Oscuridad: viscosa como alquitrán, untada en mil capas sobre mis ojos. El que los abra o los cierre no supone ninguna diferencia. Es todo negro. Resulta imposible saber cuánto tiempo ha pasado. Un instinto interior me advierte que me quede quieto y controle la respiración. Que evite la hiperventilación inducida por el pánico. Inspirar, espirar en silencio absoluto. Deducir lo que pueda sin moverme, sin hablar. Esto es lo que sé: ya no estoy en el exterior. Ya no hay gotas de lluvia que me caen en la cara. No hay estrellas, ni la más ligera sensación de brisa. Poco a poco, coloco las manos boca abajo a cada lado. Suciedad compacta, seca, una textura granulada. Estoy en un sitio interior: un recinto cerrado. Silencioso como un ataúd.
«Escucha, Gene. Escucha.» Nada aparte de los latidos de mi corazón. Trago saliva y mi nuez se mueve arriba y abajo. «Permanece tranquilo. No te pongas nervioso.» Y de nuevo el instinto interior: «No te muevas». Entonces, entre los fuertes latidos, oigo algo. Tan sólo una especie de susurro apenas perceptible. Después ya no está, quizá me lo haya imaginado.
Pero no: lo vuelvo a oír, un tenue chirrido. Un sonido de respiración. Hay alguien más cerca de mí. «Quédate en silencio. Que no te detecten.» Ya no oigo nada salvo mi corazón. La sangre me llega a los oídos con demasiada fuerza. Me fuerzo a calmar la respiración. Respiraciones lentas, profundas, con la boca bien abierta para evitar emitir ningún silbido involuntario. ¿Dónde estoy? ¿Quién está conmigo?
Poco a poco subo los brazos, y hago que se desplacen formando un arco lento. No hay nada más que aire. Al bajar toco con el brazo izquierdo algo frío, liso, duro. ¿Cristal? ¿Una ventana? Vuelvo la cabeza, miro hacia donde tengo la mano. No veo nada. Ni mi mano ni el cristal. Tinieblas. Y aún sigue la voz interior: «Quédate en silencio, permanece tranquilo, no te muevas».
—¿Hola?
No es mi voz, sino la de otra persona. A mi derecha. Un zarcillo de humo, tan leve que apenas parece que esté ahí. Es Sissy. «No te muevas, no hables, no te muevas, no ha…»
—¿Sissy?
Me resisto a la tentación de incorporarme.
—¿Gene? —susurra ella.
Muy lentamente, centímetro a centímetro, me voy deslizando hacia donde está. Ella hace lo mismo. Sin palabras. La misma voz instintiva que me advertía quedarme en silencio también le habla a ella. Nos tocamos las puntas de los dedos, y de inmediato enlazamos las manos, como entidades separadas que se pelean en el suelo. Estamos helados; el roce es intenso y feroz. Y así permanecemos, muy quietos. Porque ambos lo percibimos. No estamos solos. Ella respira, y yo respiro. Quietud. Y después, más lejos, pasado su cuerpo, el sonido de la respiración de otra persona. Suaves bocanadas de aire que salen de unos labios durmientes. Sissy empieza a moverse hacia ese sonido. Le agarro la mano más fuerte para detenerla. Ella hace una pausa, después tira. Le estrecho la mano más fuerte. «No te muevas.» Pero insiste. Me arrastro hasta que tengo el cuerpo contra el suyo, la boca en su oído.
—No —le susurro.
Después se mueve, se aprieta contra mí hasta que me roza la oreja con los labios:
—¿Dónde estamos?
—No lo sé. Es peligroso. —Noto una presión en la pierna, en el bolsillo. Saco lo que tengo: un tubo de plástico. Examino el contorno con el tacto. Tiene que ser un quemabrillo.
Sissy baja los brazos hasta sus botas. Oigo el zumbido del cuero y, después, el tintineo del metal. Ha sacado las dagas que esconde en el calzado.
—Tengo un quemabrillo —susurro—. Estaba en el bolsillo.
Oigo cómo se toca la ropa, y a continuación dice:
—Yo también. ¿Qué pasa?
—Tenemos que permanecer en silencio y no movernos.
Noto cómo asiente con la cabeza al rozarme la mejilla.
