Esperamos a que llegue el amanecer. Nos agrupamos en la habitación alrededor de las mochilas, listos para salir al primer atisbo de luz. Sissy, Epap y yo hemos trazado un plan: seguiremos las vías del tren. A pie. El viaje nos puede llevar varias semanas, si no meses, pero por lo menos seremos libres y no nos quedaremos atrapados en el interior de un vagón. Podemos buscar comida y cazar. Una vez estemos cerca de nuestro destino, lograremos verlo desde lejos, y entonces decidiremos si debemos proceder o no. Es la capacidad de determinar nuestro propio destino la que nos acaba de convencer.
Sissy quiere partir de inmediato, pero yo le quito la idea de la cabeza. La oscuridad en el bosque sería tan densa que estaríamos a total merced de los peligros invisibles. Será mejor esperar a que haya luz. Además, no podremos cruzar el puente hasta que haya bajado mañana. Es preferible que ahora nos refugiemos, no pasemos frío y reservemos energías. Y durmamos, si es posible. Reunidos frente al hogar, observamos el fuego. Ben tiene sed. Sissy y Epap cogen una jarra y se van al río; al volver tenemos agua suficiente para todos. No hay nadie fuera, todo está en silencio, nos dicen. La noche se acentúa, se pone densa y amenazante. En la aldea no hay nada de luz, ni una vela encendida. El aire nocturno es ominoso.
Al final, la fatiga hace mella y nos empuja a dormir. Decidimos establecer turnos de una hora. A la primera señal de problemas, huiremos juntos. Como aún estoy acelerado por la pelea de la estación, me ofrezco voluntario para hacer la primera guardia. Creo que puedo tardar unas cuantas horas en dormirme. Estoy solo, y la casa se ha quedado en silencio. Pasan los minutos, creo que oigo leves ronquidos. Mi aliento empaña los cristales de la ventana, y después desaparece para resurgir unos segundos después, como un fantasma efímero.
Poco a poco y con delicadeza me llega la melodía de una canción. Al principio creo que es uno de los chicos que está cantando en la otra planta. Sin embargo, la voz cobra fuerza, distingo la letra, y me doy cuenta de que no viene del piso de arriba sino del exterior. Me inclino hacia delante y miro por el cristal empañado. Negro carbón fuera, no se puede ver nada. Abro la ventana y la voz me llega nítida. No hay absolutamente nada extraño en el hecho de que se cante en la Misión, pero en esta cadencia hay algo sorprendentemente distinto. Para empezar, se trata de una sola voz. Básica, casi desnuda en comparación con la manera habitual de cantar en coro. Y algo más. La voz está imbuida de un desconsuelo atormentado, no se trata de la alegre exuberancia habitual, las letras carecen del optimismo edulcorado de costumbre.
Señor y Dios de la Fuerza
Protégeme y sostenme esta noche.
Señor y Dios de la Fuerza
Esta noche y todas las demás.
Helado en el cristal, mi aliento se acelera. Conozco esa canción. Es una nana que me cantaba mi madre. La voz no encaja en absoluto, por supuesto. La de mi madre —lo único que recuerdo de ella— era suave y melódica, mientras que ésta traquetea como una cadena pesada. Aun así, la melodía es exactamente la misma. Hasta la letra, y eso que no me la sé, recae en los mismos puntos, como una llave perdida en una cerradura olvidada.
En cuestión de segundos, salgo a la puerta y al frío de la noche. La canción se interrumpe, pero no antes de que logre ver una nube gris retirándose. Salgo detrás. Es alguien rápido, tiene que ser un hombre. Las chicas de la aldea, limitadas por sus pies de loto, jamás podrían acercarse a esta velocidad.
—¡Eh, tú! ¡Espera!
Ni mira atrás ni disminuye el ritmo. Todo lo contrario: lo aumenta. Se esconde detrás de una casa. Cuando llego hasta allí, no se le ve por ningún lado. Sólo hay silencio y negrura. Entonces, allí está: entre las sombras, su figura delgada cruza por el campo hacia la muralla. El pelo blanco destella en la penumbra. Ya sé quién es.
—¡Claire!
Ella sigue en marcha. Ya estoy en la hierba. Intento mantener el ritmo. Unos minutos más tarde, llega a la muralla. Desaparece entre sombras como una piedra que cae en un lago negro. Está, y después deja de estarlo. Cuando llego, toco el frío acero negro. Es liso. No hay ninguna indicación de que sea el punto de entrada. Pero entonces veo sus huellas, pequeñas manchas plateadas en el rocío al lado de la pared y que van en dirección a la esquina de la torre. Corro y encuentro una puerta. La abro, y entonces estoy dentro. Oigo sus botas por la escalera de espiral.
—¡Espera, Claire! —grito. El eco llega en ondas cada vez más reducidas que me sobresaltan. Subo la escalera. Mis pisadas retumban sobre el metal.
No está en el interior. La puerta que da a la parte superior de la muralla está abierta. Cuando salgo, la veo en medio, mirando a la cordillera salpicada por la luna. Me está esperando. No se da la vuelta hasta que me detengo a unos metros de donde está. Aun así, espera y respira con regularidad, con calma. Al final se vuelve. Tiene los ojos húmedos y relucientes.
—Sabía que eras tú. Eres exactamente igual que como te describía tu padre.