41

Subimos la escalera de espiral corriendo, dando fuertes pisadas y agarrándonos a la empinada barandilla. Todo está misteriosamente vacío y en silencio. A mitad de camino, Claire me coge del brazo y nos hace parar. Desde arriba nos llega la dulce melodía de una canción.

Líbrame de la espada maligna,

sálvame del poder de los extranjeros,

que dicen mentiras con la boca

y tienen las manos llenas de traición.

Nos miramos, y seguimos subiendo con paso más lento y silencioso. Nos detenemos; es la voz de Ben temblando de miedo.

Que nuestros hijos sean como plantas,

florecientes en plena juventud;

que nuestras hijas se asemejen a columnas,

esculpidas como las de un palacio.

Que nuestros graneros estén repletos

con productos de todas las especies.

Una vez llegamos a la parte de arriba de la escalera, seguimos la voz de Ben por el pasillo hasta el despacho de Krugman. Tiene la puerta entornada y por el hueco vemos que el niño sujeta una partitura entre sus manos temblorosas.

Que nuestros rebaños se reproduzcan a millares

en todas nuestras praderas.

Que nuestros bueyes estén bien cargados,

que no haya brechas ni aberturas en los muros

ni gritos de angustia en nuestras plazas.

¡Feliz el pueblo que tiene todo esto,

feliz el pueblo cuyo Dios es el Señor!

La oficina está iluminada por un suave resplandor procedente de las lámparas. Por el aire resuena un leve zumbido de electricidad. La habitación parece más delicada, los contornos más suaves comparados con la última vez, cuando la brusca luz del día había otorgado más severidad al interior. Krugman está sentado de espaldas a nosotros, mirando por el ventanal que llega hasta el techo en ese lado del despacho. Con un vaso vacío de whisky en la mano, como si brindara con la noche, se le ve apagado, ajeno a los gritos y aullidos que amenazan con agrietar la ventana. Ben se encuentra delante de unas estanterías que cubren la pared. Cuando le hago una seña con un dedo en los labios para que venga, tiene la cara pálida y lánguida. Mira a Krugman y después viene de puntillas hacia nosotros. Le coge la mano a Sissy.

—¿Adónde te crees que vas? —le pregunta Krugman en un tono apagado. En su voz no hay tintes ni de amenaza ni de urgencia. Como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si una ola de crepusculares no estuviera arrasando la aldea—. ¿Por qué no pasáis todos?

Empezamos a retirarnos por el pasillo.

—Lo cierto es que espero que no os escapéis en ese tren.

Hago una pausa. Sissy me tira del brazo, pero hay algo en el tono del superior…

—Porque eso sería como ir de Guatemala a Guatepeor. De hecho —continúa; de algún modo sabe que ha captado mi atención—, sería más apropiado decir «a un pozo volcánico de lava ardiente». —Se ríe burlón.

—¿Qué quiere decir?

—¡Gene! —me riñe Sissy.

—No, espera. —Entonces alzo la voz—. Nos vamos ya.

—Vosotros decidís —afirma, más agotado que nunca—. Tan sólo estaréis retrasando lo inevitable.

Sissy vuelve a tirarme del brazo. Y me resisto de nuevo. Me vuelvo hacia Krugman.

—Es demasiado viejo y gordo como para llegar al tren, y no quiere que nos vayamos. Intenta retrasarnos.

—Y aun así os quedáis, aun así os quedáis. —Lentamente se da la vuelta en la silla. Sus ojos acuosos están inyectados en sangre. Sonríe con tristeza mientras acaricia su protuberante estómago—. No siempre fui tan pesado —afirma aletargado, como si estuviera demasiado cansado para pronunciar las palabras.

Su resignación y la manera en que se ha rendido al destino hacen que me salten las alarmas, ya que este tipo de hombres no es proclive a tender trampas. Si nos está retrasando es porque quiere confesar algo. La idea me da escalofríos.

—Cree que el tren representa una muerte segura. Dígame por qué.

—¡Gene! ¡Vámonos! —La voz de Sissy denota urgencia.

—¡Dígame por qué el tren representa una muerte segura!

Krugman da palmaditas sobre los apoyabrazos, como si acariciara con cariño las cabecitas de dos bebés.

