Nacimiento de la infanta
Dio la vuelta a la página del salterio y observó el calendario de mayúsculas iluminadas. Buscó con ansiedad aquel punto púrpura, apenas perceptible, que había marcado nueve meses atrás con sangre de su cilicio y se sorprendió. El día marcado estaba llegando a su fin y señalaba viernes, 5 de noviembre del año del Señor de 1479. La festividad religiosa celebraba a santa Isabel, madre de san Juan Bautista: su onomástico. Pero en aquel trajinar nadie lo había advertido. Solo su confesor se lo había recordado en la misa del alba. Hacía dos días que habían llegado al castillo del conde de Cifuentes, en su marcha itinerante, para proclamar al pequeño infante Juanito, de un año y medio de edad, príncipe de Asturias. Tan digno título había sido otorgado por las Cortes perpetuas del reino, en el año 1388, al hijo o hija mayor que, además, fuera heredero de la corona de Castilla. Su Castilla. La legendaria Asturias recibía ese honor por haber sido el primer reino cristiano de la península ibérica entre los años 718 y 910.
En ese instante, un trueno retumbó ensordecedor y la tormenta, que parecía subir por el río Tajo, continuó por un buen rato anunciando su llegada. Cuando las campanas llamaron a completas, la noche se había instalado definitivamente, depositando su espeso y oscuro manto sobre la noble e imperial Toledo que, erguida hacia los cielos castellanos y envuelta entre resplandores violáceos, se agrupaba sobre un enorme peñasco desafiando el tiempo y el espacio. Con sus altas torres mudéjares, con sus cúpulas y sus espadañas, aparecía ante su vista, sorpresiva, cambiante y al mismo tiempo inmutable, sintetizando en una mezcla fuerte de sarraceno y gótico la verdadera reliquia de la que otrora fuera la magnífica joya de la dominación musulmana.
La luz instantánea de un rayo destacó su contorno sobre el fondo, tanto como el perfil de los cerros más cercanos y de los montes y sierras más alejados que la circundaban.
Sus imponentes murallas, aquellas que circunscribían el refugio de los toledanos, donde encerraban lo que poseían como el tesoro más precioso y donde se recluían tras el toque de queda, habían cerrado sus puertas. Una a una, cada tarde, las entradas de la ciudad se iban clausurando mientras oscurecía. La del Sol, de estilo mudéjar, llamada así porque estaba orientada a la primera y última luz del sol; la de Bi-Al Mardon, la más antigua de la ciudad; la de Hierro; la de la Sangre; la de San Martín, de estilo gótico; la puerta de los Doce Cantos o de Alcántara, junto a la puerta Vieja de la Bisagra o de Alfonso VI, por la que un lejano y glorioso 5 de mayo del año 1085 entrara el monarca como nuevo señor de la ciudad y del reino, junto al Cid Campeador, se volvían impenetrables antes de dar las vísperas, resguardando, cual un magnífico tesoro, los sueños, dominios y vigilias.
Las nubes parecían desplomarse sobre la tierra reseca y la lluvia comenzaba a caer en abundancia. Pero, a pesar de los buenos designios que el agua traía, la intranquilidad y el desasosiego le habían vuelto a invadir.
A través de los pequeños cristales circulares de la ventana, miró la inmensidad de aquella lejanía y el torreón de la Cava le pareció un espectro gigantesco y sombrío. El firmamento se quebraba en mil fragmentos enceguecedores y únicos, mientras un estruendo atronador convertía aquel momento fugaz en un cataclismo similar al inicio de los tiempos. Cielo y tierra parecían fundirse en un torbellino inagotable de viento y de agua, donde una vez más volvía a repetirse el mágico ritual de la lluvia.
Todo vibró —hasta su cuerpo— y la criatura que llevaba dentro se agitó en su vientre cuando una ráfaga de aire helado penetró fugitiva por la angosta ventana, mal cerrada, intentando apagar el fuego de los candeleros.
Las hambrientas nubes de borrascas continuaron devorando a su paso, una tras otra, las frágiles constelaciones, prosiguiendo sin prisa y sin pausa su marcha amenazadora, buscando otros suelos igual de sedientos que los de la silenciosa llanura castellana. La oscuridad se había vuelto más profunda, y el contraste de los relámpagos más intenso. Por fracciones de segundos su blanca luz iluminaba las siluetas, como al acecho, de enormes masas de rocas y violentas pendientes, apareciendo entre el ramaje de álamos, almendros y olivos las blancas, conventuales y rústicas construcciones de los cigarrales toledanos que tan exactamente se identificaban con la tierra y el paisaje.
Un tropel de caballos aterrados, desbocados, enloquecidos de temor ante la magnitud de la tormenta, se perdió entre las sombras detrás del alcázar, y los búhos, aleteando nerviosos, buscaban cobijo bajo los aleros del torreón. El arco de la Sangre y la puerta de Hierro se divisaban borrosos y sintió la sensación de que la ciudad amurallada iba a desintegrarse sumergida en aquel vendaval.
Volvió la mirada hacia el río que, impetuoso, abrazaba la ciudad, trazando una curva tan cerrada que parecía sujetar los muros anclados en la historia y observó, en el foso circular que formaba el Tajo, una masa informe de espuma, de barro y de furia que se estrellaba contra las piedras de los puentes de Alcántara y de San Martín. Un mal presagio cruzó por su mente. Sentía deseos de poder volar y buscar un refugio muy lejos de allí. Quería olvidar, debía hacerlo. Pero la idea volvía una y otra vez a su mente. Tenía que olvidar que había marcado con sangre la fecha de aquel nacimiento.
Con un gesto cansado cerró el libro y lo dejó caer sobre la mesa. Sintió su cuerpo destemplado y se cubrió los hombros con su capa de piel. Un suspiro profundo escapó de su boca, aliviando en algo la tensión que aquella idea obsesiva le provocaba.
Isabel I, reina de Castilla, de León, Toledo, Valencia, Galicia, Murcia, Extremadura, Sevilla, Jaén, Córdoba, Algeciras, los Algarves, Málaga, Mallorca, Gibraltar, Asturias, Aragón, Cataluña, condesa de Barcelona, señora de Vizcaya y de Molina, duquesa de Atenas y de Neopatria, condesa de Rosellón y de Cerdeña, Córcega, Sicilia e Islas Baleares, marquesa de Oristán y de Gociano, era una reina hermosa, con una historia personal tan sorprendente como apasionante. Pero más allá de su apariencia exterior, poseía, además, cierto atractivo inexplicable que trascendía su belleza convencional. No era muy alta, pero su cuerpo era flexible como un junco y resistente como un mimbre, sorprendentemente bien formado a pesar de los nueve meses de gravidez que le pesaban en el vientre.
El tercer vástago de los reyes de Castilla y Aragón estaba a punto de nacer, y esto hacía que Isabel, la reina guerrera, aquella que iba a las batallas vestida con su armadura y dispuesta a cortar cabezas, atravesar corazones y matar con fiereza, enarbolando en su mano derecha la espada de la justicia y la victoria, mientras dejaba escapar de su garganta el grito de guerra de Castilla: «¡Santiago y san Lázaro!», perdiese esa presencia, algo varonil y un tanto intimidatoria, que la caracterizaba, para transformarse, después de nueve lunas, en una mujer atractiva, dulce y maternal.
Su rostro de finos rasgos gozaba a todas luces de los más hermosos ojos que se hayan visto en una reina. Profundos y mansos, cual el agua de un estanque, podían volverse de repente, ante la más mínima contradicción, en un mar embravecido de esmeraldas fundidas. Aquellos bellos ojos, severos o vivaces según las circunstancias, estaban rodeados por cobrizas pestañas algo más oscuras que sus largos cabellos color miel, a los cuales recogía prolijamente debajo de un velo blanco. Su boca sensual y orgullosa revelaba la impetuosa sangre trastámara que corría por sus venas, haciendo de ella una mujer fascinante en todos los aspectos.
Así le pareció a la única persona que en aquellas horas la observaba en silencio. Sentado junto al fuego de la chimenea, jugando con una pequeña copa de aguardiente entre sus dedos, Fernando II de Aragón la contemplaba sin poder quitarle sus ojos de encima.
Seguro de su lejanía, y no pudiendo reprimir el impulso, se levantó sin hacer el menor ruido y se acercó despacio, abrazándola por la espalda. El sobresalto de la reina fue mayúsculo, pero el rey la tranquilizó hablándole con dulzura al oído.
—Celebro volver a estrecharos entre mis brazos.
Isabel se dio vuelta y le miró a los ojos.
—Sí, lo celebro —prosiguió Fernando—. Tanto como esta lluvia bendita. Este será un año de buenas cosechas y abundantes recaudaciones. Sin embargo, vuestros ojos reflejan angustias y desconozco los motivos que puedan provocar tanto pesar.
Aquellas palabras sacudieron el corazón de la reina.
—Hubiera deseado que los motivos que me confunden en estos instantes fueran traslúcidos y mansos como el agua de una fuente. Pero mis temores son profundos, esposo mío. Tan profundos como la esfera celestial y tan oscuros como un océano, porque presiento que este hijo que se agita dentro de mis entrañas está llegando en un momento poco propicio —respondió con tristeza Isabel.
—¿Cuáles son vuestros miedos, reina mía, si siempre habéis confiado en el Altísimo?
