40

La Misión se sitúa entre dos crestas de la montaña, y la primera vez que paso, no la veo. El puente, con sus dos mitades levantadas como dos sujetalibros, termina siendo un punto de referencia de valor incalculable. Doy la vuelta, veo unas motas de luz que parpadean en la cara oscura de la montaña. Me acerco hasta que la comunidad emerge por completo de la oscuridad, y veo las casitas iluminadas. Desde aquí arriba, me pilla por sorpresa lo pequeña y pintoresca que es la aldea.

Con resignación y no poca inquietud he llegado a la conclusión de que mi aterrizaje no será agradable; seguramente será doloroso, potencialmente fatal, y dependerá en gran parte de la suerte del principiante. He tenido mucho tiempo para pensar en ello —más o menos los quince minutos que he tardado en volver—, y ya he decidido que la mejor opción es aterrizar en el lago glacial que hay al fondo de la Misión. Sin embargo, lo que me había parecido una idea tan buena es en realidad increíblemente difícil de lograr. Desde aquí arriba, el lago es del tamaño de una moneda pequeña, una pista de aterrizaje ridículamente minúscula rodeada de granito erosionado y del bosque de espesas coníferas que sobresalen como cuchillos.

Aterrizar en el lago es una sensación similar a estrellarse contra una pared de hielo. Las aguas con helechos no ceden. Topo con las piernas y después el cuerpo con una trituradora metálica mientras patino por la superficie. De repente el ala delta hace un agujero y atraviesa la capa de hielo hacia las profundidades: el frío, las burbujas y la oscuridad le dan la vuelta a mi mundo. Completamente desorientado, me desabrocho el chaleco, me lo saco, y le doy una patada al ala delta mientras se hunde. «Mira las burbujas, síguelas, míralas.» Salgo a la superficie y el amplio domo del cielo nocturno se extiende sobre mí, lleno de oxígeno.

Nado hasta la orilla del lago y consigo salir. Estoy chorreando. Frío. Tengo que darme prisa, las extremidades me tiemblan como ramas en medio de un vendaval; la mente ya se me fragmenta en pensamientos arbitrarios e inconexos. Tambaleando, y con la mandíbula dándome martillazos, arrastro los pies hasta la casa más cercana; me agarro el pecho con los brazos, tengo las manos debajo de las axilas. Están tan heladas que apenas puedo mover los dedos al girar el pomo de la puerta. Dentro está oscuro. Abro un baúl, me saco la ropa mojada y me visto con prendas secas. Es entonces cuando me doy cuenta de que no he visto ni a una persona. Corro a la calle con los dientes castañeteando.

Recorro la plaza de la aldea con la vista. No se mueve nada, no hay nadie. Justo cuando estoy pensando en si Sissy habrá podido convencer a todo el mundo para irse, veo a un grupo de chicas. Abren mucho los ojos somnolientos: se han llevado una gran sorpresa al verme.

—¿Dónde están mis amigos? —les pregunto. Las primeras palabras que pronunció en varias horas me salen estridentes, como un chirrido.

Las chicas se limitan a observarme con recelo.

—¿Me habéis oído? Mis amigos: Sissy, Epap, los chicos. ¿Han vuelto? ¿Los habéis visto?

Pero ellas miran al vacío. El tono apremiante de mi voz las deja impertérritas. Menos a una, que parece petrificada.

—¿Han vuelto?

Asiente.

—¿Dónde están?

—En la estación de tren —responde en voz baja—. La mayoría.

—¿Qué quieres decir con la mayoría?

Se alisa la falda y se quita varias pelusas de lana.

—¿Qué pasa? —Me da un vuelco el corazón.

—No puedo decir más. No puedo —se excusa, con el cuerpo envarado.

—¿Qué está pasando aquí? —exijo saber. Y cuando nadie me responde, cuando nadie es capaz ni de mirarme a los ojos, salgo corriendo a la estación.

