistente, cientos de fieles siguieron al cardenal por la Plaza Navona, con los cirios encendidos, hasta la iglesia española.
A la mañana siguiente las celebraciones continuaron. Los mensajeros venidos desde España hicieron erigir en esa plaza la construcción de una torre de madera en conmemoración de Granada, destinada a una representación para evocar la caída del último bastión musulmán. Las estatuas de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se hallaban enmarcadas por un arco de triunfo, al pie del cual yacía el rey Boabdil bajo un montón de trofeos.
El 5 de febrero, el cardenal Borgia brindó a los romanos unas corridas de toros, preparadas en la plaza de Testaccio, lugar predilecto para los festejos cortesanos, donde cinco toros inmensos, traídos desde los Lagos Pontinos, fueron largados al ruedo y muertos casi inmediatamente.
El año 1492 parecía ser el año clave para España. Se había logrado la tan ansiada reconquista, la caída de Granada había marcado el fin de la presencia árabe en la península y, si bien años antes se había permitido que los árabes permanecieran en los territorios reconquistados, el 31 de marzo, los reyes de España obligaron a los árabes y a los judíos a convertirse o abandonar el territorio español, prohibiéndoseles llevar consigo algún objeto de plata o de oro.
Juana quedó profundamente impresionada. No solo la corona había triunfado sobre los infieles sino que, detentando el máximo poder adquirido, los expulsaba de su territorio. Muy pocos abjuraron y unos trescientos mil se exiliaron en Italia, Portugal y el norte de África. Los reyes determinaron que quien no quisiera convertirse al catolicismo debía salir de España. Árabes y judíos tuvieron que abandonar la península o convertirse, dando origen en esta ocasión al término «converso».
El 17 de abril de 1492, tras casi tres largos meses, los reyes llegaron a un acuerdo con Cristóbal Colón, firmaron las Capitulaciones de Santa Fe accediendo a todas sus pretensiones, a la financiación de sus viajes y al reparto de sus descubrimientos. La historia demostraría posteriormente que aquella decisión sería la más importante de todo su reinado. Los reyes y su corte se quedaron en Granada hasta los primeros días de junio, en que partieron para la Pascua del Espíritu Santo a Córdoba que fue, en aquel año del Señor, el 10 de junio.
El 18 de agosto de ese mismo año se publicó la primera gramática de una lengua romance (la de Antonio de Nebrija, importante latinista), fijándose el 19 de agosto (un día después) como fecha límite para que los judíos abandonaran España.
Los Reyes Católicos habían conseguido, en diez años de su reinado, lo que por siglos no se había logrado. La religión católica se imponía sobre las otras y el drama estaba a punto comenzar.
No es aventurado suponer que Colón, al zarpar hacia América aquel 3 de agosto, tuviera en su tripulación varios judíos (conversos o no). La intolerancia de los reyes al expulsar a los judíos de España significó el quedar sin financieros y sin grandes hombres de letras (así como, al expulsar a los árabes, se había quedado el reino sin agricultores). La importancia lingüística de este hecho fue enorme, pues los judíos sefardíes que se establecieron en el norte de África y en los Balcanes llevaron consigo y conservaron la lengua.
El 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón tropezó sin saber con América y España se encontró de pronto con un imperio de verdad. Un imperio que no había sido deliberadamente planeado, sino producto de la pura casualidad, y que se presentaba como un nuevo desafío. Un modo de vengar rotundamente las viejas rivalidades militares y religiosas entre la cristiandad y el islam, cuyos límites estaban claramente trazados y cuya relación normal había sido siempre la guerra.
El nuevo mundo emergía produciendo un cambio en la balanza de las fuerzas, a pesar de que ningún reino de la Europa occidental tuviera entonces una organización capaz de administrar posesiones lejanas. España podría llevar la fe cristiana, el comercio y las armas a otros confines jamás soñados.