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Infancia en Segovia

Los primeros doce meses de vida de la infanta Juana transcurrieron serenamente, como los de cualquier criatura de su edad y condición real y, por lo tanto, alejada de su madre, a la que ni siquiera conocía. La reina Isabel se hallaba dedicada por completo a la expansión de su reino, anexando el archipiélago de las Canarias (labor que completaría en 1493) y enarbolando el gran ideal de la reconquista. La caída de Constantinopla en aquel año del Señor de 1480 había sido el acicate fundamental para continuarla, pues tanto Isabel como Fernando, temerosos de que el empuje turco llegase al sur de la península, aceleraron la reconquista. El sentido de unidad territorial, cuyo máximo objetivo significaba que todos los reinos españoles se vieran libres de los infieles, se había convertido para ella en una obsesión. Y aquella idea ocupó, con dedicación exclusiva, su tiempo y su mente. Había dejado de pertenecerse a sí misma para volcar todo su valor y energía en conseguir para España lo que ningún otro monarca había logrado en su historia. Bajo la presión de obligaciones estrictas, aquel duro oficio de ser reina le exigía una salud de hierro y un carácter muy templado. Cualquier otra mujer hubiera visto en él una intolerable esclavitud, sin embargo, para ella se había convertido en una pasión que movilizaba todos los actos de su vida.

El año 1480 fue crucial para Castilla. Se reunieron las Cortes en Toledo para reestructurar la organización del reino. Las instituciones se vieron fortalecidas a través del Consejo Real, el cual incrementó el control sobre la justicia, la hacienda y las órdenes religioso-militares, que desde aquel año se encontraban bajo el mando del rey Fernando.

Había llegado el momento crucial de terminar con los privilegios de la nobleza tan celosamente mantenidos. La justicia estaría solo en manos de la reina y España entera sería un reino unificado. El reino cristiano más grande del mundo logrado por el sacrificio y la fama de sus glorias. Ese era su sueño. Por tal motivo no era bueno mantener sus tierras enajenadas, porque implicaba no recaudar los suficientes impuestos para ser amados y perder el poder para ser temidos. Por eso no había tiempo que perder.

Isabel les había hablado duramente: «Podéis seguir en la corte o retiraros a vuestras posesiones, como gustéis, pero mientras Dios me conserve en el puesto a que he sido llamada, cuidaré de no imitar el ejemplo de Enrique IV y no seré un juguete de mi nobleza».

Tal vez, el gran sacrificio de dedicar la vida entera por una noble causa le valiera algún día una grandeza inesperada.

Los reyes estaban deseosos de conquistar el reino nazarí de Granada, aquella ínfima porción musulmana del magnífico Imperio árabe (que en otros tiempos llegara hasta los Pirineos) conservada al sur de la península. De ese modo, España, afianzando dominios e influencias, se tornaría impenetrable para las apetencias francesas, pues no solo estaría unificada sino además aliada mediante contratos matrimoniales —operaciones políticas— con Portugal, Alemania, Austria, los Países Bajos y, posteriormente, con Inglaterra.

Sin embargo, el camino hacia la unificación no era fácil ni sencillo, y la prioridad española tuvo que esperar un tiempo más porque Italia pedía ayuda para socorrer a Nápoles del acoso de los turcos. Los Reyes Católicos enviaron una flota al mando de Enrique Enríquez en 1481. Aprovechando el conflicto, Muley Hacén tomó Zahara en la península y comenzó de este modo la guerra por Granada (un conflicto que duraría diez años).

Pero Fernando e Isabel no dejaron nada librado al azar. Entablaron contactos epistolares con Maximiliano I de Alemania. En ellos, los reyes solicitaban que su tercera hija en la línea de sucesión al trono, Juana de Castilla y Aragón, al llegar a la adolescencia fuera prometida en matrimonio a Felipe de Habsburgo, el primogénito de la corona de Austria.

El pedido despertó optimismo dentro de la corte austríaca pero hizo resurgir ambiciones dormidas e intereses olvidados. Aquella concertación permitiría ampliar, para ambos reinos, sus zonas de influencias.

Maximiliano I convocó a su Consejo y, aunque la respuesta se hizo esperar, una vez obtenido el consentimiento y la certeza de que aquello era lo más conveniente para cada reino, comunicó su beneplácito al compromiso matrimonial. Desde su infancia, Juana de Castilla y Aragón y Felipe de Austria habían quedado prometidos en matrimonio e indisolublemente unidos para toda la eternidad. Mas ellos dos, por aquellos días, lo ignoraban.

Bajo ocultas conveniencias que cada reino conservó en el más estricto de los secretos, se fueron manejando los hilos de sus destinos. Cuando en 1482 murió María de Borgoña, madre del pequeño príncipe Felipe, de cuatro años de edad, el niño heredó repentinamente todas las posesiones borgoñonas de su madre en los Países Bajos, convirtiéndose en el duque de Flandes y Borgoña más joven de la historia. Su padre se instituyó a partir de esa triste fecha en su regente, gobernando dichos territorios hasta que Felipe alcanzara la mayoría de edad.

Por aquellos años, la corte de Isabel y de Fernando era itinerante, y sus reyes, dos peregrinos incansables, dos nobles andariegos. Los distintos alcázares y palacios de los nobles eran en cada momento, o por temporadas, su hogar y su reposo. Uno de aquellos alcázares reales se hallaba en la antigua ciudad de Segovia. Encerrada entre altas murallas y encaramada sobre una meseta, se levantaba altiva y majestuosa entre los valles de los ríos Eresma y Clamores.

En el solar central de la ciudad se alzaba la catedral donde había sido coronada, en 1474, Isabel I como reina de Castilla y, en el otro extremo, dominando la confluencia de los ríos, erguía sus altas torres, desafiante, la más antigua y hermosa de las moradas reales castellanas.

Lo más extraordinario de aquella construcción era su carácter austero. Un plan global abarcaba todos los aposentos que conformaban la fortaleza evitando que fuesen alcanzados por los ataques exteriores. Un laberinto de pasadizos, sótanos, celdas, fosos, habitaciones, salas, galerías y patios, constituían los eslabones de unión entre los aposentos de los reyes y el resto del castillo. Dentro de esta intrincada construcción, el ala del levante había sido destinada a los pequeños infantes de Castilla. Los aposentos eran espaciosos, desprovistos de muebles y habían pertenecido en tiempos pasados al rey Enrique IV. Los príncipes habían pasado a disponer de ellos después de una orden dada por su madre, la reina. De aquel modo, permanecían dentro de los límites controlables sin fastidiar al resto de la corte adulta.