—¡Id al tren ya! —les grito por encima del hombro—. ¡Si queréis seguir con vida, tenéis que subir al tren!

***

La estación es puro bullicio. Parece que media aldea esté aquí descargando los vagones. Todavía lo están haciendo.

—¡Sissy!

Las caras, un rostro redondo y adormilado tras otro, se vuelven. Pero no hay ni rastro de Sissy y los chicos.

—¡Epap! ¡David!

Todo el mundo se detiene a mirarme. La sorpresa les revolotea por el rostro, pero nadie dice ni una palabra. Y entonces, en la otra punta del vagón, la oigo. A Sissy, que me grita:

—¡Aquí, Gene! ¡Aquí! Date prisa… —Un bofetón la interrumpe. Lo que me faltaba para acabar de indignarme. Corro por el andén empujando contenedores y generadores, saltando mangueras que hay enroscadas en el suelo. Un grupo de superiores se reúne apelotonado en un extremo. Me detengo delante de ellos, respirando con dificultad, aspirando bocanadas de aire. Ellos se separan y se abren como una venus atrapamoscas, y me rodean. Entonces es cuando los veo. Están todos atados dentro de un vagón. Sissy y los chicos. Casi todos.

—¿Dónde está Ben?

—Krugman lo tiene en su oficina —me explica Sissy. Tiene la cara golpeada de un lado. Las manos, rozadas y enrojecidas, las tiene atadas por encima de la cabeza y enganchadas a una barra metálica—. No nos quisieron escuchar. Nos agarraron y nos forzaron a subir al tren.

A su lado, David está temblando, casi a punto de llorar. Jacob está atado al otro lado del tren. Veo las cuerdas con nudos que los fijan a las barras. El que está peor parece ser Epap. Solo en una esquina, tiene los ojos amoratados e hinchados. Apenas consciente, está desplomado en un rincón, con los brazos atados a la espalda. Y veo a alguien más que está maniatado en una esquina. A una chica cuyos ojos resplandecen con vida renovada. Claire. Me vuelvo hacia los superiores. Me sonríen con una mirada maliciosa.

—Vale, muy bien —concedo—. Nos han atrapado. Nos rendimos. Subiremos al tren. Nos vamos ahora.

Fruncen el ceño. Esperaban resistencia, no que cediéramos.

—Traigan a Ben, y ya estará. Ya nos pueden enviar.

—Bien —afirma uno de los superiores—. Súbete al tren.

—En cuanto traigan a Ben. Entonces me montaré.

En su cara se esboza una sonrisa cálida, las arrugas de sus comisuras se extienden.

—Ah, bueno. Como quieras, pero puede que tardemos una o dos horas en traerle hasta aquí. Ponle tres horas.

El círculo de hombres estalla en carcajadas. Miro a Sissy. Niega con la cabeza. Me dice: «No va a funcionar» con la mirada. Intento con otra táctica.

—Escúchenme con atención. Déjenme que se lo explique letra por letra. Tenemos que irnos ahora.

—¿Por qué dices eso?

—Porque vienen.

—¿Quiénes?

—Los crepusculares.

El superior sonríe. Señala a Sissy.

—Eso es lo que afirmaba ella. Ohh… Pero qué miedo tenemos… Ohh… los crepusculares navegan por el río con barquitas.

—Deberían tener miedo. —Me quedo observando sus caras sonrientes hasta que desaparece su complacencia—. Porque yo los he visto. Ya están en la montaña. Corren hacia nosotros mientras hablamos, suben la montaña como una avalancha de deseo negro. Dentro de pocos minutos los tendremos encima.

Durante un segundo, dos, tres, permanecen en silencio, que después rompen con una risa escandalosa.

—Buen intento. Sí, señor —brama el superior—. Debo admitir que, por un momento, casi no lo tragamos. —Después deja de reír y su tono cambia radicalmente—. Pero no ha sido lo suficientemente bueno. —Su rostro se endurece—. Ahora sube al tren.

