—Y así están las cosas —termino de explicarles a los chicos. Después de haberme pasado tanto rato hablando tengo la voz seca—. Tenemos que decidir qué hacer: subir o no al tren.
A lo largo de la última hora he compartido con ellos todo lo que Krugman nos contó a Sissy y a mí en su despacho. Sobre el mundo, la historia de los crepusculares, el científico. Y sobre el Origen. De vez en cuando, para darles tiempo para digerir la información, he parado de hablar para añadir más leña al fuego, o he ido a comprobar cómo tenía Sissy el brazo. También necesitaba una pausa. Entre que casi me veo envuelto en una pelea en el despacho de Krugman, que me han drogado y el tiempo que me he pasado buscando a Sissy, yo también tenía que asimilar muchas cosas. Cuando les explicaba mis sospechas sobre la Civilización —que quizá no se trate de la tierra prometida sino del Palacio del gobernante—, la voz me temblaba y tuve que clavarme los dedos en la palma de la mano para dejar de hacerlo.
Epap le pasa el brazo por la espalda a Ben, quien está a punto de ponerse a llorar. Permanecen en silencio, sentados en la alfombra que separa el hogar del sofá donde está tumbada Sissy. Todos tienen expresiones serias. Le pongo otra capa de crema a nuestra compañera. Cada vez respira más profundamente, a otro ritmo, y tiene la frente más seca. Los efectos de la droga que ha ingerido están desapareciendo, y empieza a recuperarse. En cualquier momento se le habrá pasado del todo.
En el exterior, el atardecer, oculto tras la cortina de lluvia negra, ha enlazado con la noche de manera imperceptible.
—Pero no lo sabemos, ¿no? —pregunta Jacob—. No estamos seguros, ¿verdad? La Civilización sí que podría ser la tierra prometida. El tren nos podría llevar al paraíso.
—Pero recuerda lo que nos ha dicho la chica de las trenzas. Nos ha advertido de que tengamos cuidado.
—Pero piensa en lo que ha dicho la otra —insiste Jacob—. Que no debemos buscar fantasmas donde no los hay. Puede que este lugar sea realmente la puerta al paraíso.
Con los ojos cerrados, Sissy se queja del dolor.
—Mira lo que le ha hecho esta gente —intento convencerlo—. ¿Cómo te puedes fiar de lo que dicen?
Jacob se levanta del suelo y se acerca a la ventana.
—Mirad, anoche soñé con la Civilización. —Hace una pausa, duda, pero después vuelve a hablar, con las mejillas coloradas—. Era muy real. Vi estadios al aire libre llenos de humanos que veían deportes bajo el sol, igual que en los libros que leíamos. Mercados en la calle con cientos de puestos distintos, conciertos en el césped, manzanas de ciudades llenas de restaurantes, mesas en las terrazas callejeras, y personas sentadas en ellas comiendo… ensaladas. También había parques de atracciones con norias y castillos mágicos. Carruseles atestados de niños sonrientes, viajes en la barca mágica con marionetas cantando tal como nos había cantado el científico. No podemos dejar de ir.
—Vamos, Jacob, tan sólo ha sido un sueño. No podemos tomar una decisión basándonos en algo tan vago —le reprocha Epap.
—No lo es más que tus suposiciones. —Se pasa una mano por el pelo—. Lo único que quiero decir es que no sabemos nada. O, por lo menos, no con seguridad.
Nos quedamos callados. Lanzo al fuego un trozo más de leña y lo contemplamos, como si la respuesta estuviera revolviéndose en la luz.
—Pero hay una cosa que sí sabemos. —Es Ben quien ha emitido el chillido. Está sentado abrazándose las piernas con los brazos, y el mentón apoyando en las rodillas. Levanta la cabeza con una sonrisa—. El Origen. Lo que es.
Todos nos volvemos a él.
—Quién es, en realidad. —Levanta el brazo y me señala con el dedo—. Tú eres el Origen. Es más que evidente.
—¿Yo? ¿Por qué lo dices? —pregunto queriendo mofarme, pero por algún motivo no lo logro. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Los chicos me miran con la misma expresión que tenían hace unos días en la barca, cuando le dieron la vuelta a la lápida y leyeron las palabras grabadas…
—«No dejéis que Gene muera» —dice Ben.