—Tal vez un mal alumbramiento. Un futuro incierto. Un hijo enfermo. No lo sé, Fernando, no lo sé. Solo sé que si me abrazáis tendré el valor suficiente para enfrentarlos.
—No temáis, señora mía, y confiad en Dios que está en los cielos de Castilla. Cielos que no son solo su paisaje, sino el sustento de esta tierra que hoy está de parabienes. La lluvia es una bendición y una señal de abundancia.
—En Él confío. Pero no puedo apartar de mis oídos la risa extraviada de mi madre. Ella trajo desde Portugal la semilla de la insania y mucho me temo que germine en la sangre de alguno de nuestros hijos.
—Confiad en nuestra buena estrella, Isabel, porque su luz nos ayudará a concertar una adecuada y conveniente política matrimonial para nuestros infantes. Alianzas dinásticas que beneficiarán a España. No temáis, que yo os amo.
Fernando la miró a los ojos y la reina se sintió conmovida.
Con sus veintisiete años, el rey poseía un linaje destacado. Había nacido el 10 de marzo de 1452 (un año después que Isabel), en un pueblo aragonés llamado Sos. Desde muy temprana edad, su padre le había adiestrado en las obligaciones reales y a los trece años tenía bajo su mando a las fuerzas militares de Aragón. Sus condiciones de inteligencia y sentido práctico habían hecho de él un estadista, un gobernante tenaz de diplomática paciencia y un oportunista político. Sin embargo, todas estas virtudes se veían disminuidas, en parte, por su atractiva figura, pero sobre todo por su carácter apasionado y su notable encanto en el trato.
Hijo de Juan II de Aragón y de Juana Enríquez, poseía una religiosidad menos obvia que la de Isabel, aunque era piadoso, de modo tal que, junto a los rasgos de político sagaz y calculador, coexistían en él las virtudes de un cruzado en potencia. Pero no todo eran rosas en su vida. Desde su cuna, Fernando había sentido que el rencor, las intrigas y la muerte le rondaban. En noches interminables, cuando se desvelaba preocupado por los problemas de inestabilidad en el reino, la imagen de su madre moribunda lo perseguía. La veía aterrorizada y temerosa, como queriendo escapar del fantasma del príncipe de Navarra, Carlos de Viana, su hijastro y treinta años mayor que Fernando. Aquel príncipe, quien fuera también hijo de Juan II de Aragón, con su primera esposa, Blanca I, reina de Navarra, heredó al morir su madre aquel reino, pero la influencia de Juana Enríquez sobre el rey de Aragón, y el odio que sentía por su hijastro, provocaron las discordias entre padre e hijo y la división de Navarra en dos bandos. Los agramonteses, partidarios del rey Juan II de Aragón y I de Navarra y los beaumonteses, partidarios del príncipe Carlos de Viana, quien se vio forzado a defender la herencia de su madre, enfrentando a su padre y a la nueva esposa de este.
Juana Enríquez fue la mujer a quien Juan II de Aragón amó más que a nadie en este mundo y por la cual mandó asesinar, el 21 septiembre de 1461, a su primogénito Carlos.
«… Manuscrito he leído en que lo confesó la reina al tiempo de morir el rey don Juan su marido, que había dado veneno al príncipe don Carlos…».
Quince días después de la muerte del príncipe de Viana, el 6 de octubre, Fernando fue jurado como heredero del reino de Aragón ante las Cortes de Calatayud. Con los años (en 1512), Navarra pasaría a manos de Fernando (y luego, en 1515, formaría parte de la corona de Castilla), pero aquella corona heredada quedaría por siempre manchada con sangre de los Trastámara.
Fernando de Aragón había recibido, en 1468, el trono de Sicilia y, en 1479, el de Aragón.
—¿En qué pensáis, esposo mío?
—En mi madre. Con cada parto temía perder la vida.
—Y yo, con cada parto, temo perder un hijo.
—Todos tememos a la incertidumbre. Es algo natural a la condición humana el ensombrecernos ante el peligro.
—También el cansancio ensombrece mi ánimo. Pediré a mis doncellas que entibien los aposentos para retirarme a descansar y no tomaré ningún alimento, pues tengo el presentimiento de que el alumbramiento se producirá en unas pocas horas.
—Aguardad, Isabel. No os marchéis todavía.
La volvió a abrazar y besó su boca aún joven y plena de deseo. Ella respondió dócil y enamorada, voluntariamente entregada a los fuertes brazos de su amante y apuesto rey.
Aquel amor había fructificado en los pequeños infantes, Isabel y Juan, que alegraban con sus vidas la vida de los monarcas y, arropados por las ilusiones dinásticas de sus progenitores, dormían serenamente en las habitaciones cercanas. Un tercer hijo estaba por llegar y ampliaría con su nacimiento las aspiraciones y los dominios de la corona española, deseosa de contrarrestar el creciente poderío francés.
—Os amo más que a nadie en este mundo —le susurró el rey al oído— y en eso me parezco a mi padre, que amó a mi madre incondicionalmente. Pero os amo, no solo porque sois mi esposa y la madre de mis hijos, sino porque sois la magnífica reina de Castilla que gobierna con firmeza necesaria todos los reinos heredados por legítimos derechos. Os admiro. Por eso nuestra divisa «tanto monta, monta tanto…» es el resumen del poder que un día no muy lejano nuestro cetro ejercerá sobre toda la península ibérica.
La reina guardó silencio. «Tanto monta…» era la divisa de Fernando, aquella que inventara Nebrija en recuerdo de Alejandro Magno. Sin embargo, ahora también era la suya.
Vigorosa y enérgica cual una verdadera amazona, Isabel gustaba de la caza tanto como de la guerra, poseyendo, entre sus muchas virtudes, un destacado sentido del deber. Extremadamente piadosa, desde muy niña había jurado consagrarse a la causa de establecer la religión católica dentro de todos sus reinos, aunque fuese a costa de cualquier sacrificio, siendo, además, la poderosa administradora de una no menos importante y vasta región de España, a la que se había propuesto dedicar sus actos de gobierno y todos sus pensamientos. Un solo fin guiaba siempre su mente. Y ese era el bien de su reino.
Encandilaba verla sentada, majestuosa, en su trono impartiendo justicia o empuñando la espada de las batallas. Con su notable inteligencia sabía disimular muy bien el dominio que ejercía sobre los demás, a través del sabio proceder de pedir consejos a sus asesores y a su confesor Hernando de Talavera. De aquel modo tan sutil hacía parecer que sus ideas provenían de otras personas, sin aparentar ser autoritaria.
—Sois en verdad una mujer extraordinaria, señora —continuó Fernando—. Hermosa, inteligente, voluntariosa y austera. Una combinación de virtudes que se han dado en vuestra persona para mi propia bendición. Me siento un rey muy afortunado. ¡Y quiera Dios que la buena estrella que por tantos años alumbró con benevolencia la Casa Trastámara, lo siga haciendo como hasta hoy!
Isabel le buscó con la mirada: «… la Casa Trastámara…», y a su mente acudieron como un torbellino las imágenes de su padre Juan II de Castilla y de León, tan lejanamente muerto pero tan cercano a su corazón. Había sido el cuarto rey de la dinastía Trastámara, iniciada en 1369 por Enrique II (un hijo bastardo de Alfonso XI). Isabel tenía solo tres años de edad cuando su madre, Isabel de Portugal, la llamó para darle la infausta noticia de su muerte. En ese año la reina portuguesa comenzó a padecer los primeros síntomas de enajenación mental, síntomas que ya no la abandonarían hasta el día de su muerte.
Isabel había nacido el 22 de abril de 1451, en Madrigal de las Altas Torres. Un pueblo de nombre hermoso para una reina inigualable. A los tres años de edad, en 1454, moría su padre y era proclamado rey de Castilla su hermanastro, Enrique IV (hijo de Juan II de Castilla y de su primera esposa, María de Aragón, muerta en 1445). Desde el momento de su ascenso al trono, Enrique IV demostró endeblez e indecisión, defectos que le impidieron ejercer su autoridad y hacer frente a una nobleza dominante. Con el tiempo, dejó el gobierno en manos de sus favoritos mientras los nobles se agrupaban para hacer valer sus influencias políticas. Su prestigio decayó por completo cuando, presionado por ellos, convirtió en heredero de Castilla a su hermanastro Alfonso.
Al cumplir Isabel los doce años, Enrique IV la mandó llamar a su lado, junto a su hermano Alfonso, y allí permanecieron en la corte castellana bajo su custodia. Pero los tres hermanos estaban destinados a no vivir en paz y en armonía y la relación se fue tornando, con el paso del tiempo, cada vez más difícil.
En el año l465 una facción de la nobleza, encabezada por el marqués de Villena, depuso a Enrique IV y nombró al príncipe Alfonso, rey de Ávila. Alfonso era el único hermano que tenía Isabel —por parte de padre y de madre— y ella le quería con todo su corazón. Fue su inseparable compañero y aquel con quien pudo compartir los solitarios y despojados años de su infancia castellana. Por desgracia, murió envenenado un amargo 13 de julio de l468, cuando solo tenía dieciséis años. El trágico acontecimiento sumió a Isabel en un total desconsuelo. Íntimamente había sentido una especial predilección por él, pero, aceptando la voluntad divina, se recluyó en el dolor de una adolescencia despojada de afectos, la cual le marcaría su alma para siempre. La muerte de su hermano Alfonso puso fin a la guerra civil y Enrique IV volvió a ocupar el trono de Castilla y apartó a Isabel de la corte. A partir de entonces, la princesa no volvió a gozar en plenitud de la compañía de su madre y, aunque debió acompañarla durante su voluntaria reclusión en el desolado castillo de Arévalo, la amó sin condiciones hasta el día de su muerte. De su inestimable educación se ocuparon: su madre; Gonzalo Chacón, comendador de Montiel; y Beatriz Galindo, «la Latina». Sus buenas influencias hicieron que Isabel destacara en retórica, filosofía e historia.
