Cuando Sissy y yo cruzamos la plaza adoquinada del pueblo con Krugman y sus dos secuaces, el líder señala hacia arriba. De una casa cercana sale un cable largo que llega hasta la muralla.
—La electricidad llega a mi despacho gracias a ese cable. Allí tengo todos mis juguetes y artilugios. La manera más fácil de encontrar mi oficina es mirar arriba. El cable eléctrico os llevará hasta allí.
Así es. Sale de las casas del centro, sigue por el camino adoquinado y llega a las praderas. Hasta el despacho ubicado en la torre de la esquina de la muralla. Una vez dentro de la fortificación, subimos por una estrecha escalera de caracol. Oímos el ruido metálico de nuestras pisadas al ascender en espiral. Al llegar arriba, nos conducen por un largo pasillo que lleva hasta el despacho. Es impresionante. Los ventanales, que alcanzan el techo, rodean todo el perímetro y proporcionan una vista panorámica espectacular. El tono seco del interior queda suavizado por la mezcla de mobiliario tradicional. A un lado de la sala está la biblioteca de roble rústico. Curiosamente, las estanterías están vacías de libros y en su lugar hay dibujos —sin duda hechos por niños— de arcoíris, puestas de sol y ponis. Al otro lado hay una gran chimenea de losas. En el suelo hay una alfombra ovalada de color trigo y con ribetes florales. Una chica de apenas trece años entra en la habitación. Le sirve un vaso de whisky a cada uno de los superiores.
—Sentaos —nos invita Krugman señalando un sofá extraño. Dudamos—. Se llama chaise longue —nos cuenta, al ver que me he quedado estudiando el asiento—. Esa es la pronunciación clásica, pero por supuesto no tenéis por qué saberlo. Fijaos en la base que tiene hecha a mano. El chirrido sutil que hace cuando te sientas o te tumbas, cómo se convierte en cama, o el que haya espacio suficiente para que se acurruquen dos personas. Los cojines. La estética orgánica. Me encanta. —Sonríe—. Pero no habéis venido a hablar de decoración, ¿verdad? Vamos, ¿qué es lo que os atormenta?
Sissy y yo nos miramos. Abro la boca para empezar a hablar, pero me refreno. No estoy seguro de cómo comenzar. Krugman, que se da cuenta de mi esfuerzo, sonríe con simpatía. Tiene la barbilla metida hacia dentro, y se le forma una papada. Reaparece su lunar negro, con sus pelos como bigotes de rata. Sonríe, y se retrepa en su butaca de cuero negro.
—Aquí estamos. Disparad. Sea lo que sea que os haga sufrir.
Me aclaro la garganta.
—Para empezar, queremos darle las gracias por todo. Su hospitalidad ha sido increíble, y ni en sueños nos habríamos podido imaginar una bienvenida como la que nos han dispensado. La comida, las canciones…
—¿Adónde lleva la vía de tren? —interrumpe Sissy.
Krugman se deleita haciendo girar los ojos, después los cierra y los vuelve a abrir para clavar la mirada en Sissy. Parece que haya estado esperando este momento para, de este modo, poder mirarla fijamente sin reparos. La chica permanece imperturbable.
—Y eso para empezar. Cuéntenos por qué no les sorprendió nuestra llegada. Si yo viviera aquí y de golpe y porrazo surgieran seis viajeros de la nada, me habría llevado un susto de muerte. En cambio, parecía que nos estuvieran esperando. Díganos por qué.
—Lo haré, pero puede que nos lleve…
—Cuéntenos más cosas sobre la aldea. ¿De dónde sacan la comida? Todas las provisiones. Los muebles. El cristal. El maldito piano. Dado que este emplazamiento se ubica en lo alto de las montañas, debería tener lo justo para ir tirando, pero lo cierto es que viven a cuerpo de rey. Puede que este lugar haya impresionado a Epap y a los otros, pero a mí, más que dejarme anonadada, me levanta sospechas.
—Y háblenos del científico —añado yo—. ¿Cómo murió? ¿Quién era? ¿Cuándo…?