—No uses el quemabrillo —me pide—. Aún no.
Le aprieto la mano a modo de respuesta. Seguimos tumbados sin movernos durante un minuto más. De nuevo oigo la respiración, ahora más fuerte, inquieta, menos rítmica. Sissy empieza a moverse ligeramente. Barre el terreno con las piernas, intenta descubrir el entorno.
«¿Qué pasa?»
Examinamos la penumbra, tratando de adivinar las formas. Sin embargo, lo único que distinguimos es un sonido: una tos en la oscuridad, breve, como un estornudo. El cuerpo de Sissy se tensa como una cuerda. Otra tos, esta vez se transforma en un gruñido que poco a poco vuelve a desparecer entre el silencio. Después vuelven a empezar los leves ronquidos, ahora más fatigosos y frágiles.
Sissy me coge de la mano. Entiendo su necesidad: es la misma que la que tengo yo. «Sal de aquí.» Sea donde sea que estemos. Con cuidado nos ponemos en pie. Nos apartamos del sonido de respiración, extendemos los brazos hacia delante. Arrastramos los pies poco a poco, con cuidado de no tropezar con ningún objeto que no podamos ver en el suelo. Toco un cristal con la mano. Sissy lo toca también y, después de la pausa que sobreviene a continuación, jadea.
—Gene. —Es el grito más silencioso y susurrante que he oído nunca—. Sé dónde estamos.
Me suelta la mano y me quedo solo en un mar de tinieblas.
—¿Sissy?
Todo está completamente en silencio. Ni siquiera se oye el leve ronquido. Estiro los brazos hacia donde estaba Sissy. Aire vacío, como si se hubiera evaporado. Avanzo moviendo los brazos, pero sólo encuentro un hueco. No hay ni rastro de ella, ningún remolino gris entre el negro.
Un gruñido abyecto, cortante y cargado de saliva, hace añicos el silencio. Un grito, el de Sissy, y después un ruido de algo que se escabulle seguido rápidamente por el sonido de arena contra el cristal. Rompo el quemabrillo. Una luz verde enfermiza florece a mí alrededor. Estoy en el Vastnario. En el interior de la cámara de cristal. Dentro, con la crepuscular. Una imagen borrosa corre por el prisma, hacia mi compañera. Su pelo azabache vuela lejos de su cara pálida, y los colmillos le sobresalen. Sissy acaba de lanzar un puñal. Mientras traza la trayectoria hacia la crepuscular, se ve un destello de luz reflejado. A medio camino, la chica se dobla y cae al suelo lanzando un fuerte aullido agudo. Cuando la daga da contra el cristal, se oye un tintineo. Ha fallado. Miro a la crepuscular. Está agazapada y aullando. Se protege los ojos. Entonces me doy cuenta. Se esconde de la luz verde. Qué raro, su reacción es más pronunciada si se compara con la del día anterior, cuando brillaban más de una docena de quemabrillos. Debe de ser porque la pared filtraba las longitudes de onda más peligrosas. Sin embargo, ahora que ningún cristal se interpone entre ella y la luz, queda completamente expuesta. Para sus ojos, el verde pálido son cuchillas.
—¡Tu quemabrillo! ¡Úsalo! ¡La luz la cegará!
Lo saca rápidamente y lo rompe. La luz verde ilumina aún más la cámara. La crepuscular grita. No pierdo tiempo, me doy la vuelta y corro hacia el cristal. «La puerta, ¿dónde está?» Pero la pared es lisa y su superficie regular no ofrece ninguna pista sobre dónde está la puerta. Frustrado, aporreo el vidrio. Duro como un diamante, no cede en absoluto. Entonces lo veo, justo delante de mí: el contorno de una puerta. Queda insinuado, como si sólo estuviera grabado en el cristal. De prisa, recorro toda la superficie con las manos con la esperanza de encontrar un pestillo, una asa, lo que sea. Pero es todo liso. El pomo está del otro lado, y el teclado numérico. Todo está tras el vidrio. Y entonces veo a los superiores. Y a Krugman. Están sentados delante. Nos observan con gran excitación. Las caras se les encienden con el brillo tenue del verde. Nos han dado los quemabrillos para poder entretenerse. Para ver mejor el espectáculo de nuestras muertes. Aporreo el cristal con furia.