Creció en la soledad y en el anonimato detrás de los anchos muros de aquella fortaleza, rodeada de un ambiente austero, rayando con lo monacal, con la sola compañía de su madre enferma, a quien con el tiempo debió dejar para casarse. Sin duda, aquella niñez moldearía un carácter sobrio y sensato que la distinguiría, después, como una de las reinas más singulares de la historia, no ya de España, sino del mundo.
Una fuerte ráfaga de viento la rescató de aquellos tristes recuerdos. Entonces se dirigió a su esposo.
—Todo nacimiento exige servicios al reino y una política real de definiciones concretas y precisas. ¿Acaso habéis olvidado los motivos que condujeron a nuestro matrimonio hace diez años? Recuerdo que Aragón había sufrido una formidable rebelión en Cataluña y en Navarra. Los rebeldes habían ofrecido la corona de Navarra a mi hermanastro Enrique IV, entonces vuestro padre solicitó apoyo a Luis XI de Francia mediante la cesión de los condados de Rosellón y Cerdeña y, así, pudo paralizar el movimiento. Pero para mí lo más importante era la necesidad que sentía como princesa de tener un esposo de sangre real que me ayudase a reforzar mi causa en Castilla. De aquella unión, doblemente convenida, surgió este amor profundo. Un amor igual al nuestro es lo que más deseo para cada uno de nuestros hijos.
—También yo lo deseo, reina mía. Nuestra hija mayor, Isabel, ha sido prometida al príncipe Alfonso de Portugal. Algún día llegará a ser su reina y nuestra divisa flameará en el país vecino. Para nuestro hijo primogénito, Juan, planificaremos una red de poder indestructible en Europa y luego buscaremos la mejor alianza política para este otro hijo que está por llegar.
De pronto los reyes guardaron silencio. Un silencio roto solo por el repicar de las gotas de lluvia sobre los cristales de las ventanas. Y aquel ruido familiar y lejano les transportó a los años de infancia, donde las ilusiones todavía estaban intactas y los sueños rondaban por sus mentes iluminando un futuro que podría ser glorioso. Luego llegaron los años de la adolescencia y los compromisos asumidos, más tarde la juventud, donde parecía que todo lo soñado poco a poco iba a hacerse realidad. Bisnietos de Juan I de Castilla y primos entre ellos, Isabel y Fernando habían vivido sin conocerse, ella en Segovia, él en Zaragoza, hasta que fueron prometidos para casarse. Fernando había sido elegido, entre todos los demás, como su esposo, cuando la infanta era aún una desdichada princesa en la corte de su hermanastro Enrique IV. A los dieciséis años, demostrando una gran inteligencia y perspicacia política, había preferido a Fernando de Aragón antes que al duque de Guyena, posible heredero al trono de Francia, o al rey de Portugal, Alfonso V (cuñado y favorito de Enrique IV, por ser hermano de Juana de Portugal, esposa del rey castellano), que también aspiraban a su mano.
No había sido una decisión apresurada sino, por el contrario, muy meditada. Impulsada por su natural curiosidad femenina, solicitó informes, deseando saber, además de la elegancia, sobre los aspectos de la personalidad de cada uno de sus pretendientes. Alguien en la corte le había comentado que el duque de Guyena era débil y enfermizo. Al rey Alfonso V lo conocía, pero era mucho mayor que ella y se hablaba de los sospechosos intereses que este monarca tenía sobre el reino de Castilla. Isabel rechazó a ambos declarándose contraria a aceptarlos como futuros esposos y recurrió a la ayuda de las Cortes castellanas para eludir aquellos compromisos.
Después de muchas noches de insomnio, Isabel aceptó el desafío realizando una acertada elección. Decidió desposar al príncipe Fernando de Aragón. En su mente se sentía como una futura reina, aunque su hermanastro todavía viviera y reinara. El matrimonio de Isabel y de Fernando se hizo realidad en las Capitulaciones de Cervera, el 7 de enero de 1469.
Isabel había meditado mucho sobre la situación, pues con el duque de Guyena, hermano del poderoso rey francés Luis XI, o con el monarca lusitano, Castilla, su Castilla nunca podría mantener la preponderancia política en la península. Y a Aragón, debilitado por las luchas internas, no le interesaba demasiado gravitar, pero, unido a Castilla, podría convertirse en una verdadera amenaza para Francia.
Intuyendo las condiciones de inteligencia, el sentido político de Fernando, y previendo su futuro papel, la heredera de Castilla vio en aquel joven príncipe las condiciones de un verdadero rey para los tiempos que se aproximaban. Fernando era un buen estadista y un magnífico diplomático pero, más allá de todo, tenía un temperamento ardiente. Y aquello terminó por decidirla.
Confiaba en que Enrique IV no la forzaría a aceptar a Alfonso V (el cual se había apresurado a enviar embajadores ante Isabel para conseguir el sí), pero se equivocó, porque cuando el rey se dio cuenta de que era imposible convencerla, amenazó con enviarla a prisión.
Los acontecimientos se precipitaron y la princesa rompió manifiestamente con su hermano, escapando a Valladolid en los primeros días de octubre de 1469. Descubriendo el juego peligroso que había iniciado Enrique IV, depositó todas sus esperanzas en el príncipe Fernando, que no la defraudó en aquellos momentos cruciales.
Con un grupo de fieles servidores, el temperamental aragonés se disfrazó y emprendió el viaje del encuentro. En su primera jornada pernoctó cerca de Burgo de Osma y, fingiéndose criado de unos mercaderes, cuidó las mulas y sirvió la cena. Cuando aquella hubo concluido, en lugar de retirarse a dormir, salió con sus hombres de la aldea en plena noche.
El 9 de octubre de 1469 entraba Fernando en la población de Dueñas, desde donde envió una carta a Isabel, que se hallaba cerca de Valladolid, y el 14 de octubre, cinco días después, los futuros esposos se veían por primera vez en la vida.
Uno de los enviados de la princesa, Gutierre de Cárdenas, fue quien le mostró a su prometido desde lejos. —Aquel es… —le dijo, señalando al apuesto príncipe, e Isabel al verle se enamoró de él.
A la histórica entrevista entre los futuros reyes, que duró más de dos horas, asistieron también cuatro caballeros aragoneses y dos damas de honor de la princesa. Aquel conocimiento mutuo alentó el éxito de la acertada elección.
Con la mayor celeridad posible fueron dispuestas las ceremonias de los desposorios, que comenzaron el día de san Lucas, miércoles 18 de octubre de 1469, en el palacio Vivero de Valladolid. En presencia del nuncio papal, Antonio Veneris, el arzobispo Carrillo y miembros de la corte de Isabel, entre ellos el almirante Fadrique Enríquez, los Manrique y otros grandes de España, intercambiaron votos y firmaron documentos que los unían como esposa y esposo. Esa noche, Fernando durmió en casa del arzobispo. La ceremonia religiosa se llevó a cabo al día siguiente, el 19 de octubre, en el mismo palacio de Vivero, donde además asistieron dos mil observadores que compartieron la misa nupcial en la que los esposos intercambiaron los votos matrimoniales. Después de la ceremonia hubo festejos, bailes y justas hasta que, al anochecer, los esposos se retiraron a la cámara real. Todo fue celebrado muy pobremente, pues Fernando llegó sin dinero e Isabel carecía de él. La madre del príncipe, Juana Enríquez (de la familia de los almirantes de Castilla), no pudo asistir a la boda de su amado hijo porque había muerto en 1468, tras una dolorosa agonía producida por un cáncer de pecho.
La boda se celebró sin que los contrayentes obtuvieran la correspondiente dispensa pontificia de su parentesco por consanguinidad y se hizo correr el rumor de que ya la habían obtenido (aunque esta no llegó hasta agosto de 1472, cuando le fue entregada en mano a Fernando por el Legado Rodrigo de Borgia, el que luego ascendería al trono de San Pedro, en el año 1492, con el nombre de Alejandro VI).
Los jóvenes príncipes eran entre sí muy distintos, por no decir opuestos. Isabel era activa, impulsiva, visionaria y poseía un auténtico fervor religioso. Celosa fuera de toda medida, andaba siempre atenta para ver si Fernando amaba a otras mujeres (y si sentía que miraba a alguna dama o doncella de su corte con señal de amores, buscaba con mucha prudencia los medios y maneras para deshacerse de ella). Decidida al extremo, una vez que tomaba una resolución toda persuasión resultaba inútil. Llorar para ella era un signo de debilidad que jamás se permitía y, si alguna vez una lágrima escapaba de sus ojos verdes, lo hacía en soledad, encerrada bajo doble llave en el silencio de sus aposentos.