La hija mayor de los reyes de España, la infanta Isabel, había cumplido sus doce años en aquel año del Señor de 1482. Prometida en matrimonio con el príncipe Alfonso, futuro rey de Portugal, tenía, a partir de aquel cumpleaños, derecho a sus propias habitaciones. Sus dos hermanos, Juan y Juana, aún compartían los mismos aposentos, dado que con cuatro y tres años de edad, respectivamente, no podían gozar de aquellos privilegios.

Para aquel trío de niños reales, alegres y vocingleros, nada era más divertido que escapar corriendo al gran patio del castillo. Sobre una de sus altas paredes de piedra se levantaban varios jaulones de aves que se paseaban nerviosas cuando les veían aparecer. Batiendo sus alas contra las mallas que los tenían aprisionados, mansos faisanes, perdices veloces y amenazadores halcones hacían las delicias de los pequeños.

Desde las almenas del castillo, cientos de tórtolas descendían volando con rapidez cuando Juan y Juana aparecían corriendo y sacando de sus bolsillos puñados de pan y de trigo que iban esparciendo por el patio para darles de comer. Saciadas, las aves levantaban vuelo batiendo las alas sobre sus rubias cabezas, para después dirigirse con rumbo a Poniente. Y cuando al atardecer el sol se ocultaba, volvía a escucharse en el aire el aleteo constante de las bandadas de palomas que retornaban a sus palomares. Los niños se sentían felices rodeados de aquellas aves, pero lo que más alegraba sus corazones era alimentar a los conejos. Con una canasta repleta de diminutos repollos y zanahorias, sus nodrizas les seguían hasta las madrigueras. A Juana le encantaba levantar entre sus brazos a los más pequeños, por la suavidad y la ternura que aquellos animalitos le prodigaban, y así se quedaba durante horas jugando con ellos.

En el otro extremo del patio había un laberinto de madroños, retamas y naranjos que conducía hasta una gran fuente de piedras grises y musgosas. En las calurosas tardes de verano, los infantes caminaban a hurtadillas hasta ella para mojarse, no solo las manos y las mejillas, sino también los cabellos y los vestidos. Cuando eran sorprendidos por sus doncellas escapaban corriendo para ir a esconderse debajo de alguna cama y evitar, así, la consabida reprimenda.

Aquel jardín era el sitio preferido de la reina. En las noches de estío le deleitaba caminar bajo el cielo estrellado observando las constelaciones y aspirando el intenso perfume de las flores. Y cuando el silencio se tornaba más profundo, se sentaba en un banco de piedras y meditaba en soledad sobre los futuros pasos a seguir para la buena conducción de sus reinos.

El año de 1483 transcurrió sin sobresaltos. Con un otoño agradable y seco llegó noviembre esparciendo sus colores ocres por toda la naturaleza y, con él, el cuarto cumpleaños de la infanta Juana. Aquella tarde del 6 de noviembre, los reyes de Castilla y Aragón se mostraban distendidos y cariñosos dispuestos a festejar en el alcázar de Segovia el onomástico de su tercera hija.

Un año había transcurrido desde que la corona española se lanzara a la conquista de Granada, sin la sospecha ni el temor de que alguien o algo pudiera impedírselo. Con aquella actitud decidida distraían el ánimo de los nobles que, embarcados en aquella guerra, no soñaban con intentar nuevas aventuras políticas.

El nuevo orden se consolidaba sin pausa. La Santa Hermandad restablecía lentamente la pacificación en las llanuras, poblados y caminos del reino castellano, constituyéndose en el brazo derecho de la corona, mientras un ejército de hombres, alcaldes y cuadrilleros, elegidos anual mente, ejercían los poderes de policía, erigiéndose en los tribunales de justicia. Sin respetar feudos ni privilegios llegaban a las cárceles por igual, nobles o bandidos, siendo sometidos a rápidos sumarios que les condenaban a la prisión o a la muerte. Eran tiempos de grandes contrastes. Los hombres se estremecían ante la inminencia del castigo divino pero mostraban un temple de acero en los campos de batalla.

Aquel día de noviembre, como por encanto, todas las preocupaciones habían quedado atrás. La reina Isabel vigilaba la disposición de los cuencos y disfrutaba aspirando los suaves aromas de las infusiones y de los panecillos recién horneados. El aya de los infantes, Teresa de Manrique, caminó en dirección a sus aposentos. Avanzó por la galería inferior del castillo que se orientaba hacia el río Eresma, después dobló hacia la derecha y entró por el patio del laberinto. Caminó sobre el ala oriental y levantó sus ojos hacia las angostas ventanas del primer piso. Las tres caritas de los príncipes de Castilla y Aragón se reflejaron apretadas contra los pequeños vidrios circulares.

—¡Esperad, ya bajamos! —se escuchó una vocecita, mientras con sus manitas saludaban alegremente.

Una ráfaga de aire helado sacudió las ramas de los árboles y las hojas cayeron a puñados sobre el camino de piedras. El viento las arremolinó sobre un rincón y con un silbido sacudió la falda de la doncella.

La mujer se sujetó el tocado y mirando hacia arriba les sonrió, mientras proseguía su camino hasta el gran arco ojival sin detenerse, pero la puerta se abrió antes de que ella llegara y los tres infantes aparecieron sonrientes y nerviosos. Los tres tenían ciertos rasgos distintivos que permitían adivinar que eran hermanos. Los mismos ojos verdes de la reina y la nariz recta del rey. Pero de los tres, Juana era sin duda la más bella. Sus cabellos rubios como el trigo maduro enmarcaban unos ojos que parecían haber absorbido todo el verde de los olivares de Castilla. En su rostro, la nariz era más delgada y elegante, un tanto sensual y un buen atributo para su boca pequeña y carnosa.

—Mis pequeños príncipes, ¿estáis preparados para visitar a vuestros reales padres? —preguntó la doncella con una amplia sonrisa.

—Sí, lo estamos —respondieron a coro los pequeños.

—Pero yo, siento algo de miedo —agregó Juana con timidez.

—¿A qué le tenéis miedo, mi princesa?

—Tengo miedo de que no me reconozcan. Hace mucho tiempo que no vienen a vernos.