—Primero traigan a Ben. Mientras tanto, las chicas también deberían ir subiendo.

—¿Qué quieres decir? —pregunta una de las chicas. La de las pecas. Tiene una voz tímida y asustadiza, hasta desconfía de ella misma. Ignora a los superiores, que no le quitan la vista de encima—. Explícamelo.

Los superiores se dan la vuelta y le dicen:

—Tú cállate…

—¡Todos tenemos que irnos! —grito mientras dirijo mi atención a las chicas—. El tren es la manera que tenéis de sobrevivir. El único modo. —Veo que me escuchan atentamente, y se inclinan hacia delante—. ¿Os parece que la crepuscular del Vastnario daba miedo? Imaginaos a decenas de ellos. ¡Imaginad a cientos destrozando la aldea! —La chica se estremece—. Ahora imaginaos que os atrapan y se os comen. Como seguramente harán dentro de quince minutos.

Cerca de nosotros, una niña bajita que no tendrá más de siete años empieza a llorar. La chica de pecas le pasa el brazo por la espalda para consolarla, pero le tiembla.

—¡No le hagáis caso! —grita un superior—. ¡No escuchéis esas mentiras descaradas!

—¡Prestad atención! —grito por encima de su voz—. Encended el motor del tren. Empezad a bajar el puente. ¡Tenemos que irnos ahora!

Nadie se mueve. Y entonces sucede lo único que podía funcionar. Se oye un aullido desgarrado que resuena por el cielo nocturno. No es el sonido de un lobo ni el de un animal, ni el aullido de la soledad, sino de un impulso perturbado y de sufrimiento. Es conmovedor pero no es humano. Un segundo después, le sigue otro lamento, y después otro, hasta que una explosión de gemidos bestiales inunda el cielo. Los superiores se quedan pálidos, con los ojos cada vez más grandes al darse cuenta de que la pesadilla de toda su vida se va a cumplir. Entonces hacen algo extraño. No les ordenan a las chicas que suban al tren. Tampoco montan ellos. Tan sólo se dan la vuelta y se van, arrastrando los pies en silencio, con una expresión traumatizada en sus rostros, como actores a quienes hubieran abucheado en un escenario. Los superiores se arrastran hacia la aldea por los campos de hierba negra. Hacia los aullidos.

—¿Qué hacen? —pregunta Claire—. ¿Adónde van?

Nada de esto tiene sentido. En un principio, las chicas de la aldea siguen a los superiores cuando se van del andén, pero luego se detienen y se miran entre ellas con expresión dubitativa. En su rostro se puede ver el conflicto: una lucha entre su instinto básico de supervivencia y su sumisión condicionada por los hombres. Otro grito. Esta vez no es un aullido de crepuscular, sino de un humano. La distancia que media desde el lugar donde se produce —las granjas al otro lado de la Misión— hasta nosotros no ayuda nada a disipar el terror. Chillidos cargados de miedo que perforan el tejido de la noche. Me imagino a las chicas de la granja huyendo en dirección al matadero; agarrando cuchillos y tajaderas para ahuyentar a los crepusculares. No se dan cuenta de lo inútil que es defenderse, no se dan cuenta de que la vista y el olor de sangre del local, aunque sólo sea de animales, no hará otra cosa que exacerbar sus instintos.

—¡Si queréis vivir, subid al tren ya! —grito.

La chica pecosa da un paso adelante. Con voz trémula, les dice a sus compañeras que suban al tren. No necesitan que las convenzan. Se montan en bloque en los vagones con una calma sorprendente. Sólo se oye un sollozo aislado o algún grito apagado que se les escapa. Una de ellas recoge algo del suelo. Es la chica con coletas, que tiene en la mano el cinturón de puñales de Sissy. Se arrodilla a su lado y desenvaina una daga. Acto seguido, le corta las cuerdas. Sissy se pone de pie y se frota las muñecas. Mira a la chica con gesto de agradecimiento, y después saca otro puñal del bolsillo. Juntas empiezan a cortar las sogas que retienen a los chicos y a Claire.

