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—¿Cómo? —tartamudeo. Tengo demasiados pensamientos dando vueltas a la vez en mi cabeza. Me acerco más a la chica, y de repente me tiemblan las piernas.

—Desde el mismo momento en que te vi —asegura con una sonrisa triste—, sabía que tenías que ser tú. Su hijo.

—¿Te habló de mí?

—Sabía que no podía ser ninguno de los otros chicos: eran demasiado pequeños. Y el otro mayor, Epap, simplemente no lo parecía. Pero tú, sí. Por tus venas corre la misma decisión. Y misma mirada de enfado y tristeza a partes iguales.

—¡Claire! ¿De qué hablas? —La agarro del codo—. ¿Cómo sabes tantas cosas? —Ahora parece asustada y aflojo un poco.

—¿Tienes el Origen? Te lo contaré todo, te lo prometo, pero por favor, dímelo: ¿tienes el Origen?

Le suelto el brazo.

—No lo sé. No estoy seguro, pero dime qué ocurre aquí. Explícamelo todo.

Ella aleja la mirada hacia el campo tenebroso que termina cuesta abajo en un precipicio negro. Por aquí y por allá, el paisaje está lleno de rocas.

—No dispongo de mucho tiempo. Nos han seguido. Te han seguido. Antes habéis irritado de verdad a los superiores en la estación.

—Ya lo superarán.

—No, no lo harán. Créeme.

—Vale, no te preocupes. No nos ha seguido nadie. Deja de imaginarte…

—Nadie me ha seguido a mí. He sido tan silenciosa como un ratón, pero alguien te ha seguido a ti. Te mueves con la misma sutileza que el bramido de una avalancha. —Señala hacia un grupo de casas—. Mira allí. Se ve a dos personas. Ven por aquí.

Tiene razón. Dos manchas grises caminan con cuidado bordeando el sendero, con las cabezas gachas. Nos han localizado.

—Date prisa, pues.

Comienza a hablar sin vacilaciones. Expone las ideas de manera lógica: le fluyen las frases como si las hubiera estado practicando.

—Me dijo que esta canción llamaría la atención de su hijo. Una prueba infalible. Y tenía razón. —Sonríe—. Todos los días la ensayaba de memoria para no olvidarme de ella.

—¿Por qué has esperado tanto? Ya hace un par de días que me recuperé.

—Lo he intentado, créeme. Pero no podía cantar la canción por los tejados. La letra es subversiva, y los superiores me habrían machacado. No, tenía que esperar el momento oportuno.

—Esta noche.

—Está lejos de ser el momento ideal, con todo el mundo de los nervios por lo que ha ocurrido en la estación. No obstante, dado que vuestra marcha a la Civilización es inminente, no me quedaba más remedio.

Miro hacia el campo. Los dos hombres están agachados, y examinan el suelo. Se dirigen a la muralla.

—Rápido, cuéntamelo todo.

Ella coge aire.

—La Misión se construyó hace décadas…

—Ve al grano. Imagínate que ya llevamos cinco minutos de conversación. Cuéntame qué pasa.

Ella sacude la cabeza.

—No es tan sencillo. Tengo que contarte acerca de…

Frustrado, dejo escapar el aire.

—Date prisa. Por favor.

Ella suspira.

—Dime qué sabes y partiremos de ahí.

—Aquí fue donde mi padre se convirtió en un ermitaño —le resumo de prisa—. Al parecer, tenía delirios sobre una cura para los crepusculares: el Origen. Al final tuvieron que recluirlo en la cabaña donde nos encontraste. Y ahí fue donde se suicidó.

Ella no responde. Se limita a mirar en la dirección de las dos figuras que se aproximan. Cada vez están más cerca. Me coge del brazo y me lleva rápidamente a la habitación de la torre. Cierra la puerta y quedamos sumidos en las tinieblas. Se oye un crujido de plástico, y después otro. La habitación se vuelve verde.

—La mayor parte de lo que has dicho es verdad —me indica mientras me pasa un quemabrillo—. A tu padre le costó encajar de nuevo en la comunidad de la Misión. Afirmaba que las cosas habían cambiado a peor, y acusaba a Krugman de dirigir… —hace una pausa para recordar el término exacto— una «dictadura totalitaria». Los superiores no sabían qué hacer con él. Algunos pensaban que era un cáncer para la moral de la aldea, y querían que regresara a la Civilización. Otros creían que aún aportaba cosas importantes y que, con el tiempo, podría ser una ventaja. Así que llegaron a un compromiso: podría quedarse, pero lejos de la aldea. Lo dejaron vivir en la cabaña.

—¿Completamente solo?

Asiente.

—Me convirtieron en su recadera. Dos veces a la semana le llevaba medicamentos y provisiones. Por eso no me vendaron los pies y dejaron que me crecieran como los de los hombres: tenía que recorrer muchos kilómetros y subir por la escalera de cable. Al principio lo detestaba, sobre todo por lo grandes y feos que los tenía. Las otras chicas se mofaban de mí sin compasión. «Pies de hombre, pies de hombre.» —Hace una mueca al recordarlo—. Pero después aprendí a disfrutar de la soledad de la excursión. Y, finalmente, de su compañía. Al principio me ofrecía un vaso de agua. Después, algún aperitivo. Con el tiempo, empezamos a comer juntos. Al cabo de unos meses, estábamos bastante unidos. Me habló de su familia, de su esposa, y de sus hijos. De ti. Donde trabajaba…

—¿Qué te dijo? —preguntó en voz alta.

—¿Cómo?

—Sobre mí. ¿Qué te dijo sobre mí? —Las palabras me salen a trompicones, unas por encima de las otras, como si fueran aparatosos bloques de madera que rodasen escaleras abajo.

—Que un día vendrías. Estaba seguro de ello.

Cambio de postura.

—¿Algo más?

Ella levanta las manos en señal de exasperación.

—¡Deja de interrumpirme! Tengo que contártelo en orden, o me olvidaré de algún detalle importante…

—No. Ve al grano ya. Dime qué más dijo sobre mí.

Respira hondo.

—Muy bien.

Del exterior llega el sonido distante de las voces, que cada vez están más cerca.

—Dijo que eras un chico que había nacido con una misión. Con un destino concreto.

—¿Yo?

—Que tienes un propósito, una vocación. Que tu vida es más importante de lo que te podrías llegar a imaginar. —Se quita la capucha—. ¿Por qué me miras así?

—No sé de qué me hablas. Mi padre nunca me dijo nada de eso. ¿Qué misión?

—Se supone que tengo que explicártelo de manera gradual.

—Últimamente no ha habido nada gradual, ni sencillo. Dímelo y punto.

Da unos pasos y se acerca hacia mí. No me quita ojo de encima.

—No te sorprendas ni te asustes por lo que te voy a contar.

—¿Cuál es mi misión, Claire?

—No subas a ese tren, Gene. —Clava la mirada en la mía—. Ni mañana ni pasado. Ni nunca. Tienes que ir a otro sitio.

Me quedo observando su rostro, tratando de entender algo.

—¿Cómo? ¿Adónde?

—A donde está tu padre. Sigue vivo.