Los celos de la reina no impidieron que Fernando, acaso como una reacción natural y humana, tuviera no pocos devaneos con otras mujeres. A los diecisiete años, y antes de desposarse con ella, ya tenía dos hijos bastardos (Alfonso y Juana). El más ilustre de todos fue Alfonso de Aragón, a quien le fue otorgado el arzobispado de Zaragoza a la escasa edad de seis años, con todas las rentas correspondientes (convirtiéndose en una de las personas más ricas del reino). Había sido el fruto de sus amoríos con Aldonza Roig d’Iborra —más tarde vizcondesa de Éboli—. La lujuria fue, sin duda, el pecado más grave del rey Fernando, aunque la envidia, el egoísmo y la avaricia también llegarían con los años a corromper su corazón.
Observador, prefería las obras a las palabras. Práctico y poco escrupuloso no se interesaba demasiado en guardar las formas cuando estas no se acomodaban a su vida y a sus necesidades.
Intuitiva, Isabel había estudiado con minuciosidad las capitulaciones matrimoniales, con el fin de tener plena garantía de poder cuando muriese su hermanastro Enrique IV. Su propósito era reinar en Castilla, no solo de nombre, sino también de hecho (dejándole a Fernando el título de rey, aunque este solo fuera puramente honorífico).
Las dificultades no tardaron en llegar. Desde un primer momento, Fernando de Aragón se enfrentó con Carrillo, arzobispo de Toledo y primado de España quien, por haber sido el principal autor de la boda, se jactaba de ser el auténtico dueño de la península ibérica. Como el príncipe aragonés no se dejó dominar, el arzobispo comenzó a odiar a los monarcas de tal manera que no ahorró esfuerzos en luchar en contra de ellos.
En 1473, el papa Sixto IV ordenó cardenal al sucesor de Carrillo, Pedro González de Mendoza, cuarto hijo del marqués de Santillana y hermano del primer duque del Infantado, a quien todos llamaban en Castilla el tercer rey, por el poder que ostentaba, llevando una vida más apegada a los placeres terrenales que a los celestiales.
Al enterarse de su nombramiento, el arzobispo Carrillo se retiró despechado a Alcalá de Henares y se dedicó a la práctica de la alquimia, jurando que si algún día el destino hacía entrar a la reina Isabel por una puerta de su casa, él saldría por la otra sin mirarla.
El lunes 12 de diciembre de 1474 murió el rey Enrique IV, a los cincuenta años de edad. Fue sepultado en el monasterio de Santa María de Guadalupe, sin la pompa usualmente acordada para la muerte de los reyes. Fernando de Aragón se encontraba en Zaragoza y pudo comprobar, entonces, la malquerencia de la corte castellana. La camarilla cortesana que rodeaba a su esposa retrasó la noticia del fallecimiento pero, en cambio, se apresuró a proclamar a Isabel como reina de Castilla. Notificado por sus asesores, Fernando inició el camino hacia Segovia, residencia de Isabel, pero al llegar a Turégano recibió órdenes de detenerse hasta que se levantara la sesión de las Cortes, el día 19 de diciembre, y porque la reina deseaba primero ser reina completa y propietaria absoluta de su reino. Así se había autoproclamado, el martes 13 de diciembre de 1474, como soberana de Castilla y León, en la iglesia San Martín de Segovia.
Fernando quedó sorprendido y cuando, al cabo de algunos días, pudo llegar a Segovia, convencido de que los nobles castellanos que rodeaban a Isabel le eran hostiles y amargado porque la reina seguía los consejos de aquellos interesados cortesanos de conducta inicua, hizo todo lo posible por lograr imponer algunos puntos de vista en lo que a la política de Castilla se refería.
Fernando, fiel al régimen peculiar de sus reinos, dominados por una política tradicionalmente autonómica y pactista, y acosados por la crisis, pretendió ofrecer a todos los pueblos peninsulares idénticas oportunidades en el plano político y económico. Una nueva ordenación hispánica alboreaba en su mente.
Por su parte, Isabel mantenía el sentimiento integracionista de la monarquía castellana, como cuando sujetó en los comienzos de su reinado a las comarcas galaicas.
Enrique IV dejó al morir una hija de doce años llamada Juana, conocida vulgarmente como «la Beltraneja». Se sospechaba que su padre era el duque de Alburquerque, Beltrán de la Cueva, y favorito de la reina Juana de Portugal, esposa del rey castellano fallecido.
Los rumores de que Enrique había sido sexualmente impotente (ya que se había divorciado con anterioridad de Blanca II de Navarra sin dejar descendencia), y de que su hija Juana era ilegítima nunca pudieron comprobarse, pero su mujer y la pequeña infanta fueron desterradas en 1468 al castillo de Alarcón. Y aunque al morir el rey de Castilla, en 1474, Juana de Portugal sostuvo los derechos de su hija por el trono castellano, murió en 1475 sin poder lograr su cometido.
Por el Pacto de los Toros de Guisando, realizado en Ávila en 1468 (y no porque declarase espuria a Juana, sino por evitar a toda costa una sangrienta guerra civil), Enrique IV había proclamado a Isabel como legítima heredera de sus reinos, accediendo, el 19 de septiembre de 1469, a reconocerla como su legítima sucesora en perjuicio de su propia hija.
«… La muy ilustre princesa doña Isabel, mi muy cara y muy amada hermana, se vino a ver conmigo cerca de la villa de Cadahalso donde yo estaba aposentado… e la dicha hermana me reconoció por su rey e señor natural, e yo movido por el bien de la dicha paz e por evitar toda materia de escándalos e división… determiné de la recibir e tomar por princesa e primera heredera e sucesora destos mis dichos reinos…».
Este fue el origen de la legitimidad de la sucesión de Isabel I de Castilla, quien tuvo el recato de no exigir a su hermano una declaración expresa reconociendo que Juana era hija adulterina.
A pesar de todo, no pudo evitarse la guerra civil. Guerra más deplorable y vergonzosa, por enfrentar a Isabel (quien, contando apenas once años de edad, había sostenido entre sus brazos, ante la blanca pila bautismal, a Juana, su sobrina recién nacida) con su propia sangre. La misma contra la que guerreó después, sin respeto alguno de parentesco, ya fuera este carnal o simplemente sacramental.
Esta guerra de sucesión planteó, además del problema jurídico de los derechos respectivos de Juana e Isabel, uno más trascendente: el de la rivalidad por la hegemonía peninsular entre las dos casas reinantes, la castellana de los Trastámara y la lusitana de los Avis.
Para contrarrestar los negativos efectos internacionales, una dinámica política de alianzas se fue gestando entre los reinos de occidente en torno a estas dos mujeres, pretendientes al trono de Castilla. Así, Portugal y Francia apoyaron a Juana, La Beltraneja, mientras que Aragón y sus aliados (Nápoles, Borgoña e Inglaterra) se declararon partidarios de Isabel.
Al principio, la situación militar fue desfavorable, aunque el pueblo apoyaba con fervor la causa isabelina. Una parte de los nobles se pasaron al bando de Juana, entre ellos, el marqués de Villena, el duque de Arévalo y el turbulento arzobispo Alfonso Carrillo, quien llegó a decir públicamente: «… Yo he sacado a Isabel de hilar y la enviaré nuevamente a coger la rueca…». Por su parte, el anciano rey, Juan II de Aragón, arriesgó cuantos recursos pudo para ayudar a Isabel y sus esfuerzos dieron valiosos resultados.
Isabel pudo reinar gracias a la sentencia arbitral de Segovia de 1475, que permitía reinar a las mujeres.
En 1476, dos años después de la muerte del rey Enrique IV, Isabel venció definitivamente al bando de Juana, el cual estaba apoyado por Alfonso V de Portugal, tío de «la Beltraneja», con quien Juana llegó a comprometerse en matrimonio para destronar a Isabel.
Por el Tratado de Alcaçobas se puso fin a la guerra, reconociendo a Isabel como la reina legítima de Castilla y delimitándose, además, el área de expansión castellana en la costa atlántica africana.
La idea de una España unida había triunfado y se preparaba el camino hacia la monarquía unificada. Pero existía algo que preocupaba por sobre todas las cosas a Isabel I de Castilla: para que España lograra la unidad y la cohesión interior definitiva, debía afirmarse con habilidad una monarquía fuerte.
El 19 de enero de 1479 dejaba de existir, en Barcelona, Juan II de Aragón, a los ochenta y un años de edad, y el reino castellano se unía definitivamente al reino aragonés. Fernando era el único heredero al trono de su padre y, junto a Isabel, gobernarían en forma conjunta, tanto en las escrituras como en los sellos y en la administración de justicia; pero las armas reales castellanas precederían siempre a las aragonesas, reservándose la reina el manejo de las rentas y las designaciones de los prelados. El escudo de los reyes encerró desde entonces las armas alternadas de Castilla, León, Aragón y Sicilia bajo el águila de san Juan.
El pacto establecido entre la autoridad real y el derecho a los nombramientos estaba estrechamente vinculado a la reforma espiritual, basada en el rigor y el celo religioso de Isabel, que estaba decidida a promover, no solo prelados ejemplares sino, además, a todos aquellos que mejorasen con su conducta y espiritualidad la vida religiosa. Los reformistas más entusiastas de la iglesia española apoyaron la autoridad real sin titubeos.
La unión de las dos coronas preparó el camino para la reconquista de Granada, el descubrimiento de América y la adquisición de Navarra.