Krugman sonríe como si…
—¿Le parecen graciosas nuestras preguntas, o qué? —le suelta Sissy a bocajarro.
El hombre se reclina y suelta una carcajada que le sacude la barriga. El lunar de cíclope de su barbilla nos vuelve a mirar directamente. Con los ojos vidriosos, nos dice:
— Nara y nin, Nara y nin. No me lo parecen en absoluto. Lo que pasa es que sois como gemelos. La manera que tenéis de terminar las frases del otro. Es tan entrañable… —Le hace un gesto con la cabeza a la camarera. Ella pasa al lado de los dos secuaces y sale de inmediato—. La cuestión es —empieza a explicar al cerrarse la puerta— que hace tiempo que quería tener esta conversación con vosotros. Bueno, con Gene. Como varón de más edad del grupo, es el líder por derecho propio, ¿no? —Se levanta de la butaca y nos da la espalda—. Será más fácil si empiezo por el principio. No sé cuánto sabéis, así que partiremos de la base de que no sabéis nada. —Se queda mirando al exterior durante un buen rato—. Puede que esto sea difícil… de aceptar para vosotros. Si en algún momento preferís…
—Estamos preparados. Cuéntenoslo ya.
Mueve el cuerpo hacia un lado y sigue mirando al exterior. Y así es como habla; no a nosotros sino al paisaje.
—A los seres que quieren comernos y beberse nuestra sangre los llamamos«crepusculares». —Se vuelve hacia nosotros—. Pero veo que ya os lo han contado. ¿Cómo los llamáis vosotros? La verdad es que siento curiosidad.
—Nada. A ver, sólo son gente. Nosotros somos los anormales, los monstruos. Los hepers. —Escupo esta última palabra con desprecio.
—Lo que voy a contaros es algo que os va a dejar de piedra. No se me ocurre otra expresión. Siento que esto os vaya a venir de golpe, pero me temo que no habrá otra manera. —Ahora se vuelve a colocar mirando a la ventana, con la vista clavada en las montañas lejanas—. Hace siglos, por motivos demasiado complicados como para profundizar en ellos, las naciones del mundo se dividían en varias facciones que siempre estaban en guerra. Las principales superpotencias, llamadas América, China e India, acumulaban arsenales impresionantes de armas nucleares, cibernéticas y bioquímicas. Los países más pequeños, que tenían miedo de quedarse fuera, se vieron obligados a escoger bando y tomar partido. En un mundo saturado de armas de este tipo y provisto de arsenal suficiente para contraatacar, se hizo evidente que nadie iba a apretar el gatillo. Hacerlo sería un suicidio catastrófico, supondría la aniquilación de todo el mundo en cuestión de horas, si no minutos. Todos perderían. No habría ganador.
»Y esto desembocó en una carrera armamentística diferente, cuyo objetivo no era acumular armas sino construir una nueva. Algo tan secreto, fuera de lo convencional e inesperado que sorprendería a los tres bandos enemigos y permitiría que uno de ellos se hiciera con la victoria. Pero ¿de qué arma se trataba? ¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo sería?
Uno de los superiores se acerca a Krugman con la botella de whisky en la mano. Le rellena el vaso. Los ojos del líder se vuelven más blancos contra el cristal. Echa la cabeza hacia atrás y se toma la copa de un trago. Prosigue.
—Un grupo reducido de científicos rebeldes de Sri Lanka, un país formado por una pequeña isla, intentó diseñar una nueva arma. Se hacían llamar «ceilonitas». Era un nombre rimbombante para lo que eran: apenas un grupo de estudiantes de posgrado de ingeniería con demasiado tiempo libre, y con una deuda desorbitada que tenían que devolver debido al costo de sus estudios. Durante una recesión mundial, no pudieron rechazar la oportunidad empresarial de sus vidas: desarrollar armas militares. Pero no se trataba de armas nucleares, cibernéticas o bioquímicas, sino genéticas.
Entonces suelta una risa estridente, aguda, de las que no suenan convencidas del humor subyacente del comentario.
