37

Recupero la conciencia gracias a unas sacudidas bruscas que me bombean la caja torácica de manera rítmica y dolorosa. Les sigue el vacío. Vuelvo a escabullirme a la zona gris. Después, unos labios de terciopelo, frescos y dulces, se posan en los míos. Suavidad sobre suavidad, están vivos y me rodean. Después se vuelven más fieros, y la adherencia, hermética. El aire me entra en la boca, y me baja por la tráquea. El golpe de oxígeno me quema; una blancura ácida me salpica el cerebro. Me ahogo; el agua apestosa me sale de la boca tibia, como si se hubiera estado pudriendo durante años. Respiro jadeando. La pureza rica del oxígeno me aporta una claridad abrasadora.

—Ponte de lado —me aconseja Sissy, ayudándome—. Tose.

Me sale más agua de la que podría imaginarme. Con una fuerza que parece como si vomitara trozos de hígado, estómago, riñones. Permanezco de lado un minuto, estoy demasiado cansado para moverme. Sissy me ayuda a incorporarme. Me quita la camisa, me explora el cuerpo con las manos, me examina el pecho, las abdominales.

—¿Sissy? —balbuceo con el agua saliendo a borbotones.

—¿Te ha arañado? ¿O cortado? ¿Te ha mordido? ¿Te ha alcanzado?

—No lo sé.

—¡¿Te ha alcanzado, Gene?! ¡Dímelo! —Sus ojos parecen calderas en estado de alarma.

Y de repente vuelvo a estar asustado. Este nuevo miedo me azota la mente a modo de alerta. Sissy tiene razón: si la crepuscular nos ha arañado a cualquiera de los dos, empezaremos a transformarnos. Los síntomas de esta asquerosa desintegración siempre se dan de inmediato, aunque el proceso completo puede tardar horas. Me examina sobresaltada. Tiene el pelo pegado a la cara, y las gotas de agua le caen como si fueran sudor. Entonces nos ponemos de pie juntos, me quita la camisa, y le desabrocho los botones de su blusa, que tiene pegada a la piel como si fueran ventosas. Bajo la luz verde que se está apagando, cada uno examina la piel del otro. Recorro su piel suave en busca de pinchazos, arañazos y cortes. Ella me palpa la pierna derecha hasta el tobillo. Da un respingo.

—¿Qué pasa?

—Gene —me alerta con una voz llena de miedo—, tienes destrozados los bajos de los pantalones.

Durante los que se convierten en los dos segundos más largos de mi vida, me retira los trozos de tela rota. Horrorizada, observa las largas heridas que tengo en la piel, sobre todo de color blanco. Son arañazos. Sin embargo, en una de ellas hay sangre. En una zona donde ha clavado las garras, me ha hecho una herida, y se ha formado una abertura por la que me podría haber contagiado con su saliva. Sissy y yo nos miramos. Acto seguido, me aparto de ella.

—¡Aléjate de mí! ¡Sissy, corre!

No obstante, ella no se mueve. En vez de eso, se limita a mirarme con atención como si con ello intentara inyectarme una cura.

—¡Sissy! ¡Tienes que irte! ¡Antes de que me transforme!

—¡Gene! Pero ¿lo estás haciendo?

—¿El qué?

—¿Te estás transformando? Me parece que no.

Es como si su pregunta me pillara por sorpresa. Me agarro el pecho como si allí estuviera la respuesta. Tiene razón. No experimento ninguno de los síntomas que mi padre me taladró en la cabeza durante todos esos años. No tiemblo. No noto que se me desgarren los órganos internos. No tengo la piel ardiendo por la fiebre.

—Nos dijiste que los síntomas aparecían al cabo de un minuto como máximo, pero ya ha pasado, y pareces estar bien.

Me recorre el cuerpo con la mirada. Se levanta, se aproxima hasta la fila donde había visto a los superiores contemplando el espectáculo. Está vacía. Al marcharse a toda prisa sólo han dejado unos quemabrillos. Ella coge uno y lo rompe. La luz verde centellea. Yo no salto ni entrecierro los ojos. Ni siquiera pestañeo. La luz no me molesta en absoluto. Más bien todo lo contrario: es el color más bonito y radiante que he visto jamás. El color se vuelve borroso y me doy cuenta de que estoy llorando. Oigo el crujido del plástico, y después me vierte el líquido en la cara.

—Oye, déjalo ya. —Tengo puntos de verde resplandeciente por la cara y la ropa.

—Lo siento —se disculpa Sissy mientras reprime una sonrisa—, tenía que asegurarme.

Me limpia la cara. Me pasa los dedos suavemente por las mejillas, y los deja allí durante un largo segundo.

—Gene —susurra—, realmente eres el Origen. Tenías cortes, te tendrías que haber transformado. Pero mírate. —Los ojos le relucen del asombro.

