Llego a mi habitación, y trabajo a toda prisa. Tumbo a Sissy sobre el sofá y ella se acurruca; los brazos le tiemblan, tiene los labios azules y murmura delirando. Recojo el edredón del suelo y la envuelvo con él, como formando un capullo. Dejo fuera el brazo marcado. Sin embargo, no es suficiente. Sigue estremeciéndose. Se le ha metido el frío en los huesos. Me voy hasta el hogar. Aún quedan algunas brasas y, en cuestión de minutos, consigo prender fuego. Ella sigue tiritando. De la herida en la marca le supura una capa de moco amarillo, la piel de alrededor es de un rojo feroz.
—Ay, Sissy —suspiro apretando los dientes. Le aparto el pelo de la cara. Antes de este instante, no sabía que la furia y la ternura podían coexistir.
Los chicos llegan poco después. Oigo cómo suben los escalones a toda prisa y avanzan por el pasillo. Cruzan la puerta como una exhalación. Tienen las caras pálidas, y el pelo mojado y echado atrás.
—¿Cómo está? —pregunta Jacob. Se colocan alrededor del sofá y, sin saber demasiado bien qué hacer, le acarician el pelo. Al verle la piel marcada, David lanza un grito ahogado. Ben rompe a llorar.
—Ve al baño a buscar una toalla mojada —le pide Epap a Ben, para que tenga algo que hacer—. Hay que mantener fría la herida. —El niño sale corriendo. Epap levanta el edredón y me mira—. ¡Serás idiota! Tiene la ropa empapada. No me extraña que aún esté muerta de frío.
—Bueno, ¿y qué se suponía que tenía que hacer? ¿Desnudarla?
Epap no responde. Se centra en darles órdenes a los chicos. Señala los cajones, Jacob se levanta, y va a buscar ropa seca. David corre al cuarto de baño por una toalla.
—Ponedle unos calcetines también —les ordena a medida que empiezan a quitarle la ropa empapada.
Epap y yo salimos al pasillo y cerramos la puerta. Él se rasca la nuca.
—Nos pusieron droga en la comida. Nos dejó groguis a los dos. Fue entonces cuando se la llevaron.
Él asiente. Yo espero rencor y quizá un reproche por su parte, pero para mi sorpresa emplea un tono de voz suave.
—¿Estás bien?
—Sí —respondo al cabo de unos segundos.
Epap asiente, camina por el pasillo y se apoya contra la pared. Descansa la cabeza y cierra los ojos.
—Querían registrarla y se negó. Desnudarla, Epap.
Al oír esto abre los ojos como platos.
—¿Cómo?
—Querían que se desnudara. Examinarle la piel.
Parpadea.
—¿Por qué?
—Creen que el Origen podrían ser unos caracteres o algo que llevemos tatuado en la piel. Tal vez una ecuación o una fórmula.
En silencio, vocaliza un «¿Qué?». Se vuelve a mí.
—Pero¿por qué sólo a ella? ¿Por qué no a ti, a mí o a los chicos?
—A nosotros ya nos han examinado. A mí, cuando estaba enfermo. Y a vosotros, seguramente cuando estuvisteis en la casa de baños.
Los ojos se le salen de las órbitas a Epap cuando se da cuenta.
—Hicieron que nos bañaran las chicas. Y también nos secaron. No dejaron ni un rincón de la piel.
—¿No protestasteis ni os quejasteis?
Se sonroja y mira al suelo.
—No. A ver, ¿de qué nos íbamos a quejar? Creíamos que estaban siendo hospitalarios.
Me mofo de su respuesta, pero en silencio. Retiro la cortina de la ventana del pasillo. El único movimiento que hay en el exterior es el de la lluvia.
—Vaya si os han embaucado. No tenéis ni idea, ¿no? Sobre este sitio.
Cruza los brazos a la altura del pecho.
—Sé lo de las marcas, y no es lo que crees. Tan sólo cuesta un poco acostumbrarse a ello. Es igual que con el resto de… manías. Son un poco como la espuma de la cerveza. Tienes que bebértela para llegar a lo bueno.
—Es a Sissy a quien han marcado, Epap. No se trata de una manía a la que me podría llegar a acostumbrar. No es espuma.
