Corremos por la aldea. La mañana se encuentra en su punto álgido, y las chicas llenan las calles. Sissy y yo perdemos la esperanza de pasar desapercibidos y cortamos directamente por la calle principal. Las jóvenes se vuelven a mirarnos, nos siguen con la cabeza al pasar.
Entramos en mi casa en silencio, y asimilamos la quietud y el vacío del comedor. En un intento por evitar los crujidos, subimos por la escalera. La puerta del dormitorio está ligeramente entornada, y miro con cuidado al interior. Todos los chicos están en la cama, con las muñecas atadas a los barrotes. Sólo me ve David, que abre los ojos como platos. Yo me llevo el dedo a los labios. Pestañea repetidas veces, y señala con la barbilla hacia una esquina invisible de la habitación. Han colocado a un vigilante; es grandullón, pero lo más importante es que está dormido. Al lado, junto a la pata de la silla, tiene una botella de vino vacía. La boca del superior está abierta, de la garganta le sale un ronquido, pero no le llega del todo a la boca. Evidentemente no esperaban ningún tipo de resistencia ni la posibilidad de un rescate.
Sissy entra conmigo en la habitación. Con la daga en la mano, empieza a cortar las cuerdas. Los chicos, que ahora ya están despiertos, saben que no deben decir ni una palabra. Yo estoy de cara al superior que tiene la botella de vino en la mano. A la primera señal de que se esté despertando, se la romperé en la cara. Pasado un minuto, ya están todos libres. Las mochilas que habíamos preparado antes siguen en la puerta, las cogemos y salimos de puntillas; cerramos la puerta y dejamos al superior borracho igual que lo encontramos.
Una vez en el exterior, recorremos el camino a toda prisa. Ahora les llevamos ventaja. Al aire libre podemos evadir con facilidad las barrigas y los pies de loto. Tenemos la huida asegurada. Pasamos al lado de grupos de chicas que se nos quedan mirando. Corremos a toda velocidad por la calle adoquinada hasta el camino sucio. Las chicas hacen la colada en el río, y cuando nos ven paran para observarnos. Veo que una se pone de pie y, a paso rápido, se aproxima hacia nosotros. Se trata de la chica de pecas, que levanta un brazo y nos hace señas para que paremos. Pero no hay tiempo y pasamos a su lado, cruzamos el río, y nos adentramos rápidamente en el bosque. Es como si hubiera cientos de kilómetros entre nosotros y ellos, no hay manera de que nos puedan atrapar ahora.
***
No paramos de correr durante quince minutos. Un arroyo burbujeante nos da la excusa perfecta para hacerlo; llenamos las cantimploras, contentos de tener una oportunidad para recuperar el aliento. Sissy revisa la cabeza de Ben, en el sitio donde un superior le golpeó antes. Tiene un pequeño chichón, pero no parece afectarle demasiado. Epap tiene unas cuantas magulladuras y arañazos en la cara y en los brazos. Dice que antes de que le doblegaran, también repartió unos cuantos puñetazos. De repente agarra su chaqueta, y se tambalea detrás de un árbol. Oímos sus arcadas, después la tos seca. Al volver, su aliento es agrio y tiene la cara pálida. Se arrodilla al lado del río y se tira agua en la cara.
—¿Mejor ahora? —le pregunta Sissy.
—Aún estoy un poco grogui de las gachas que me hicieron comer. Me obligaron con la amenaza de que les harían daño a los chicos. Dijeron que te traerían de vuelta si me lo terminaba. —Hace una mueca, y sacude la cabeza—. Lo único que me aportaron fue un desmayo, pero ahora el agua fría me ha venido bien. Y también correr y sudar. —Se pone de pie—. Uf, un momento. Aún estoy mareado. Dadme unos minutos.
Aprovecho la pausa para explicarles a todos lo que me contó Claire: la Misión, mi padre, y la necesidad de viajar al este. A medida que hablo, ellos van asintiendo con aire pesimista, y miran en dirección a la Misión con recelo. Sólo Jacob parece estar en desacuerdo. Coge su mochila lentamente, y la vuelve a dejar caer al suelo.
—Entonces ahora estamos realmente solos.
Sissy se vuelve hacia él.
—Podemos conseguirlo, Jacob. Si permanecemos unidos, sobreviviremos.