—No debéis temer, mi niña. Vuestras majestades os harán sentir muy feliz pues hoy han pedido estar con vosotros. Debéis comprender que los asuntos del reino les obligan a permanecer demasiado tiempo ausentes. Pero siempre os recuerdan y os aman con todo el corazón.

—Sin embargo, yo siento que vos sois nuestra madre. A ella no la recuerdo —volvió a insistir la pequeña Juana.

—Alteza, solo deseo que estéis tranquila y sonriente. Será un grato cumpleaños donde todos vosotros lo pasaréis muy bien.

—Si nos aburrimos, prometednos que vendréis a buscarnos —rogó el pequeño Juanito tiritando de frío, a pesar de ir bien envuelto en su capita de pieles.

—Solo lo haré si vuestra real madre lo ordena. Pero no os preocupéis, que voy a contaros un secreto —dijo la doncella bajando la voz, como para que solo ellos tres pudieran oírla—. No os aburriréis. Vuestras majestades han dispuesto para vosotros una mesa repleta de dulces y confituras.

—¡Bravo! —exclamaron a dúo los más pequeños.

—¿Os quedaréis con nosotros todo el tiempo? —preguntó Isabel con timidez.

—Permaneceré en la antesala, no muy lejos de vosotros. ¡Pero no penséis más en ello y apresuraos que llegaréis tarde!

A pesar de los consejos de la doncella, los niños se mostraron poco decididos y de no haber sido por las apetecidas golosinas prometidas, algo escasas en la corte castellana de aquellos años, de buen agrado hubiesen dado media vuelta y salido corriendo en sentido contrario.

Tomados de la mano de su aya, los tres pequeños príncipes se detuvieron en la entrada. Sentados en sus altos y oscuros sillones de madera, los reyes esperaban ansiosos la llegada de sus amados hijos y al verles de pronto, parados en el umbral de la puerta gótica, les sonrieron con ganas y les tendieron los brazos.

—Vosotros sois los tres infantes más hermosos de Castilla —exclamó el rey con ternura.

—De toda España —agregó la reina—. Pero daos prisa, mis tres amores, que quiero besar vuestras sonrosadas mejillas.

Los tres niños, que ya se habían quedado solos, se fueron acercando tímidamente. La primera en saludar con un beso fue Isabel, mientras Juan y Juana, entre temerosos y sonrientes, esperaban, con sus dedos en la boca, ser levantados por aquellos brazos reales. Así lo hicieron sus progenitores para luego sentarlos sobre sus regazos. La reina sonrió feliz y Juana apretó su rubia cabecita sobre aquel pecho materno hasta entonces distante y desconocido. Después miró a su madre como implorando ayuda.

—¡Qué maravilloso es volver a veros y compartir con vosotros el cuarto cumpleaños de Juana, «mi suegrita»! ¿Y sabéis por qué llamo así a vuestra hermana? —interrogó la reina a su hija mayor—. Pues ella es idéntica a vuestra abuela paterna, Juana Enríquez. ¿Y sabéis por qué llamo «mi ángel» a Juanito? —preguntó la reina a los más pequeños—. Porque él es el único niño de la casa—. Los tres infantes se miraron entre sí con asombro y luego se pusieron a reír por las ocurrencias de su madre.

—¿Y cómo creen que llamo yo a Juana? —preguntó el rey con una amplia sonrisa.

—«Madre» —contestaron entre risas los tres infantes a coro.

—Muy bien, habéis acertado. La llamo «madre», pues como ha dicho la reina, ella se parece mucho a mi madre. Ahora bien, como veréis, solo ha faltado a esta fiesta de cumpleaños vuestra pequeña hermana, la infanta María —di jo el rey enternecido.

—¿Por qué no ha venido? —interrogó Juana con tristeza.

—Porque vuestra hermana menor aún no ha cumplido los ocho meses de edad y lo único que un niño desea en su primer año de vida es leche tibia, ropa limpia y sueños tranquilos.

—Y unos papás que le besen y le sonrían —agregó Juana.

El rey rió sonoramente ante la ocurrencia de aquella hija. Juana era muy receptiva de todas las manifestaciones de afecto y eso debería ser tenido en cuenta, si alcanzaba el tiempo. Ese tiempo que se escurría como el agua entre las manos y a la velocidad de un rayo, entre la reconquista planificada y la unificación anhelada.

Los reyes ocuparon la cabecera de la mesa y, después de pronunciar las oraciones para bendecir los alimentos, autorizaron a los pequeños para que iniciaran el banquete. El rey Fernando guiñó un ojo a Juana y la infanta le miró entre embelesada y sorprendida. Sin embargo, aquella feliz coincidencia, donde padres e hijos se encontraban juntos por primera vez en ese año, terminó abruptamente.

Alguien entró deprisa a la sala y les habló al oído a los reyes. Ellos se levantaron y fueron hasta la puerta que se había vuelto a abrir. Allí esperaron. Las voces de los que se acercaban por uno de los pasillos resonaron en medio del silencio en el que se habían sumido los infantes. Había llegado al castillo un monje de nombre Torquemada. El religioso traía noticias urgentes para la corona y había que tomar decisiones de inmediato. Juan y Juana se sobresaltaron cuando el monje, al llegar, lo primero que hizo fue clavar sus ojos penetrantes en los suyos. Aquella figura vestida de negro habló con voz grave y gesticuló con sus largas manos cual si fuese un ave que estaba por levantar vuelo. Luego de departir unos instantes con los reyes, partió raudo por los pasillos del castillo, llevándose consigo a los monarcas y dejando solos a los tres pequeños. —¿Tor quemada? ¿Acaso alguna persona moriría quemada en el fuego de la hoguera? —se interrogó Juana, y un escalofrío le recorrió la espalda, como si los ojos de aquel monje continuaran clavados en los suyos.

Ante aquel torbellino de miradas, pasos apresurados, voces disonantes, los niños, entristecidos, tomaron en silencio sus tazas de leche caliente con miel y comieron las confituras, pero de sus boquitas enmieladas se les había borrado, tal vez para siempre, la sonrisa de la infancia. De los ojos claros de Juana cayeron dos lágrimas hasta su boca que la niña secó con sus manos.

