Una vez hemos llegado a la punta de la escalera de espiral, Claire me agarra.
—¡No, Gene! ¡Por ahí no!
—Pues entonces ¿por dónde? —Los aullidos reverberan por la escalera metálica, y hacen que la barandilla vibre.
—¡La muralla está amenazada! La marabunta ha tomado la Misión.
—¡Tenemos que ir al tren!
—¡Olvidaos del tren! —nos dice con el rostro demudado—. ¿No habéis oído nada de lo que ha dicho Krugman? ¡Sólo conduce a más crepusculares!
—No nos queda otra opción. Quedarnos aquí nos garantiza la muerte. Al menos el tren nos dará una oportunidad…
Claire me agarra y me hace dar la vuelta. Me mira a los ojos con voluntad de acero.
—Hay una manera de salir de aquí. Aún estamos a tiempo de llegar al ala delta. Te vas volando. A donde tu padre quería que fueras. —Me arrastra con ella—. Sissy y tú podéis ir juntos en el ala delta para dos.
—¡Ni hablar! —corta Sissy—. No pienso dejar a los chicos. Están en el tren…
—¡Déjalos! ¡No se pueden salvar!
—¿Y qué hay de Ben? —pregunto—. ¿Y tú?
Sacude la cabeza.
—Esto es lo que quería tu padre. Que volaras al este. No te puedes llegar a imaginar las conspiraciones que hay en marcha, Gene. Sissy y tú debéis volar al este. Siempre estuvo pensado para vosotros dos.
—¿Qué acabas de decir?
—Tenéis que ir al este…
—¿Qué quieres decir con «siempre estuvo pensado para vosotros dos»?
Por un instante se le ve en la cara que se arrepiente de algo.
—Lo siento. De verdad que lo siento. Antes te mentí. El ala delta era para ti y para Sissy. No era para mí. Tu padre insistió en que «la chica» y tú debíais volar al este. Juntos. —Los ojos se le llenan de lágrimas—. Yo nunca fui «la chica».
—Pero yo pensaba que tú ibas a venir conmigo. ¿No es lo que me habías dicho?
Avergonzada y arrepentida, baja la mirada.
—No sois los únicos que queréis ir a la tierra prometida. Lo siento. Dejé que mis sueños se entrometieran en los designios de tu padre. —Niega con la cabeza—. Siempre estuvo pensado para Sissy y para ti.
Abajo se oye un fuerte estruendo. Silencio. Después los gritos se despliegan por la escalera.
—¡Por aquí! —grita la chica, consciente de que no nos queda más remedio que seguirla. Dobla a la izquierda y se mete por otro pasillo. Se oye el eco de las botas mientras corremos desesperados hacia las frías sombras. Desde atrás, oigo el ruido de las garras por el suelo.
Claire abre una puerta y nos metemos en una habitación que me resulta vagamente familiar. Da patadas entre cajas y contenedores, después abre otra puerta y nos empuja al interior. La puerta se cierra y oigo a Claire desplazarse entre la oscuridad. Está palpando la pared a tientas. Después se oye un crujido, y el pasillo se ilumina de un verde resplandeciente. De entre las tinieblas, colgadas en la pared como polillas de mamut, emergen las alas delta. Ben las mira boquiabierto. Nuestra guía ya agarra el modelo diseñado para dos. Es sorprendentemente ligero, y no le resulta difícil cargar con él. Algo golpea la puerta. Desde el otro lado se oyen arañazos, y el ruido de uñas rotas. Claire no le presta atención. Coge el equipo, los quemabrillos, y los guantes. Se produce otro golpe ensordecedor que casi hace que salten las bisagras de la puerta.
—¡No va a aguantar mucho más! —grito—. ¡Tenemos que irnos ahora! ¡Ahora!
—Id vosotros primero. ¡Ya os alcanzaré! —chilla mientras coge un par de gafas y bolsas—. ¡Id por el pasillo y salid por la puerta!
—¡No! ¡Nos vamos ahora! —Detrás, vuelven a golpear la puerta. Después se oye cómo se lanzan con toda la fuerza del cuerpo, sin parar, como si estuviera lloviendo. Entonces, nos llega el crujido del metal al doblarse.
»¡Claire! —insisto. Echamos a correr por el pasillo. Se nos caen las bolsas, y perdemos partes del equipo, pero ya no nos importa. Sólo nos preocupa el ala delta. La puerta explota, y los crepusculares salen disparados como balas de una pistola. Avanzan en tropel por el suelo, las paredes y el techo. Sus gritos son ensordecedores.
Claire abre la puerta al final del pasillo, y nos lanzamos. Le doy una patada para cerrarla después de caer, mientras Sissy echa el pestillo a toda prisa. Los crepusculares golpean desde el otro lado, y hacen abolladuras con unas sacudidas atronadoras. Nos recobramos, y con el corazón a mil por hora subimos una escalera y pasamos más puertas. Salimos al exterior. El aire es fresco y dulce. Con la vista recorro la longitud de la muralla. Está vacía, no hay ni un crepuscular a la vista. Pero no por demasiado tiempo. Unos que vagaban por el campo nos han visto; como halcones sentados en la muralla, a un tiro de piedra. Ahora corren hacia nosotros a cuatro patas, con brazos y piernas formando un remolino pálido. Claire intenta colocarme en el ala delta para dos.