Le da una patada a una piedrecita que hay en el riachuelo.
—Así que sólo hay que seguir el río.
—Hasta que lleguemos a la Tierra de la Leche y de la Miel.
—¿Y cuánto dura el viaje? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Un año?
—No lo sé, Jacob.
La cara le tiembla de la emoción.
—¿Qué te ocurre, Jacob? —le pregunta Epap.
—¿Por qué no vamos hacia el oeste? —Nos mira a todos—. Donde está la Civilización. Siguiendo las vías del tren. Por lo menos sabemos que hay un destino. Aunque tardemos semanas, por lo menos habrá luz al final del túnel. Un lugar donde nos consta que hay vacas, pollos, comida y provisiones. Y personas. Civilización.
—Pero no es a donde tenemos que ir —le explico—. No es la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol.
—¿Quién lo dice? ¿Esa chica rara? A lo mejor se equivoca. Puede que esté mintiendo. ¿Por qué tenemos que creerla?
—Entonces ¿quieres creer a los superiores? Perdona, pero ¿no son los mismos que acaban de intentar matarnos a Sissy y a mí? ¿Los que os acaban de atar e iban a obligaros a subir al tren?
Jacob se ha sonrojado, pero por vergüenza, no por rabia. Siento una punzada de remordimiento por haberle gritado.
—Sólo quiero llegar a la tierra prometida —dice abatido y mirándose los pies—. A donde el científico dijo que nos llevaría. Eso es todo.
Ahora le hablo con más delicadeza.
—Y está al este, Jacob. Te llevaré allí. Te lo prometo.
Me mira con los ojos húmedos. Con un movimiento rápido, asiente, pero noto que me entrega algo valioso y frágil, que me lo está confiando.
—Muy bien —dice Sissy—. Sigamos adelante. Quiero llegar a la cabaña antes de que se haga de noche.
Y de este modo volvemos a correr por el bosque, hacia el sol, hacia el este.
***
Nos cuesta coger el ritmo. Al cabo de unos minutos, aminoramos el paso a marcha enérgica, atentos a los pasos más cortos de Ben por su edad. Él se esfuerza al máximo, debajo de su gorro de invierno tiene el pelo sudado, y las mejillas rosadas del cansancio. Poco a poco, el suelo del bosque, con una alfombra de agujas de pino, cede al terreno baldío hasta que los últimos árboles quedan detrás de nosotros y con las botas pisamos la superficie compacta de la roca de montaña. El sol del mediodía se refleja por los kilómetros ininterrumpidos de granito ondulante; el resplandor es cegador e intenso. En el borde de un profundo precipicio hacemos otra pausa. Nos volvemos a encontrar con la misma escalera de cable por la que subimos hace unos días. Se trata de un descenso escalofriante y que requiere mucha fuerza, por ello Sissy quiere que estemos completamente descansados antes de empezar a bajar. Sopla un viento brutal, y oímos sus silbidos entre los barrancos. Sissy mete la mano en su mochila y saca unos prismáticos. Desde donde estamos, tenemos una vista casi panorámica. Examina el territorio que se extiende a nuestros pies, arrugado como una manta. A nuestra izquierda, el hilo fino plateado que forma el río Nede brilla bajo el sol. Sissy mira hacia el este. Si espera ver algo en el horizonte, cualquier cosa que dé una pista sobre la tierra prometida, no nos lo dice.
—¿Puedo echar un vistazo? —pregunta Epap.
Sissy no le hace caso, y mira hacia su izquierda.
—¿Cuánto queda? —pregunta Ben.
Epap es quien le contesta:
—Diría que estamos a medio camino. Otras cuatro horas más o menos hasta llegar a la cabaña. Oye, Sissy, déjame ver, ¿vale?
Pero es como si no lo oyera. Está totalmente absorta; con el dedo índice mueve la ruedecilla de enfoque, la desplaza hacia adelante y hacia atrás en gradaciones pequeñas. Arqueada sobre los prismáticos, las arrugas de la frente cada vez se le marcan más. De repente tensa la espalda.
—¿Va todo bien? —le pregunto.
Abre la boca con un gesto de sorpresa; tanto como las lentes de los prismáticos. Se los quita de la cara y vuelve a mirar, esta vez sólo con los ojos. En su expresión se distinguen la alarma y la perplejidad. Se pone de pie, y con ella todos nosotros. Creo que quizá haya visto a un grupo de superiores bajando por la montaña. Sin embargo, los prismáticos apuntaban en la otra dirección, hacia el territorio que tenemos más lejos.