—¿Cómo nos las arreglaremos para que el tren se ponga en marcha? —le pregunto a la chica de pecas.

—Hay un panel al final del andén; desde allí se controla todo. Hay una secuencia de botones que pone el tren en piloto automático. Se tarda quince minutos en calentar motores, y después se cierran todas las puertas del tren, se desbloquean los frenos, el tren se pone en marcha, y baja el puente. El proceso ya no se puede revertir. O por lo menos hasta que llegue a su destino, la Civilización.

—¿Sabes cómo funciona el panel?

Asiente, mientras me mira fijamente, con una fuerza inesperada.

—He visto cómo lo hacían los superiores muchas veces. Es muy sencillo. Todo tiene unos códigos de colores y está etiquetado con gráficos.

Desde la aldea llegan más aullidos, que ahora son más fuertes, y están intercalados con gritos de dolor. La sangría ha comenzado. Puede que no lo huela, pero se nota en el aire. La negrura de la noche está empapada de muerte.

—Ve hacia allí y enciende el motor —le ordeno. Ella corretea hasta el panel tan rápido como sus pies de loto se lo permiten.

Veo que David le susurra algo a Jacob con urgencia. Se dan la vuelta, listos para salir.

—¿Adónde creéis que vais? —les pregunto mientras los agarro de la chaqueta.

—A buscar a Ben —contesta David mientras se suelta el brazo de un puñetazo.

—Ni hablar. Vosotros dos os quedáis aquí.

—No vamos a abandonarlo, Gene.

—Ya lo sé —digo mientras aprieto los dientes—. Por eso iré yo a buscarlo.

—Tú y yo, los dos —añade Sissy.

—Solo trabajo mejor.

—Esta vez no. Estamos hablando de Ben. —Se vuelve a David y a Jacob—. Vosotros dos quedaos aquí con Epap, y aseguraos de que está bien. Esas dos chicas —señala a la de las coletas y la pecosa— parece que saben lo que hacen. Poneos detrás de ellas.

Entonces Sissy salta del andén y se coloca el cinturón. Momentos después estoy con ella, corriendo por los prados. Los gritos siguen llegando, procedentes de la aldea. El terror se ha desatado por completo en las calles y en las casas. Y nosotros corremos como una bala hacia él.

—¿Por qué se llevó Krugman a Ben?

Ella agita la cabeza con los ojos llenos de miedo.

—No lo sé.

Pisa el suelo cada vez con más fuerza y rapidez. A mitad de camino, echo un vistazo a la estación. Se oye explotar en el aire un fuerte clic mecánico seguido de la expulsión del humo gris que sale de la locomotora. El tren está calentando motores. Quince minutos. Ése es todo el tiempo de que disponemos. Suponiendo que volvamos con vida. En la primera casa de las afueras de la aldea, nos apoyamos en la pared y miramos desde la esquina. La calle está vacía. Desde atrás, oímos que alguien corre hacia nosotros. Es Claire.

—Ir más lejos es un suicidio —nos avisa jadeando—. ¡Escuchad los gritos! Volved al tren.

—Vamos a buscar a Ben al despacho de Krugman. Yo no me voy de aquí sin él.

Las dos chicas se quedan mirándose. Claire escupe al suelo.

—Entonces iré con vosotros. Os puedo ayudar. Conozco un atajo para llegar allí y, después, volver al tren.

—Claire… —empiezo a decir.

—Vamos —me interrumpe ella—. No hay tiempo que perder. —Se pone a correr sabiendo que la seguiremos, entra y sale por callejones, se cuela por rincones estrechos entre las casas. Ágil y ligera, acorta el camino por esquinas estrechas, por el campo, salta vallas. De vez en cuando nos tropezamos con grupos de chicas que huyen por las calles gritando. Van tan rápido como sus pies de loto se lo permiten.

