Cuando llegamos a la casa donde me alojo, estamos calados. Sissy coge mi mochila del sofá y vuelca el contenido sobre la cama. Caen sobre el edredón restos de comida, el cuaderno de Epap, el diario del científico y algunas baratijas.
—¿Ves algo que pueda ser el Origen?
—Estoy seguro de que ya lo han revisado. Además, ¿no tienen la idea de que es algo grabado en la piel? ¿Cómo una especie de caracteres o algo así?
Ella coge el diario del científico, lo hojea y después, frustrada, lo lanza sobre la cama. Empieza a temblar. Estamos helados. Me acerco a la chimenea. Con las manos temblorosas intento hacer un fuego.
—M-m-mira —observa Sissy mientras le castañetean los dientes. Señala la mesa de centro. Encima han dejado una bandeja de comida. A juzgar por el vapor que aún sale del bol de sopa, ha sido hace poco—. ¿Tienes una habitación para ti solo con hogar y ducha caliente, además de servicio de habitaciones?
Toco la rebanada de pan. Aún está caliente.
—Qué raro. Oye, ¿por qué no comes un poco? Puede que tarde un rato en encender el fuego. La sopa te vendrá bien.
Sentada en el sofá, empieza a dar sorbos a la sopa. Hace una mueca con la nariz.
—¿Ocurre algo?
Ella niega con la cabeza.
—Sólo que está un poco salada, pero está buena. Y caliente.
Me doy prisa con el fuego y lanzo unas ramas que habían quedado a un lado, pero la leña está un poco húmeda y me está costando. Sissy se toma el último sorbo, pero aún tiene escalofríos.
—Date una ducha caliente. Te ayudará a recuperar la temperatura.
Tiene demasiado frío como para llevarme la contraria. Se levanta y le doy ropa del armario.
—Te quedará grande, pero mejor eso que pasar frío.
Cierra la puerta del baño. Aprovecho para cambiarme de ropa y sacarme la que tengo empapada. Poco después, ya tengo un buen fuego en marcha. Me siento en el sofá. El frío me ha calado los huesos y me pongo cómodo entre los cojines. Las llamas parpadean por la habitación y transforman las paredes en una tormenta de fuego de tonos rojos y naranja. Desde el cuarto de baño me llega el sonido distante de agua que salpica. A pesar del fuego y la ropa seca, sigo teniendo frío. Cojo el edredón de la cama y me lo coloco sobre las piernas. Me quedo mirando el hogar. Las llamas serpenteantes se parecen a mis ideas, desorientadas y en constante movimiento. Tomo un poco de sopa, pero ya está tibia y demasiado salada. La dejo a la mitad y me pongo a mirar por la ventana. La oscuridad se ha asentado en la aldea, disolviendo los rastros de humo que salen de las chimeneas y tragándose los tejados cubiertos de paja. Unos minutos más tarde, la noche ha absorbido los caminos serpenteantes que salen de nuestra puerta. Un silbido ocasional del viento se cuela por las calles, amortiguado por las nubes espesas que flotan ocultas bajo el cielo encapotado. La primera gota de lluvia motea la ventana como si fuese una pequeña herida.
Estoy preocupado por lo que Krugman acaba de contarnos. Un frío distinto, más inquietante y perturbador, se me mete en los huesos. Sissy entra en la habitación con la cara lavada y el cabello húmedo. Se queda delante de la chimenea durante unos minutos, pasándose los dedos por el pelo. La luz le dora los mechones sueltos y hace que parezcan estar en llamas.
—La ducha me ha sentado muy bien. Gracias. —La luz del fuego baila por encima de su piel fresca—. Pero me ha dado mucho sueño. Casi me duermo. —Se sienta a mi lado. Durante unos minutos, mientras el calor de las brasas se extiende entre nosotros, nos quedamos en silencio. Se sienta sobre sus piernas y se coloca el edredón por encima.
—Vaya dos días más locos.
—Vaya hora más loca. —Se apoya en los cojines, y hace crujir los nudillos—. Me estaba empezando a acostumbrar a este pueblecito, a todos los humanos que me rodean. Y ahora descubro que ahí fuera nos espera todo un mundo. Estoy intentando digerirlo, pero es como intentar mantener el equilibrio entre arenas movedizas.
Asiento.
—Es demasiado como para acostumbrarse tan rápido.
El fuego crepita y levanta un montón de chispas.
—¿Qué pasa? Me estás escondiendo algo.
Me muevo en el sofá para poder hablarle cara a cara.
—Puede que Krugman mienta, Sissy.
Ella no dice nada, pero me mira fijamente.
—Dice que el tren lleva a la Civilización. Y quizá sea así, pero…
—No sabemos nada al respecto —termina ella.
—Aparte de lo que él nos ha contado. Afirma que es un paraíso, que es un lugar increíble. Pero¿y si no lo es? ¿Y si…?
—¿Qué?
Le tomo las manos entre las mías. Siento el calor de su piel, su pulso entre las puntas de mis dedos. De repente no quiero decir lo que debo; quiero alargar este instante y que se transforme en una hora, en un día, en un año, en una década; estar a solas con ella sin la interferencia del mundo. Sin embargo, ella me mira expectante, y me decido a hablar.
—¿Y si el tren llevara directamente a los crepusculares?
Su cara apenas se inmuta, pero me agarra más fuerte de la mano.