—No puede ser —dice por fin. El viento se lleva su voz de un azote y la convierte en un susurro asustado.
Epap le quita los prismáticos de las manos. Al principio no ve nada, pero después arruga las cejas como cometas que soplan a ráfagas hacia el cielo. Da una sacudida hacia atrás. Casi tira los prismáticos.
—¿Qué pasa? —pregunta David mirando en la misma dirección.
Epap sacude la cabeza como para eliminar de ella lo que ha visto.
—No lo sé. No puede ser.
—¿Qué pasa?
—La mente me está jugando una mala pasada, son…
—Barcas —concluye Sissy— que navegan por el río.
Le quito los prismáticos a Epap. Tardo unos segundos en localizar el río, e incluso entonces lo único que veo es el brillo del agua, una franja serpenteante con unas esferas brillantes en las que se refleja el sol. Empiezo a pensar que quizá Epap y Sissy imaginan cosas que no son. Pero entonces lo veo: una barca circular en forma de domo, destellos de luz en las placas de cromo metálicas que la revisten. Da vueltas y saltos en medio de la corriente devastadora, a merced del río. Unas líneas finas de cuerda cuelgan alrededor de la circunferencia, como las patas de un insecto. Al final de cada cuerda hay una forma parecida a una bola. Enfoco. Se trata de caballos sumergidos, sin vida y flácidos, arrastrados por el río, atados a cuerdas como delincuentes. Seguro que manejaban el timón de día mientras los crepusculares se refugiaban en el interior del domo. Tres caballos a cada lado, cada uno de ellos atado al barco, para guiarlo a través del río. Cuando la corriente aumentó, los animales debieron de verse forzados a ir al trote. Por último, cuando ya no podían mantener el paso, debieron de hundirse y el río los arrastró.
—¿Qué es? —pregunta Ben, y me suena como si me hablara a miles de kilómetros.
Muevo los prismáticos para ver todo el río. Hay más barcas. Todas ellas condenadas al fracaso, todas arrastrando caballos ahogados al final de las cuerdas.
—¿Ves algún crepuscular? —quiere saber Ben, que alza la voz histérico.
Manipulo la ruedecilla de enfoque con el dedo tembloroso. Aparecen aún más barcas en el campo de visión, toda una flota a lo largo del río. La corriente las empuja hacia la cueva de la montaña. Hacia nosotros. Bajo los prismáticos. Ben me está mirando.
—Es eso, ¿no? Un grupo de cazadores —pregunta con una voz que corta el aire.
Niego con la cabeza.
—No es un grupo, sino toda una armada.
Sissy se agacha, con las manos en las rodillas, como si le hubieran dado un puñetazo en la barriga.
—¿Os acordáis de cuando nos atacaron en el río? ¿Con los ganchos? Os dije que cada vez eran más astutos y fuertes. —Sacude la cabeza—. No tenía ni idea.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo han construido estas barcas tan rápido? —pregunta Epap mirándome, como si yo tuviera que saberlo.
—Quizá… No lo sé —confieso.
—Una flota de tantos barcos… no la construyes en tan pocos días —continúa Epap—. Lleva meses, años. Tú eres quien vivió con ellos. ¿No les oíste decir nada de que estuvieran construyendo embarcaciones?
—No, ni una palabra.
—Concentrémonos en lo que sabemos —propone Sissy. Con su voz intenta transmitir serenidad—. A los crepusculares les quedan un par de horas hasta entrar en la cueva. La cascada se cargará a unos cuantos, imagino, pero otros muchos sobrevivirán. Y allí dentro está oscuro. Los supervivientes se refugiarán en ella hasta que caiga la noche.
—¿Y luego, qué? —pregunta Ben.
—Luego vendrán a por nosotros —concluye David. Se lo ve muy pequeño cuando le tiemblan los brazos delgados.
—No, no lo harán.
Todos se vuelven para mirarme.
—Fijaos en el viento. Sopla de oeste hacia el este.
—¿Y eso qué significa? —pregunta Ben.