Aquella alianza matrimonial y dinástica se transformó en la conjunción perfecta. Lo mejor de todo era que funcionaba con sorprendente armonía y, aunque Fernando ostentaba la categoría de rey y disfrutaba de prerrogativas que llegaban incluso a las funciones de gobierno, era Isabel la que recibía vasallaje como gobernante directo y disponía de todo el poder para asignar fondos y nombrar funcionarios.
Cuántas cosas habían pasado desde entonces… Un torbellino de recuerdos se agolpaba en sus mentes. Fernando miró a Isabel y ella le sonrió con complicidad.
La tormenta se iba alejando, escondida entre las sombras, y la reina volvió de sus ausencias cuando Fernando con voz firme rompió el silencio.
—Estoy convencido que un designio divino rige nuestras vidas.
Isabel le miró entre sorprendida e incrédula.
—Toda España nos pertenece, esposo mío. Menos el deseado reino moro de Granada. Pero sé que algún día estará bajo nuestras coronas y aquel fruto tan ansiado será agregado a nuestro escudo. Pero no debemos olvidar que nada en esta vida es para siempre. Así como un glorioso día llegaron hasta nosotros estas coronas, en otro día aciago volverán a perderse, pasarán a otras manos, a otras dinastías. Solo ruego a Dios que sea cuando el último de nuestros descendientes se haya marchado de este mundo.
—El tiempo no se detiene, Isabel. Jamás espera. Por eso, nuestras alianzas deberán tender a lograr la hegemonía europea con una monarquía prominente, superior en autoridad a todas las demás.
—Es un asunto que siempre me ha preocupado —respondió la reina.
—Pero debéis marchar a vuestro reposo, querida mía. Estáis pálida y cansada.
—Mi corazón os agradece la deferencia.
—Después del alumbramiento volveremos a tratar este tema que me desvela.
—No me importará discutirlo contigo. Solo que hoy me siento más agotada que nunca y el vientre me pesa demasiado. Creo que el parto está muy próximo, lo presiento, y necesito reponer mis fuerzas para afrontarlo con entereza. Que tengáis unas buenas noches, mi señor.
—Y que mejor sean las vuestras, reina mía —pero al inclinarse para besar sus mejillas, Fernando notó que estaban demasiado frías.
—Isabel…
—¿Sí?
—No olvidéis que os amo con todo mi corazón.
—Eso es bueno —respondió la reina, y sonriendo con dulzura se alejó envuelta entre las negras sombras de la noche. Una noche borrascosa que presagiaba regir hasta los últimos días de su vida.
Fernando se volvió una vez más para mirar cómo se marchaba. La sombría silueta de Isabel se iba desdibujando sobre el gris pasadizo de piedras hasta que desapareció tras una puerta.
El monarca se sentó nuevamente junto al fuego de la chimenea y permaneció pensativo y en silencio. Una ráfaga de viento golpeó una ventana y se filtró por la sala, mientras el rey volvió a beber un trago de aguardiente.
—… Os recordarán siempre, Isabel. Mientras esté a vuestro lado nadie podrá vencernos… —y llevándose nuevamente la copa a los labios, bebió el último sorbo…
De todos los proyectos que llevarían a cabo los Reyes Católicos, ninguno sería más tortuoso para el reino que aquel de las alianzas matrimoniales que, planificadamente, irían concertando para todos sus hijos. El deseo de aislar a Francia (vieja y beneficiosa aliada de Aragón) influyó para formar una alianza con Borgoña; y, junto a la búsqueda de la unificación de los estados peninsulares, fueron los dos motivos más importantes que llevaron a los reyes de España a forjar esas uniones. En 1477 el ducado de Borgoña se había aliado con los reinos de Castilla y Aragón para luchar en contra de Francia. Era conveniente que toda alianza, para que tuviera mayor validez, fuera reafirmada con un pacto matrimonial que sellara los destinos de la península ibérica, definitivamente.
En tal sentido, Isabel y Fernando no hicieron otra cosa que seguir las costumbres de la época. Los matrimonios dinásticos eran una práctica tan antigua como las relaciones internacionales y, por lo tanto, el establecerlos lo más temprano posible era un hábito dentro de las casas reinantes —incansables, todas, en la ampliación de sus fronteras.
Con cada hijo que llegaba al mundo los reyes se entregaban, por vocación y razón social, al gran juego del poder y la dominación. La corona era un bien de familia que se transmitía por concepción y por sangre, y era repartido en cada sucesión entre consanguíneos (intereses de estado ante los cuales, Isabel y Fernando, no vacilaron en usar a sus hijos como señuelos). Y dadas las ventajas que suponía la unión política de Portugal con el resto de la península, concertaron el matrimonio de su hija mayor, Isabel, con Alfonso, hijo del rey Juan II, de la casa lusitana.
Isabel estaba temerosa como nunca por aquel inminente alumbramiento, pues parecía no traer consigo buenos augurios. El astrólogo real le había pronosticado que la conjunción de los astros que los cielos mostraban en esas fechas podría influir negativamente sobre la pequeña criatura por nacer.
El efecto de aquellas palabras había sido demoledor y, a pesar de que Isabel jamás se dejaba llevar por las predicciones de los magos, presentía que aquel parto no sería igual a los anteriores. Entre atemorizada e incrédula escuchó en silencio sus designios y los guardó en secreto dentro de su corazón, pero el fantasma de la duda no dejaba de perseguirla.
El conocimiento procedente de las estrellas preparaba a los hombres para afrontar con garantías de éxito el futuro, pero ante el cúmulo de interrogantes que le planteaba aquel complejo sistema de conocimiento, mezcla de saber matemático y de adivinación, la reina enfrentó, preguntó e inquirió al sabio con desasosiego y angustiante incertidumbre.
—Contestadme con precisión. ¿Qué ocurrirá? ¿Qué designios regirán su vida?
—Majestad, debéis estar serena. Vuestro niño nacerá bajo la constelación del Escorpión. El agua será su elemento, aquel que le transmitirá sus características particulares y que influirá en su carácter dubitativo y por momentos inflexible.
—¿El agua? ¡Pero si el agua es bendita! ¿Acaso no pedimos la lluvia para nuestros campos o no deseamos el agua fresca para calmar la sed?
—El agua, majestad. Desde el agua mansa y bendita de vuestro vientre hasta el agua oscura de un océano desconocido. Desde las gotas dulces de la lluvia hasta las gotas saladas de las lágrimas. El agua es uno de los cuatro elementos y sin la cual nadie podría vivir…
La reina intuyó un futuro incierto, mas no pudo descubrir bajo aquellas palabras, dichas en clave por el viejo sabio, ninguna trama secreta.
El dolor de la contradicción y la agonía de la incertidumbre quebraron su corazón de madre. Solo una luz de esperanza parecía querer encenderse desde el rescoldo de su alma, reavivando con su tibieza sus cristianas devociones. Entonces, quiso olvidar con plegarias aquel incierto destino y comenzó a rezar en todas las horas del día implorando por un buen alumbramiento.
Impregnada de un auténtico fervor religioso pensó que la energía de la gracia sería más fuerte que la caprichosa predestinación de una historia individual con sabor a desgracia y a tragedia. Lejos estaba de imaginar la reina lo que los grandes pensadores de la época aspiraban a construir: un sistema universal que revelara las correspondencias existentes entre el macrocosmos celeste y el microcosmos humano, ambos, obras de un solo Creador.
El día marcado en el salterio con sangre de su cilicio había llegado a su fin. La reina de Castilla presentía que el plazo estaba cumplido.
El sábado 6 de noviembre amaneció frío y lluvioso, sorprendiendo a Isabel con los dolores de parto y un temor intensificado dentro de todo su ser.
Reinaba en aquellas horas en el castillo un profundo silencio, interrumpido solo por las lejanas voces de las dueñas, de los guardias que velaban la vida de los reyes y por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres y se filtraba aullando entre las retorcidas callejuelas que lo rodeaban. La gran tormenta desatada en las vísperas anunciaba la llegada prematura de un invierno envuelto en nieblas. Nieblas densas que ocultaban por completo, bajo su blancura espectral y mortecina, las murallas de Toledo (aquellas murallas árabes que ni su propia reina podía traspasar sin antes hacer los votos por los cuales prometía que, un día no muy lejano, arrancaría a los moros de los reinos españoles).
Desde lo alto del alcázar —al que se llegaba por un estrecho sendero que subía serpenteando— se había perdido por completo la vista de la tenebrosa roca toledana, desde donde se arrojaban, según la tradición y la leyenda, a los supuestos criminales y traidores del reino.
Cuando las campanas llamaron a primas, el nacimiento se tornó inminente. Acostada sobre la inmensa cama, Isabel pidió a sus doncellas que le frotaran las piernas y el vientre para aliviar los calambres y las fuertes contracciones que habían comenzado con regularidad. Ordenó que llamaran de urgencia a la partera real y, cerrando los ojos, esperó el momento tan ansiado y tan temido, entre fuertes dolores que le cortaban el aliento.
Isabel jadeaba, con la respiración dificultada por la presión que aquel nuevo heredero ejercía sobre todo su cuerpo, cuando la vieja comadrona llegó deprisa. Después de revisarla controló que estuvieran listas las vasijas con agua caliente, los paños blancos y las filosas tijeras, anunciándole serenamente:
—¡Vuestro hijo, mi señora, está a punto de nacer!