—¿De verdad tienes que chillar? ¿No hay ya suficiente griterío fuera?

—Muy bien. Nos vamos —le anuncio mientras me doy la vuelta.

—No es el tren lo que representa una muerte segura —sus palabras salen con tal claridad que parece como si por un momento hubiera recuperado la sobriedad—, sino el destino. —Entonces su voz se desintegra en un murmullo húmedo—. Allí hay mucha muerte y gritos. Muchos. Muchísimos.

—Díganos qué hay en la Civilización.

Suelta unas risitas.

—Me llevaría un tiempo explicároslo. Mucho. Muchísimo.

—¡Gene, no caigas en la trampa! Sólo quiere…

—¿… evitar que subáis al tren? —termina la frase Krugman—. Entonces marchad, marchaos, os digo. Idos ya. Palmadita en el culo, una caricia en el pelo, un besito, y ya os podéis ir, queridos. No permitáis que os entretenga. No perdáis el autobús del colegio por mi culpa.

Voy hasta él, y le doy un manotazo al vaso que tiene en la mano, que sale despedido y se estrella contra la pared. El ruido le sobresalta; la claridad brilla en sus ojos antes de que una niebla vidriosa se los vuelva a nublar. Se acerca a la ventana, la oscuridad del exterior le encuadra. Se oye un grito que viene de abajo, de la muralla. Su volumen y proximidad nos aterrorizan.

—¡Gene!

Hago caso omiso a Sissy. Necesito respuestas.

—Se trata del Palacio del gobernante, ¿no? El tren lleva nada y más nada menos que al corral de los hepers. Tengo razón, ¿verdad?

Krugman empieza a reír.

—Dadle una galletita al chico. Dadle una carita sonriente al pequeño detective. —Se limpia las lágrimas—. Y eso es tan sólo la punta del iceberg. Te crees muy listo, te crees que lo has descubierto todo. ¿Quieres que te cuente la verdad?

Claire grita. Un crepuscular, pálido y resplandeciente como la luna, hace trizas el cristal de la ventana como si fuera una sanguijuela. No puede ver a través del cristal tintado. Hace una pausa, tiene la cara justo delante de un Krugman inmóvil, y las fosas nasales se le hinchan. Después desaparece. En el exterior, una ola negra de crepusculares empieza a invadir las murallas. Krugman se limpia la nariz con el dorso de la mano.

—Y ahora os diré la verdad —afirma con voz temblorosa—. Sin adornos, para vuestro consumo. Preparaos, niños. —Se vuelve hacia nosotros—. Todos estamos solos. La humanidad fue exterminada hace generaciones. Los crepusculares tomaron el control del mundo. Y nosotros no llegamos a recuperarlo. No conseguimos encontrar ningún antídoto, ni una cura, ni un veneno. No encontramos nada aparte de muerte. La Civilización no existió nunca.

Sissy deja de tirarme de la manga. Poco a poco y a regañadientes, se da la vuelta para mirar a Krugman.

—Cuando pasó la tormenta, sólo sobrevivieron unos cuantos miles de humanos. Nuestras existencias eran horribles. En las entrañas del Palacio del gobernante, encarcelados y alimentados a la fuerza. Nuestro único propósito en la vida era vivir y morir para satisfacer su apetito. Que era insaciable. Intentó reducir el paso, calmarse, pero no podía resistir la tentación. Estábamos demasiado cerca físicamente. Y siempre pasó lo mismo con cada uno de los sucesores. Ninguno de ellos poseía autocontrol. La población humana prisionera empezó a disminuir a una velocidad insostenible y alarmante.

»Una noche, hace muchas generaciones, el gobernante tuvo una idea. Un plan brillante. Vino a hablar con nosotros y nos propuso un trato.

—¿A quiénes?

—A nosotros, los humanos. Accedió a liberar a doscientos de nosotros para que formáramos una comuna aquí en las montañas. Ubicados a cientos de kilómetros, el viaje sería demasiado largo para los crepusculares, puesto que conllevaría, incluso si iban en tren, exponerse a la luz del día. Los humanos aceptamos, puesto que tampoco nos quedaba otra opción, y partimos.