—Una arma genética. En resumen, un supersoldado con mutaciones genéticas. Resistente a la lluvia radiactiva, y a cualquier forma de guerra bioquímica que conociera el hombre. Dado que era de carne y hueso y estaba libre de chips informáticos, sería resistente a ataques cibernéticos. Y además, adaptable. Un supersoldado capaz de atacar, no sólo por los canales bien protegidos del aire y de la red, sino también sobre el terreno, que pisaría con sus botas. ¿Qué país mantenía a esas alturas un sistema de defensa contra campañas terrestres? Aquella manera de defenderse había caído en desuso. La línea Maginot tenía la misma utilidad que las telarañas que la cubrían. En cambio, una campaña terrestre llevada a cabo por supersoldados robustos sería brutal, inesperada y devastadora. ¿Qué pasaría si ese soldado modélico fuera diseñado genéticamente? —Krugman se sirve otra copa. Le da vueltas en la mano. Parece que no se da cuenta de que le caen unas gotas.
»¿Qué pasaría en ese caso? Nunca lo sabremos. Los inversores se echaron atrás y suspendieron toda la operación. Sin embargo, uno de los miembros fanáticos de los ceilonitas, un hombre de veintisiete años llamado Ashane Alagaratnam, se obsesionó con los experimentos. Incluso después de que se desvaneciera la financiación, robó material y equipo de las instalaciones. Desautorizado por el líder ceilonita, continuó investigando en un laboratorio improvisado, oculto, el muy estúpido.
»Las autoridades se acabaron enterando y detuvieron a todos los implicados, excepto a Alagaratnam, quien por aquel entonces había huido, se había ocultado y estaba fuera de la red. Sabemos muy poco de lo que ocurrió durante los años siguientes. Pero lo que sí sabemos es que su economía se precarizó y se quedó sin recursos, ni siquiera para comprar ratas con las que experimentar. Por ello utilizó el único ratón que podía permitirse.
—El mismo —susurro.
Krugman asiente.
—Algo salió mal. Terriblemente mal. Sólo que no se dio cuenta. Los cambios se gestaron debajo de su piel, escondidos a la vista. Así que siguió experimentando, ajeno a lo que se estaba desatando en su interior. Cuando comenzaron a manifestarse los síntomas, al principio fue un proceso lento. Aumentó su sensibilidad a la luz, y las verduras le provocaban cada vez más rechazo. En cambio, descubrió el gusto por todo tipo de carnes; cuanto más raras y sangrientas, mejor. Entonces, un día…
—Sus síntomas se hicieron más evidentes —aventura Sissy.
Krugman se ríe y cierra los ojos por un instante.
—Decir que se hicieron más evidentes… es expresarlo con suavidad. Lo que ocurrió fue más bien un cataclismo. Alagaratnam llevaba un videodiario, que en la actualidad se ha convertido en una reliquia histórica. En la pantalla se puede comprobar la velocidad con que se desintegraba. Los síntomas afloraron a la superficie en apenas unas pocas horas. Lo que empezó como una marca del tamaño de un grano en la cara terminó con una explosión catastrófica propia de una pesadilla al cabo de unas horas. —Le da otro trago al whisky. Lo engulle.
»Pero hubo que dar gracias a Dios por una cosa: todo esto tuvo lugar en la pequeña isla de Sri Lanka. Obviamente, el país fue arrasado. Toda la población se transformó en una semana, pero al menos se pudo contener el brote. Los vuelos al exterior se cancelaron, y se hundieron los barcos. Eso fue todo lo que tuvimos que frenar. Observamos el cielo y controlamos el mar. Dejamos que el sol matara a los que habían sufrido las horribles transformaciones. Al final, los transmutados acabaron aventurándose al exterior después del crepúsculo. Y de ahí proviene su nombre: "crepusculares". No se trataba de zombis salvajes incapaces de reflexionar y carentes de conciencia de sí mismos, ni de bestias dominadas por tendencias procaces o hedonistas. Exceptuando sus ansias de carne y de sangre humana, por lo demás eran seres cívicos. Inteligentes. Sabían quiénes eran, y hablaban razonando y reflexionando. Cuando la comida fue mermando, cuando ya no les quedaron humanos ni animales de los que alimentarse, no se lanzaron al canibalismo. Tan sólo se murieron de hambre. O hicieron pactos de suicidio grupal, y corrieron bajo el sol ardiente.