Aquel año de 1483 habíase creado el Consejo de la Suprema y General Inquisición para defensa de la religión cristiana. En un principio, cumplía con la finalidad de sus majestades, deseosas de consolidar la unidad religiosa y política y reprimir a los falsos judíos conversos (llamados«marranos») que conformaban una poderosa burguesía urbana. Pero después se la utilizó con fines oscuros orientados a imponer la voluntad de los monarcas de manera tortuosa, cuando era ineficaz o imposible recurrir a la justicia ordinaria. Cinco años antes, en el año del Señor de 1478, Isabel había solicitado al papa Sixto IV la bula de autorización para el establecimiento de dicho tribunal dentro de sus reinos. La institución permanecería bajo su directa intervención y los bienes de los condenados pasarían siempre a la corona. El papa autorizó a los Reyes Católicos la constitución de la Inquisición, mediante la bula Exigit sincerae devocionis. En septiembre de 1480 había sido implantada por orden real y en 1482 el propio pontífice había nombrado ocho inquisidores para el reino de Castilla.

Como inquisidor general había sido designado durante 1483, el fraile dominico Tomás de Torquemada, cargo al que le confirió sus rasgos de extrema dureza en defensa de la ortodoxia religiosa. Severo y cruel se transformó en el representante de la intolerancia y del fanatismo. Alma del rigor antisemita, comenzaba a distinguirse dictando reglamentos y ordenanzas de cárceles, con tanta severidad que se constituyeron con el tiempo en un modelo de crueldad. (Mientras ejerció el cargo logró enviar a la hoguera a más de tres mil personas. Paradójicamente, su verdadero nombre era judío: Thomás de Turrecrematha Baccalaureus).

Los tribunales de la Inquisición se multiplicaban por toda la geografía del reino al igual que los autos de fe, actos donde el garrote vil y la hoguera iban a acabar con el derecho a la vida de miles de almas, tras ser sometidas a tormentos terribles en busca de acusaciones a terceros o de autoinculpaciones. Declaraciones que, en numerosos casos, aún siendo falsas, eran un modo de evitar la hoguera, o entregarse a la muerte por no padecer más sufrimientos.

Montados a caballo o en mulas, los hombres de la Inquisición llegaban a todas las ciudades, pueblos y aldeas. Los negros jinetes del miedo y del espanto llevaban consigo un verdadero arsenal de instrumentos de torturas. No solo implantaban el terror a través del sometimiento físico, sino que también lo hacían mediante la tortura psíquica.

La Inquisición española se tornó inflexible en lo que a normas de seguridad se refería, permitiendo el empleo de los tormentos cada vez que alguno de los acusados se negaba a confesar. Por su parte, Torquemada, hombre austero y de arraigadas convicciones, contaba con el consentimiento de la corona para limpiar de herejes el suelo español.

Este monje autoritario había sido confesor de la reina siendo ella una adolescente, en la corte de Enrique IV. En cada confesión le recordaba: «Sea cual sea el rango, lo primero es el deber». Este mandato caló muy hondo en el corazón de Isabel y se tornó en su prioridad por el resto de sus días.

Con el transcurso del tiempo, Fernando se convirtió en el gran maestre e Isabel en la ideóloga de aquel plan: la Guerra Santa. La única guerra que podía unificar una España dividida entre cristianos e infieles. (Después vendría la expansión del imperio, forjado con grandes dificultades, y la corona española, imponiéndose sobre todas las de Europa).

Los monarcas, convertidos en hábiles artífices, fueron enlazando los acontecimientos de tal manera y con tanta rapidez que la nobleza española no tuvo tiempo ni forma para someter a juicio las decisiones de aquella alianza indestructible que conformaban Castilla y Aragón.

Penitencias y ayunos, procesiones y flagelaciones, plegarias y muertes pasaron a formar parte del ritual cotidiano durante la primera infancia de Juana. La infanta fue creciendo entre la represión de los cuerpos y la tortura de las almas en su más rígida y cruel expresión, envuelta en una atmósfera de misticismo cristiano militante que alimentaba un acendrado odio por el islam.

En 1485 la corona aragonesa de Fernando recuperó de manos francesas el reino de Nápoles y, deseosa con Castilla de aislar a Francia, sellaba con los Habsburgo el pacto matrimonial de sus hijos, Juana y Felipe. Definitivamente.

Durante los años que siguieron la vida en el castillo no fue fácil para nadie y, mucho menos, para los hijos de los Reyes Católicos. Pero, a pesar del clima en que se vivía, era necesario y estricto que los infantes continuaran educándose en un ambiente, dentro de lo que el sistema castellano permitía, lo más confortable posible.

Siguiendo con las arraigadas costumbres, existían grandes diferencias entre la educación que se prodigaba a cada uno de los sexos. Si bien el príncipe como sus hermanas estaba formando y moldeando su carácter a gusto de los monarcas, el niño poseía un libro de gramática latina, no muy usada, junto a una Biblia y un pequeño libro de salmos.

En cuanto a Juana, si bien estaba recibiendo una esmerada educación gramatical, se le exigía además que aprendiera a coser, bordar, hilar, cantar y tocar el clavicordio, a la vez que se le enseñaba a tener siempre una expresión serena en el rostro, mirar en línea recta al frente, sin fruncir el ceño y a no reír demasiado. Su carácter se perfilaba fuerte pero sensible. Dos buenas virtudes para una futura reina consorte. Sin embargo, había algo que ella no alcanzaba a comprender y eso eran las ambivalencias del mundo familiar que la rodeaba (por un lado, las astucias políticas con que se manejaban determinados asuntos del reino y, por el otro, los marcados y rígidos principios religiosos y morales a los que la reina se aferraba).

Debido a su carácter y a la indiferencia materna, Juana volcó todos sus afectos en su hermano Juan y, dada la escasa diferencia de edad, se convirtieron en compañeros inseparables.

Durante los inviernos pasaban largas horas junto al fuego, absortos y pensativos, frente a un tablero de ajedrez.

Así se encontraban aquel día del año del Señor de 1488, mientras sus doncellas, sentadas en un rincón de la sala, bordaban un mantel para el altar de la capilla real. Ambas mujeres se hallaban entretenidas en una no menos curiosa conversación.

—¿Creéis que se logrará la unificación definitiva de España a través de una guerra por Granada?

—Pues claro que lo creo —respondió una de las doncellas casi en secreto—. Lo sé, y os diré como lo he sabido.

—Pues dímelo, no me hagáis morir de la curiosidad.