—Que primero olerán la Misión. Tenemos que mantenernos en dirección este, alejados de la dirección del viento. La población de la aldea supera el centenar, y nosotros sólo somos seis. La Misión es una erupción volcánica de olores, y en cambio nosotros somos apenas una brizna. Mientras pongamos distancia entre la comunidad y nosotros, mientras nos alejemos de la dirección del viento, no tendremos problema. Seguiremos corriendo. Sobreviviremos. Llegaremos a la tierra prometida.
—Nos seguirán.
Sacudo la cabeza.
—Se darán tal atracón de carne humana en la Misión, y estarán tan mareados por las vaharadas que se arremolinen a su alrededor, que no les llegará nuestro leve olor a decenas de kilómetros. —Miro el río. Incluso sin prismáticos veo las motas negras que componen las barcas—. Pero debemos movernos. Éste es el momento decisivo en el que tenemos que ganar velocidad.
Cojo mi mochila y me la cuelgo a la espalda. Soy el primero en llegar a la escalera de cable, y los chicos vienen detrás. Epap se ofrece voluntario para ir en cabeza y se ata la mochila de Ben a la cintura.
—No miréis abajo —les aconsejo a los más jóvenes—. Concentrad la vista en el peldaño que tenéis delante. Poco a poco pero seguros, ¿de acuerdo?
Epap tiene una mano en el poste y está a punto de plantar un pie en el primer escalón cuando de pronto se detiene.
—¿Sissy?
Ella no se ha movido. Sigue exactamente en el mismo lugar. Se adivina, por la cara que ha puesto, el conflicto que se desarrolla en su interior.
—¡Vamos, Sissy! ¡Tenemos que darnos prisa!
Entonces le cambia la expresión. Ya ha resuelto la batalla interior. Cuando me mira, tiene los ojos serenos pero húmedos.
—¡Eh! ¡Vamos! —insisto.
—No es tan sencillo.
—¿El qué?
—Huir.
—¿Cómo?
—Tenemos que volver.
—¿A la Misión? ¿Te has vuelto loca?
—Tenemos que advertirles de la existencia de las barcas de crepusculares.
Camino hasta ella.
—Si volvemos, moriremos. Si nos vamos ahora, viviremos. Así de sencillo. Si salimos ahora, llegaremos a la tierra prometida. Volveremos a ver a mi padre. No puede ser más simple.
—Yo me vuelvo a la Misión.
Me la quedo mirando.
—¿Con qué propósito? De todas formas ya están muertos. Aunque los avisemos, ¿hasta dónde te crees que podrán llegar con esos pies?
—No puedo hacerlo, Gene. No puedo dejar que los arrasen.
Miro a Epap.
—Hazla entrar en razón, por favor.
Sin embargo, la observa con ojos vacilantes e inseguros.
—¡Oh, vamos, Epap, tú también no!
Sissy observa el río.
—El científico nos enseñó que no debíamos abandonar nunca a los nuestros. Si nos limitáramos a irnos sabiendo lo que sabemos, traicionaríamos todo lo que nos inculcó.
Enfadado, señalo al este con el dedo.
—El científico quiere que vayamos hacia el este. Que vayamos a la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol. Quiere que vayamos allí. Vayamos al este. ¡Eso es lo que quiere! ¡Así que no vengas tú a decirme lo que crees que quiere!
Comparado con mi tono de riña, la voz de Sissy es silenciosa:
—Si nos vamos, tendremos las manos manchadas de sangre. Las chicas de la aldea, los bebés. Cientos de ellos. No podré vivir con eso.
—¡Pero por favor! ¡Ellos se lo han buscado!
—¡No! —replica alzando la voz—. ¡Lo hemos provocado nosotros! ¿No lo entiendes? —Busca mis ojos con su mirada—. Tenemos la culpa de que ahora estén en peligro. Si no hubiéramos llegado allí, las barcas no habrían llegado tan lejos. De no haber sido por nosotros, los crepusculares no habrían descubierto nunca la Misión.
El viento silba entre los domos de granito. Los largos mechones de Sissy le soplan por la cara, pero ella no se los aparta.
—Yo me vuelvo. Es lo único que puedo hacer. Les contaré lo de los crepusculares. Los convenceré para que suban al tren y se vayan de inmediato. Nos tendremos que apretujar, pero lo conseguiremos.
—¿Te has vuelto loca? ¡Sissy, no sabemos adónde lleva el tren! Por eso nos fuimos de la Misión.