—Entonces¿así es como terminó? —pregunto yo.
Krugman vuelve a cerrar los ojos, y el cuerpo le empieza a temblar. No emite ningún sonido. Por sus mejillas regordetas le caen las lágrimas. Los pelos del lunar las relamen.
—¿En serio? ¿Así fue como terminó? ¿De verdad? Entonces ¿cómo terminaron aquí todos esos crepusculares? ¿Por qué, siglos después, aún tenemos que lidiar con ellos?
De repente deja de llorar.
—No se puede detener un contagio. —Empieza a tener problemas al pronunciar.
—¿Qué pasó después?
—Hasta el día de hoy seguimos sin saber cómo se filtró —explica mientras se seca las lágrimas—. O, por lo menos, no lo sabemos con certeza. Se ha especulado con que quizá un pájaro, con una pizca de saliva de crepuscular en sus plumas, volara de Sri Lanka a India. Allí, quizás algún niño bondadoso recogió al animal herido y la saliva entró en contacto con… ¿un pequeño corte? ¿Quién sabe? —Pasa el dedo por el borde del vaso.
»Durante un tiempo, todo fue desesperanzador. Los crepusculares se apoderaron de continentes enteros. Toda la población mundial se agrupó en partes recónditas del globo. El Polo Sur, con sus veinticuatro horas de sol, se hizo muy popular en un primer momento. Es decir, hasta que terminó el verano y empezó la temporada de noche incesante. —Aprieta los labios—. Fue una época realmente oscura en todo el planeta. Un tiempo en el que la desaparición de la humanidad parecía inevitable e inminente.
—Entonces¿qué pasó?
—Un milagro. Los relatos históricos son imprecisos, pero ocurrió algo inesperado que cambió las reglas del juego.
—¿Las reglas del juego?
—En realidad, el rumbo del destino. O, por lo menos, se vivió así. En una islita de la costa china llamada Cheng Chau. Jenny Shen, una joven que trabajaba oculta en un pueblo abandonado de la isla, descubrió un antídoto. No tengo tiempo de entrar en detalles, pero basta decir que aquella heroicidad funcionó. Durante varias décadas, cambió la tendencia. Al final conseguimos que los crepusculares huyeran. En última instancia, el 99,99 por ciento de ellos desapareció.
—¿Y qué pasó con el 0,1 por ciento restante?
Krugman hace una pausa.
—Eran inmunes al antídoto. Por algún motivo, en lugar de matarlos, los hacía más fuertes, más resistentes y más rápidos. Daban más miedo. No obstante, el dichoso grupo era lo suficientemente reducido como para que al final lográramos alcanzarlos y encerrarlos. Les quedaban dos semanas para que los extermináramos cuando los liberales blandengues y la derecha religiosa se unieron. —Escupe las siguientes palabras—. Formaban una extraña pareja, todo hay que decirlo. Con una sola voz temible, propusieron que, ya que los humanos eran la especie más evolucionada, no podían someter a los crepusculares a la ejecución. La izquierda liberal abogó por los derechos inalienables de estos seres. La derecha evangélica afirmaba que tenían almas capaces de redimirse, que se podían salvar. Bla, bla, blá. Ambos bandos, unos idiotas. Y el público en general también, por habérselo tragado.
»En resumidas cuentas, a los crepusculares restantes, 273, les conmutaron la pena y los mandaron al exilio. Después de debatir la cuestión, los tribunales internacionales decidieron expulsarlos al desierto. A una ciudad abandonada, para ser exactos: una cárcel perfecta con casas ya construidas, hoteles y edificios vacíos. Les borramos los recuerdos y, después, los expulsamos allí. Les proporcionamos material para que pudieran subsistir. Teníamos la seguridad de que los miles de kilómetros de desierto bajo un sol abrasador supondrían una barrera entre ellos y nosotros que sería imposible de cruzar. Y así ha sido: ha demostrado ser la instalación carcelaria más segura de la historia. Un auténtico foso de ácido, una galaxia infranqueable entre nosotros y ellos. —Saca la lengua para lamerse sus labios llorosos.
