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Por la tarde, abrimos las cajas de provisiones. Hay un montón de ropa de abrigo, que ahora que nos adentramos en un terreno más cálido y bajo, ya no necesitaremos. Encontramos papel, libretas, bolígrafos y medicamentos. También, entre suspiros de alivio, un baúl lleno de latas de melocotones. Una docena, para ser exactos, que casualmente coincide con el número de personas que estamos en el vagón. Por ahora. Cuando llegue la noche, puede que haya dos menos. La chica pecosa distribuye las latas. Después de considerarlo un momento, coloca una al lado de Sissy, aún inconsciente. Nos advierte de que lo consumamos de manera sensata. Nadie sabe con seguridad cuánto puede durar el viaje. Quizá días.

Epap garabatea los nombres en cada lata. Es una buena manera de aprendérselos, asegura. Intenta ser valiente, ser fuerte. Escribe el nombre de Sissy en su lata. Se niega a reconocer lo innegable: dentro de unas horas, tendrá que hacer lo impensable. Primero a ella, después a mí. Pone mi nombre en otra lata, como para asegurarse. Me las quedo mirando, una allado de la otra. Mi nombre, el de Sissy, garabateados en letras mayúsculas. Como en nuestras tumbas.

***

Ya es de noche. Me despierto con espasmos, noto el frío del desierto que se me mete en los huesos. Hasta la luz de la luna se convierte en un ataque para mis ojos. La conversión está llegando a su fin. La brisa sopla por el interior del vagón. Me siento, miro arriba. Una columna de humo se eleva desde la chimenea de la locomotora. El motor se habrá activado después de que perdiéramos el impulso de la bajada. Se mantendrá a esta velocidad, con toda probabilidad, todo el camino hasta el Palacio, nunca reducirá la marcha. Todo está automatizado. Como mi conversión.

Me estremezco y el cuerpo me da sacudidas. El corazón me late muy rápido, mi camisa está pegajosa de la condensación fría del sudor. La lentitud de la transformación es una agonía. La luz de la luna salpica la jaula; las sombras de las barras de metal se doblan y se curvan a través de la topografía de nuestros cuerpos. De vez en cuando, una chica grita en sueños. Me incorporo, siento el crujido de los huesos. David duerme intermitentemente a mi lado; palabras angustiadas salen murmurando de sus labios. Le coloco la manta por encima. Tiene el brazo puesto en el espacio vacío a su lado, donde Jacob debería estar durmiendo.

La tierra va pasando entre kilómetros y kilómetros de nada. Sissy está a mis pies, con la cabeza acurrucada en el regazo de Epap. Las dagas en su cinturón lanzan destellos bajo la luz de la luna, haciéndome señas. Con los dedos toco el cuero áspero. Quito la correa, saco un puñal. Ha llegado el momento. Epap no lo hará. Pero yo sí puedo hacerlo. Debo hacerlo. Primero ella y luego yo.

Le coloco la daga contra el cuello. La hoja se hunde en su piel suave. Veo las ondas que forma su pulso justo por encima de la hoja. Late con estabilidad, no se trata de un martilleo rápido. Frunzo el ceño y le toco la piel. Está seca. Desprende calor. Le pongo la mano sobre el corazón. Los latidos son lentos y regulares. Ya no se está convirtiendo. Está pasando por el proceso inverso. Sin comprender, observo su cara tranquila, descansada. Sopla el viento por las barras, y me estremezco por el delirio caldeado de mi transformación.

—¿Sissy?

Parpadea ligeramente. Se está despertando. El brazo se le sale de la manta y golpea las latas de melocotones que tiene al lado de la cabeza. La mía y la suya, que están una al lado de la otra.

Creo que veo algo, y mi corazón, por motivos que no me quedan claros de inmediato, empieza a latir cada vez más rápido. Entonces, oigo algo: la voz de mi padre. Clara y nítida después de tantos años: «Miras, pero no ves. A veces la respuesta está delante de tus narices». Sissy empieza a despertarse. Seca y blanca, saca la lengua y se humedece los labios agrietados. Empieza a abrir los ojos; pero no lo hace con el aleteo de antes, sino con seguridad. Dentro de unos instantes se despertará, se incorporará y me mirará. Pero todavía no. Vuelvo a mirar las latas, una al lado de la otra. Miro las letras garabateadas que escribió Epap. «Gene.» «Sissy.» No se lee todo, ya que su nombre no puede verse entero. Sólo las tres primeras, las dos últimas desaparecen tras la curvatura de la lata. «Sis.»

Y al instante, pienso en el ala delta. «Siempre estuvo pensado para vosotros dos.» Pienso en Krugman, en su insistencia en que el Origen era algo tipográfico. En Epap diciendo que mi padre siempre ponía los nombres con un propósito específico. En mi sangre, dentro de ella, uniéndose con la suya. Sigo mirando los nombres y soy como un ciego que de repente recupera la vista.

Gene. Sis.

Gene. Sis.

«Génesis.»

Ella empieza a abrir los ojos, unos ojos que nunca volveré a mirar de la misma manera. Los abre y me mira. No se estremece, no pestañea por la luz de la luna salpicándole la cara. Pensará que mi expresión es de alegría, de sorpresa por verla revivir. Sin embargo, es de comprensión por haberme dado cuenta de la verdad que he tenido delante durante todo este tiempo. Justo delante de mis narices.

Génesis. El principio.

«El Origen.»

No soy yo. Ni ella tampoco. Sino los dos.

Juntos somos la cura.