31

Sissy y yo nos colamos por los márgenes del bosque, donde no les resultará tan fácil vernos. En el otro lado de la península, llegamos a un gran claro. Justo en el medio se ubica lo que parece ser una estación de tren. Ya hay decenas de chicas en los andenes, ocupadas con sus quehaceres. Nos agazapamos detrás de una pícea negra en la linde del bosque. La luz de la lima forma puntitos en el suelo a través de las ramas. Entre los dos andenes hay un tren. El vapor sale de la locomotora, donde está el motor, aún caliente por el largo viaje, silba mientras pierde fuerza. Por lo menos hay doce vagones detrás de ése, como si fuera una cadena metálica negra. Rematado con unas barras de acero, cada vagón tiene aspecto de horrible jaula grande. Los barrotes, tan cercanos entre ellos que hacen imposible que ni siquiera un niño se pueda colar, dejan el interior expuesto a los elementos del exterior: la lluvia, la nieve o el viento. Y lo que es más importante: el sol. En otras palabras, estos coches están fabricados a prueba de crepusculares. Incluso el suelo está hecho de una malla de acero. A cualquier polizón crepuscular

A que subiera le resultaría difícil ampararse del sol. Al cabo de pocos minutos, quedaría reducido a un charco, se filtraría por el suelo de malla y se arrastraría durante millas entre las vías del tren.

Estos vagones almacenan todo tipo de artículos, desde latas, botellas y jarras almacenadas en grandes cajas de plástico transparentes hasta mesas y sillas perfectamente dispuestas como si se tratara de las piezas de un rompecabezas. En el interior de unos baúles de cristal refrigerados con sistema de suspensión neumática hay botellas de vino, whisky y cerveza.

—Mira —susurro.

En el andén que tenemos más cerca, una chica coge una manguera que hay unida a una especie de generador. Se separa, se inclina para tener apoyo y pulsa un botón. De la manguera sale un chorro de agua continuo. La fuerza de la propulsión es tal que sale despedida unos pasos atrás antes de recomponerse. Al empezar a rociar el contenido del vagón, una decena de muchachas más sigue su ejemplo en ambos andenes. Dispuestas a lo largo del tren, cada una manipula su propia manguera. De repente queda claro: su prioridad máxima es limpiar las cajas de plástico y los contenedores. No se dejan ni un centímetro. Limpian incluso la parte inferior de cada compartimento. Una neblina de agua envuelve el tren.

Unos grupos reducidos de superiores que caminan a lo largo de cada andén con carpetas en la mano. Si se proponen hacer un inventario del cargamento, no parecen tener prisa. Llegan tranquilamente al último vagón, donde hay un grupo de chicas.

—Acerquémonos más —propone Sissy.

Salimos corriendo a cobijarnos bajo los árboles, y después avanzamos entre las hierbas del campo. Nadie nos ve, pues toda la atención se centra en el tren. Y, sobre todo, en el último vagón. Los superiores que se concentran allí ordenan a las jóvenes que dejen de limpiar. Apagan el generador y los chorros de agua se transforman en gotas. La nube neblinosa empieza a disiparse de manera paulatina. Poco a poco, el vagón de barrotes emerge entre la bruma. Sissy me coge de la mano y aprieta fuerte. En el interior del compartimento, con el agua goteando entre los barrotes metálicos, se mueve algo.

***

Somos los únicos que nos ponemos tensos. Nadie chilla ni se inmuta en el andén. Una silueta se mueve y después se desplaza, arrastrándose hasta el borde. Más formas emergen en el interior del vagón. Se mueven con incongruencia como olas en un mar revuelto. Al irse apagando el zumbido de los generadores, surgen otros sonidos: balidos, graznidos y gruñidos de miedo, cansancio y hambre. Espiro por la nariz. Siento un alivio notable en el pecho mientras busco la mano de Sissy.

—¿Qué es? —me pregunta.