—Cuando estuve en el Instituto de Hepers, el director dijo algo sobre el Palacio del gobernante. Me contó que era un lugar donde alojaba a cientos de hepers en secreto. Los tenían en celdas subterráneas, como ganado. Para ser consumidos por orden del gobernante. —Desplazo la mirada al fuego, y después vuelvo al rostro cada vez más pálido de Sissy—. ¿Y si las vías del tren llevan hasta allí?
—¿Y nosotros somos el ganado? —Le echa un vistazo al bol de sopa vacío y a la rebanada a medio comer—. ¿Y por eso nos están engordando?
Aprieto los dientes.
—No lo sé. Quizá esté paranoico. Puede que la Civilización sea todo lo que nos han contado. Un paraíso. El destino final al que mi padre nos ha guiado durante todo este tiempo. —Espiro frustrado—. Este lugar es extraño, no cabe duda. Pero¿qué sabré yo sobre lo que es normal? Me he pasado toda la vida fingiendo ser un crepuscular en su mundo. ¿Qué puedo saber yo del mundo de los humanos?
Miro por la ventana. El cielo está embadurnado de nubes negras. La lluvia cae y trae más oscuridad. El mundo exterior se empieza a disolver en un colmillo negro y nos encierra en esta pequeña habitación de luz de fuego serpenteante.
—Me he pasado la vida en una grieta entre dos mundos. Y no pertenezco a ninguno de ellos. No los conozco.
—No esperes que yo te ayude, Gene. —Ella intenta no darle importancia, pero sus palabras suenan como una losa—. Yo estoy igual que tú. He vivido siempre en un domo de cristal. No sé nada de ningún mundo; ni del humano ni del crepuscular.
Le agarro la mano más fuerte.
—Tú tienes tus instintos, Sissy. Eres la persona más intuitiva y sensata que he conocido nunca. Confía en lo que te diga el corazón.
Permanece en silencio un buen rato. Con la otra mano, alisa las arrugas del edredón a golpecitos.
—Tenemos que descubrir adonde lleva el tren, Gene. No dejaré que los chicos se suban sin saberlo. Ni tampoco permitiré que lo hagas tú.
Me sostiene la mirada. La luz del fuego parpadea en sus ojos, que, de manera inusitada, parecen vidriosos y pesados.
—No nos queda mucho tiempo. Menos de dos días.
—Lo sé —dice arrastrando las palabras, como si estuviera muy cansada—. Se nos está escapando algo, ¿no? Una pista evidente, algo que tenemos delante de nuestras narices.
Van pasando los minutos y permanecemos en un silencio cómodo. El sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado es parecido al de un tambor, hipnótico, y me provoca una extraña sensación de relajamiento muscular. Ahora la ventana nos refleja, y la luz rojiza nos envuelve. Por primera vez en muchos días, me veo la cara. Parezco más viejo, tengo los rasgos más marcados. Estoy empezando a parecerme más a mi padre. Se instala en mí una especie de aturdimiento. No me parece muy oportuno; a la luz de los últimos acontecimientos, y con el dilema de decidir si queremos montarnos en el tren, deberíamos estar de un lado a otro, debatiendo, agitados. En cambio, ambos estamos repantigados en el sofá, perdidos.
—De alguna manera, todo se reduce a mi padre —empiezo a decir mientras intento despertarme con la conversación—. Si descubrimos qué le pasó, sabremos adonde llevan las vías del tren. Él es la clave de todo esto.
Creo que va a responder, pero cuando me vuelvo, veo que los parpados se le han cerrado más por el cansancio, y tiene la cabeza a un lado. Parpadea varias veces e intenta ahogar un bostezo.
—Oye —murmura mirando al bol vacío—. ¿Qué tenía esa sopa?
La humedad brilla en sus ojos. Se hunde más en el sofá, como si se fundiera con el cuero. Ninguno de los dos hablamos. El fuego crepita. Un peso, delicado pero insistente, me empuja hacia el sofá. No puedo hacer nada por resistir la presión, por evitar quedarme dormido. La habitación empieza a oscurecer, y unas ondas grises empiezan a formar charcos negros. Miro el bol de sopa vacío de Sissy, y el mío, medio vacío. Los bordes están borrosos. Alejada y amortiguada, una alarma empieza a sonar en mi interior.
—¿Gene?
—¿Sí?
Se escurre más en el sofá, se desliza sobre el cuero para acercarse más a mí. Su piel suave se funde con mi costado. Encajamos perfectamente bien.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Durante un rato no dice nada, y creo que al final se ha dormido, pero entonces oigo el murmullo de unas palabras, suaves como las alas de una mariposa.
—No me dejes, ¿me lo prometes?
Y entonces cierra los ojos, y deja caer la cabeza por el sofá sobre mi hombro. Siento el calor y la suavidad de su sien apoyada sobre mi cuello, su pulso contra mi clavícula. Abre los labios y deja escapar unas respiraciones cortas. Ya está dormida. Le acaricio la cara con delicadeza, y trazo con los dedos el contorno de sus mejillas, de sus pestañas onduladas. Le acaricio el flequillo y se lo aparto de la frente. La luz del fuego titila por la habitación como si fueran serpientes frenéticas. Son del color del pelo de Ashley June: ardiente, rojo, remolinos salvajes. Lo único que consigo hacer para poner fin a este sentimiento de culpa es cerrar los ojos. Acaricio el brazo de Sissy, que está sobre mi pecho, una y otra vez, una y otra vez. Cada movimiento parece una traición, una traición, una traición. El sueño me arrastra a velocidad compasiva.