—Escuchad lo que voy a deciros. Es un secreto y, como tal, debéis guardarlo dentro de vuestro corazón. He heredado de mi madre unos viejos naipes de tarot. Me los dejó antes de morir, hace más de diez años, bajo la más estricta de las confidencias. Temía ser acusada de hechicera y morir quemada en la hoguera. Tanto, como lo temo yo. Esos naipes me han descifrado que el triunfo será para la corona castellana.

Las dos mujeres guardaron silencio. La doncella del príncipe Juan poseía uno de esos juegos de naipes que habían llegado a Europa a principios del siglo XIII, importados por los nómades del oeste del Himalaya y de la India y que la Iglesia católica había prohibido. Con el tiempo, al igual que su madre, se había convertido en una experta en el arte de tirar las cartas. Y como si aquellas fueran el tesoro más preciado, las llevaba consigo dentro de una pequeña bolsa de paño negro. Si alguien por casualidad le preguntaba por el contenido, respondía que allí guardaba las llaves de las habitaciones de los infantes. Y eso también era verdad.

La mujer colocó los naipes sobre la mesa, cubierta en gran parte por el extenso mantel que ambas bordaban.

—¡Qué raros símbolos! —exclamó la doncella de Juana, y tomando una de las barajas entre sus manos la examinó detenidamente. La extraña figura le hizo contener el aliento, causándole cierta aprehensión. Era la representación de la muerte, con una gran hoz entre sus manos.

—¿Qué significa?

—Significa la muerte. Es, por cierto, una carta muy temible. Representa la transformación. Simboliza el movimiento, el pasaje de un plano de existencia a otro desconocido.

La doncella de la infanta se tornó pensativa, luego miró hacia donde estaba Juana, de nueve años de edad, jugando una partida de ajedrez junto a su hermano Juan, un año mayor que ella y, sin poder apartar la mirada de la niña, exclamó:

—¡Ojalá estas cartas pudieran descifrarme lo que será de ella!

—Intentadlo. Solo debéis pensar en lo que realmente os preocupa de su destino mientras mezcláis los naipes. Luego, separad las veintidós cartas de los arcanos mayores del resto del mazo, mezclad de nuevo las cartas, y colocadlas sobre la mesa con las figuras hacia abajo. Pensad luego en una pregunta y cortad tres veces con la mano izquierda hacia el mismo lado. Volved a juntar las cartas encimando los tres montoncitos en el sentido inverso. Extended el mazo con las imágenes del revés y retirad tres cartas al azar conservándolas en la mano, en el mismo orden en que las habéis sacado. Luego, colocad la carta que habéis extraído primero en el lado izquierdo y las otras dos a continuación. La primera carta os representará el amor, la segunda la vida y la tercera su relación con el poder del reino.

—¿Podrías decirme algo?

—Lo intentaré.

La curiosidad pudo más que la prudencia y con toda rapidez la doncella mezcló y separó los naipes en tres grupos, mientras pensaba: «¿A qué país y a qué rey destinarán a mi pequeña princesa?».

La primera carta que apareció fue el carro, la segunda la muerte y la última el diablo.

—El amor, el dolor y la codicia de personas muy cercanas a Juana dominarán su vida.

—¿Qué queréis decir?

—El carro representa el amor. Su misión es unir lo terrenal con lo celestial, descubriendo la chispa divina que subyace en el corazón de la persona amada. Es esa luz interior que es capaz de producir en el ser amado actos ligados con el profundo sentimiento del amor. Su amor será eterno y tan intenso y profundo que ni la muerte podrá jamás con él. La posición de frente del personaje señala que su accionar será directo y las cabezas de los caballos, inclinadas hacia la izquierda, indican una gran intuición. El carro simboliza también lo que hay que vencer, las pasiones e instintos que existen en cada persona y que conviven con la luz. El personaje es un rey que tiene como meta el corazón de la infanta. Apuesto y de refinado buen gusto por el arte, atraído por la buena vida de una corte elegante, los placeres y las bellas damas. Tal vez resulte ser demasiado alegre, si lo veis con ojos castellanos.

—Y decidme entonces, ¿qué significa esta carta con la figura de la muerte?

—Es un terrible designio. El llanto y el dolor dominarán su vida, sobre todo por otro sentimiento. Esta figura, con su ausencia de vestimenta e incluso de carne, muestra el abandono de todas las atribuciones terrenales, conservando solo el armazón necesario para una nueva envoltura, ya que sin transformación el hombre permanecería detenido en el tiempo. La muerte está segando en un espacio negro, trabajando contra oscuras pasiones humanas, así como también esforzándose en el camino de su evolución. El perfil, enteramente a la derecha, indica cambios. Cambios en el estado de conciencia, cambios en la vida, cambios que acompañan el paso de un tiempo cumplido y la entrada a otro tiempo diferente.

—Y el diablo, ¿a quién representa?

—Es un naipe que conozco muy bien y representa la traición. Anuncia una gran evolución, que si bien es, por una parte, el símbolo del mal, es también la del triunfo, constituyendo una suerte de puente entre el bien y el mal. Representa al hombre actuando en el pecado sin apoyo espiritual, con la permanente tentación de transgredir las leyes de Dios y ceder a sus instintos. La traición vendrá de alguien que detenta un gran poder, no importa si es legítimo o no.

—¿Y quién será el traidor? —preguntó con amargura la doncella.

—No puedo decir su nombre. Podría morir en la hoguera si lo delato. Siempre se ha de sentir lo que se dice, pero nunca se ha de decir lo que se siente. Solo puedo deciros que estas cartas presagian un trágico destino. Todo cuanto rodea el destino de la infanta está sumergido en un oscuro laberinto plagado de intrigas, traiciones y poderes mezquinos.

—Desdichada aquella que, por un accidente de su nacimiento, jamás podrá vivir la vida que hubiese elegido. Solo le pido a Dios que no sea mi pequeña Juana la traicionada.

—No olvidéis que la infanta llegó a este mundo un día seis de Escorpio y desamparo, un sábado de hojas muertas, niebla y frío, para habitar en un tiempo mutilado, aquel que hoy ocupa su existencia.

—No comprendo de qué habláis —respondió la doncella de la infanta tristemente confundida.

Aquellas cartas simbolizaban un verdadero jeroglífico. Más exactamente el emblema de un enigma y, escondida dentro de todas ellas, la propia Juana, como centro de aquel misterio hecho de símbolos y entretejido de alusiones poco auspiciosas, invisibles pero presentes, como los misteriosos sueños premonitorios que moverían más tarde su conciencia.

