Sus palabras me llegan con la fuerza de una bofetada. Me tiemblan las rodillas.
—¿Está vivo? ¿Dónde? —me oigo decir a mí mismo. Mis palabras suenan como si estuvieran a miles de kilómetros, perdidas en el remolino de pensamientos que se me agitan en la mente.
Claire va a decir algo, pero después sacude la cabeza.
—No hay tiempo —murmura, como para sus adentros—. Ven por aquí.
Camina hasta el otro lado de la habitación, aparta unos cartones y unas cajas vacías, y entonces queda al descubierto una puerta pequeña.
—No puede ser —tartamudeo—. Dime que no está ahí.
—Pues claro que no. No seas ridículo. —Abre la puerta y entra. La sigo. Acto seguido, oigo el chasquido del plástico, y la habitación queda iluminada por un verde brillante.
En realidad se trata de un pasillo largo, que desaparece entre las sombras lejanas. Por las paredes, como grandes mariposas clavadas con alfileres, hay colgados varios artilugios que parecen cometas enormes de gran envergadura.
—Estamos en el interior de la muralla.
—¿Qué es esto?
—Se llaman «alas delta».
Toco la tela de la que tengo más cerca. Es de un material plástico sintético.
—Al principio, cuando la Misión se tomaba en serio su papel de enclave, las exploraciones del territorio solían hacerse en ala delta. Siempre bajo la protección de la luz del día. Para vigilar a los crepusculares. Con el fin de asegurarse de que se quedaban en la ciudad, de que no salían a viajar por el desierto.
Miro las decenas de alas delta ensombrecidas que cuelgan de arriba abajo en la pared.
—¿Por qué se dejó de volar?
—Los superiores engordaron y llegó un momento en que ya no podían manejarlas. Además, lo prohibieron después de que unas chicas huyeran volando. Eso es lo que se rumorea. Ahora nadie puede utilizarlas: los superiores están demasiado gordos, y las chicas no pueden correr para despegar debido al tamaño de sus pies. Tampoco es que le importe a nadie. Todo el mundo se ha olvidado de que existen.
Camino por el pasillo con un quemabrillo, con el rectángulo de luz verde tocando las paredes a mí alrededor, que revela la existencia de más alas delta cubiertas de polvo.
—¿Aún funcionan?
Ella sonríe con aire de superioridad.
—No llegarías muy lejos. Todas están en mal estado. Las que funcionaban ya no están: quedaron calcinadas hace muchos años. —Me ve fruncir el ceño—. Las quemaron en una gran hoguera por orden de los superiores. Creo que este pasillo era el taller de reparación. Se olvidaron de éstas.
Retrocedo y toco la que está más cerca de la puerta. Tiene una gran envergadura, y el material sintético es de colores vivos.
—Esta parece nueva.
Claire asiente.
—Hasta cierto punto. Es la única que vuela.
—¿Mi padre?
Le pasa el dedo por encima con cariño.
—La hizo él. Era el modelo de entrenamiento. Pueden volar dos personas a la vez. Tu padre y yo salíamos a volar juntos. Él me enseñó.
—¿Volaba mucho?
—Sí. En secreto, por supuesto, y de noche. Los superiores no lo habrían permitido nunca. Después de que lo desterraran a la cabaña, se libró de su mirada controladora y podía volar más. Allí tenía una ala delta.
Asiento al recordar la que había en la pared de la cabaña.
—¿Adónde iba?
—A todas partes. A algún lugar. No sé.
Deslizo un dedo por uno de ellos. Se me ocurre una idea.
—Mi padre utilizó una para escapar —exclamo con gran excitación—. Los superiores no podían permitir que los aldeanos se enteraran de la huida. Por eso se inventaron una historia sobre su suicidio. He dado en el clavo, ¿verdad?
Claire asiente.
—Pues entonces ¿adónde fue?
Pero ella niega con la cabeza.
—No puedo decírtelo si no haces algo.
—¿Qué quieres decir?
Ella se cruza de brazos.
—No puedo decirte dónde está ni cómo llegar hasta él a menos que me enseñes el Origen.
—¿Me tomas el pelo? No tengo nada que enseñarte. Es pura palabrería, teorías sin fundamento. ¡Dime dónde está mi padre ya!
—Me hizo jurar que no te lo contaría hasta que presentaras el Origen. Porque ésa es tu misión, Gene: llevarle el Origen a tu padre.
Respiro hondo, preso de la frustración.
—Vale. Como quieras. Lo tienes delante de tus narices.
Durante unos instantes está confundida, y me mira el cuerpo de arriba abajo.
—¿Dónde…? —pregunta con un hilo de voz. Niega con la cabeza y empieza a ponerse el gorro de lana—. Me estás haciendo perder el tiempo. Si lo único que vas a hacer es bromear sobre esto, entonces…
—¡No! Hablo en serio.
—No puede ser…
—¡Claire! Te digo lo que sé —le suplico haciendo aspavientos—. Mira, me imagino que mi padre insinuó que el Origen tenía algo que ver con unos caracteres, una tipografía o algo así. Lo hizo, ¿no?
Me mira con recelo.
—«Gene.» Es obvio, aunque a todo el mundo se le pase por alto. Es el tipo de pista que mi padre ponía delante de la gente. Evidente pero, a la vez, invisible.
—¡Basta!
—No, en serio. Está en mis genes. Soy yo. ¡Yo soy el Origen!