—Ganado. —Me mira cuestionándome, intentando comprender—. A los crepusculares les encanta comer según qué animales. Vacas, pollos y cerdos, por ejemplo. Su apetito por ese tipo de carnes no es nada comparado con el ansia que sienten por la nuestra, por supuesto; pero, aun así, les gustan. Han conseguido que esos animales escaseen. Ese tipo de alimento queda limitado a las élites en las ocasiones más especiales. El público en general no llega nunca a consumirlo. La mayoría pasa con productos cárnicos artificiales, sintetizados. Sissy —le explico cada vez más entusiasmado—, nunca regalarían este ganado. Y menos para dárselo a los humanos.

Sissy abre los ojos al darse cuenta.

—Lo que significa que lo que hay al otro lado de las vías…

—… es más que probable que no sean crepusculares —termino la frase mientras le aprieto la mano—. Tiene que ser un lugar habitado por los nuestros. ¡La Civilización es la tierra prometida! Jacob tiene razón: nos hemos estado preocupando por nada.

Sissy recorre las vías con la mirada hasta que desaparecen en la oscuridad. Continúo hablando:

—Pensaba que la carne que comíamos aquí procedía de la granja. Que no venía de otro lugar. Pero ahora tiene lógica. Teniendo en cuenta el ritmo al que la consumimos, no sería posible mantener aquí al ganado. La mayoría de carne tenía que venir de fuera.

No obstante, al volver la cabeza, Sissy mira en sentido inverso. Se le tensa la mandíbula como si se tratara de un acantilado de granito bajo la luz de la luna. Me mira con el rabillo del ojo, y después baja la vista hasta su antebrazo. A su piel marcada.

—No sé, Gene —susurra mientras frunce el ceño. Se muerde el labio inferior—. Seré excesivamente cautelosa, pero necesito más pruebas.

En silencio observamos la actividad del andén. Llegan más superiores. Se oyen risas, el placer que les produce el cargamento es evidente. Algunos están abriendo los baúles que contienen el alcohol y descorchan botellas. Oigo las carcajadas de Krugman que invaden el aire nocturno segundos antes de que su cara aparezca en el campo de visión. Ha agarrado dos botellas como si estuviera estrangulando un par de ocas.

Las chicas trabajan en bloque con movimientos silenciosos y coordinados; hileras de muchachas salen de la estación cargando contenedores mientras otras, ahora con las manos vacías, vuelven como una marea. Se mueven despacio con sin pies diminutos, pero el gran número asegura el progreso regular de la actividad. Habrán terminado de descargar al amanecer, o al mediodía, como muy tarde. Entonces el tren estará listo para partir y hacer su viaje de vuelta. Sissy sabe lo que eso significa. Tiene que tomar una decisión lo antes posible, pero la incertidumbre pesa en su rostro.

—Se me ha ocurrido una idea. —Cambio de posición para poder situarme frente a ella mientras le pongo las manos en los hombros—. Me subiré al tren. Sólo yo. Los chicos y tú os quedáis aquí. No, escúchame. Iré a donde sea que llegue el final de las vías. Si es lo que esperamos que sea, si de verdad es la tierra prometida, volveré en el próximo tren para recogeros, y después nos iremos todos juntos.

—¿Y si…?

—Si no logro volver, sabrás que no tenéis que ir.

Mientras termino de hablar ella sigue negando con la cabeza, aunque cada vez más despacio. En su cara se lee la sombra de una duda. El plan tiene sentido, y lo sabe. Pero luego me mira a los ojos.

—Ni hablar.

—Sissy…

—No, no quieras interpretar el papel de héroe sacrificado.

—No intento interpretar ningún papel. Piénsatelo bien. Con mi plan, los chicos y tú seguís juntos. ¿No es eso lo que quieres?

Vacila por unos instantes.

—Lo que quiero es que no nos separemos.

—Los chicos se las arreglarán sin mí.

Me pone la mano en la mejilla.

—Cuando he dicho «que no nos separemos», me refería a ti y a mí.

Le quito las manos del hombro.