»Por descontado que este plan era totalmente secreto, y sólo lo conocían los jefazos. Y durante décadas, todos los gobernantes nos han suministrado todo lo que necesitábamos y queríamos. Es un secreto que ha durado más de lo que se esperaba. Aunque supongo que todos los secretos, sobre todo éste, acaban descubriéndose.

Se frota el pelo del lunar.

—De un tiempo a esta parte nos han llegado rumores. Sobre la discordia entre los rangos de Palacio, sobre algunas facciones que se habían enterado de la existencia de la Misión. Incluso hay habladurías acerca de que estaban construyendo barcas con protección solar, toda una armada. Descartamos la idea sin más. —Mira hacia el cielo encapotado—. Fue un error. Hemos tenido una falsa sensación de seguridad. Ellos siempre cumplieron su parte del trato.

—Explíqueme lo del trato. Cuéntemelo todo.

—Nos reproducimos para ellos —susurra—. Ese es el propósito de la Misión. Es una granja de crianza. Hacemos llegar hepers al Palacio a un ritmo sostenido, como en un gota a gota. Estamos lo suficientemente separados de ellos como para que no se atiborren y nos lleven a la extinción en un atracón. A cambio, nos proporcionan todo lo necesario para sobrevivir e incluso prosperar. Comida, medicamentos, materiales. Donde las dan las toman. Es una bonita relación simbiótica en muchos sentidos. No es que nos vayamos juntos de acampada y cantemos canciones alrededor del fuego, pero os podéis hacer una idea.

—Les han estado enviando niños para que se los comieran.

Baja la voz:

—Ahórrate el tono sentencioso, chaval. Te contaré lo que he hecho. He propagado la especie. Soy la única razón por la que no nos hemos extinguido. Soy la razón por la que tú existes. Así que yo, en tu lugar, me mordería la lengua.

—Todos los niños que enviaba. Todas las chicas mayores… —lamenta Claire.

Con una mirada tierna y cariñosa, Krugman se vuelve hacia ella con los ojos húmedos.

—Os he dado unos años felices. Eso es lo que he hecho. Música, sonrisas, sol, comida, calor. No habéis conocido la tiranía del miedo, ni el encarcelamiento en celdas frías y húmedas, rodeados de muerte y violencia, oyendo cada noche los desdichados sonidos de un crepuscular devorando a un ser querido. No habéis tenido que vivir con el miedo de que el número de individuos de vuestra especie se redujera, de que las garras de hierro os agarrasen las extremidades y se os llevasen. En cambio, tú y el resto de los niños de la aldea habéis vivido en un paraíso, en un auténtico edén. ¿Qué más da si me tuve que inventar cuentos e historias sobre la Civilización? La ignorancia es una bendición, y yo os he dado la mía.

—No les ha dado más que una sentencia de muerte —replico.

—Pero ¡¿es que no tenemos todos la nuestra?! —grita mientras se da la vuelta para mirarme—. ¿No tenemos todos aparejada nuestra sentencia de muerte? Desde el mismo segundo en que nacemos, ¿acaso no estamos todos sentenciados? Pero ven, mira. Sólo he hecho que el corredor de la muerte les resultara más pasable. No, mejor que eso: he conseguido que fuera agradable, e incluso idílico. Lleno de risas, canciones, comida. Mirad los dibujos que hay en estos estantes. ¿No encontráis en ellos el capricho de la infancia? ¿El éxtasis onírico? —Los pliegues de grasa de su rostro le tiemblan violentamente—. Eres igual que el científico con su tono sentencioso. Suenas igual que él cuando volvió a la Misión. Se había vuelto demasiado bueno para este lugar.

—Gene. —Sissy me suplica para que nos vayamos.

—Por eso hay tantas chicas embarazadas —susurro, al ver el modo horrible en que se manifiesta la verdad—. Así sobrevive la Misión. Es el modo… de suministro al Palacio. Con tal de recibir comida, medicamentos y provisiones, hace falta reponer… —No logro terminar la frase.

—Donde las dan las toman —susurra Krugman—. Donde las dan las toman.

—Y envían a los niños cuando son apenas bebés… ¿Por qué?

Krugman pone los ojos en negro.

—Los mandan antes de que crezcan y se conviertan en una amenaza física —pronuncio al darme cuenta—. ¿Verdad? Porque los chicos no tienen cabida aquí.