—Y exactamente por ese motivo nos montaremos: porque no lo sabemos. Puede que lleve a la salvación; pero si no suben, la muerte será segura. —Su voz suena decidida—. Sus vidas ya han sido lo suficientemente duras. Si puedo evitarlo, no dejaré que los crepusculares se ensañen con ellos. Si los abandono, no seré capaz de vivir con ello.
La miro fijamente.
—Sissy, no lo hagas.
Ella no me hace caso, y se dirige a los demás.
—Vosotros id con Gene. Ayudadle a encontrar al científico. No os preocupéis por mí, estaré bien.
—No. —Epap pestañea, tiene la cara pálida. Se aproxima a Sissy—. Estoy contigo. Es lo correcto.
—Yo también —añade David, limpiándose las lágrimas de los ojos—. Volvamos a la Misión.
—Y yo —se suma Jacob con voz temblorosa. Se le empieza a formar una sonrisa valiente en los labios—. Yo también estoy contigo.
Después Ben corre hacia Sissy y la abraza fuerte por la cintura. Ella le despeina el pelo que le sale del gorro. Me mira. Aparto la mirada. Sopla el viento y, aunque no es tan fuerte como las ráfagas anteriores, me azota como si me hubieran vaciado por dentro, como si me hubieran succionado todo. Le doy una patada a una piedra.
—Entonces ¿es esto lo que queréis? ¿Qué os persigan y os cacen? ¿Ser su presa toda la vida? ¿Nacer y morir así? —Los miro—. Esta es nuestra oportunidad de ser algo más que presas. De huir de todo esto. En cambio, vosotros preferís volver a ello, como un animal que regresa a su jaula.
Nadie contesta. A lo lejos, el coágulo de puntos en el río se hace más espeso.
—¡Podemos ser libres! —Se me quiebra la voz. Lanzo los brazos hacia el horizonte en el este—. Tenemos que ir hacia allí. Hacia el este. A dónde está mi padre.
De repente me siento mareado, el suelo parece insustancial a mis pies. Me agacho, espero que el mundo deje de dar vueltas.
—No lo hagáis, chicos. —Mi voz, cortada por el viento, ha perdido toda la fuerza. Es apenas un susurro—. No me dejéis solo.
Durante un instante, no dicen nada. Permanecen perfectamente inmóviles. Sólo su pelo, agitado por el viento, ondea en este tapiz de quietud. Entonces David viene hacia mí y, aunque sólo da un paso, lo siento como si hubiera cerrado toda la distancia que hay entre nosotros.
—Ven con nosotros, Gene. ¡Por favor! —Y con estas últimas palabras me desarma.
Vuelvo la cabeza, y miro al horizonte: la gran extensión, vacía y árida.
—Gene. —Ahora es Jacob quien habla—. Ven. Ya formas parte de nosotros. Estás con nosotros. Realmente lo siento así. Encajas perfectamente. Somos una familia. ¡No dejaremos que te vayas!
Nadie me había rogado ni suplicado nada nunca. Durante unos instantes, me quedo callado, y sólo siento una extraña calidez que me llena el interior en el que antes únicamente había vacío. Me vuelvo para mirarlos de nuevo. Ben, expectante, me contempla esperanzado. Me lee en la cara la decisión que apenas soy consciente de estar tomando, y entonces se le dibuja una gran sonrisa. Excitado, tira del brazo de Sissy.
—¡Viene! ¡Viene con nosotros!
Con expresión afectuosa, Epap asiente.
—Deberíamos movernos. Queda un buen trecho hasta la Misión. Guíanos tú, Gene. Yo iré detrás, ¿qué dices?
Me veo a mí mismo avanzando hacia ellos. Es casi como si notara cómo me dan palmaditas en la espalda, que la luz les baila en los ojos, el subidón de energía que siento en las piernas al guiarlos por el camino. Sin embargo, no me he movido. Estoy pegado al suelo. De nuevo, dirijo la mirada al horizonte, al este. Siento la fuerza de millones de manos tirando de mí en distintas direcciones.
—¡Yo iré detrás de Gene! —propone Jacob cogiendo su mochila.
Aun así, sigo sin moverme. Después, Sissy, que ha estado callada mucho tiempo, se dirige a mí. Pero a diferencia de los demás, no hay emoción en su voz:
—Gene.