»El único problema es que no esperábamos que fueran tan… —De sus labios sale un suspiro cargado de saliva—. Los enviamos allí para que se extinguieran de una vez, y murieran a su manera cuando les llegase la hora, de un modo que no ofendiera a los liberales blandengues ni a los partidarios de la derecha religiosa. Sin embargo, no sabíamos lo resistentes que podían ser. En el fondo son valientes, son supervivientes con recursos, y eso es lo que han hecho: sobrevivir. En realidad, a lo largo de los siglos, han logrado algo más que eso. Han prosperado. Han perpetuado su especie. Como una plaga de ratas. Han construido toda una metrópolis, y han desarrollado tecnología propia. Hasta el punto de que lo único que podemos hacer ahora es estar al tanto de sus progresos y mantenernos fuera de su alcance. Bastaría con que percibiesen el mínimo olor a humano para que cruzaran el desierto para devorarnos sin remedio. —Mira el vaso, lo deja sobre la mesa, coge la botella de whisky y bebe directamente de ella. Tiene los ojos acuosos y rojos.
»Y por eso, señoras y señores, estamos aquí. Por eso está aquí la Misión. Para actuar como los ojos atentos de la humanidad. Un enclave para mantener a raya a los crepusculares. Son igual de juguetones que una jauría de perros en celo, qué queréis que os diga. Ahora, siglos después, se acercan a los cinco millones, si nuestros cálculos son medianamente fiables. Por eso los vigilamos. Comprobamos que no desarrollen la tecnología que les permita cruzar el desierto. —Inspira—. Deberíais alegraros al saber que, después de siglos de observación, parece que los crepusculares no tienen la menor inclinación a desplazarse. Realmente detestan el sol.
Entonces miro a Sissy. Está tan conmocionada como yo, y apenas puede procesar todo este diluvio de información. Pálida y boquiabierta, se vuelve a mí. Nuestras miradas se encuentran como en un abrazo. Empiezo a hablar con la voz seca.
—Cuéntenos cómo encaja el científico en todo esto.
Krugman hace una larga pausa. Parece que va a dar por terminada la reunión. Lo veo indeciso. Acto seguido, se pone a hablar, en voz baja, como para sí.
—Era brillante. Una de las personas con más talento con las que he trabajado. Era joven, tenía desparpajo… Un prodigio. Durante los primeros años, tuvimos una relación de amistad.
—¿Los primeros años?
—Antes de que… —Niega con la cabeza—. Antes de que perdiera los estribos. Aunque ya entonces mostraba indicios de inestabilidad. La dedicación con que trabajaba en su laboratorio bordeaba lo obsesivo. Llegó a creer que se podía encontrar una cura para los crepusculares. Una especie de brebaje que revertiría (sí, «revertir» era la palabra) las mutaciones en su secuencia de código genético. Lo llamaba «el Origen». —Por un instante echa un vistazo en nuestra dirección—. Pero necesitaba comprender mejor su fisiología, y para ello debía recoger muestras. Por eso llegó a la conclusión que terminó siendo su ruina: que necesitaba ir a la metrópolis.
»Era una idea ridícula, por supuesto, y creo que en el fondo lo sabía. Fue posponiéndolo durante varios años, intentando encontrar otra manera de dar con el Origen. Sin embargo, al final se dio cuenta de que no le quedaba otra opción. Necesitaba arriesgarse e ir a la ciudad. Pero no podía hacerlo solo. Debería recoger muchas muestras. Necesitaba llevarse a un equipo. Parece una locura, como si nadie se hubiera querido unir. Pero tenía facilidad de palabra y un carisma desbordante. Jugó con el sentimiento religioso de la gente, argumentando que era su deber espiritual hacerlo. Que todo era por el bien de las almas de los crepusculares. Al cabo de poco tiempo, había convencido a un grupo de treinta personas (sí, ¡treinta!) para que lo acompañaran. A cruzar el desierto y adentrarse en el ojo del huracán.
