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El viaje a través de la noche parece interminable. Al principio nos apiñamos para alejarnos de los crepusculares, que se niegan a soltarse, y permanecen aferrados a la jaula. Después, lo hacemos para darnos calor, para resguardarnos del frío. Movemos las cajas de provisiones a nuestro alrededor, nos protegemos en un apretado perímetro. Nadie duerme, nadie puede, no con los escupitajos de saliva mortal cayéndonos encima, ni con los intermitentes chirridos de rabia y desesperación de nuestros acosadores.

La temperatura corporal de Sissy es muy alta, y suda en abundancia. Los espasmos la sacuden de vez en cuando. Se está convirtiendo lentamente —no entiendo por qué tarda tanto—, pero dentro de un día o dos, su desintegración será completa. No podemos permitir que se transforme aquí. Cuando los progresos ya no se puedan evitar, nos veremos obligados a hacer lo impensable. Tendremos que desplazarla al vagón, al alcance de los crepusculares, que siguen aferrados a los barrotes, y ellos harán lo que nosotros no somos capaces de hacer.

Nadie lo menciona, pero pesa sobre todos nosotros como una losa silenciosa. Sobre Epap más que nadie. No ha dormido en toda la noche; con un brazo ha estado acariciándole el pelo a Sissy sin parar, con pena y preocupación, y con el otro agarraba a David. En algún momento de la noche, me deslizo a su lado. Sigue ardiendo. Desenvaino un puñal del cinturón. Epap se despierta, y se sobresalta al ver la daga. Me mira. Cree que voy a matarla por compasión.

—Aún no. Quizá pueda…

—No es lo que crees —lo tranquilizo. Me hago un corte en la palma de la mano. Los crepusculares se vuelven locos. Le abro la boca a Sissy y hago que trague mi sangre—. Por si es cierto que soy el Origen. Que soy la cura. Puede que esté en mi sangre.

Sin embargo, Epap niega con la cabeza. Tiene la mirada triste y perdida.

—Es nuestro último recurso. No tenemos nada que perder.

Apenas puede mirarme mientras hablo.

—Gene —me dice mientras señala la herida que tengo en la sien, donde me cortó Ashley June—. Tú también te estás convirtiendo.

Tiene razón. Ha visto lo que he estado negándome a mí mismo: la palidez de mi piel y el brillo sudoroso en mi rostro. No tiemblo por el viento helado, sino por algo más profundo y nauseabundo: el inicio de las convulsiones.

—No eres el Origen —me dice mientras cierra los ojos—. No eres la cura.

***

Llega el alba. Reticentes y furiosos, los crepusculares se tiran del tren; algunos intentan hacer un barrido final con la esperanza de coger a alguien desprevenido. Sólo unos pocos se quedan. Después, en un aullido colectivo, saltan y se van dando brincos hacia el bosque denso. Libres de la capa de acosadores, el viento sopla sin obstáculos por el vagón-jaula. Sólo queda un crepuscular. Pero únicamente porque no le queda más remedio. Al principio se lanzó de cabeza, y ésta se le quedó atascada entre dos barrotes. No consiguió soltarse, ni siquiera después de horas de tirar, ni después de dislocarse los hombros y romperse la mandíbula.

Sale el sol y tenemos que oír los gritos de ese ser hasta que, fundido y blando como la mantequilla, cae como un saco lleno de pus y se esparce por las vías. El tren le pasa por encima; el fluido amarillo da vueltas por las ruedas y salpica como un estertor. Unas gotas viscosas nos mojan como si fuera una lluvia espesa y amarilla.

Pero por fin ha llegado la mañana, y los rayos del sol ofrecen un alivio a los horrores de la noche. No habla nadie; seguimos apiñados a pesar de la calidez del sol, a pesar de la ausencia de crepusculares. Una chica pálida alza la cara al sol y entrecierra los ojos. Su cuerpo es el vivo retrato de la conmoción, tiene las manos cerradas en un puño, las piernas hechas un ovillo. Pero también hay un reflejo de esperanza en sus ojos, la expectación de lo que le espera. «La Civilización», parece sugerir el brillo de su mirada, «la Civilización». Desvía su mirada hacia la mía y la mantiene durante dos segundos. Las barras de la jaula se le reflejan a modo de sombra en la cara. Yo aparto la vista, escondo la cabeza. La luz del sol es como ácido para mis ojos a punto de convertirse. Sus rayos se me cuelan por los poros de la piel, se me meten en los huesos, me rozan terminaciones nerviosas que nunca supe que existían en mi médula. Epap tiene razón. Me estoy convirtiendo. Tiemblo. Me estremezco.