—No, Claire. Que vaya Ben. Con Sissy.
—Ni hablar. Es para Sissy y para ti.
—¡No pienso perder el tiempo discutiendo! —grito. Acerco la cara hasta la suya, y nos miramos a los ojos—. Yo me quedo. Ben y Sissy suben.
—Dejadme que os cuente lo que hará Sissy —interrumpe ella misma—. Sissy volverá al tren. No voy a abandonar a los chicos.
La muralla empieza a temblar. Desde el campo nos llegan los gritos de una ola de crepusculares.
—¡Gene tiene que irse! —grita Claire—. El científico dijo…
Se oye un ruido metálico. Sissy ha desenvainado un puñal y se lo acerca al cuello a Claire.
—Ponte las correas.
Claire se da cuenta de que no tiene sentido oponer resistencia. Se coloca las sujeciones bajo la atenta mirada de Sissy. Esta guarda la daga, y coge a Ben.
—¡Sissy! —grita el niño.
—Ben —le dice mientras le coloca las correas y le abrocha la chaqueta—. Te encontraremos. —Le ajusta un par de mosquetones—. Estás en buenas manos. Claire te llevará hasta la tierra prometida.
—No me dejes —suplica Ben con labios temblorosos y las lágrimas que le empiezan a caer por las mejillas.
Un zumbido retumba por toda la muralla.
—¡Marchaos ya! —Les grito—. Casi los tenemos encima.
Sissy se apresura para abrazar a Ben. El niño le deja un surco de lágrimas marcadas en la cara antes de apartarse.
—¡Vamos! —le grita a Claire.
Y se van. Corren a lo largo de la muralla con todas sus fuerzas. Al final del tramo, lanzan sus cuerpos por un agujero que hay en la pared. Desaparecen de nuestra vista y, acto seguido, resurgen ya volando por el cielo nocturno, con el ala delta inclinándose y alejándose de la montaña. Veo que el viento le agita el pelo a Ben, que tiene los brazos tensos por el miedo. Después, con Claire al mando, se alejan sin obstáculos hacia el este.
—Tenemos que llegar al tren —le digo a Sissy mientras busco una manera de escapar.
Los aullidos de los crepusculares cada vez suenan más cerca. Avanzan por las praderas, y se deslizan por las murallas. De manera deliberada, Sissy se vuelve a mí sin prisa. Hay algo en sus ojos que hace que todo se vuelva más lento y, por primera vez desde que he vuelto a la Misión, nos miramos de verdad. Incluso en el momento en que empieza a esbozar una sonrisa triste y valiente, tiene los ojos húmedos.
—Creo que los dos los sabemos, Gene. Esto es el fin.
Como ratas recién nacidas, pálidas y desnudas, los crepusculares suben por los lados de la muralla. Estamos rodeados.
La caza, que empezó hace tantos días, casi está a punto de finalizar para ellos.
Sissy desenvaina los puñales, y me pasa uno.
—¿Luchamos hasta el final? —me pregunta.
Agarro el puñal.
—Siempre.
El cristal se hace añicos detrás de nosotros. Es el despacho de Krugman. Unos crepusculares desnudos escalan por la pared y se cuelan en la oficina a través de la ventana rota. Entre el griterío de los atacantes, no oigo al superior, pero no hace falta. De repente, el halo de luz que sale de la habitación se ve truncado. Las bombillas del interior se rompen, y todo lo que nos rodea queda sumido en una oscuridad aún más profunda. Aún hay electricidad. Veo chispas saltando al interior de la sala. Se me ocurre una idea. Se me va la vista a lo alto de la torre de la esquina. Al cable largo que conecta la torre de la oficina con el principal generador de la aldea. Cruza los campos por arriba, por encima de las hordas de crepusculares que van llegando. Con el corazón latiéndome a mil por hora, cojo a Sissy de la mano y la arrastro conmigo. No hay tiempo para explicaciones. Detrás de nosotros, como si nuestro intento de huir los exasperara, los crepusculares aúllan furiosos.
Corremos a toda velocidad. Los ojos se nos salen de las órbitas, y afortunadamente vemos borrosos los cuerpos pálidos, que como olas golpeando contra la muralla van apareciendo por ambos lados. Los crepusculares hacen una pausa, miran alrededor para localizarnos. Cuando pasamos zumbando por su lado, saltan para darnos persecución.
—¡El cinturón de las dagas!