—¿Cuándo?
—Hace dos o tres décadas. Entraron a hurtadillas, con la intención de quedarse dos semanas como máximo, pero subestimaron por completo la tenacidad de los crepusculares. Ocurrió lo inimaginable. O lo completamente previsible: eso depende de cómo se mire, supongo. Separaron al grupo y después, en cuestión de días, si no de horas, los devoraron. Las líneas de comunicación quedaron totalmente comprometidas, y los canales de transporte, destruidos. Se vieron obligados a ocultarse y, cuando se acabaron los recursos alimenticios, sólo les quedó una opción: infiltrarse y mezclarse en la sociedad, fingir que eran crepusculares. Pasaron años y décadas sin que supiéramos ni una palabra de ellos. La verdad es que pensábamos que habían muerto todos.
»Y después, hace unos años, el científico regresó. Como un fantasma de carne y hueso. Apareció caminando por ese bosque, atravesó las puertas y entró en la Misión. Fue un milagro caído del cielo. O una maldición, pues ya era un hombre destrozado, de mirada perdida y dado a la fantasía. Insistió en quedarse en el enclave, en seguir investigando en el laboratorio. Declinó todas las ofertas de ser liberado y regresar a la Civilización.
Al oír esas palabras, Sissy ladea la cabeza:
—Un momento. ¿Qué ha querido decir con eso?
Krugman está confundido.
—Quería quedarse. ¿Qué opción…?
—No, no. La parte sobre volver a la civilización.
—Bueno —continúa Krugman sin entender—, esto no es la Civilización. Como he dicho antes, la Misión es sólo un enclave. ¿No me habéis escuchado? Ahí fuera está el mundo, el 99,9999 por ciento del resto del globo. Lleno de gente, de ciudades, de civilización. Desde que se produjo el alzamiento de los crepusculares, hemos tenido que reconstruirlo todo, y todavía falta mucho para que lleguemos al nivel que teníamos antes, pero poco a poco lo conseguiremos.
Sissy y yo estamos perplejos.
—¿Qué pensabais que había ahí fuera? —Su rostro refleja desconcierto. Nos examina con mirada vidriosa.
—Yo pensaba que la Tierra estaba llena de gen… de crepusculares. No pensaba que quedaran muchos de los nuestros, quizá unos pocos en zonas aisladas. De hecho, hasta hacía tres semanas creía que era el último de los de nuestra especie. Hasta que encontré al grupo del Domo. Hasta que Ashley June confesó. Hasta que el director reveló, quizá sin querer, que existían cientos de personas como nosotros, encarceladas como ganado en el Palacio del gobernante.
A Krugman se le ponen los ojos como platos.
—Acercaos —nos invita haciendo un gesto con el brazo. Está derramando el whisky de la botella—. Acercaos a la ventana. Os quiero mostrar algo. —Da un golpe en la ventana—. Allí, a lo lejos. Pasada la cordillera. Ahí, es donde el terreno cede al barranco.
Lo vemos. Un puente levadizo de dos hojas, con los dos tramos hacia arriba, como centinelas colocados uno a cada lado del barranco.
—Más o menos cada quince días nos llegan las provisiones. En tren. Comida, muebles, cultivos y medicamentos. Eso es lo que queríais saber, ¿no? Todo llega en tren. Bajamos las hojas del puente. El tren cruza. Lo descargamos en la estación. Y después, el tren se va. Cada tramo tarda cuatro días. Un poco menos de camino a la Civilización, por la pendiente pronunciada de la montaña. El tren vuela. Y es todo automático. Es una maravilla lo sencillo que es: aprietas unos botones y se va, el puente baja y el tren desaparece montaña abajo. Las puertas permanecen cerradas hasta que alcanzan el punto de destino, ya sea aquí o en la Civilización. Por lo general, devolvemos el tren con una lista de lo que necesitamos, aparte de la mercancía habitual. Y en ocasiones especiales, el tren parte con un pasajero o dos.
Sissy y yo lo miramos. Él asiente con una chispa en los ojos.