Krugman mira al exterior.

—No tienen cabida en la reproducción. —Después de una pausa larga, en un susurro distendido, continúa—: Los superiores se ocupan de eso. —No me mira, se limita a observar la oscuridad que envuelve la masacre en las calles.

—¿Cuánto tiempo…? —empiezo a preguntar.

—Décadas. Llevamos décadas aquí. —Hace una larga pausa. Muestra un vago indicio de remordimiento en la ceja, los primeros movimientos de una conciencia dormida durante mucho tiempo—. Y sí, ha habido defectos de nacimiento durante estos años. Es lo que tiene la endogamia a largo plazo. Una consecuencia triste pero inevitable, que siempre hemos eliminado rápidamente. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Un escalofrío me recorre la espalda. Ahora me acuerdo. Hace dos noches, la persona encapuchada con un recién nacido en brazos que se apresuraba hacia el Vastnario. Krugman se llena la copa, el whisky sale del vaso y le salpica los dedos. Sin que esto le importe, sigue vertiendo más bebida.

—¿Por qué no borras de tu rostro esa mirada cargada de prejuicios? Tú harías lo mismo. No tienes ni idea de las presiones a las que nos hemos tenido que enfrentar cuando no llegamos al cupo —se justifica con los labios caídos—. Nos retiraron la comida y las provisiones. Una vez, durante una época particularmente estéril, decidieron darnos una lección. Nos llevamos una sorpresa. Entre la comida que nos enviaron había una manzana. Por fuera tenía un aspecto de lo más común, pero oculta en su interior había una diminuta cuchilla contaminada con saliva crepuscular. Infectó a una de las chicas cuando la mordió. Se transformó. —Suelta unas risitas—. Al final comprendimos por qué el Palacio nos había hecho construir el Vastnario unos meses antes.

Su mirada se encuentra con la mía en el cristal.

—Lo interpretamos como un aviso. Querían mantenernos a raya. Después de eso tuvimos que apretar las tuercas. Aumentamos… la producción. «Embellecimos» los pies de las chicas para evitar que salieran huyendo. A los niños los empezamos a mandar cada vez más pequeños. Nos acostumbramos a limpiar con mangueras el cargamento que llegaba en tren. Nos asegurábamos de que todo lo que llegara estuviera libre de contaminantes.

Tras el cristal vemos pasar dos cuerpos lechosos y pálidos. Se alejan dando brincos tan rápido como han aparecido, y a su paso dejan un fino reguero pegajoso. Sissy viene hacia mí y me coge de la cara para que la mire.

—Gene. —Parece que haya envejecido diez años—. Vámonos. Vámonos ya.

—También os podéis quedar. —Los ojos de Krugman tienen un aspecto horriblemente juvenil, como si desde una jaula de grasa, arrugas, vello facial, ojeras, remordimiento y miedo se asomara un niño pequeño—. Por favor, quedaos. Ya ha terminado todo. Y lo he aceptado, pero no quiero morir solo.

No siento ninguna simpatía por él. Tiene las manos manchadas con la sangre de una infinidad de niños. No hizo nada por romper el ciclo de muerte y destrucción, más bien se benefició del horrible intercambio. Vendió a su propia gente, y ¿por qué? Por comida, bebida y la libertad de saciar su deseo en un pueblo de chicas inocentes.

—Déjeme que le explique cómo terminarán las cosas para usted —lo amenazo mientras me encamino a la puerta—. Se cree que se ha preparado para este momento, pero cuando lleguen todos como una marea negra que ha arrasado una presa, gritará. Y estará completamente solo. ¿Lo comprende? Entre una multitud de cuerpos pálidos que estarán de celebración, usted estará tan solo como nunca se ha sentido.

Nos damos la vuelta para irnos.

—Por favor —gimotea—, dejadme sólo al chico. Es todo lo que os pido…

—Vámonos —escupe Sissy.

—… me recuerda… a mí. Cuando era joven. Cuando era inocente. ¡Por favor! Ya estamos todos muertos, de todos modos. Sólo quiero oírlo cantar. Por favor, dejadlo conmigo…

Sissy le pasa el brazo por la espalda a Ben y nos vamos. La puerta se cierra, y con ella dejamos de oír la voz de Krugman.