—Sissy…

—No quiero estar sin ti. —La brisa sopla por el campo y le agita el pelo en la cara. Entre los mechones que le tapan el rostro, su mirada, severa e intensa, se encuentra con la mía. La luz de la luna inunda sus ojos de plata. Después, es como si todo sonido se esfumara, la brisa susurrando por la hierba, las voces de la estación de tren, el mugido del ganado, todo se disipa. Como si el único sonido que quedara en el universo fuera su voz—. No quiero que nos separemos —susurra—. Ni una semana. Ni un día. Ni siquiera una hora, Gene.

Le aparto los mechones de pelo de la cara y se los coloco detrás de la oreja; ella apoya la cabeza en la palma de mi mano y hace presión con las mejillas. Yo hago una pausa para reflexionar. Debe de haber notado, por la manera en que se me contraen las pupilas, que la determinación me ha hecho ponerme rígido: en cuanto separo mi cuerpo, se dispone a detenerme. Pero ya es demasiado tarde.

—¡Gene! ¡No!

Salgo a la carrera hacia la estación, corriendo campo a través. La oigo venir por detrás, persiguiéndome entre la hierba. Sin embargo, le llevo bastante ventaja. Subo de tres en tres los escalones que llevan al andén.

—¡Krugman! —Está en medio de la estación. Voy corriendo hacia él mientras montones de chicas se van—. Voy a subir al tren —le advierto en cuanto llego a donde está. Intento coger aire y hablar a la vez—. Pero sólo yo. Los demás se quedarán aquí esperando a que regrese. Sólo entonces nos iremos todos juntos.

Sissy llega segundos después.

—Sea lo que sea lo que le haya dicho, no va a ocurrir. —Ahora se vuelve a mí, y la rabia bulle en su rostro—. No vas a subir a ese tren.

—Déjame que haga esto yo solo.

Krugman empieza a reír a mandíbula batiente. Le da fuertes pisotones al suelo, como si estuviera bailando. Los superiores que hay a sus espaldas se miran entre ellos y sonríen. Algunos, como su líder, ríen a carcajadas.

—Vaya, vaya —dice Krugman frotándose la panza—, acabo de presenciar una riña de enamorados. Quién me iba a decir que sería tan divertido de ver. ¡Tan dramático!

Pero entonces se le acaba el buen humor y las risas terminan bruscamente. Los superiores también dejan de sonreír y bajan los labios para cubrirse las dentaduras. Krugman se nos queda mirando. Sus mejillas abultadas se relajan.

—El asunto es que no viene al caso. Esta discusión carece de importancia. Todos vais a subir al tren. Ya leísteis la orden oficial de la Civilización: haréis el viaje. Todos. Fin de la discusión. El tren debería estar listo para partir en las próximas horas.

Sissy pronuncia sus próximas palabras tranquilamente y en voz baja. Sin embargo, los superiores se ríen a cada sílaba.

—Ni hablar. No pensamos subir.

Krugman mete la barbilla y la mira enfadado:

—Y ¿qué te ha hecho salirte de tus casillas?

Ella responde casi entre susurros.

—Supongo que ya es evidente, así que lo diré. Albergamos nuestras dudas sobre la Civilización. No sabemos si ese lugar es como usted nos lo ha pintado.

—Ya me lo imaginaba. —Espira poco a poco. La flema que tiene en la garganta se combina con el hedor de su halitosis—. Intentaré no sentirme ofendido por esta aparente falta de confianza en mí. Intentaré no sentirme… traicionado. ¿Es una palabra demasiado fuerte? No, no lo creo. Por este rumor descabellado de que, por algún motivo, os he mentido acerca de la Civilización. —Escupe al suelo, y la flema, tan grande como una caca de pájaro, es de un tono amarillo ácido, medio sólida y moteada con pequeñas burbujas—. Después de todo lo que he hecho por vosotros, después de todo lo que os he ofrecido, ¿es esto lo que me dais a cambio? Ya no se trata sólo de ingratitud, sino también de sospechas. Vamos, ¿qué he hecho para merecer esta desconfianza?