—¡Gene!
Me doy la vuelta. La crepuscular está agachada, con los ojos totalmente cerrados contra la luz; su piel pálida se ve verde y con salpicaduras.
—¡No hables, Sissy! ¡Le revelas tu posición!
Dándome la razón, la crepuscular se impulsa con las piernas y salta hacia mí con los brazos por delante y unas afiladas uñas negras separadas como flechas con veneno que vienen en mi dirección. Me tiro a un lado y tengo la desgracia de caer sobre mi cara. La crepuscular pasa volando a mi lado, su pelo largo me roza el brazo como una caricia. Se estrella contra el cristal, la cabeza se le va hacia atrás con violencia. Por un instante, queda pegada al vidrio como una rana despachurrada antes de deslizarse hacia abajo. No obstante, incluso ahora, se impulsa con los brazos y entreabre los ojos para buscarme. Lanza un alarido ensordecedor cargado de rabia. Mientras tanto ruedo por el suelo y salto para ponerme en pie. Sissy me agarra mientras corremos hacia el otro lado.
—Sólo hay una manera de salir de aquí —me dice con una mirada adusta.
—Que vuelve…
—¡No, escúchame! —Me da un tirón en el brazo y casi me lo arranca—. Sólo hay una jugada posible. Deja que se me acerque. La entretendré el máximo de tiempo que pueda. Mientras tanto tú tienes que hundirle esto en el cuello desde atrás —me explica al pasarme la daga.
Intento alejar el brazo incluso cuando noto el toque frío en la palma de mi mano.
—No…
—¡No hay otra posibilidad! ¡Clávaselo hasta el fondo…!
—Entonces lo mejor será que yo la sostenga y tú se lo hundas. Los puñales se te dan mejor.
—¡Escucha, escucha, escucha! No me lleves la contraria. Sólo uno de nosotros va a sobrevivir. ¡Ya lo sabes!
—Entonces, tú…
—¡«No dejéis que Gene muera»! —me grita al tiempo que la crepuscular salta hacia nosotros con unas irreprimibles ansias de sangre.
Lanzo el puñal por instinto y, al mismo tiempo, Sissy le tira el quemabrillo. Las dos armas chocan justo delante de la cara de nuestra agresora; la explosión de verde resplandeciente le salpica el rostro y le produce unos surcos de lava fundida. Un grito atronador retumba por las paredes de cristal. La crepuscular cae entre nosotros, se retuerce del dolor y se lleva las manos a los ojos, desesperada. Sube un olor acre: ardiente y corrosivo. Querrá limpiarse, tendrá que lavarse ese líquido abrasador. Acto seguido, desplazo la vista hasta un charco de agua que parece un espejo. En la otra punta de la cámara. Se trata del pozo en forma de U mediante el cual recibe la comida que le ponen desde el otro lado del cristal. Donde, justo ayer, la profesora embutió el saco de carne. Lo hizo bajar por el hueco vertical, pasó por el puente horizontal que hay al fondo y subió hacia el otro hueco.
La crepuscular empieza a arrastrarse hacia el agua. Y en ese momento me doy cuenta: ésa es nuestra salida. Es obvio. El miedo me había paralizado el cerebro. Es nuestra única salida. Y tenemos que llegar antes que ella. Ahora mismo, ya, hecho, terminado. Cojo a Sissy del brazo y la empujo. No hay tiempo para explicaciones. Pero ella está intentando recoger la daga del suelo, pensando que es una oportunidad para matar a nuestra acosadora. La atraigo hacia mí, y casi la arrastro al otro lado.
—¡¿Qué haces?! —me grita—. Es nuestra oportunidad…
—¡Salvarnos!
Ya estamos en el pozo. Es menos ancho de lo que pensaba. Parece lo suficientemente grande para ella, y habrá que ver si también lo es para mí.
—¿Te acuerdas de la abertura del pozo en forma de U? Baja diez metros, se curva al llegar al fondo y vuelve a subir al otro lado.
Sin embargo, ella ya está sacudiendo la cabeza.
—No cabremos. Es demasiado estrecho y hondo. Nos ahogaremos.
La crepuscular ya se arrastra en nuestra dirección con los brazos extendidos y serpenteando por el suelo. Oye nuestras voces y silba con malicia. La luz del quemabrillo se está apagando, y con ella el tiempo, nuestras vidas.