—A aquellos que han sido buenos servidores, aquellos cuyos servicios a la Misión han sido dignos de alabanza, les espera una recompensa en forma de una honorable puesta en libertad. Esos pocos elegidos consiguen montar en el tren de vuelta a la Civilización, donde el gobierno los recompensará con magnanimidad mediante un estipendio que les durará el resto de su vida. Pero se lo tienen que ganar.
—Con marcas del mérito.
Krugman, con cierta sorpresa y respeto, asiente.
—No se os escapa nada. Sí, con marcas del mérito. Si te ganas cinco, ya tienes el billete a la Civilización. Pero cuidado, que no se consiguen fácilmente. Suele hacer falta por lo menos una década de servicio.
—¿Cómo se puede conseguir una?
—Ah, supongo que hay muchas maneras. Una adhesión inquebrantable a los estatutos. El amor por los superiores y la ciudadanía de la Misión. Dar a luz a un niño sano. La diligencia demostrada en las tareas diarias durante una década de servicio. Ese tipo de cosas.
—¿Y qué pasa con los nombramientos del demérito? ¿Cómo se consiguen?
La habitación se queda en silencio.
—Ah, sí. Los nombramientos del demérito. Muy sencillo: la desobediencia a los estatutos te hace ganar uno. O dos. Depende del nivel de la transgresión. Pero acompañadme, no es por eso por lo que hemos venido a la Misión. Es mejor que nos concentremos en lo positivo: las marcas del mérito…
—Déjeme adivinarlo —empiezo a hablar recordando a las chicas con las marcas y los tatuajes en los brazos—. Un nombramiento del demérito resta todas las marcas del mérito. Una cicatriz anula una carita sonriente. Hace que sea mucho más difícil llegar a cinco.
«¿Y qué pasa cuando consigues cinco nombramientos del demérito?» Eso es lo que estoy pensando cuando el superior interrumpe mis pensamientos.
—Sí, supongo que resta. Sin embargo, aquí en la Misión preferimos ver la suma. Hace que los ciudadanos lo sientan como un incentivo: les sube el ánimo y la moral. —Sonríe, coloca las manos sobre mis hombros y los aprieta de modo tranquilizador—. Ya veo a qué viene esto. Estás preocupado por tu chica. —Señala a Sissy con la barbilla—. Por todas sus transgresiones. Mira, no te preocupes. No se lo vamos a tener en cuenta. Tampoco hace falta que te agobies por los nombramientos del demérito o las marcas del mérito. Tenéis prioridad. No tendréis que esperar una década ni un año ni un mes, ni siquiera dos semanas. Veréis, hoy está previsto que llegue un tren. Tardaremos unas horas en descargar las provisiones. Y después, mañana, si todo va bien, vosotros seis subiréis al tren y viajaréis hasta la Civilización. Hacia vuestro merecido oasis.
Sissy pone los dedos en la ventana y presiona la palma contra el cristal. Niega con la cabeza.
—Lo siento, pero todo esto nos llega por sorpresa.
—Lo comprendo.
Durante un minuto nos quedamos mirando el puente, intentando digerir toda esta información que nos ha roto los esquemas.
—¿Por qué han decidido concedernos prioridad? —pregunta Sissy.
Krugman se ríe y mira a los otros superiores con complicidad.
—¡Como si la cosa hubiera dependido de mí! —Abre un cajón de su escritorio, y saca un sobre con un sello partido de cera roja. De él extrae una hoja con un membrete en relieve y me lo entrega—. Una carta de la sede central de la Civilización. Vamos, léesela.
No me molesto en corregirle por pensar que Sissy es analfabeta. Desdoblo la hoja y me quedo mirando el texto en cursiva. Sissy se acerca para leer.
En fechas recientes, la Civilización ha recibido información confidencial fidedigna que afirma que un grupo de seis jóvenes, de edades comprendidas entre los cinco y los diecisiete años, se han escapado de una prisión crepuscular. Nuestros agentes nos han informado de que probablemente se dirijan a la Misión. Si llegan a ese destino, deberán ser tratados con las mejores atenciones y hospitalidad. Subirán al próximo tren y se los llevará a la Civilización. Es imprescindible que vengan con «el Origen».