—Diga lo primero que se le ocurra —le desafía Sissy, y sus palabras cortan el ambiente tenso como si fueran un cuchillo.

Krugman sonríe, después se inclina para examinar su antebrazo. Saca ligeramente la lengua por la comisura de los labios.

—Creo que se te está infectando —aventura, con una minúscula sonrisa despectiva. Ella aparta el brazo de su vista.

»Os he tratado como invitados en mi casa. Aun así, es mi hogar. Hay unas normas y reglas que todo el mundo, incluso los invitados de honor, deben respetar. Lo siento si elegisteis entrar en conflicto con ellas: así lo habéis querido.

Mira a las chicas con afecto. Ellas, a su vez, bajan la mirada y se repliegan con timidez.

—Los estatutos y preceptos sobre los que tan mala opinión tenéis no son más que la base que le confiere calor y comodidad a esta comunidad.

—Disculpe usted, pero aquí no siento mucho calor ni comodidad —replica Sissy.

—Vaya, vaya, hoy estáis que os salís, ¿eh? —Chasquea los dedos y una chica se acerca con unos vasos de whisky en una bandeja. Se toma una copa de un trago y se limpia la boca con el dorso de la mano de manera tosca, así que le queda un rastro de bebida en la mejilla—. Dejadme que os haga una sugerencia. Hoy habéis tenido un día muy duro, de acuerdo. Parecéis cansados. ¿Por qué no os relajáis durante las próximas horas? Convertid la Misión en vuestro retiro espiritual. Hasta que mañana todos vosotros partáis hacia la Civilización en el tren. Mientras tanto, relajaos, dejad de hacer preguntas incómodas y limitaos a disfrutar del resto de vuestra estancia aquí, en este lugar feliz.

—¿Y dice que la Civilización es un paraíso? —pregunto mientras me coloco un paso por delante de Sissy. El comportamiento de Krugman despierta de nuevo mis recelos. Cada vez me siento menos optimista.

—Algo muy parecido.

Hago una pausa.

—Pues entonces estoy confundido. Quizá usted pueda ayudarme con algo.

—¿Cómo?

—Si la Civilización es un sitio tan maravilloso…

—¿Sí?

—Me pregunto por qué el científico decidió no ir. Por qué no quiso subirse al tren.

La mirada lasciva desaparece de su cara. Los ojos de los superiores que tiene detrás se clavan en mí, y sus iris adoptan la cualidad del acero frío. Krugman me mira fijamente durante un buen rato.

—¡Pero si ya os lo he dicho! Era un hombre trastornado. —Sus palabras no suenan a sugerencia sino a amenaza: me invita a que le lleve la contraria—. Cometimos el error de no obligarlo a volver a la Civilización. Necesitaba tratamiento profesional. Que lo internaran.

—¿De verdad?

—Y, además, ¿quién puede culparlo por querer quedarse aquí, en la Misión? De acuerdo, no es la Civilización, pero tampoco es lo que se dice una desgracia, ¿no? Un segundo premio, si se me permite decirlo. Un tesoro al final del arcoíris, un rayo de sol donde las canciones, las sonrisas y el carácter alegre son de rigor.

—Bueno, eso me lleva a otra pregunta.

—Adelante.

—Si esta aldea es tan estupenda…

—¿Si?

—¿Por qué se suicidó aquí el científico?

Silencio.

—Cuidado, chaval —me advierte un superior.

—No, a ver. Acaba de decir que este lugar es un tesoro al final del arcoíris. Así es exactamente como lo ha expresado. Entonces, si este pueblo es tan maravilloso, ¿me quiere decir por qué decidió colgarse?

Las palabras de Krugman no se hacen esperar.

—Como ya he dicho, ¿quién puede encontrar explicación a las acciones de un loco? Él era la excepción. Aquí todo el mundo es feliz. Mirad a vuestro alrededor y decidme si no veis sonrisas por doquier.

—¿Se refiere a las caritas tatuadas en los brazos? —pregunta Sissy.