Es todo lo que dice, mi nombre, en voz baja. Su tono está impregnado de una tristeza insoportable que me destroza. Sacude la cabeza al mirarme, y en ese pequeño gesto nos transmitimos mil palabras ocultas con las que comprendemos y nos damos cuenta de todo.
Los chicos la miran confundidos.
—¿Sissy? —pregunta Ben— ¿Qué pasa…?
—Gene no vendrá con nosotros —anuncia, sin despegar su mirada de la mía.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
Tiene la voz tranquila.
—El este es su destino. Es el camino que el científico determinó para él.
—No —añade David, emocionado—. Es uno de los nuestros, y se queda con nosotros…
—Él es el Origen. Su camino es distinto al nuestro.
—Sissy, él quiere venir con nosotros y…
—«No dejéis que Gene muera.» Es el Origen. Es la cura. Debe seguir con vida. Tiene que dirigirse al este. Eso es lo único que importa.
Los chicos palidecen, pero sus ojos grandes y sus labios temblorosos muestran que, en el fondo, reconocen que la chica tiene razón.
—Debe encontrar al científico —prosigue con calma—. Es lo que quiere el científico, es lo que planeó desde el principio. No podemos dejar que nuestros sentimientos personales —su expresión se endurece— se entrometan. —Me mira con el rabillo del ojo, y por primera vez la voz le tiembla, llena de angustia y conflicto—. Y en el fondo es también lo que quiere Gene.
Los chicos me miran. Ahora Ben descubre otra expresión en mi cara, una mirada que le hace temblar el labio inferior y saltársele las lágrimas.
—¿Gene?
Su pregunta queda colgada en el aire, oscilando en el viento. Sissy viene hacia mí con la cara rígida.
—Él quiere a su padre. Nada ni nadie le importa más. No se lo podemos negar. Debemos dejar que se vaya. —Ahora está frente a mí, tan cerca que le veo las arrugas, las suaves grietas de dolor—. Irías hasta los confines de la tierra para encontrarlo, ¿verdad, Gene?
Detrás de ella, los chicos me observan. El cielo es de un azul nítido, no hay ni una nube a la vista. Ben empieza a llorar y Epap lo consuela rodeándolo con el brazo por encima de los hombros.
—No os abandonaré.
—Debes hacerlo —insiste Sissy—. No dejaré que te quedes.
—Ya está bien de desertar…
Ella me coloca un dedo sobre los labios para que no diga nada más. La luz del sol que se refleja en el granito potencia la profundidad de su mirada. Recuerdo la primera vez que vi esos ojos marrones, en la pantalla del colegio. Cuando sacó los números de la lotería para la caza de hepers. Hace muchos días, pero aun así todavía recuerdo que transmitía, incluso a través de los píxeles de la pantalla, fuerza y dulzura a la vez. Y así es como noto sus manos en mi cara: fuertes y dulces.
—Gene —susurra, y su voz al final la traiciona. Traga saliva—. Vete.
Por un instante la férrea decisión en su mirada se rompe en esquirlas de incertidumbre. Hace una pausa, como si quisiera darme la oportunidad de hablar. Sin embargo, yo no digo nada. Ella cierra los ojos y se vuelve hacia los chicos. Permanezco inmóvil. Después, en un movimiento que parece durar horas, doy un paso hacia la escalera de cable. Nada tiene solidez, ni el granito del suelo, ni mis piernas, ni mi cuerpo. Es como si la próxima ráfaga de viento se me fuera a llevar, mejor dicho, como si me fuera a cercenar, hueso a hueso hasta convertirme en la nada. Pongo la bota en el primer escalón.
—¡Gene! —grita David—. Te volveremos a ver un día, ¿vale?
Asiento. Sonríe, y noto que mis labios se curvan imitándolo. Eso es algo que no sabía: también la pena puede arrancar una sonrisa. Entonces hago algo que mi padre siempre me desaconsejó. Levanto la mano y les digo adiós lentamente. Ellos, con ojos húmedos, se despiden también.
Como si el propio peso del corazón fuera el que tirara, bajo otro escalón, y otro. La visión de Sissy y los chicos queda reemplazada por la dura pared de granito que se levanta ante mí al bajar por la escalera. Mi pie baja otro peldaño, y otro, y otro hasta que vuelvo a estar solo en el mundo.