Sissy se da cuenta.
—Tú primero.
—No.
—Gene.
—No me voy hasta que tú no entres.
—No. «No dejéis que Gene muera» —repite con una determinación feroz.
—Y Gene no se meterá hasta que tú no lo hagas —replico con la misma convicción.
—Maldita sea.
Entonces me agarra del cuello, y aprieta su mejilla lisa contra la mía. Después se impulsa y se desliza por el borde de la ranura. Respira hondo y se sumerge de cabeza. Lo último que veo de su cuerpo son sus pies, y después sus dedos que se zambullen en el agua por el pozo. Por un momento no lo entiendo. ¿Por qué se ha metido de cabeza? Pero después lo comprendo. Por supuesto. Claro que tenía que entrar así. Si hubiera metido primero los pies, la curva en forma de U del fondo del pozo habría sido demasiado estrecha para poder hacer la curva. Sólo así podrá girar antes de emerger al otro lado. Además, se trata de una zambullida a todo o nada. Ya no hay posibilidad de retroceder, de salir a por aire, ni de tener otra idea.
Un gruñido desde atrás; uñas y garras raspan el suelo. Después se produce un silencio que sólo puede significar una cosa: está en el aire. Sé muy bien que no debo perder tiempo mirando hacia atrás. Me tiro a la derecha y ruedo por el suelo incluso cuando la crepuscular cae a mi lado. Doy vueltas y me suelto el brazo derecho que tenía cogido en la espalda, en el que aún sostengo el quemabrillo. El palo apenas resplandece, quedan unos rescoldos que dan poca luz, pero es suficiente para iluminar a la crepuscular, que tiene la cara al lado de la mía. Tiene hinchado el ojo derecho, del que le sale un líquido blanco, pero el otro está limpio y no me quita la vista de encima.
Aún me queda una carta que jugar. Me meto el palo en la boca. Rompo la punta y hago una mueca. Sale el líquido, agrio y pegajoso. Lo dejo ahí. La crepuscular se abalanza sobre mí, se sienta a horcajadas, me clava los brazos en el suelo mientras su ojo bueno brilla victorioso. La saliva le sale de la boca como agua hirviendo en una tetera. Me tiene atrapado. Y en ese segundo, mientras baja la cara en dirección a mi cuello y enseña los colmillos, le escupo el líquido del quemabrillo. Unas bolitas de color verde resplandeciente le salpican la cara. Ella grita, salta hacia atrás cubriéndosela con las manos. Un crujido en el aire, un chirrido. Yo corro hasta la abertura del pozo. No logro encontrarlo en la oscuridad. ¡Ahí! A unos pasos, donde hay unas ondas tenues en la superficie gris. Quiebro la superficie con los dedos y no pierdo más tiempo. Me zambullo en el agua, que está congelada; pasan la cabeza, la mandíbula, el cuello, los hombros. Y ya estoy dentro. Estoy debajo el agua. El abrazo helado que me ofrece me sacude de arriba abajo. Unos puños fríos se aferran a mis pulmones y secan el aire que contienen.
El cambio súbito de ambiente me marea con desesperación. Y es un buen apretón. El pozo no es mucho más ancho que mi espalda. El pánico empieza a apoderarse de mí mientras intento no pensar en la desorientación aterradora que implica el estar boca abajo, en el agua, en el interior y con miedo. Por lo menos he tenido la ocurrencia de meterme con los brazos por delante. Si lo hubiera hecho con la cabeza, ahora tendría los brazos pegados a los lados. Estaría atrapado. No obstante no es un gran consuelo. Y, desde luego, tampoco tengo tiempo de darme una palmadita en la espalda porque sigo atrapado. La parte inferior del cuerpo —¿o ahora tendría que decir que es la superior?— aún está fuera del agua: le doy patadas al aire con las piernas, e intento en vano que sigan al resto de las extremidades. Parecen entidades separadas, que giran como tentáculos a miles de kilómetros por encima de mí. Las envidio porque tienen acceso al oxígeno. Quiero inhalar a través de ellas como si fueran pajitas.