—«No dejéis que Gene muera» —repite Jacob, lenta y pensativamente, como si analizara la textura de cada sílaba. Cuando levanta los ojos para encontrarse con los míos, los tiene como platos—. Ben tiene razón. El Origen no es un objeto, sino una persona. Eres tú. Tienes que serlo.
La madera cruje en la hoguera detrás de mí.
—La verdad es que tiene sentido —afirma Epap mordiéndose el labio inferior—. A ver, lo he buscado por todas partes. Por todas nuestras pertenencias, por la ropa. Hemos rebuscado en las páginas del diario del científico y no ha salido nada ninguna de las veces. Si se tratara de algo que poseyéramos, ya lo habríamos encontrado. —Mira a Sissy, quien está tumbada en el sofá—. Tú dijiste que los superiores creen que está relacionado con unos caracteres, o quizá con unas palabras tatuadas sobre nuestra piel. Pero¿y si no fuera algo que está sobre la piel sino…?
—… algo en nuestro nombre. En el tuyo —dice Ben mirándome.
«Gene.»
—¿Y si el Origen está en tus genes? Como en la genética. Todas esas historias sobre el ADN que nos enseñó el científico.
Todos me observan como si de repente me hubieran salido cinco cabezas.
—No. No es tan sencillo. —Frunzo el ceño y veo mi propio reflejo en la ventana oscura—. ¿Verdad?
—Gene —empieza a decir Epap poniéndose en pie—. ¿Alguna vez te mencionó algo tu padre?
—¿Sobre qué?
—¿Te contó por qué te puso ese nombre? —Ni su voz ni su mirada me hacen suponer que esté burlándose de mí.
—Un momento. Os creéis que soy el Origen porque… ¿está en mis genes? ¿Creéis que la cura para los crepusculares está en mi código genético? —Me basta con mirar sus caras de asombro para obtener la respuesta—. ¡Por favor! ¡No seáis ridículos! ¡Un nombre es sólo un nombre! Un sonido. No tiene ningún significado especial pegado a él. —Miro a Epap—. ¿Vas a decirme que«Epap» tiene un significado especial? ¿O «Ben»? ¿O «Jacob»?
—Pues la verdad es que sí —afirma Epap mientras cae en la cuenta—. Todos nuestros nombres lo tienen. El científico nos explicó que nos había bautizado a cada uno de nosotros con arreglo a alguna de nuestras características más destacables. A Ben lo llamó así por el Big Ben, un reloj mítico, por las piernas y brazos tan regordetes que tenía cuando era un bebé. A Jacob, por el personaje bíblico, por lo peludo que es. Y a Sissy la llamó «Sis», como sister, para que Ben recordara que son hermanos, o hermanastros. Al final empezamos a llamarla «Sissy» porque era el sonido al que nos solía llevar la lengua. A mí me puso Epap por…
—Vale, vale, ya lo pillo. Os dio nombres bonitos. Me alegro por vosotros, pero os diré algo: a mí nunca me explicó el porqué de mi nombre. Era sólo eso. No tenía ningún significado especial, ni nada.
Pero parece que no me hayan escuchado. Sonríen sobrecogidos.
—Durante todo este tiempo lo hemos tenido delante de nuestras propias narices —observa Jacob con los ojos relucientes—. El Origen. La cura para los crepusculares, la salvación de la humanidad. El maldito Origen.
Me siento incómodo en su presencia. Quiero desviar la atención y sus conclusiones injustificadas. La piel del sofá chirría.
—Bueno. Al fin y al cabo, aún queda esperanza en vosotros, tontos del bote.
Quien lo ha dicho es Sissy. Nos volvemos para mirarla. Tiene los ojos abiertos y la cabeza apoyada en el brazo del sofá. Intenta sonreír.
—Quizá debería desmayarme más a menudo. Desaparecer del mapa. Parece que os obliga a pensar por vuestra cuenta, y se os ocurren unas ideas bastante buenas.
—¡He sido yo, Sissy! —grita Ben sonriendo y corriendo hacia ella—. A mí se me ha ocurrido el primero.
Ella le da un beso en la mejilla.
—Pues claro. Eres mi hermano, ¿no?
Ben me señala con orgullo:
—Y él es el Origen.