—Bueno, no, no hablaba de eso, pero podemos hacerlo. Las chicas llevan los tatuajes con orgullo. De hecho, les encanta alardear de sus marcas del mérito. Son como trofeos. Y de veras que se lo toman así. Porque hace posible que su sueño dorado se convierta en realidad: un billete a la Civilización.

—Parece que todo el mundo se quiere ir de aquí —señala Sissy.

Una vaca suelta un fuerte mugido en el último vagón.

—Parece que a nadie le preocupa este lugar en especial. Ni sus reglas ni…

—Basta —ataja Krugman.

—… los superiores ni…

A mi derecha se produce un movimiento. Un superior da un paso adelante y señala a Sissy con el dedo:

—¡Esto ya ha ido demasiado lejos! ¡Deberíamos arrojarla como comida para los ere…!

—¡Basta! —La voz de Krugman retumba, su mandíbula vibra, y me sacude. La piel de la cara se le afloja del cráneo, y su lunar peludo le rebota en la barbilla. Los superiores se tensan a mí alrededor como un músculo colectivo, como una soga asfixiante. Durante unos instantes, Krugman suspira pesadamente, como si estuviese arrepentido por su reacción. Sin embargo, cuando susurra sus siguientes palabras, lentamente, cada palabra llega cargada de un viso amenazante, queda claro que el remordimiento es la última de sus emociones.

—Todos subiréis al tren mañana. No hay nada más que discutir.

—Ya lo creo que sí. Hay un montón de temas que tratar; pero lo haremos en privado, entre nosotros. Sólo nosotros seis. Vamos —me ordena Sissy—. Vámonos. Esta conversación ha terminado.

—¡Habrá terminado cuando nosotros lo decidamos! —grita un superior con barba entrecana.

—Déjeme que le aclare una cosa —insiste la chica—. Ahora volveremos a la casa donde nos alojamos, y ustedes nos dejarán en paz. Decidiremos por nosotros mismos si montamos o no en el tren. Si decidimos no hacerlo, no se preocupen, nos largaremos de su querida aldea. Seguiremos adelante y descubriremos qué hay más allá. Pero somos nosotros quienes decidiremos qué camino tomamos. Mientras tanto, nosotros mismos nos prepararemos la comida.

—Un momento… Esperad…

—Venga, Gene —me dice Sissy mientras me arrastra—, vámonos. —Empezamos a volver sobre nuestros pasos—. No queremos que nos venga un coro por las mañanas a despertarnos con sus canciones. No queremos que unas chicas sonrientes con quemabrillos nos traigan comida…

—¡Eres realmente desagradable, ¿lo sabías?! —grita Krugman bruscamente, con un volumen y una inquina que no le habíamos oído antes. Algo en su interior por fin ha explotado. Como si una persona totalmente distinta hubiese tomado el control de su cuerpo.

Un grupo de chicas que se encuentran cerca de nosotros se alejan a toda la velocidad que les permiten sus pies.

—¡Deberías saber cuál es tu sitio, mocosa! —Tiene las orejas rojas—. ¿Es que ves a otra chica que me interrumpa, que tan siquiera se dirija a mí, que se atreva a mirarme a los ojos? No sabes nada —la reprende con un tono de voz más bajo pero cargado de rabia—. No tuviste suficiente con una marca, ¿eh?

—Si hay alguien a quien deberían ponerle una marca, ése es usted.

Krugman se queda boquiabierto. La grasa de la mejilla se le agita a un lado, como si le hubieran dado una bofetada.

—Maldita fulana fea, testaruda y con pies grandes —susurra—. No puedes hablarme así en presencia de los superiores y creer en serio que te saldrás con la tuya. No puedes hablarme así delante de las chicas y no pagar las consecuencias.

Y entonces, con su gorda mano en alto, da tres pasos hacia Sissy.

Me coloco delante de ella y grito:

—¡Basta!