Oigo el gruñido del deseo, apagado pero escalofriante. Incluso debajo del agua, siento el rugido de su intensidad que se propaga por el agua helada. Viene a por mí. A por mis piernas, por lo menos. Durante un momento tengo una sensación irracional de alivio: de cintura para arriba estoy a salvo, debido a la protección que me ofrecen las extremidades. La crepuscular se las puede quedar mientras no llegue hasta mí. A mi cerebro, a mis pensamientos. Dispersos sin poder pensar con claridad. Empiezo a dar golpes a los lados. Necesito aire. En mi terror, he olvidado respirar hondo antes de sumergirme y ya me queda poco. Sólo logro arañar la superficie, casi literalmente, de la distancia que tengo que recorrer debajo del agua, y ya estoy dando bocanadas al vacío.
Me retuerzo mientras intento liberar mi cuerpo atrapado.
Ahora descubro que debería haberme quitado la ropa demasiado voluminosa, antes de sumergirme. Me muevo y me revuelvo. Parece que funciona: el movimiento me ayuda a bajar unos centímetros. Deslizo las palmas por la superficie lisa de metal tratando de encontrar una sujeción. Doy con una protuberancia minúscula; no es más que un clavo medio salido. Me basta para hacer palanca con el dedo y escurrirme un poco más. Hago fuerza hacia abajo centímetro a centímetro hasta que todo el cuerpo está dentro del agua. Sin embargo es demasiado lento. No va bien. Abro los ojos y no veo más que negrura. El frío glacial me irrita la piel del cuerpo sin aire como si se tratara de miles de alfileres. Esto ha sido un error. Tengo que retroceder de algún modo, debo volver a la superficie, coger aire, ese preciado elemento…
Algo me agarra el pie por arriba y grito. Los últimos restos de oxígeno que me quedaban me han abandonado como burbujas, como cuando se suelta un globo a medio inflar. Me tiran del zapato, y casi me arrancan el pie. Doy patadas, suelto alaridos en el pozo negro e intento seguir bajando. No sé cómo, pero algo termina cediendo. Logro deslizar el cuerpo unos centímetros más. Empujo, y con los dedos busco un desnivel en las paredes para darme impulso. Tengo los hombros lo más juntos que puedo…
Una uña afilada me roza la planta del pie que ha quedado al descubierto. Abro la boca para gritar, pero no sale nada. Ya no me queda aire ni ningún sonido. «¡No tragues agua! ¡No!» Una gota de agua en la tráquea desencadenaría un espasmo fatal. Doy patadas con los pies. Noto piel, un hueso redondeado (¿la mejilla de la crepuscular?), mechones de su cabello que me acarician el tobillo al deslizarse por el pie. El pánico me recorre el cuerpo. Desesperado por darme impulso, forcejeo con las paredes resbaladizas. Después se produce un milagro: la ranura se hace más ancha de golpe. Unos dos centímetros a cada lado. Sin duda no es suficiente para dar la vuelta, pero me parece tan ancho como un cañón. Bajo medio metro más, y después dos más. Empujo a los lados y hacia abajo con los brazos, y doy pataditas con las piernas. Me he desplazado lo que me parecen cinco metros. Noto el dolor agudo de la presión del agua en los oídos. Ya estoy fuera del alcance de la crepuscular. Ya no se aventurará a profundizar más.
Y entonces noto su mano como una pinza en el tobillo. Me sujeta con seguridad y firmeza. Grito, y me salen burbujas. Doy patadas, pero parece que esto no hace más que espolearla. Me aprieta más. Vuelvo a dar otra patada, pero esta vez mi talón golpea algo grande y sólido: una cabeza. Está en el agua. Con la cabeza sumergida. Como si de repente se diera cuenta, empieza a sufrir convulsiones. Noto que me va soltando el tobillo, pero tiene la mano en el interior de la pernera de los pantalones. Con el poco margen de movimiento que tiene, dada la estrechez del pozo y la de los pantalones, sólo logra rasgar el material. Me destroza los pantalones y forma un embrollo inextricable en el que se le quedan atrapados los dedos. El pánico se apodera de la crepuscular a medida que la arrastro hacia abajo. Sus gritos, apagados en el agua, llegan acompañados de los crujidos de sus dedos al separarse de las articulaciones. Noto un violento espasmo final, y después nada más. La crepuscular se ha quedado quieta. Se ha ahogado.