El suelo cruje bajo sus pies cuando cambia de posición. No dice nada. Al otro lado de la puerta, oímos a los chicos hablar en voz baja cuando terminan de cambiar a Sissy. Un minuto después, Epap me pregunta:
—¿Qué crees que deberíamos hacer? ¿Estamos en peligro? ¿Deberíamos irnos?
Me encojo de hombros.
—Tendría que ser yo quien hiciera las preguntas. Me he pasado unos cuantos días enfermo e inconsciente. Tú deberías conocer mejor el pueblo. Pero lo que ocurre es que has estado demasiado ocupado con los superiores como para hacerle caso a la «espuma». No sabes nada sobre este lugar.
Recorre el pasillo y vuelve.
—Eso es injusto.
—Yo te diré lo que es injusto: dejar a Sissy sola en la granja. Y eso es lo que hicisteis los chicos y tú. La abandonasteis. Ella os condujo sanos y salvos hasta la aldea, por las Vastas y por la montaña; os protegió una y otra vez de los ataques de los crepusculares. Y vosotros, ¿qué hacéis a cambio? En cuanto llegáis aquí, la dejáis tirada como si fuera un saco de patatas. Salís corriendo, os vais de juerga…
—¡Basta!
—… con todas las chicas del pueblo, sin pensar ni un momento en Sissy.
—¡Sissy es capaz de defenderse sola! No necesita que la acompañen a todas partes…
—¡No se trata de eso, sino de permanecer juntos! De…
—¡He dicho que basta! ¡No necesito que me des ningún sermón sobre la lealtad!
Está furioso, pero no conmigo. Con los puños apretados, se da golpes en el costado. El sentimiento de culpa y el desprecio por sí mismo le agarrotan la espalda.
—La dejaste sola —le recrimino, esta vez sin gritar—. No deberías haberlo hecho. Que lo hicieran los más pequeños, vale, puedo entenderlo: se quedaron fascinados con todo lo que había aquí, y perdieron la cabeza. Pero ¿tú? Tú deberías haber permanecido más sereno. Y no deberías haber dejado que ella se defendiera sola, Epap. ¿En qué estabas pensando cuanto te fuiste con esas chicas? Lo hiciste para que se pusiera celosa, ¿no? —lo acuso alzando la voz.
Los labios se le envaran. Se pone a caminar de nuevo por el pasillo, dando pasitos. Se mira las botas desconsolado. Cuando vuelve, da pasos más largos y meditativos. Se apoya en la pared y le da patadas con el talón.
—No lo hice para ponerla celosa —me dice pausadamente—. Lo de pasar el rato con las chicas de la aldea no fue por entrar en ese juego. Nunca haría algo tan pueril.
—Entonces¿por qué lo hiciste?
Se le empañan los ojos y baja la vista.
—Para demostrarme a mí mismo que podía estar sin ella. Que no la necesitaba. Que si estaba con otras chicas me podría olvidar de ella. —Inspira—. Al principio pensé que lo conseguiría. Toda esa atención femenina me embriagaba, imagínate. Pero me equivocaba. —Se mira las manos y espira con furia por la nariz—. Tienes razón, no tendría que haberla descuidado en ningún momento. Cometí un error.
Con equilibrio, firmeza y determinación, levanta los ojos, y me mira.
—Yo valgo más que eso. Lo compensaré. De veras.
Asiento con la cabeza. No apartamos la mirada el uno del otro en ningún momento. Hemos tardado una semana, pero Epap y yo por fin tenemos nuestra primera interacción real.
—Hay algo en este sitio que pone los pelos de punta —reconoce con una mirada cargada de remordimiento—. ¿Qué me he perdido?
—Son cosas que he ido descubriendo. Y de las que está claro que te tienes que enterar. —Señalo la habitación con el mentón—. Pero vayamos adentro. Quiero que los chicos lo oigan también.
Movimiento. Al otro lado de la ventana, una hilera de figuras grises se arrastra hacia nosotros bajo la lluvia.
—Espera. Viene alguien.
***
Es un grupo de tres chicas de la aldea que traen ungüentos medicinales y vendas. Se arrodillan ante Sissy, quien sigue inconsciente, y se ponen a trabajar con una eficacia digna de expertos. Con una crema acre, le enjabonan la piel marcada. Minutos después aclaran, y le aplican una capa más fina de otra crema, ésta, de un tono amarillento. Le colocan una venda, pero no lo hacen encima de la piel quemada, sino alrededor de ella.