Ambas mujeres guardaron silencio y miraron en dirección al tablero. Los pequeños príncipes continuaban jugando una entretenida partida de ajedrez.

¡Jaque mate! —exclamó Juana, mientras reía en la penumbra de la sala abovedada.

—¡Eres mala! —replicó Juan—. ¡Jamás puedo hacer contigo una buena jugada!

—¡Silencio, niños! —intervino la doncella de Juana—. ¡No debéis reñir, es solo un juego para que os entretengáis!

—La jugada se ha dado como la había planeado —respondió, por lo bajo, Juana—. Jamás debéis pelear por un juego —continuó la doncella—. La vida es demasiado corta para desperdiciarla en rencillas. Y ahora, id terminando, pues iremos a comer junto a vuestras hermanas más pequeñas, las infantas María y Catalina, que os aguardan impacientes.

Y, tomándolos de las manos, las doncellas les hicieron abandonar la mesa y la sala, mientras dos criados les seguían por detrás apagando el fuego de los candeleros.

Los niños caminaron disgustados por los oscuros pasillos sin hablarse y precedidos por las fieles mujeres. En el salón iluminado, ubicado sobre el ala oriental del alcázar, les aguardaban María y Catalina, de seis y tres años respectivamente. La cena les fue servida de inmediato. Tomaron sopa de gallina, comieron guiso de lentejas y se regocijaron con las natillas rociadas con miel. Los infantes permanecieron en silencio. Luego se retiraron a sus aposentos sin mirarse ni hablar y, antes de que las campanas tocaran las vísperas, todos dormían plácidamente.

Durante la primavera de 1491 la vida de los infantes castellanos transcurría sin sobresaltos, mientras los reinos de Castilla y Aragón continuaban la guerra por la definitiva reconquista de las tierras de Granada.

La Santa Hermandad proseguía restableciendo, con mano de hierro, la seguridad y el orden, controlando la prepotencia de los señores feudales. Y la Inquisición (existente en Europa desde 1231, al crearla Gregorio IX, y convertida en España, por obra y gracia de los reyes, en una jurisdicción del reino en materia religiosa) surcaba la península de norte a sur sentenciando con dureza a los sospechosos de herejías doctrinales, prácticas de brujerías y otras supersticiones.

Juana había presenciado más de una vez, escondida detrás del arco de alguna angosta ventana del castillo, entre el asombro y el miedo, aquellas tortuosas procesiones encabezadas por el Santo Oficio. Veía marchar lentamente, entre fúnebres cánticos, a los inquisidores del reino, vestidos con sus túnicas color crudo y sus caperuzas negras, enarbolando en lo alto una cruz blanca envuelta en crespones negros.

Con ellos caminaban los alguaciles que los asistían en su trabajo y los frailes dominicos con sus recios hábitos y los pies desnudos. Después de los monjes, cuya expresión en sus rostros revelaba un fanatismo extremo, seguían los alabarderos vigilando a los presos torturados con sus carnes desgarradas y sangrantes por las pinzas al rojo vivo. Descalzos, indefensos, encadenados y envueltos con los horrorosos sambenitos amarillos, llevaban sobre sí la marca de los tormentos. Sus rostros demacrados, su mirada perdida, dejaban translucir los terribles suplicios. Eran los pecadores, los que habían osado profanar a la Santa Iglesia, y para aquel sacrilegio no había otro fin, más que arder por toda la eternidad en los fuegos del infierno.

Detrás de aquel escalofriante cortejo, marchando al paso, una multitud de mendigos, prostitutas, niños y gitanos le seguía en silencio. Aquellos prisioneros de guerra, moros, judíos o presuntos herejes eran sacados para morir de las oscuras y húmedas mazmorras de los castillos del reino. Aquellos castillos donde la corte itinerante de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón pasaba ciertas temporadas.

Sobre la llanura reseca, lejos de la ciudad, se levantaban las piras y hacia allí se dirigía la lúgubre procesión. Cada condenado era atado a un palo con los ojos vendados y con las piras de leña humedecidas bajo sus pies. El verdugo encendía el fuego con una tea ardiente y en un instante las llamas comenzaban a devorar lentamente aquellos cuerpos flacos, mientras el eco agónico de sus gritos aturdía los oídos de Juana y el olor a carne quemada penetraba por su nariz, hasta descomponerle el estómago. Entonces, al borde del desmayo, se dejaba caer al piso de rodillas, implorando por aquellas almas desdichadas, pero sobre todo, por el peso de aquellas muertes sobre el alma de su madre.

—No permitáis, Dios mío, que en Castilla se cometan muertes tan atroces. Perdonad a mi madre. ¡Perdonadla!

Su madre cuando la oía implorar de aquel modo, le respondía:

—El Santo Oficio es el Tribunal de Dios que castiga a quienes no aceptan los dogmas de la fe cristiana. Y yo, como reina de Castilla, estoy decidida a hacer de este reino, no solo un solar regido por la ley y la justicia, sino, sobre todo, por un solar cristiano.

Juana no terminaba de escuchar las palabras justificadoras de su madre, pues siempre concluía tapándose sus oídos con las manos, actitud que exasperaba a la reina.

Con los años, aquellas visiones de horror fueron marcando a fuego el alma sensible de Juana, que no cesaba de implorar a Dios por la protección para su progenitora.

Todos los bienes de los condenados por la Inquisición eran confiscados pasando a las vacías arcas reales, ávidas de recaudar riquezas para preparar el golpe final sobre el reino infiel de Granada.

Desde el púlpito de cada iglesia los frailes dominicos predicaban contra la herejía dictando los autos de fe. Era deber de todos los súbditos observar a sus vecinos e informar con toda celeridad a los inquisidores o a sus sirvientes si descubrían algún comportamiento sospechoso y, aquel que no lo hacía, también era considerado culpable. Todo sospechoso de la más leve falta debía ser delatado y llevado ante los tribunales del Santo Oficio para ser torturado hasta confesar sus culpas y las de su prójimo, aunque estas no fueran ciertas. Muchos llegaban a mentir para dejar de ser torturados, y otros eran castigados inocentemente por estar falsamente acusados. Los monjes llegaron a instalarse sobre los tejados de sus conventos para observar, durante el sábado judío, las chimeneas de la ciudad. Aquel que no encendía fuego era sospechoso. Aquel de cuya chimenea no salía humo era llevado ante el tribunal. A aquel que no confesaba se le torturaba en la parrilla, en el potro o en el agua, o se le dislocaban sus miembros en la rueda. Así la víctima, bajo aquellas circunstancias, estaba dispuesta, no solo a reconocer sus propias faltas, sino también las de sus vecinos y, si estas no existían, llegaba hasta a inventarlas.