Abro los ojos para intentar ver el fondo, pero sólo encuentro oscuridad. Lo único que puedo hacer ahora es seguir hundiéndome en el abismo, centímetro a centímetro. Después me viene a la cabeza una idea escalofriante. ¿Y si en lugar de tocar fondo, toco a Sissy? Su cuerpo ahogado que bloquea el paso, su ropa ondeando alrededor, su cara hinchada y sin expresión mientras el pelo se revuelve a cámara lenta. Aprieto los ojos como para eliminar la imagen de mi mente, para apartarla de mis pensamientos. Busco a tientas. La temperatura está bajando. Percibo el sonido de la sangre en mis oídos…
No voy a lograrlo. Ya no me queda nada de aire. Un delirio punzante me domina la cabeza: unas garras afiladas como cuchillas me cortan el pecho. Sólo quiero que terminen estos espasmos, que pase la fase final del ahogamiento y que llegue el reposo y, con él, la muerte. Pero entonces toco algo con los dedos. No la suavidad de la piel, sino la dureza maravillosa del metal. El fondo del pozo. Me sacudo a los lados con la intención de localizar la abertura donde la rampa se curva hacia el otro lado de la pared. No logro encontrarla. Sólo consigo verla cuando sigo empujando el cuerpo hacia abajo y toco el fondo con la cabeza. Está delante de mi cara. Es horriblemente pequeña. No lograré que me pasen los hombros. Tal vez sí. Tal vez no. Extiendo los brazos. No me queda otra que ahogarme en el intento. Este trecho horizontal no es largo. De hecho, es lo suficientemente corto como para que pueda tocar la otra punta con las manos. Agarrándome ahí, me impulso con fuerza y logro embutir la cabeza y los hombros. La cabeza se va deslizando hasta que llega a la altura de las manos y logro ver el otro hueco vertical. Este lado es mucho más ancho. Sólo tengo que conseguir meter el cuerpo y, después, dar patadas. Segundos. Sólo necesito unos segundos para conseguir aire.
Sin embargo, me atasco. Algo me obstruye el camino: la crepuscular. Aunque se ha ahogado, su mano sigue atrapada entre los pedazos de mi ropa. La arrastro conmigo, un peso muerto en algún lugar del pozo. Empujo con más fuerza y noto que cede un poco. Ahora logro salir de la rampa horizontal y entrar en el hueco vertical más ancho. Pero de nuevo siento que mi progreso se ve obstaculizado. La mano, muerta e inmóvil, sigue alojada en mis pantalones, y no importa cuántas patadas le dé, no logro que se suelte. Estoy atrapado. Incluso ahogada, la crepuscular se ha convertido en mi atadura mortal. Así que éste es el fin. Solo en una tumba fría y acuosa, el mundo se ha vuelto negro. La condensación de mi vida, la soledad, el desconcierto, la desesperación convergen en este estrecho ataúd. Ahora mi cuerpo se afloja, se libera de la tensión. Un espasmo, y después nada. Los músculos se relajan. Hasta el riego de sangre en los oídos es cada vez más lento y suave. Los dedos se me ablandan y los brazos, al flotar, parecen rastros gemelos de humo por encima de una pira funeraria. No está tan mal, la muerte. Es sólo que le ha costado mucho llegar hasta aquí. Todos estos años. Por encima de mí aparece un ángel, una silueta gris. Lleva el pelo hacia atrás, tiene los ojos grandes, que flotan como dos palomas. Cuando me alcanza con sus brazos finos y lisos como la arcilla, yo ya estoy listo. Tira de mí una vez, dos. Estoy inmovilizado. Su cuerpo baja un poco más.
Algo se me suelta de la pierna, y el ángel me arrastra. La liberación es distante y trivial. Suave y transmitiendo seguridad, noto la presión de su cuerpo cálido contra mi espalda. Es un ascenso lento, me coge por debajo de las axilas con los brazos, las paredes negras se deslizan por delante de nosotros a medida que flotamos y dejamos el pozo, pasamos el techo del Vastnario, las nubes, las estrellas, el cielo, salvo que no hay estrellas, ni ángeles cantando, ni calles de oro, ni leche, ni miel, ni fruta, ni sol, sólo tinieblas, y después ya no hay nada más.