Camino con decisión. Es mejor así: mantener el corazón bombeando con fuerza, los pulmones en busca de aire, la mente concentrada en lo que tengo delante y no en lo que he dejado atrás. Soy un punto minúsculo que se desliza por una tierra olvidada e inmensa, vacía de memoria, encallada en un punto muerto que nunca cambiará. A medida que el sol empieza a descender, mis botas ya no pisan el duro granito sino el suelo blando del bosque. Aquí hace más frío y está más oscuro, como si el atardecer se hubiera adelantado. Mantengo el paso ligero, deseoso de hacer millas. Sin embargo, la densa arboleda me desorienta, me hace dar vueltas. Miro al cielo para que me guíe, pero las altas secuoyas, muy unidas entre sí, sólo permiten ver parches y enturbian la posición del sol. Ni siquiera sé hacia dónde está el este. El tono del cielo me preocupa, ya no es azul sino que está salpicado del rojo sangriento del atardecer. Ha empezado a anochecer. Soy un chico de ciudad, y no estoy acostumbrado a vagar por la naturaleza. Sigo adelante. El pánico se me acumula detrás de los ojos. Diez minutos más tarde, me veo forzado a aceptar lo que me había estado negando durante más de una hora. Me he perdido. Mi brújula interior se ha cascado. Ya no sé si me estoy acercando o alejando de la Misión. He perdido un tiempo valioso. Alarmado, advierto que ya hay unas cuantas estrellas que han salido a pasear por el cielo del ocaso. La noche se derrama por el mundo. A mis pies, ahora mismo, en la cavidad de la montaña, cientos de crepusculares esperan a que el día retroceda hacia la oscuridad total. La idea me desconcierta por completo. En breve, empezarán a escalar las paredes de la cueva, aferrándose a las enredaderas y a otras plantas, y se filtrarán por las aberturas por las cuales lucen las columnas de sol durante el día. Saldrán a borbotones, cubriendo la montaña como una marea de aceite negro mientras corran hacia la Misión.
Espero que Sissy y los chicos hayan llegado a tiempo y estén a salvo. Espero que puedan convencer a las chicas de subirse al tren, que puedan irse antes de que lleguen los crepusculares. Al caminar, el sentimiento de culpa me pesa cada vez más. La idea de que los he abandonado. Igual que hice con Ashley June, los he traicionado. Ando más rápido, necesito que el cansancio me impida pensar. Media hora después, me apoyo en el tronco de un árbol, respirando fuerte, con los ojos bien abiertos en medio del bosque oscuro. Ya debería estar en el otro lado de la montaña, a unos cuantos kilómetros, a salvo de su trayectoria y de la dirección del viento. Hace unos días, cuando Claire nos guiaba, el bosque estaba repleto de flora y fauna. En cambio, ahora sólo reina un silencio sobrecogedor. Como si todos sus habitantes hubieran notado la llegada de los crepusculares y hubieran huido.
Cuando mi respiración irregular se calma, oigo el leve sonido de un riachuelo. Me arrastro hacia allí, no porque tenga sed y necesite agua, sino porque recuerdo que había uno a unos cincuenta metros de la cabaña. A lo mejor es el mismo. Se trata de un arroyo impetuoso. Me agacho y me tiro agua a la cara. Como está helada, me saca de la nube de cansancio y me sumerge en la amplitud clara de la vigilancia. Formulo una idea en mi cabeza. Hay una salida. No es perfecta, de hecho está lejos de serlo. No obstante, a medida que la temperatura cae en picado a mí alrededor y el frío me baja por la nuca, me doy cuenta de que es la única forma de escapar. Me subo la mochila, me ajusto las correas y me pongo a correr a lo largo del río para intentar llegar a la cabaña, puesto que en su interior está el ala delta de mi padre.
***
Casi paso de largo. Lo que me salva es un gemido gritado al cielo, alarmantemente cercano. Me hace frenar en seco. Y entonces es cuando lo veo. No la cabaña, o no al principio, sino el claro. Al cabo de unos segundos corro hasta el porche. Al girar el pomo de la puerta, se vuelve a oír un coro de gritos, masculinos y femeninos, un anhelo agudo que se une a las otras voces. Tiras finas de nubes, rojas debido al sol poniente, adoptan el aspecto de profundas heridas sangrientas. Miro el bosque que rodea el claro. No hay ningún movimiento. En dirección este, el claro se convierte de repente en precipicio, con una caída tremenda. Sopla un viento oscuro. Desde ahí despegaba mi padre con el ala delta. Justo en la punta del acantilado, hacia el cielo, elevándose por encima de las Vastas. Y ahí es donde debo hacerlo yo también.