—¡Id a la estación de tren! —les ordeno. Pero aunque las veo dirigirse hacia allí cojeando, sé que no tienen ni la menor posibilidad de llegar antes que los crepusculares, que están por todas partes y en ninguna parte a la vez. Pese a que sus aullidos perforan cada rincón de la aldea, todavía no he visto a ninguno. A juzgar por el volumen de sus gritos, sé que ya están entrando a raudales, como una corriente interminable. El aroma cobrizo de nuestra sangre les incita mientras corren por las calles, por las casas, por nuestra ropa, por nuestra piel, por nuestros músculos y grasa, por nuestros órganos internos y nuestros vasos sanguíneos.

—¡Por aquí! —indica Claire con un susurro a medida que bajamos la calle a más velocidad.

Dos casas por delante de nosotros, una chica sale corriendo a la puerta. Los gritos la han hecho entrar en pánico y ha salido del escondite que tenía en el interior. Al vernos está confusa e insegura. No llega a ver el remolino negro que se la lleva. En un abrir y cerrar de ojos, una forma negra indiscernible sale volando de un lado; de un barrido vuelve a meter a la chica dentro de la casa y hace añicos la puerta. Yo cojo a Claire de la mano y la aparto.

—¡El despacho de Krugman! ¡No pienses en nada más, Claire! ¡Llévanos allí!

Asiente, pero el cuerpo la traiciona. Empieza a temblar, los ojos se le van de un lado a otro intentando encontrarle la lógica a un mundo que se ha vuelto oscuro y sangriento. Se quita la bufanda y se envuelve la cabeza con ella.

—¿Qué haces?

—Mi pelo blanco les proporcionará nuestra ubicación en medio de la oscuridad.

—No. Lo que les atrae es el olor de la sangre —le digo quitándole la bufanda y volviendo a colocársela en el cuello—. Y ésa es nuestra ventaja ahora. Sabemos exactamente dónde están. Donde hay gritos, hay sangre, y ahí es donde están. Debemos alejarnos de ellos.

Asiente, nerviosa. Le tiembla la barbilla.

—Si te quedas conmigo, Claire, no tendrás problema. Porque yo sé cómo va, he sobrevivido a sus ataques otras veces. Sé cómo se mueven, adonde van, cuándo y por qué. ¡Mírame, mírame a los ojos!

Ella me obedece, y yo concentro toda mi determinación en sus ojos, en esos pozos de miedo. Casi puedo oír cómo corre la sangre por sus venas. Asiente poco a poco, respira hondo.

—Por aquí. Ya casi estamos. —Cuando reemprende la marcha, ha recuperado la velocidad en las piernas. Los gritos, a veces solitarios, otros en grupo, escaldan la noche y nos obligan a dar rodeos o a retroceder.

Me desconcierta lo próximas que están esas sombras oscuras y neblinosas. Se precipitan por la aldea. Dos chicas que intentan escapar de una casa saliendo por la ventana gritan pidiendo ayuda con ojos suplicantes. Se apretujan en el marco de la misma y se agarran con ambos brazos a la pared exterior. Sus cuerpos se arquean y se tensan de repente. De sus bocas salen gritos silenciados, sus párpados desaparecen detrás de los globos oculares y exponen el blanco de su agonía. Entonces sus cuerpos se desploman, caen flácidos por la ventana, como la ropa tendida, antes de volver al interior de un azote. No nos entretenemos. Corremos por un hueco, entramos y salimos de callejones cada vez más pequeños.

—Por aquí —nos guía Claire. En un santiamén, nos encontramos corriendo por los prados hacia la muralla. Por encima de nosotros, como una flecha direccional, está el largo cable eléctrico que va desde el centro del pueblo hasta la torre del despacho de Krugman. La luz sale de sus ventanales panorámicos y resplandece como un halo.