Krugman se detiene a medio camino. Sus ojos parecen furiosos pozos de lava, la rojez se le extiende por las mejillas. Las fosas nasales se le ensanchan, y se agita la respiración en su pecho con forma de barril. Es como si, en un intento por atravesar a Sissy, me acuchillara con la mirada.

—Hasta ahora hes ido amable. He pedido las cosas con educación. Sin duda me he equivocado de enfoque, pero puedo ser muy estricto. ¿Es eso lo que quieres? —le pregunta a Sissy mirándola furioso—. Porque papaíto también sabe serlo.

De repente salta hacia delante a una velocidad aterradora y me empuja hacia el grupo de superiores que tengo detrás. Me golpeó la cabeza con algo duro, y el cuerpo se me queda hecho papilla. Me desplomo en el suelo.

—¡Gene! —chilla Sissy entre la confusión.

Oigo la bofetada y me esfuerzo por recuperar la conciencia. Y entonces veo que alguien la agarra del cuello como si fuera un cachorro. Unos brazos gordos y fornidos la arrastran hacia un vagón como si llevara un collar de ahorque.

—¡Lleváosla! —Les grita Krugman a los otros superiores—. ¡Encerradla en el tren!

—¡Quitadle las manos de encima! —les grito mientras me impulso para volver a ponerme en pie. Cojo al hombre que tiene a Sissy. Es pura grasa líquida. Lo tumbo de un puñetazo en la cara. Noto el crujido del hueso, y veo cómo se le agita la grasa. Se desploma en el suelo de rodillas y deja caer a Sissy. Se limpia la cara, y la mano se le ensucia de sangre por una herida que tiene abierta.

—¡Ahora sí que la has hecho buena! —me amenaza, y siento un escalofrío.

Le doy una patada en la cara, y cae al suelo de bruces. Se materializa ante mí una multitud. Son todo brazos, puños y patadas. Me golpean en el estómago. Esquivo los que puedo, pero son demasiados. Me zarandean y me quitan el aire. Ahora sólo veo gris. Hay brazos enredándose por mi cuerpo y manos que me agarran con fuerza como las garras de un garfio. Por detrás oigo un tintineo metálico, un destello de chispas. Es Sissy, que empuña una daga en cada mano. Una es la del cinturón. La otra es la del compartimento secreto de la bota. Las hace girar, pero no para exhibirse. Eso queda claro en su expresión. Embestirá a cualquiera que interfiera entre nosotros. Le inyectará el arrepentimiento eterno al primer insensato que no se aparte del camino.

Krugman, que la embiste con brusquedad, la subestima. Ella salta con la mano en alto por encima de la cabeza. Justo cuando lo tiene cerca, baja la mano, y en el momento en que espero el sonido repugnante de la hoja metálica despachurrando la carne grasienta, oigo un golpe sordo. Le ha martilleado el cráneo con la empuñadura de la daga. Al bajar, eso ha sido lo primero con lo que le ha podido golpear. El hombretón vacila y pone los ojos en blanco. Cierra los párpados y se desmorona sobre el andén. Sacude el cuerpo sin parar. Lanza quejidos.

Una vez se ha liquidado al líder, es fácil eliminar a los demás. Sissy y yo nos abrimos camino hacia la escalera. Las chicas nos miran horrorizadas, aunque detecto en algunas una pizca de admiración.

—Él se lo ha buscado —les explica Sissy.

Uno de los superiores, con una cara demacrada que parece una cáscara de cacahuete, le contesta:

—Estás equivocada. Completamente equivocada. Ya verás. Completamente equivocada.

Sus compañeros empiezan a reírse. Primero se oye una risilla burlona, y después llega la carcajada jocosa, como un rebuzno, que me hace estremecer.

—Sigue adelante —le aconsejo a Sissy—. Sigue adelante.

De vuelta en la plaza del pueblo, las calles están desiertas. No se ve ni una alma. Hasta las ventanas de las casas están cerradas a cal y canto, y las puertas también. Los ecos de las risas masculinas de la estación del tren resuenan desde la distancia y nos acompañan hasta que llegamos a mi casa.