Concentrada, observa las partes de mi cuerpo: el cuello, el pecho y los brazos. Veo cómo pronuncia «el Origen» y se queda aún más pálida.
—Y ahora dime, ¿dónde está mi padre?
Un estallido de irritación le invade los ojos.
—Se supone que sólo debo decírtelo si estoy absolutamente segura de que tienes el Origen. Y no lo estoy, pero ya no queda tiempo para la seguridad.
—Comprendido. Ahora dime dónde está.
—Al este.
—¿Al este? No hay nada al este de aquí. —Miro a mí alrededor, al público mudo formado por las alas delta, a la extraña chica de pelo blanco que parece un duende—. ¿Sabes? ¿Por qué debería creerte? Nada de lo que dices tiene sentido. ¿Cómo sé que no te lo estás inventando?
—Tu padre dijo que quizá no me creerías, y por eso me pidió que te enseñara algo.
Se va hasta un pequeño baúl de madera que hay escondido entre sombras en la esquina, y abre la tapa. Cuando se da la vuelta, tiene un modelo de avión en la mano. La caja torácica se me contrae, y me estruja los pulmones. Lo reconozco: es el modelo teledirigido que mi padre echó a volar desde el tejado de su trabajo, desde el rascacielos más alto de la metrópolis crepuscular. Es más pequeño de lo que lo recordaba, la superficie cromada ha perdido color y está abollada, pero cuando lo miro más de cerca es innegable. Es exactamente el mismo.
—Me dijo que lo había programado para que volara hasta un punto en concreto. Sabía exactamente dónde iba a aterrizar. Y años más tarde, cuando volvió a la Misión, lo encontró sin problemas. Abollado, roto, oxidado, y enredado entre las copas de los árboles, pero a una distancia de menos de cien metros de donde se suponía que debía aterrizar.
Le doy la vuelta y lo miro. Lo han arreglado y le han dado una capa de barniz. Y hay algo escrito. En la parte inferior de las alas, veo la misma letra cursiva inconfundible que he llegado a reconocer después de leer los diarios de mi padre. Sólo cuatro palabras.
—«Sigue el río hacia el este» —susurro.
—Tienes que ir al este —me dice Claire con dulzura—. Iremos al este. Te llevaré hasta allí con esta ala delta para dos. —Sus ojos salen disparados hacia abajo con una curiosa expresión de culpabilidad—. Seguiremos el río. Sale al otro lado a través de la montaña. Después, hacia el este durante todo el trayecto.
—Allí no hay nada. Está todo yermo. Es una tierra vacía.
—Está tu padre. En un lugar que describió como la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol.
Lo único que logro hacer es darle la vuelta al avión y acariciar las frías placas metálicas.
—Es tu propósito en la vida, Gene. Eso es lo que me dijo tu padre. Toda tu vida se reduce a esto: ir al este con el Origen. Es lo único que importa. Es para lo que naciste. Tu misión.
En el exterior se oyen voces que gritan. Están cada vez más cerca, y puede que hayan llegado a la muralla. Claire empieza a hablar apurada.
—Tenemos que partir esta noche, pero no ahora. Al menos, no con los superiores siguiéndonos los talones. Además, tengo que volver a mi habitación para recoger la bolsa de reservas que he escondido. El viaje nos llevará unos días. Nos encontramos aquí dentro de una hora.
—¿Y mis amigos? No puedo dejarlos tirados.
Duda, y en su rostro vuelve a surgir la misma expresión de culpabilidad que le he visto hace unos momentos.
—Quizá sólo Sissy… —empieza a decir, pero después sacude la cabeza—. No, en el ala delta sólo hay espacio para ti y para mí —resume, nerviosa. En los ojos se le ve un brillo que delata sentimiento de culpa y de estar haciendo algo mal.
—Tenemos que llevar a los demás también. —Sacudo la cabeza—. Pero ¿qué digo? Tengo demasiadas preguntas…
—Y habrá tiempo suficiente para hacerlas cuando estemos en el aire. —Me hace cruzar la puerta, y deja los quemabrillos apagándose dentro cuando la cierra. Una vez en la oscuridad, vuelve a colocar los cartones y cajones donde estaban, y se desplaza con sigilo hasta una ventana minúscula—. Ya vienen. —Se vuelve hacia mí—. Saldré por aquí, y después por la muralla. Tú eres demasiado grande y no cabes. Baja la escalera y tropiézate con ellos. Diles que estabas explorando. —Se pone la capucha—. Nos vamos esta noche. Vuelve aquí dentro de una hora. No se lo digas a nadie. ¿Vale?
—No, no vale.
Pero es como si no me escuchara. Pone un pie en la ventana, y se detiene.
—Tu padre me contó una cosa. A veces volaba hasta la metrópolis crepuscular. Tardaba un día en ir y volver, pero quería verte. Aunque fuera desde lejos y desde arriba, en el cielo.
La agarro del brazo.
—¿Por qué te quedaste? Si la Tierra de la Leche y la Miel existe realmente, ¿por qué no te has ido tú?
Ella se suelta y se mete por la ventana hasta quedar agazapada sobre el alféizar, con medio cuerpo fuera.
—Porque tu padre me pidió que me quedara. A esperarte. —Me mira a los ojos—. Es un buen hombre. Haría cualquier cosa que me pidiera.
Y dicho esto, se va, desaparece en la noche corriendo por la muralla.