La Inquisición se había convertido en un poderoso resorte político y social para salvaguardar la unidad de la fe y el absolutismo regio, eliminando toda disidencia. En realidad, la idea de «hereje» iba vinculada a la de «rebelde» en la mentalidad de las gentes del tribunal del Santo Oficio.

Lograr que los hijos de sus majestades permanecieran tranquilos, en tan trágicas y terribles circunstancias, se había convertido en el desvelo cotidiano de sus buenas doncellas. Los niños se aferraban patéticamente unos a otros en torno a estas mujeres, a quienes consideraban como sus segundas madres, pues el temor a ser separados y a quedar solos se hacía en ellos cada vez más profundo.

—Temo más a la soledad que a la propia muerte —le manifestaba Juana a su doncella—. El estar aislada y sola es algo que no podría soportar jamás. Creo que antes me volvería loca.

—Mi niña, ¿por qué habláis así? Eres una infanta hermosa, con un gran futuro. No quiero veros triste —respondía la mujer para consolarla y le buscaba de inmediato algún entretenimiento para hacerla sonreír.

Juana sentía, en lo más profundo de su ser, el culpable deseo de ser amada y tenida en cuenta por su madre. Pero la reina, lejos de conocer las necesidades afectivas de su hija, continuaba guerreando para consolidar la unión de todos sus reinos. Aquel sentimiento solo conseguía entristecer su noble corazón, al comprender que exigía demasiado, pues bien sabía al estudiar la vida de los santos que el verdadero amor es aquel que no pide nada a cambio. Pero ella no era una santa, aunque se empeñara por llegar a serlo.

La no correspondencia de aquel amor filial le llevó hacia sus más extremas y rigurosas consecuencias. Juana se sintió cada vez más indigna pues, por la necesidad de ser querida, comenzó a sentir en ella una verdadera carencia provocada por una falta, por una imperfección del alma. Entonces, el natural deseo de ser amada se convirtió en culpa, la culpa en castigo y el castigo en dolor.

—Madre, quiero llegar a ser santa. Sé que no es fácil, que soy imperfecta, porque siento que no me basta solo con amaros, sino que a la vez necesito que me correspondáis. Muy pocos son los que trascienden esta limitación y esos pocos son los santos; y en el caso de los amores humanos, solo los heroicos y puros. Quiero ser heroica, pura, y aprender a amar, aunque no sea correspondida —imploró Juana.

Su voz resonó con fuerza en aquel atardecer de abril, cuando el aire cargado de aromas campesinos se volcaba sobre el jardín castellano de Segovia. Era uno de aquellos escasos momentos durante el transcurso de su infancia que compartía con la reina, su madre.

—Juana, mi hija muy amada, debéis saber que el amor es una actividad solitaria y un proceso de purificación de nuestra natural imperfección. Si os habéis propuesto seguir el camino de la santidad, debo deciros que os felicito y que me siento orgullosa. Pero también tengo el deber de aconsejaros y advertiros de que habéis elegido el camino más difícil de una existencia humana. La imagen perseguida y siempre esquiva de la santidad, recién cobrará forma en vuestra alma cuando logréis comprender el misticismo del amor santificado por la no correspondencia. Más tarde, con las piezas de este rompecabezas, que estoy segura os hará ganar el cielo apetecido, iréis formando a costa de sacrificios y resignaciones las figuras de la soledad, de la autosuficiencia y, por último, la de la libertad de tu espíritu. Estas son las tres etapas del duro camino hacia la realización íntima del alma. En cuanto al amor que me reclamas, debéis saber, hija mía, que todo cuanto vuestro padre y yo estamos haciendo es solo por vosotros. Por lo tanto os pido seáis más justa y comprensiva respecto al escaso tiempo que ambas podemos compartir y, aunque mi deseo es estar la mayor parte de las horas con vosotros, mi deber es dedicarlas a la dirección del reino.

Juana guardó silencio. Sentía que su madre era como una muralla de piedras, contra la que nada se podía hacer.

A la madrugada siguiente, la reina partió hacia Toledo.

El tiempo continuó su curso inexorablemente y Juana volvió a sentir dentro de su alma que se quedaba sola. Como siempre.

Durante el año transcurrido entre 1490 y 1491 los sueños dinásticos de Isabel y Fernando parecían haberse hecho realidad. Estaban a punto de concluir aquella partida de ajedrez imaginaria que habían iniciado en 1479, al nacer Juana, con un jaque mate al futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Aquel año se concretaba la alianza matrimonial entre Margarita de Austria (la única hija mujer de Maximiliano I) y el príncipe Juan (el único hijo varón de Fernando e Isabel). La princesa había sido desposada con Carlos VIII de Francia, pero el matrimonio nunca llegó a consumarse, porque el rey de Francia abandonó el compromiso desposándose con la duquesa Ana de Bretaña, viuda del rey Luis XI. Los reyes de España, enterados de la ruptura de aquel compromiso, no se hicieron esperar y, ese mismo año, solicitaron la mano de la hermosa princesa austríaca, despreciada por el monarca francés y esperada por el príncipe de Asturias.