El resplandor del fuego de la chimenea iluminó el rostro dolorido de la reina y un profundo suspiro escapó de su boca acompañando a un fuerte pujo.
—Los hijos son bendiciones… como el agua a la tierra… ¡Bienvenido sea! —respondió jadeante Isabel.
Un nuevo heredero de sus majestades llegaba a la vida y una nueva alianza volvería a tejerse, buscando solo el beneficio de los reinos.
La reina continuó con su trabajo de parto y, antes de que las campanas llamaran a tercia, dejó escapar un fuerte grito de dolor que, traspasando las gruesas paredes de los aposentos, retumbó en el patio empedrado del castillo rompiendo la quietud de la mañana. Sobre las blancas sábanas manchadas de sangre, Isabel había arrojado una niña sanísima, regordeta y rubia (herencia de su bisabuela materna, la inglesa Catalina de Lancaster, y a quien pondrían por nombre Juana), que comenzaba a llorar.
Sí, Juana. Juana como san Juan el Evangelista. Juana como su antepasado Juana Manuel, esposa de Enrique II de Castilla, que había vivido dos siglos atrás. Juana como su tatarabuelo Juan I de Castilla y esposo de Leonor de Aragón. Juana como su abuelo materno Juan II de Castilla. Juana, como sus abuelos paternos Juan II de Aragón y Juana Enríquez. Juana también como su tía paterna, que junto a Leonor y María eran las tres hermanas de su padre. Juana como su hermano, el heredero de Castilla. Porque Juana era uno de los nombres de la estirpe de los Trastámara y por tal motivo había sido elegido por Isabel y Fernando sin titubeos.
—¡Es una infanta hermosa! —anunció la comadrona, mientras cortaba el cordón que la unía a su madre y limpiaba su cuerpecito con los blancos y suaves paños.
—¿Una niña? —preguntó la reina extenuada, movida por la curiosidad y la incertidumbre.
La reina sonreía mientras seguía en posición de parto. La vieja mujer extrajo la placenta apretando con fuerza el vientre real y de los labios de Isabel no escapó ningún quejido. Luego la vendó con fuerza y esperó unos minutos para ver su reacción, pero Isabel era fuerte y aquello solo era una circunstancia pasajera. Sin embargo, la hemorragia era por demás intensa, porque el esfuerzo había sido mayor que en los partos anteriores, pues la criatura había sido más grande que sus dos hermanos ya nacidos.
Entre berridos, las doncellas se llevaron a la pequeña Juana. La bañaron con agua tibia y, después de arroparla y ponerla presentable, se la mostraron a su madre, quien la tomó entre sus brazos.
—Es sana y fuerte, ¡toda una futura reina! —dijo Isabel con regocijo y satisfacción al comprobar que el trágico designio no se había cumplido en aquel feliz alumbramiento. Sin embargo se sentía débil y tenía la desagradable sensación de que sus fuerzas la estaban por abandonar.
Con ternura la besó en la frente y le susurró suavemente al oído:
—Hijita mía habéis llegado al mundo en la magnífica Toledo. ¡Bienvenida a esta tierra que os ha visto nacer!
Volvió a besarla y, entregando la niña a la doncella, pidió que alistaran a la nodriza, María de Santiesteban, la que en adelante se encargaría de dar de mamar a la recién nacida; hizo recomendaciones precisas sobre la vajilla de plata de la pequeña y dio instrucciones tajantes sobre sus ajuares y cobertores de pieles. La infanta Juana, tercera en la línea de sucesión al trono, acababa de llegar en los umbrales de un invierno que se anunciaba demasiado frío.
—Después que llevéis a la infanta, tirad unas semillas de espliego al fuego. Avisad al rey que Juana, su tercera hija, acaba de nacer y servidme un vaso de leche tibia con miel y canela. Necesito reponer fuerzas pues creo que estoy al borde del desmayo.
Y diciendo esto, la reina cerró sus ojos. Con este gesto imperceptible despedía a todas las mujeres que estaban a su alrededor, a excepción de las dos doncellas que lavarían su cuerpo con compresas de agua tibia y perfumada con esencias de nardos y rosas. A su lado también quedaría su amiga de infancia en Arévalo y principal dama de honor, Beatriz de Bobadilla, hija del alcalde de aquel castillo y esposa de Andrés de Cabrera, su tesorero.
En brazos de su flamante doncella y envuelta entre las tibias mantillas de lana manchega, la nueva infanta de España, Juana de Castilla y Aragón, abrió la boca para llorar. El rey llegó deprisa a conocer a su hija recién nacida y quedó sorprendido del gran parecido con su madre, Juana Enríquez. Luego se acercó hasta la cama donde se encontraba la reina adormilada y, besándola en la frente, le acarició los cabellos. Isabel le tomó las manos entre las suyas y le sonrió con dulzura.
Rumbo a las habitaciones de la infanta, la joven doncella trataba de calmar a la niña, que seguía llorando, y apresuró su paso en dirección a los aposentos destinados en aquella ocasión para la niña, donde la estaba esperando su ama de leche, María de Santiesteban. La nueva nodriza que amamantaría a la pequeña era robusta, pero aquella mañana temblaba como una hoja pues estaba medio muerta de frío, ya que solo llevaba encima una camisa blanca de hilado de algodón. La habían escogido a toda prisa entre las mujeres al servicio del alcázar y obligado a bañar y frotar sus pechos para estimular la leche tibia que no dejaba de fluir por sus oscuros pezones. Había parido un niño veinte días atrás y la reina, enterada apenas llegada a Toledo, la había elegido entre otras cinco mujeres bajo las mismas circunstancias. Las órdenes de Isabel habían sido terminantes:
—¡Buscad una nodriza, pero tened en cuenta que sea aseada, prolija y cumplida; que tenga buen aliento en su boca y abundante leche en sus pechos, pero, sobre todo, que tenga buen carácter, pues a través de la leche se lo puede transmitir al niño o a la niña por nacer!
La nueva adquisición de las coronas de Castilla y Aragón no se hizo rogar y con desesperación abrió su boquita, pero esta vez vio calmada su ansiedad por el tibio y abundante alimento.
—¡Qué bien mama la niña! —dijo la nodriza a la doncella, que miraba embelesada a la inocente criatura.
—Tal vez nació con hambre —respondió la doncella.
—Sin embargo —prosiguió la nodriza—, siento que la pobrecilla, ajena a su naturaleza real, tiene las mismas necesidades de alimento y de abrigo que el más pobre y desvalido de los siervos de este reino.
—¿Pero no tiene, acaso, mejor suerte que vuestro hijo recién nacido?
—La infanta tiene un futuro incierto. En cambio mi pobre niño tiene un destino preciso. Nació siendo un súbdito y así vivirá y morirá. Mas ella es una princesa de España, nacida para ser reina en algún país lejano.
—Tal vez esta Princesita española nunca llegue a ser feliz en el país donde le toque reinar, pues siempre será considerada una extranjera, vaya donde vaya —dijo la doncella.
—¡Virgen del Rocío, paloma mía! Nunca envidiaré su suerte —se lamentó la nodriza.
La niña continuó mamando y ambas mujeres entrecruzaron una mirada compasiva. Cuando se hubo saciado, la doncella la tomó nuevamente entre sus brazos y, volviéndose hacia la nodriza, le ordenó:
—En cuatro horas volveréis a alimentarla. Pero si la infanta comienza a llorar de hambre, ¡habré de buscaros antes!
La doncella la apoyó sobre su pecho con ternura para darle un poco de calor y la besó en la frente. Juana dormía plácidamente.
La habitación más iluminada del alcázar había sido destinada a la recién nacida y ya se hallaba dispuesta y entibiada por el fuego de una gran chimenea. La cuna había sido traída por el cortejo dos días antes y colocada en el centro del espacioso recinto. Un rayo de sol se filtró por la ventana iluminando el cabezal de roble y haciendo resaltar el grabado de los escudos de Castilla y Aragón entrelazados. Debajo de los emblemas y pendiendo de un cordón de seda color añil, un ángel de oro velaría los sueños de la infanta. La pequeña imagen dorada y enternecedora, capaz de aliviar en algo la dureza de aquel destino, era la misma que había custodiado los sueños de infancia de la reina y de sus dos primeros infantes, Isabel y Juan.
Su alteza real, Juana de Castilla y Aragón, profundamente dormida y ajena a todo lo que acontecía a su lado, fue depositada con suavidad sobre el lecho inmaculado y abrigada con ternura, por su doncella, con los suaves cobertores de piel. Luego la mujer se alejó deprisa por los corredores del castillo, rumbo a las habitaciones que ocupaban los otros dos infantes.
En Toledo las campanas repicaron anunciando la buena nueva. Las iglesias del Cristo de la Luz, de San Sebastián, de Santa Eulalia, del Cristo de la Vega, de San Vicente, de San Miguel y san Román, de Santo Tomé y de Santa María la Blanca, de Santa Leocadia y San Cipriano, la iglesia de la Magdalena, la de los Santos Justo y Pastor, la iglesia de San Lorenzo y el convento de San Clemente, el más antiguo de Toledo, celebraron el feliz acontecimiento. El rey Fernando cabalgaba eufórico y sonriente, sin poder disimular su alegría, por la abierta plaza de Zocodover, ostentando con orgullo otra hija recién nacida y la flamante corona del reino de Aragón. Iba seguido por un cortejo tan exótico como llamativo que incluía al final del mismo un elefante africano. Sus guardias reales enarbolaban a los cuatro vientos los pendones carmesí con los castillos dorados de Castilla, los leones púrpura sobre fondo blanco del reino de León y las banderas de Aragón, con los cuatro palos rojos sobre un fondo amarillo que ondeaban ruidosos acompasando la marcha de los caballos.