Lo único que puedo hacer es mirarla a ella también, perdidas las palabras durante un instante. La crepuscular estaba cubierta de saliva; tenía las manos y las uñas llenas de babas cuando se ha metido en el pozo por primera vez. Pero quizá me ha cortado, el agua ya le había limpiado la saliva.

—No lo sé, Sissy.

—Te digo que es cierto —susurra, como si no hubiera oído ni una palabra—. Eres tú. El Origen.

Sacudo la cabeza con escepticismo.

—Quizá ya no tenía saliva cuando me ha hecho el corte en el pie. A ver, hay mucha agua en el pozo. Si me ha cortado con las uñas limpias de gotas de saliva, no me ha podido infectar. Y quizá sea ésa la razón por la que no me transformo. Podría ser eso.

Aun así, ella sigue contemplándome asombrada.

—Tengo que revisarte —le digo aprisa—. Date la vuelta. —Ella obedece, y acerca el brillo húmedo de su espalda hacia la luz verde. Recorro con delicadeza sus omóplatos, y desciendo por el valle de su columna. Su espalda es curva y suave como el interior de una concha. Mis dedos se detienen en su región lumbar. Noto un cambio en ella y me quedo quieto. Su caja torácica empieza a dilatarse y a contraerse, cada vez más rápido y más profundamente. Ella vuelve la cabeza y me mira con el rabillo del ojo por encima del hombro—. Estás bien. No tienes rasguños. —Le paso su camisa y se la pone—. Me has hecho el boca a boca. ¿Cómo es que sabes hacerlo?

—El científico nos lo enseñó. Siempre le preocupó el que pudiéramos ahogarnos en el estanque del Domo. —Se queda callada, mira hacia las puertas. En los bordes se intuye la luz de la mañana del exterior—. Esto no es seguro. Ya nada lo es.

—Estaban aquí. Un grupo de superiores. Contemplando el espectáculo de nuestras muertes.

Asiente.

—Yo también los he visto. ¿Por qué nos habrán hecho esto? ¿Por qué querrían matarnos? Pensaba que la Orden de la Civilización nos protegía de que… nos mataran.

Recojo mi camisa y empiezo a escurrirla.

—Nos pasamos de la raya en la estación. Delante de toda la aldea. Agredimos físicamente a los superiores, aunque fuera en defensa propia. No podían pasarlo por alto. No con todas esas chicas mirando. Tenían que darnos una lección. Al cuerno la Orden.

—Tenemos que ir a buscar a los chicos —me dice abotonándose la camisa de prisa—. Después correremos hacia el bosque lo más rápido posible. Olvidémonos de esperar a que baje el puente. Vamos.

Le pongo una mano en el brazo.

—Tengo que contarte una cosa. Es muy fuerte.

Le resumo todo lo que me ha explicado Claire. Hablo muy rápido, con la sensación constante de tener que volver a la casa, con los chicos.

—¿Al este de aquí? —me pregunta sin dar crédito—. ¿El científico sigue vivo?

—Es difícil de digerir, ya lo sé, pero ahora lo que tenemos que hacer es escaparnos. Ya tendremos tiempo de asimilarlo. Ahora toca correr. Bajaremos la montaña hasta el río y a partir de allí iremos en dirección este.

Pero Sissy ya ni me escucha ni me mira. Tiene la vista fija en algo que está fuera de la cámara. Palideciendo, señala hacia la abertura del pozo. Boca abajo e inerte, la crepuscular ha flotado hasta la superficie. Es una mancha sin vida. Su cabellera negra se expande por el agua como grietas en un cristal. Las garras se le han quedado enganchadas en mis pantalones, y la he arrastrado por el túnel del fondo hasta el otro pozo. Desde donde ha flotado poco a poco y sin vida hasta llegar arriba.

Sissy se le acerca.

—Está muerta.

—Tengo que asegurarme.

Se agacha. La crepuscular está empapada y pesa demasiado. Sissy la deja caer al borde de la abertura, y su cuerpo cuelga como una lengua negra enferma. Le doy patadas en la cabeza hasta que la vemos de perfil. Tiene los ojos cerrados, la boca abierta y las puntas de los incisivos hundidos en el labio inferior. Gime. Damos un salto atrás. Empieza a salirle humo de la cara: finos zarcillos grises. Se pone a gimotear, y le tiemblan los dedos. Es la luz del quemabrillo. No es lo suficientemente fuerte como para matarla, pero basta para martirizarla con una quemadura lenta.

—Tenemos que acabar con ella. Destruirla. Me la llevaré afuera a la luz del sol.

—Sissy, no nos arriesguemos. Ni perdamos tiempo.

—No me quedaré tranquila sabiendo que hay uno de ellos en las montañas.

—Sissy —repito con un tono de voz más apremiante e inquisitivo—. Es demasiado peligroso. Revivirá.