Dentro de la cabaña no se ve nada. Saco un quemabrillo de la bolsa y lo rompo. El ala delta está justo donde lo recordaba, colgada en la pared del dormitorio. Ahora que sé que tengo que volar con ella, me parece endeble y voluminosa al mismo tiempo. La examino intentando averiguar la manera de manejarla entre la maraña de correas y barras. Nada tiene sentido. Tiene que haber algo más. Entonces me acuerdo. Abro el baúl de ropa y saco el chaleco extraño que vi hace unos días. Le bajo la cremallera, intento descifrar qué son los ganchos metálicos, las cuerdas y los mosquetones que le cuelgan. Me pongo el chaleco y meto las piernas por los arneses. Ahora el ala delta tiene mucho más sentido: unos ganchos se fijan a otros, y los mosquetones concuerdan con los del mismo color.
Un grito en el exterior hace vibrar la ventana, que ahora se ve totalmente negra. La noche ha saturado el cielo. Como para celebrar su llegada oficial, los gritos vuelan por toda la montaña. Pero cada vez más fuerte, rascan los cristales de la cabaña como uñas sobre una capa de hielo. Me llega el sonido de unos crujidos, parecido al de los palillos de dientes al romperse. Me cuesta un poco darme cuenta de que es el ruido lejano que provocan los árboles al ser talados; troncos pulverizados por la horda de crepusculares. El olor a heper que circula por las montañas les está volviendo locos. Dejo el ala delta sobre la cama y corro al exterior. Desde el porche, veo el progreso de su estampida. A lo lejos, los árboles se estremecen. Ya vienen. Ya vienen. Más por suerte que por otra cosa, la cabaña está justo en su camino. Vuelvo al interior. Se me pasa por la cabeza la idea de cerrar las contraventanas y crear una fortaleza en la cabaña. La desecho de inmediato, porque la cabaña tiene las mismas posibilidades de resistirse a los crepusculares que una cerilla en un incendio. La destrozarían en cuestión de segundos. Cojo el ala delta, recorro el pasillo y llego hasta la puerta. A mí alrededor sopla desesperadamente un viento frío, y con él se arremolinan los ecos de los aullidos. Ahora o nunca, tanto si estoy listo como si no. Elijo el ahora, espero estar listo. Fijo los ganchos en el ala delta. Empiezo a caminar hacia el borde del precipicio al tiempo que voy colocando los mosquetones y paso las cuerdas por los agujeros; saco conjeturas, no tengo ninguna convicción en lo que hago. Sólo me queda esperar que vayan a donde se supone que deben ir. Bajo mis pies el suelo empieza a vibrar. Los alaridos se propagan por el bosque que tengo detrás. Estos tienen un tono distinto: son clamorosos, son gritos producidos por sorpresas agradables, por descubrimientos inesperados.
Me pongo a correr. Aún por enganchar, quedan algunos mosquetones colgando que me van dando golpes como los empujones de un niño que quiere llamar la atención: «Arréglame, arréglame, arréglame», pero ya es demasiado tarde para eso. Lo único que siento es el filo de la navaja de sus gritos, que me cortan ya no sólo los tímpanos sino la piel de la nuca, de mis talones, se alargan hacia mí como las garras de unos dedos extendidos. Tiro de la barra metálica que tengo encima de la cabeza para evitar tropezar mientras corro. Ahora un tropezón sería un error fatal. Un charco de oscuridad se empieza a desplegar a mí alrededor.
«No mires atrás. No mires a los lados. Mantén la vista centrada en el borde. Corre hacia allí, corre, corre, corre.»
Y entonces aparece, el borde del precipicio corre hacia mí, la boca de la nada se abre enorme. No sé qué se supone que debo hacer con el ala delta, pero ahora ya es demasiado tarde para dudar. Con el suelo retumbando y el aire perforado por miles de gritos de lujuria, me lanzo al borde, hacia el abismo colosal de la negrura sin fondo. Justo cuando lo hago, oigo un grito, una sola palabra que me llega desde atrás: «¡Gene!».