Con el transcurso de los años, la pequeña Juana descubriría, de labios de su hermana Isabel, los detalles de aquella curiosa anécdota sobre su nacimiento. Y mucho tiempo después, al encontrarse aislada y en soledad, volverían a ella las representaciones y las voces antiguas salidas de su fantasía, trayendo a su mente las felices y añoradas imágenes de su perdida infancia.
Durante los ocho días siguientes a aquel nacimiento, la reina Isabel estuvo en cama como dormida. Las fuerzas la habían abandonado esta vez y todo el reino se preocupó por este alumbramiento que podía costarle la vida. Pero pasado aquel periodo, Isabel comenzó a recuperarse y a levantarse a ratos, hasta que se encontró totalmente restablecida con la energía que le caracterizaba.
Unos días más tarde, la pequeña infanta Juana fue consagrada a los santos, como era la costumbre, recibiendo las aguas bautismales y la unción del santo crisma. El cortejo real salió del palacio de Cifuentes y se encaminó por las sinuosas calles de Toledo que conducían a la iglesia de San Salvador.
(El alcázar aquel había pertenecido a don Enrique de Villena —el Nigromántico—, quien había sido el dueño y señor de aquel solar. Se había casado con doña María de Albornoz, quien, al morir sin dejar descendencia, lo donó a su primo el condestable don Álvaro de Luna —valido de Juan II de Castilla—, quien vino a heredarle a su hijo Juan. Años más tarde, todas sus posesiones fueron tomadas por el rey Enrique IV —hijo de Juan II de Castilla—, y así pasó a formar parte del patrimonio de la corona castellana).
Atravesó la plaza de Valdecalderos y desembocó frente al convento de Santa Úrsula, lindante con la iglesia de San Salvador donde se realizaría el bautismo, situada al frente del convento de san Miguel de los Ángeles. El lugar estaba repleto de gente que se agolpaba en puertas, balcones y calles para ver pasar a la nueva infanta de España. Pajecillos, hombres de armas, niños y mujeres le saludaban al pasar. Las aceras estaban entoldadas para resguardar del sol a la recién nacida. En los portales de la iglesia, en lo alto de las escalerillas, esperaban la llegada del cortejo real varios prelados, obispos con mitra y báculo, sacerdotes con ricas vestimentas y varios monaguillos que sostenían cruces parroquiales de rica orfebrería con vistosas mangas bordadas. Escoltas reales enarbolaban los pendones carmesí con banda y dragantes dorados de sus Católicas Majestades, palcos adornados con tapices heráldicos y recubiertos por el dosel de escudos de las Casas reales acogían a numerosos nobles. Los pajes de los reyes encabezaban la procesión. El primero portaba una espada y otros dos llevaban, uno el orbe, y el otro un copón. Tras ellos una serie de nobles y, siguiendo al grupo, iba el aya de la pequeña infanta que sería cristianizada, Teresa de Manrique, llevándola en los brazos. Otro paje portaba un cojín con la corona y, detrás, los reyes, junto al cardenal Mendoza, marchaban a caballo. A la derecha de la comitiva, un grupo de niños tocaba unos instrumentos musicales.
Un intenso aroma a mirra, incienso y canela flotaba en el aire de la iglesia de San Salvador. Don García Álvarez de Toledo, primer duque de Alba, y su esposa, María Enríquez, iban a oficiar de padrinos de Juana, junto al nuncio de su santidad Sixto IV y el conde de Cifuentes. Los duques de Alba eran devotísimos de los monarcas y estaban emparentados con Fernando de Aragón por doña María Enríquez. Los reyes, vestidos de terciopelo y oro, llegaron a los portales del atrio en medio de una fastuosa procesión. Les seguían los embajadores de Portugal, Francia, el Sacro Imperio Romano Germánico y el Vaticano; los nobles del reino y los oficiales del ejército español, quienes ocuparían los lugares respectivos fijados por el protocolo.
El sol brillaba con intensidad haciendo resaltar las púrpuras de los prelados. Juana, envuelta en sus blancos cobertores, fue llevada dentro del recinto sagrado bajo palio por el confesor de la reina (aquel que sería, años más tarde, arzobispo de Granada), perteneciente a la Orden de los Jerónimos: Hernando de Talavera. Celoso defensor de la fe, tanto como lo había sido su antecesor y confesor de la adolescencia de Isabel, el dominico Tomás de Torquemada.
Dentro del recinto sagrado, la infanta fue depositada en los brazos de don García Álvarez de Toledo, quien avanzó ceremonioso, junto a su esposa, hasta la pila bautismal de estilo visigodo adornada con relieves. Al resplandor titilante de mil velas, la infanta fue ungida con los santos óleos y lavada su frente con agua bendita por el primado de España, el cardenal Mendoza.
La luz de los cirios destelló con sus dorados reflejos en los ojos de la pequeña, que no pudo contener el llanto, asustada por tanto ajetreo. Cuando la ceremonia hubo concluido las campanas echaron a vuelo, mientras cientos de palomas y cigüeñas revoloteaban asustadas sobre las altas cúpulas de Toledo.
Desde el día de su nacimiento, Juana de Castilla había pasado, sin saberlo, a desempeñar su papel en el ajedrez de la política internacional. Esta situación la llevaría, con los años, a transitar por caminos empedrados por casilleros negros, cada vez más sombríos, donde su figura terminaría por confundirse con la misma oscuridad.
La conducción de la política exterior española había sido siempre una de las principales preocupaciones de Fernando de Aragón. Experimentado y sutil, albergaba el propósito de reedificar y, de ser posible, extender más aún el radio de influencia español en el Mediterráneo occidental y en la Europa central. Incansable en la ampliación de sus reinos, esta forma de llevar la política le provocaría la confrontación con otros estados cristianos.
De todas las batallas que desde adolescente había tenido que librar, la que más le entusiasmaba era la que desarrollaba en su mente y concretaba sobre el tablero de ajedrez. Los dos ejércitos saltaban al campo con los mismos efectivos e idénticos objetivos: capturar al rey enemigo. El resultado dependía siempre de la estrategia, la paciencia, la astucia, la capacidad de previsión y el dominio de la técnica de cada uno de los participantes. Como en la vida real. Y eso le agradaba.
Después de aquel nacimiento, una inmensa misión aguardaba a los reyes de España: despojar al reino de todos los infieles. Para eso se necesitaba mano dura y ansias de grandeza, cualidades que ambos soberanos poseían en abundancia.
Apenas habían transcurrido las primeras semanas de vida de la infanta cuando su padre desplegó el mapa de Europa y lo depositó sobre el tablero de ajedrez. Idearía su mejor jugada, porque las oportunidades estaban en el futuro y, a veces, la más mínima circunstancia podía ser causa de grandes acontecimientos. Al rey Fernando le complacía jugar al ajedrez, dejando en calculado abandono a las piezas de su juego, para luego burlarse del incauto que se decidiera tomarlas creyendo que eran descuidos, cuando en realidad eran astutos engaños. El cálculo exacto y las definiciones precisas serían el rumbo de aquella partida, porque el menor error lo pagaría muy caro. Debía definir el destino de sus hijos, por lo que el tema no admitía dudas ni dilaciones. ¿Acaso la verdadera realeza no se apoyaba sobre la estructura de un linaje firme y no improvisado? ¿Y las virtudes de los antepasados no irrigaban la sangre de sus descendientes homónimos?
La doble puerta de la sala se abrió y en el umbral brilló majestuosa Isabel de Castilla. Su vestido color azul, bordado en finas hebras de oro, hacía resaltar su imagen sobre las piedras grises. Fernando se alegró de verla y caminó a su encuentro jubiloso. La tomó de las manos, la besó en la boca y, abrazándola por la cintura, la acercó hasta la mesa que sostenía el mapa y el tablero con los sesenta y cuatro escaques blancos y negros.
—Hoy es una fecha muy especial. Consolidaremos las alianzas ambicionadas para nuestros hijos, pues nada vale más que unos buenos esponsales para sellar los pactos políticos con otros reinos.
—No lo dudo —respondió la reina.
—Deberemos expandir nuestra divisa en Europa central, también en Portugal.
—Esa tendrá que ser nuestra estrategia —acotó Isabel.
Ambos se miraron y se sonrieron. ¿Por qué les nacía de repente aquel desesperado afán por lograr una alianza indestructible?
—No nos retiraremos de la partida hasta haber logrado una definición que nos satisfaga a ambos, pues solo existen dos maneras de lograr la unión con otros reinos: con el acero de las espadas o con el oro de las alianzas —expresó serenamente la reina.
—Os complaceré —respondió el rey, mientras abría la caja de madera y comenzaba a sacar cuidadosamente, una por una, las treinta y dos piezas de ébano y marfil.
Isabel eligió las de color blanco y planificó mentalmente los pasos a seguir. Fernando hizo sus cálculos y elaboró sus tácticas. La estrategia ya estaba en marcha y nadie los podría detener. Y en el silencio de aquella sala, roto solo por el crepitar del fuego en la chimenea y el movimiento imperceptible de las jugadas, España intuyó un futuro de grandeza y avanzó sobre Europa en forma de pinza, abriéndose en dos.