Los finales del año 1491 trajeron para la vida de Juana, y de España, cambios difíciles y notables. La infanta había cumplido doce años y con aquel cumpleaños se terminaban, también, la infancia y la libertad de las que había gozado y compartido, hasta entonces, con sus hermanos menores. En aquel cumpleaños, Beatriz Galindo, la Latina, le había obsequiado un libro que se titulaba: Visión deleitable de la filosofía y las artes liberales. Juana ya estaba madurando y era hora de que comenzara a leer aquellas obras que le abrirían el espíritu y el alma hacia una visión más amplia de la vida. Con aquel cumpleaños, la niñez de la infanta llegaba a su fin. De allí en adelante, recordaría siempre sus juegos y sus aventuras que solo vivirían en su memoria y recuerdos, como aquella vez, cuando tenía diez años, y al cruzar el río Tajo con su cortejo, su mula resbaló y Juana cayó al agua helada. Había desaparecido de la superficie y todos gritaban temiendo por su vida, pero cuando su nodriza y sus doncellas se habían tirado al río para buscarla, Juana emergió del agua tomada de las orejas del animal, entre el miedo, los gritos y el asombro de sus doncellas. Nunca más volvería a corretear por los corredores de los castillos escondiéndose por sorpresa detrás de las columnas que sostenían los anchos arcos ojivales de sus galerías. Extrañaría no volver a vendarse los ojos con un paño negro para jugar a la gallina ciega entre los naranjos y limoneros del patio. Tampoco podría entretenerse, durante los largos inviernos, horas enteras frente al tablero de ajedrez, ni podría volver a cabalgar libremente seguida de sus pequeños pajes, por las mesetas de Segovia o de Toledo, mientras el viento juguetón le arrancaba antojadizamente sus tocados dejando sus largos cabellos en libertad. No volvería a lanzar la flecha de su ballesta, a la que siempre acertaba en el blanco, ni podría disponer del tiempo sin tiempo para mojar sus manos o sus pies en la vieja fuente de piedras del jardín de la reina. No volvería a atrapar las mariposas dentro de su tocado en los frescos y espesos bosques de encinas y se terminarían para siempre los cuentos de brujas y de hadas que su nodriza le contaba y que le producían una impresión deliciosa de terror. Jamás le estaría permitido volver a dar los paseos en aquellas mañanas calurosas de verano junto a sus hermanos, cuando bajo los castaños de apretada sombra entretejían guirnaldas con las que adornaban sus cabezas. Todo terminaría de repente. Abrupta y dolorosamente.

De ahora en adelante, al convertirse en mujercita, sería recluida dentro del castillo donde tendría sus propios aposentos, de conformidad con la costumbre de rigor en Castilla. Los reyes redoblarían sobre ella la vigilancia y la educación, intensificando el estudio, la lectura y las labores, prohibiéndosele las charlas acostumbradas con sus hermanos, capaces de banales distracciones.

Piedad, pudor y honor eran las tres palabras claves que resumían el comportamiento ideal para una infanta de España, nacida para reinar sobre algún confín de la tierra. Las angostas y altas ventanas de los castillos constituirían de ahora en adelante la gran diversión y también la gran tentación para una Juana ávida de conocer más allá de los gruesos muros y los profundos fosos de las fortalezas reales. La Iglesia se convertiría en un espacio privilegiado cuando llegara la Cuaresma, o la celebración de Corpus Christi, donde sacaban el Santísimo en procesión y desfilaban las hermandades de caballeros y las cofradías, o la festividad de la Asunción, o las ferias de agosto en honor de la Virgen del Sagrario, o las festividades de san Isidro, donde la Familia real concurría en pleno. Permanentemente, las infantas eran escudriñadas por doncellas y pajes a los efectos de que no tuvieran ocasiones de arriesgar o cruzar una mirada con algún joven noble desconocido, o guardarse de sonreír en exceso. Tanto educadores como confesores impartían por aquellos días una estricta disciplina basada, primeramente, en el control de la mirada.

—Volved vuestros ojos a Dios, abridlos al cielo y a los bosques, a las flores y a todas las maravillas de la creación; pero, en cambio, bajadlos en todos aquellos lugares en que exista ocasión de pecado —le aconsejaban sus preceptores.

—Una verdadera infanta debe apartar los ojos de todo lo que pueda perturbarla, comenzando por las pinturas. Debéis tener cuidado también con los ojos de los demás, porque vuestra curiosidad puede resultar corruptora para vuestras buenas obras y para vos misma. Guardad cuidadosamente vuestra lengua para no ofender a Dios y reprended con toda energía el pecado de hablar en exceso y las palabras ociosas. En cuanto a las mismas palabras honestas, no usaréis de ellas sino con discreción. Controlar las propias palabras quiere decir también controlar la risa, los gestos y los juegos, cuyo exceso es pecado.

—El camino de la perfección que la Iglesia propone tiene como finalidad esencial la profundización, en soledad, de vuestra devoción interior a Dios y a la Santísima Virgen. Una vez amordazados todos los sentidos, la soledad interior aparece siempre en vuestras habitaciones, en los salones, en los paseos. La verdadera devoción os alejará del mundo y os acercará a Dios.

Controlar la mirada, la palabra y la sonrisa y, sobre todo, guardar silencio, era el mandato para ser una buena infanta de España. Una princesa atenta escuchaba aquellos consejos y los aceptaba con docilidad. Sin embargo, en las calurosas tardes del verano castellano, en el silencio letal de la siesta, y burlando la vigilancia de su soñolienta doncella, Juana escapaba sigilosa, envuelta en su fresco sayal, corriendo descalza y en puntillas por los silenciosos claustros del alcázar. Escaleras arriba subía hasta el salón de las lecturas encerrándose en él. Aquel lugar le atraía demasiado, pues solo la biblioteca personal de su madre estaba compuesta de doscientos un volúmenes, a los que se le sumaban los libros que pertenecían a la biblioteca del castillo. Sentada en la cómoda poltrona de la reina, y envuelta en aquella agradable penumbra, se deleitaba en esa recomendada soledad con las lecturas épicas o con aquellos libros religiosos de imágenes pintadas en oro, púrpura y añil. Miraba asombrada las escenas de los Evangelios del Monje Ottfried, impresos en hojas tan finas como los pétalos de un lirio. Releía más de una vez la anónima Epopeya Heliand sobre la vida del Salvador, y la vida de Santa María Egipcíaca, el Libro de los Tres reyes de Oriente, el Libro de Apolonio, o la Crónica de los emperadores. La lectura le apasionaba pero, entre todos aquellos tesoros literarios prolijamente alistados en los inmensos estantes, había uno que la desvelaba de sus siestas, y ese era el Libro de Gudrun. Sus centenares de páginas elogiaban la firmeza de su heroína, con la que se sentía totalmente identificada, pues aquella doncella era raptada por el valiente y apuesto Hartmut de Normandía. Entonces, Juana soñaba con un príncipe igual de heroico, arrogante y apuesto. Y, cuando se acercaba la hora en que el castillo volvía a despertar, marcaba la página con una rosa (la que con el tiempo había llegado a marchitarse, perfumando intensamente las finas hojas del libro) y corría nuevamente a encerrarse en sus aposentos.