—Hay que ponerle una capa cada hora —nos explica la chica que dirige al grupo. Tiene una mirada dura, mofletes rollizos y lleva el pelo recogido en trenzas. Se levanta para irse. Las otras siguen su ejemplo. Las tablas del suelo crujen debido al peso del grupo.
Otra chica, de voz aguda y temblorosa, empieza a hablar:
—Los superiores quieren expresar su malestar. El haberos llevado a la chica de la clínica ha sido una grave imprudencia por vuestra parte. Sin embargo, el gran superior Krugman ha decidido que no será necesario aplicar más castigos disciplinarios. Por esta noche ya ha habido suficiente. «Se ha hecho justicia, se ha restaurado el orden.»
Pronuncia la última frase como si fuera un canto. Entonces, la muchacha de cara escuálida que aún no había dicho nada insiste:
—Aun así, los superiores desean transmitir el deseo de que cada uno de vosotros vuelva a su morada. Hay que ser estrictos con el alojamiento. Acompañaremos a los chicos hasta su casa y nos llevaremos a la chica a la granja.
Los chicos se miran entre ellos y Epap ejerce de portavoz:
—No. No lo voy a permitir. Nos quedaremos todos aquí. A partir de ahora, estaremos juntos.
—Los superiores insisten al respecto.
—Igual que yo —reitera Epap.
Ellas, que no están acostumbradas a desafiar a los hombres en un enfrentamiento cara a cara, dan su brazo a torcer en seguida. Una de ellas se arregla el vestido y apunta:
—Sé lo que estáis pensando. Que lo que le ha pasado esta noche a vuestra amiga Sissy es horrible.
—¿Y no es así?
La chica se sube la manga. Tiene tres marcas en el antebrazo.
—Yo también fui alocada e indisciplinada. No era consciente de hasta qué punto mi rebeldía representaba un cáncer para la armonía de la Misión, pero he madurado. Ahora puedo afirmar, con toda sinceridad, que desde que he aprendido a anteponer la comunidad a mis propios intereses, he encontrado la paz y la felicidad que buscaba en todos los sitios equivocados. Estoy más satisfecha de lo que nunca me habría podido imaginar, sobre todo cuando pienso que algún día alcanzaré la felicidad más grande: mi billete a la Civilización.
Ella nota la incredulidad en mi mirada.
—Los superiores nos enseñan, y yo he terminado por comprender que es verdad, que la Misión triunfará o se hundirá dependiendo de cómo nos sincronicemos con su armonía. Por ello hay que corregir toda desviación, por pequeña que sea. Hay que hacerlo con rapidez y, por desgracia, en algunas ocasiones, de manera drástica. No obstante, ésta es una comunidad pacífica y maravillosa. Debéis dejar de ver fantasmas donde no los hay, porque los buscáis sin necesidad.
—Tú tienes tres marcas —le digo señalándole el brazo—. ¿Qué pasa cuando llegas a cinco?
Ella no responde, se limita a taparse el brazo con la manga. Tiene un tic en la ceja izquierda.
—Es hora de que nos vayamos —concluye. Se ponen a recoger las cestas de medicamentos y salen de la habitación andando como patos. Las oigo salir con dificultad por el pasillo.
Curiosamente, una de ellas se ha quedado. Está quieta. Se trata de la chica de las trenzas. De repente se da la vuelta y me mira.
—Tened mucho cuidado —susurra con tono apremiante. Tiene una expresión aterrada, y junta las cejas.
—¿Cómo? —pregunta Epap en voz alta.
Los pasos que se alejaban por el pasillo se detienen. Después se reanudan, pero en lugar de sonar cada vez más lejos, se oyen más cerca. Están volviendo. Y rápidamente. Como puños golpeando una puerta, cada vez más fuerte.
—¿Qué pasa? —le susurro a la chica.
Pero ya es demasiado tarde. Oye que sus compañeras se acercan, y recupera la compostura.
—Por lo menos, ¿dejaréis que os traigamos comida? —nos pregunta en voz alta. Las otras ya están en la puerta y la observan con curiosidad.
—No. Y menos aún después de lo que ha pasado con la sopa.
Entonces la chica sale de la habitación. Las trenzas se le mueven arriba y abajo. El trío baja la escalera con fuertes pisadas. Oímos cómo se abre y se cierra la puerta. A continuación se van.