—¡Jaque al rey! —exclamó Fernando, y colocó sobre Austria su reina negra.
—¡Magnífico! —respondió Isabel, y se alegró tanto como su esposo, aligerada del terrible peso que aquel proyecto ejercía sobre sus sentimientos—. Es el mejor avance que podíais haber hecho.
Iluminado por el resplandor del fuego, el rostro de la reina reflejaba su hermosura. Buscó con los ojos, sobre la cartografía, el espacio minuciosamente calculado en su mente y planificó los pasos a seguir. Solo que guardaría el secreto dentro de su corazón, pues aún no era tiempo para anunciar nada.
—¿Queréis continuar? —le interrogó el rey, y observó que, mientras le miraba enamorado, Isabel capturaba la reina con un movimiento sorpresivo de su caballo atacante.
—Sois tan astuta como prudente, y una experta tanto del juego como de la política.
—Tanto en la política como en el ajedrez se deben esperar las oportunidades. Para lograr los mejores avances, no debéis dejar que os sorprendan. Siendo niña, mis preceptores me daban clases de conducción sobre un tablero de ajedrez y me contaban la historia de este juego que, según se cree, se le atribuyó al griego Palamedes. Lo inventó durante el sitio de Troya para distraer a los guerreros durante los días de inacción. Los chinos o los persas lo dieron a conocer a los árabes y llegó a Europa después de las Cruzadas. Pero lo más atractivo de esta historia es que a su inventor, habiéndolo propuesto a su soberano, este, encantado, le ofreció la recompensa que deseara. Pidió un grano de trigo para el primer escaque, dos para el segundo, cuatro para el tercero y así sucesivamente, fue duplicando siempre el número, hasta la sexagésimo cuarta casilla. El monarca ordenó a su ministro que cumpliera aquella petición tan modesta pero, hecho el cálculo, descubrió que todos los graneros del reino no bastaban para contener la cantidad de trigo pedida, equivalente a un cubo de más de mil metros de lado. ¡Cuánto deseo que así de inmensos sean los reinos para nuestros hijos!
Fernando la escuchaba con atención y cuando terminó, mirándola a los ojos, se acercó y le dijo al oído:
—Así serán, Isabel, pues cuando uno desea algo fervientemente con el corazón, siempre lo consigue.
La jugada de Isabel había sido brillante y su proyecto dinástico vislumbraba ser de igual magnitud al de Fernando. Pero, inevitablemente, tendrían que contar con la colaboración de sus infantes. En su política de cerco contra Francia entrelazarían con los años una doble alianza con la corte imperial de Austria, inclinada a este mismo sistema de bodas regias, tal como rezaba su propio lema: Bella gerant fortes, tu, felix Austria, nube («Deja que los fuertes hagan la guerra, tú, feliz Austria, cásate»).
El futuro les ofrecía una oportunidad histórica propicia. Penetrarían a través de un matrimonio concertado en pleno corazón de Europa, en una de las Cortes más codiciadas y de refinado buen gusto por el arte, como era la del Sacro Imperio Romano Germánico.
El 22 de julio de 1478 había nacido, en Brujas, Felipe de Habsburgo, futuro duque de Borgoña, de Luxemburgo, de Brabante, de Güeldres y de Limburgo, rey de los Países Bajos y conde de Tirol, Artois y Flandes. Único hijo varón de Maximiliano I de Alemania y de María de Borgoña (María era hija y heredera de Carlos el Temerario y de Isabel de Borbón). El pequeño príncipe flamenco representaba, ante los ojos de España, el consorte ideal para la infanta española que acababa de nacer.
El castillo de Habichtsburg («burgo del halcón») había dado nombre a la Casa de Habsburgo a la que pertenecía Maximiliano I de Alemania. Castilla y Aragón soñaban con una alianza matrimonial que aumentara sus dominios e influencias en la Europa que se extendía más allá de los Pirineos. Incansables en la ampliación de sus fronteras, buscarían por todos los medios, trece años más tarde, la posibilidad de forjar un plan que estableciera una segunda alianza entre su hijo Juan, príncipe de Asturias, y Margarita de Austria, de la Casa Habsburgo y hermana de Felipe. Margarita había nacido en 1480, dos años después que su hermano, y aunque en 1483 surgiría un grave impedimento, pues la princesa flamenca sería comprometida en matrimonio a Carlos, delfín de Francia (el mismo que subiría al trono en ese año con el nombre de Carlos VIII), y obligaría a Margarita a trasladarse a dicho país (pues Francia estaba acostumbrada a educar a sus futuras reinas desde pequeñas), Isabel y Fernando albergaron siempre la secreta esperanza de que finalmente todo saldría como ellos lo habían soñado. El tiempo les dio la razón y, para beneplácito de los Reyes Católicos, el compromiso lograría romperse y, en el año 1491, el rey Carlos VIII rechazaría a la princesa de Austria y tomaría por esposa a Ana de Bretaña, quien había estado comprometida, a su vez, con Maximiliano I, padre de Margarita. España no se haría esperar y ofrecería a su heredero, estableciendo de este modo una estrategia de alianzas matrimoniales que ayudaría al pacífico mantenimiento de una política exterior peninsular de carácter expansionista.
Con el transcurso de los años, el poder y la diplomacia de los reyes españoles manejarían aquellas concertaciones y, con no pocos esfuerzos, España se aliaría con Portugal, los Países Bajos, Austria y también con Inglaterra. Alianzas, bodas, conspiraciones, amigos y enemigos, todos tenían un lugar preciso en aquellos cerebros calculadores y realistas.
Isabel y Fernando, dispuestos a no mostrar debilidad para evitar ser vulnerables ante las potencias enemigas y frente a una nobleza rebelde y ambiciosa que les rodeaba, se propusieron luchar más allá de cualquier interés adverso y hacerse de una vez y para siempre con la victoria final, llevando la divisa española detrás de los Pirineos. Esta situación les obligó a adelantarse en ideas y tiempo al resto de los monarcas europeos. La política internacional se transformó en algo más que un juego, donde ya no se utilizaban piezas de ébano y marfil, sino personas de carne y hueso, destinadas, a través de los acuerdos concertados de antemano y con varios años de anticipación, a reinar sobre tierras lejanas y desconocidas. Siempre, en el nombre de España, constituyéndose de facto en la primera unificación europea.
La política de alianzas matrimoniales tenía en el reino peninsular suficientes antecedentes, pues había conducido, bajo distintas circunstancias históricas, a la unión sucesiva de los reinos de Aragón y Cataluña en 1137; de Castilla y León en 1230; y de Castilla y Aragón en 1479. Para poder pedir una mano y ofrecer otra, había que demostrar poder y riqueza y disponer, además, de fuerzas militares. Durante l480, Fernando de Aragón consiguió que todo el poder y las riquezas de las grandes órdenes militares religiosas (verdadera amenaza para la corona) fueran a parar al erario, instituyéndose en el gran maestre de todas ellas. Cada una de las órdenes estaba gobernada por un gran maestre, sometido directamente a la orden del papa. La de Santiago, la de Calatrava y la de Alcántara aportaban anualmente trescientos mil ducados. Así evitó que los grandes señores feudales dispusieran de aquellas rentas y concentraran gran parte del poder político.
La Iglesia y la Monarquía habían creado las órdenes militares, de carácter mixto religioso y militar, con el propósito de defender la fe cristiana y, en el caso de España, reconquistar la península de mano de los infieles. Eran órdenes donde no había soldados, sino monjes que empuñaban las espadas en nombre de la religión católica.
Estas legendarias órdenes tenían su historia. La de Santiago había sido fundada en 1161 por el rey Fernando II de León para protección de los peregrinos a Santiago y era, después de la corona, la que mayor cantidad de tierras poseía; la de Calatrava había surgido en 1158 creada por san Raimundo Serrat, abad de Fitero, para defenderse de los moros; y la de Alcántara había sido iniciada en 1156 por Suero Fernández de Barrientos, a imitación de los Templarios, para combatir a los moros. Esto hizo que el rey Fernando II de Aragón se hallara asistido por un Consejo sometido directamente a la autoridad del papa.
La península ibérica, cuya mitad meridional estaba ocupada por los musulmanes, conoció el florecimiento de estas tres órdenes que tuvieron un papel relevante en el avance de las armas cristianas hacia el sur. Sus actividades guerreras proporcionaron al reino grandes posesiones territoriales y también muchas riquezas, convirtiéndose en una magnífica fuerza de combate.
Competidoras potenciales del poder, provocaron miedos, recelos y envidias en quienes lo detentaban, y Fernando de Aragón no permaneció ajeno a este sentimiento. Deseoso de fortalecer el suyo, se hizo nombrar su gran maestre, incorporándolas a la corona.
El uso que el monarca hacía de la diplomacia era, sin duda, el más eficaz. El reino compartido con Isabel se consolidaba cada día más. Habían logrado establecer un equipo regular de embajadores, agentes y espías, implementando el primer servicio diplomático regular de toda Europa.
Estas acciones le hicieron sentir que la tierra se volvía más segura bajo sus pies y lo dispuso a no claudicar al trono de sus conveniencias. Así, Castilla y Aragón, unidas desde las raíces, jamás podrían ser separadas, aunque esto implicara luchar en contra de su propia sangre.