Caigo en picado. A medida que el acantilado pasa de largo, mis pies, en medio del vacío del aire, buscan algo desesperadamente. No hay viento. El ala delta aletea como un pájaro herido, moviendo las alas histéricamente. Un sentimiento de pánico y malestar se me afianza en la boca del estómago. De la nada se levanta un viento intenso. Mi nave se aferra a él con un clic casi audible. El aire de la noche, antes tan vacuo, de repente cobra la solidez de una alfombra señorial debajo de mí, y me eleva al cielo nocturno. Con el corazón en un puño, agarrándome a la barra con la piel de gallina, miro abajo. Los crepusculares se precipitan por el acantilado y van a parar al profundo abismo. El avioncito se tambalea. Concentro la vista en la barra, en la siguiente tarea. Apoyo el cuerpo de un modo o de otro, pruebo la mecánica de vuelo por pasos, con cautela. Suelo aprender rápido, pronto le he cogido el truco. Hay que moverse con suavidad, sin sacudidas bruscas ni maniobras repentinas. No es difícil una vez se supera el miedo inicial. De hecho, es emocionante. La sensación de volar por la extensión aérea, la brisa en la cara, sorprendentemente agradable y refrescante. Mucho más abajo, saliendo de la montaña mediante una cascada titánica, fluye el río Nede. Brilla como una franja de magnesio, una flecha de dirección apuntando al este. A la tierra prometida. A mi padre. Si el viento del este persiste, llegaré bien.
Le echo un último vistazo a la montaña. Ahora la luna vierte su luz láctea en la ladera, y veo una manta de puntos negros y plateados que la cubren como una capa. Olas y olas de crepusculares que salen de las entrañas de la montaña. Dentro de poco habrán llegado a la Misión. He intentado no pensar en ellos; pero, de manera involuntaria, mis pensamientos se van a Sissy y a los chicos. Ya deben de haber llegado. Por un instante, un vacío más abismal que el cielo nocturno resuena en mí. Miro hacia delante. Al este. En algún lugar, más allá del alcance de mis ojos, está mi padre. Me pregunto a cuántas chicas habrá convencido Sissy para que se vayan en tren. Imagino a mi padre bronceado al no tener que protegerse del sol nunca más. Y quizá con la cintura más rellena por toda la comida y bebida que habrá consumido. Me pregunto si Sissy y los chicos ya están en el tren. Si las chicas de la aldea se apretujan con ellos mientras se aceleran los motores. Mi padre llevará barba o bigote. Tendrá vello en los brazos y en las piernas. Tendrá menos ojeras o directamente le habrán desaparecido, después de meses y años de sueño profundo. Tendrá un aspecto distinto porque se habrá liberado de todas las máscaras que ha llevado toda su vida: por fin será él mismo.
Me pregunto si Sissy y los chicos estarán bien. Me pregunto si saben que deben irse de inmediato. Me pregunto si se imaginarán la gran cantidad de crepusculares que corren furiosos hacia ellos. Por primera vez en mi vida veré a mi padre sonreír. Veré las emociones más puras que ha tenido que reprimir. Veré cómo se le curvan los labios, cómo enseña los dientes con naturalidad, la alegría en sus ojos. Sus brazos reposarán a los costados, sin la necesidad de rascarse las muñecas fingidamente. Y eso es lo que hará cuando me vea. Sonreirá. Sonreirá en el sol y no se verá obligado a esconderse en la sombra.
Me pregunto si Ben estará muy cansado por haber caminado durante todo el día. O si David se acordará de llevar ropa de abrigo para protegerse del viento penetrante que azotará los compartimentos abiertos del tren. Me pregunto si Sissy estará mejor del brazo, si la marca habrá esquivado la infección. Me pregunto si piensan en mí como yo en ellos. Me pregunto si Sissy necesita estar conmigo. Como yo con ella.
Las estrellas parpadean por encima de mí y a mí alrededor. Parece que estén a una distancia prudencial. Como si pudiera alcanzarlas y desplazarlas, y verlas caer como copos de nieve a la tierra. Miro al este. Veo a mi padre bajo el cálido resplandor del sol, encendido y borroso como una fantasía. Lo veo disminuyendo, desapareciendo, como pasa con todos los sueños, en la inevitable luz de la mañana. Agarro la barra más fuerte. Después inclino las piernas a un lado y ladeo el cuerpo. Al girar el ala delta, las estrellas dan la vuelta, la luna se balancea como una bola bajando por una cuerda. Rota el río plateado que tengo debajo. Después tengo la montaña delante, la silueta de su pico inclinada, como una cabeza sorprendida y confusa. Vuelo hacia el oeste. De vuelta a la Misión.