Al llegar al cable, me lo pasa. Lo ato y sujeto una punta mientras la otra oscila. Tiro con fuerza. Aguantará. Tiene que aguantar. De cara, Sissy me agarra los hombros con los brazos, después salta y me rodea la cintura con las piernas. Noto su cabeza al lado de la mía, sus labios contra mi sien. Salto. Hacia el aire nocturno, tengo atado ala muñeca el extremo del cinturón, y a Sissy pegada a mis hombros. La sacudida de la gravedad cuando el cinturón recibe la mayor parte de nuestro peso está a punto de destrozarme los brazos. Botamos, una vez, y dos, y el doble impacto hace que Sissy suelte los brazos, pero sigue aferrándose a mi cadera con las piernas, y al final logra volver a sujetarse de mis hombros.
Entonces nos deslizamos suspendidos del cable a mayor velocidad de lo que parecían garantizar en un principio el cuero y el metal. Salen chispas del cinturón, y sólo cuando miro hacia arriba, descubro el porqué: hay una daga entre el cinturón y el cable. Metal sobre metal. Volamos y echamos chispas. Lejos, debajo de nosotros, los crepusculares que corren a toda velocidad hacia la muralla, paran en seco. Sorprendidos y furiosos, nos miran desde abajo. A salvo, nos elevamos por encima de ellos. Sissy, que mira hacia atrás, jadea. Me vuelvo para mirar. Un crepuscular nos persigue por encima del cable. Se mantiene en perfecto equilibrio sobre el hilo. Trota a una velocidad sorprendente, piernas y brazos en cuidada sincronía, con un paso tan seguro como el de un semental en la llanura verde más ancha. Está horriblemente desfigurado. Tal vez, desesperado por llevar ventaja sobre los otros centenares de crepusculares, abandonó las cuevas de manera prematura y quedó expuesto a la persistente luz del atardecer. Sea cual sea el motivo, ahora tiene el aspecto de un gato sin pelo sobre una barra de equilibrio. La mitad de la cara se le ha fundido, y le da un aire demente. Abre la boca, separa tanto la mandíbula que parece que se le va a salir, y grita. Sigue abriendo la boca hasta que las comisuras se le desgarran y se le funden con las mejillas; la piel se le separa como si fuera queso, y la dentadura y los colmillos quedan expuestos. Sin mejillas y enseñando los incisivos, parece que la criatura bestial me sonría sorprendida. Un destello de luz plateada. Sissy ha sacado un puñal del cinturón y lo ha lanzado. Al crepuscular. Es un golpe directo. La daga se hunde en la cavidad pectoral del cazador. Desaparece. A continuación, le sale por el otro lado del pecho, pues no ha encontrado demasiada resistencia. El crepuscular se detiene por un momento. Casi no sabe qué es lo que le ha golpeado. Parece que lo ha sorprendido por un instante, como si se hubiera tratado de un eructo repentino y bochornoso. Esto es tan natural como aquello. Clava la mirada en mí. La persecución continúa.
Otro destello de luz, otra daga al viento. Esta vez se la lanza al cazador a la cara, a los ojos. Su tiro tiene la intención de desfigurar y destriparlo. Sin embargo, éste lo ve a tiempo. Ladea la cabeza y la daga pasa zumbando a su lado, pero el movimiento le hace perder el equilibrio. Por un instante se tambalea e intenta recuperar la estabilidad. Y justo en ese segundo, Sissy lanza otro puñal, que le cae justo en la pierna, en el tobillo. El crepuscular pestañea una vez, dos veces, y pierde el equilibrio. Al caer, agita los brazos de manera salvaje, y su grito queda silenciado al estrellarse sobre el prado.
Un minuto después, Sissy y yo llegamos a la aldea. Para entonces, el cable ya se encuentra tan bajo y paralelo al suelo que el aterrizaje resulta sencillo. Justo a tiempo. Mis brazos están a punto de romperse. Los ataques en el pueblo no han hecho más que intensificarse. Los gritos llegan de cualquier rincón oscuro, de las casas cercanas; sonidos que se escapan de las sombras.
—El tren va a salir en cualquier momento —susurra Sissy—. Debemos darnos prisa.
—Pégate a las paredes —le aconsejo—. Mantén los brazos a los costados y tan quietos como puedas. A los crepusculares les atraen los movimientos.
Los gritos salen encauzados hacia nosotros. Nos movemos en línea irregular, alejándonos de las vías principales donde se nos vería más, y avanzamos de manera furtiva por los estrechos agujeros que hay entre las casas. Sissy se detiene de repente.
—¿Qué ocurre?
Mira desde la esquina de una casa y escudriña la plaza.
—Podemos bordear por este lado de la calle, y después cruzar cien metros más arriba, donde la calle se estrecha. O podemos atravesarla corriendo ahora, pero se nos verá más.
—No hay tiempo. El tren está a punto de partir. Crucemos ahora. Agachados.
Salimos corriendo, encorvados. A mitad de camino, ella se detiene, paralizada. Atónita, mira hacia el final de la calle. Vuelvo lentamente la cabeza para mirar. En la calle, como una mota, hay una persona. Vestida de blanco y bañada por la luz blanca de la luna, parece una estatua de mármol ante mí.
Incluso antes de distinguir su cara, ya sé quién es.
Ashley June.