Aun así, no me hace ni caso. Se inclina y le pasa los brazos por debajo de las axilas. La saca de la ranura y la arrastra con los talones por el suelo. Lo que ocurre es que la crepuscular, empapada, pesa demasiado. Después de haber dado unos pocos pasos, Sissy no puede más y la deja caer al suelo. Ella gruñe tímidamente. La recojo y la aúpo sobre mis hombros. Deja caer la cabeza en el omóplato, tengo sus colmillos turbadoramente cerca. Con la idea de no perderlos de vista, me la coloco delante, como si la estuviera acunando. Su cara tiene una fragilidad inesperada. Las largas pestañas negras contrastan con el rostro tan blanco. De la piel le sale más humo, el hedor crudo de carne quemándose me invade las fosas nasales. Estamos delante de la puerta de salida. La luz del día se cuela por los bordes.

—Puede que reviva. Del dolor. Ten cuidado. Vigílale la boca y los dientes.

Sissy se recoloca a mi lado, con el cuerpo pegado al mío.

—Tengo sus brazos contra mí —le advierto—. Vigila la boca, los colmillos…

—Ya lo he pillado.

Estrecho a la crepuscular contra el pecho y salgo corriendo hacia las puertas dobles. Del impacto, se abren de golpe y golpean contra la pared de fuera. La luz del sol es cegadora, nos azota como si fuera un muro. Sin embargo no nos detenemos, seguimos corriendo incluso cuando la moribunda empieza a agitar los brazos y la piel le crepita por el sol abrasador. Corremos lo más lejos posible del Vastnario, y nos alejamos del interior oscuro adonde podría ir a buscar refugio. Bañada por la luz del sol, emite un grito espeluznante. La mandíbula se le empieza a romper, con un crujido ensordecedor. Entonces tropiezo. No sé cómo, ni si ha sido con una piedra o por el pánico, pero al instante estoy en el aire. Me desplomo en el suelo, y Sissy conmigo. Me llevo un golpe en el intestino, me retuerzo sin aliento, y apenas soy consciente de que la crepuscular se ha escapado.

—¡Gene!

Los incisivos me pasan al lado haciendo una mueca y rechinando. Veo algo borroso a medida que me salta encima. Pego un bote y voy a perseguirla. Ella es rápida, pero no está en plenitud de sus facultades. Si el ahogamiento ya la había debilitado, el efecto de la luz la está machacando. Reduce la velocidad de forma precipitada; después se tambalea, las piernas se le empiezan a derretir como mantequilla en una sartén al fuego, y los huesos se le convierten en gelatina. Su cuerpo se vuelve flácido, pierde definición rápidamente mientras el músculo y el esqueleto se le carbonizan. Me lanzo encima y la tiro al suelo. Ya no tiene fuerzas para pelear. Debido a mi impulso pierde grumos de piel y grasa mientras resbalamos. Sentado a horcajadas sobre ella, la agarro de la cabeza y me zafo de su dentadura. Le hundo las manos en el cráneo en descomposición, que ahora parece un huevo hervido. Y después es pura fragilidad. No le queda ni un músculo con el que mover sus extremidades, ni los deseos de vivir y de comer. Al respirar, su pecho sube y baja débilmente, como el suspiro de un conejo. Se arruga delante de mí. Sólo su pelo azabache ha quedado intacto por la luz del sol. Ya ha terminado.

Aun así, susurra, murmura algo. Sissy se acerca y se arrodilla a mi lado. La crepuscular continúa fundiéndose, los efluvios amarillos forman un charco a nuestro alrededor. Un olor acre a carne quemada impregna el aire.

—¡Cuidado con los colmillos! —me advierte Sissy.

—Tranquila, tranquila, ya está.

La crepuscular abre la boca como si fuera a bostezar, y revela una fila de afilados incisivos. La mandíbula le castañetea, vibra, como si se estremeciera. Oímos un leve sonido.

—S-s-sie… —susurra intentando pronunciar una palabra.

Sissy y yo nos miramos confundidos y horrorizados.

—Sie-sie… —Apenas se la oye.

Acerco el oído hasta su boca.

—No, Gene. Es una artimaña…

Le aparto la mano.

—Tranquila —digo en un susurro, pero no a Sissy, sino a la crepuscular—. No pasa nada, ya está. —Me inclino tanto que le rozo los labios con el oído.

Coge aire por última vez, y los ojos se le abren como bocas jadeantes. Y entonces es cuando descubro su brazo o, mejor dicho, lo que queda de él. Cinco marcas que se desintegran bajo la luz del sol. Finalmente pronuncia las últimas palabras. Me acerco más.

—Lo siento.

En ese momento cierra los ojos. Nos quedamos en silencio. Pongo la mano sobre su sedoso cabello negro, al principio con dudas, para acariciárselo. Le peino el pelo mojado con los dedos, una y otra vez, hasta que se queda en silencio, hasta que ya no está, hasta que no queda nada de ella aparte del pelo.