Atentamente,
La Civilización.
—Recibimos la carta hace unas semanas. Por eso no nos sorprendimos cuando aparecisteis en nuestra puerta. Os esperábamos, ¿lo veis?
Sissy le da la vuelta a la hoja. Está en blanco. Mira a Krugman.
—Entonces subiremos a ese tren mañana —repite, con un tono reticente—. ¿Y cuándo nos lo iban a decir?
Krugman se pone a reír. Suena como una tos de alegría. Aun así, en esa explosión de sonido, detecto su irritación.
—Cuando el pobre Gene se recuperara. Entonces. No íbamos a permitir que os hicierais ilusiones para que luego se truncaran si él no se reponía para hacer el viaje. Recuerda que tenía muchos problemas hace tan sólo dos noches. En cambio, míralo ahora —afirma mientras me mira—, es la viva imagen de la salud y la vitalidad, ¿no? Así que mañana nos abandonaréis con todas nuestras bendiciones y, sin duda, con los mejores recuerdos.
Durante un minuto, lo único que se oye es el tictac del reloj de pared.
—¿Y qué hay del científico? ¿Por qué no lo enviaron de vuelta a la Civilización? Pensaba que recibiría el mismo tratamiento que nosotros. ¿Por qué no le concedieron prioridad?
El ambiente se vuelve tenso. A través del reflejo de la ventana veo cómo los secuaces de Krugman, que han permanecido en silencio durante todo este tiempo, se envaran.
—La respuesta sencilla es que nunca recibimos directrices de la Civilización al respecto.
—¿Y la respuesta complicada es…? —insiste Sissy.
Krugman ríe de manera sonora, a carcajadas.
—La respuesta complicada es… eso, complicada.
—Entonces denos la respuesta complicada —intervengo yo—. Cuéntenoslo todo. Explíquenos por qué se suicidó.
Krugman inspira irritado.
—Debéis entender algo. Cuando el científico volvió, no estaba del todo centrado. Demostró ser poco cooperativo.
—¿Cómo?
—Se encerró. Se negó a hablar de su vida entre los crepusculares. Nadie había vivido en la metrópolis y había logrado regresar para contarlo. El pasó allí más de dos décadas. Tendría que haber sido un almacén de información. Sin embargo, rechazó hablar del tema. Y, más extraño aún, cuando llegó el momento de volver a la Civilización en tren, lo rechazó. De forma categórica. De hecho, se encerró en su laboratorio. Cuando lo presionábamos, lo único que decía es que debía esperar al Origen.
—¿Y qué dijo al respecto? ¿No pensaron en preguntarle?
Krugman sonríe con ambigüedad.
—Por supuesto que lo hicimos. Se limitó a decirnos que se trataba de una cura. Que durante los años en los que había convivido con los crepusculares, había tenido acceso diario a laboratorios y a documentos científicos confidenciales. Al parecer trabajaba de conserje en un edificio de alta seguridad situado en la metrópolis. En resumidas cuentas, al tener acceso a esa información y ese equipo, había podido elaborar una fórmula. Para el Origen. La cura que revertiría los efectos genéticos en los crepusculares y los devolvería por completo a la humanidad.
—¿Revertiría los efectos? —tartamudeo sorprendido.
—Eso es lo que nos dijo el científico. Si es que se le puede dar alguna credibilidad.
—Esa cura, el Origen —susurra Sissy, tan abrumada como yo—. ¿No la tenía él, entonces?
Krugman niega con la cabeza.
—No pudo traerla consigo, pero afirmaba que un día llegaría. Se convirtió en una especie de profeta loco. Todos los días farfullaba historias sobre la llegada de los jóvenes que traerían el Origen. No dejaba de cantar: «Benditos sean los pies jóvenes de aquellos que traigan el Origen». Cuando no estaba trabajando en el laboratorio que tenemos aquí, estaba en la muralla, vigilando durante la noche. Seré sincero: hacia el final, perdió la cabeza. Tuvimos que aislarlo en una cabaña a la que se llega mediante una travesía de día y medio desde aquí.
Al recordar la cabaña de hace unos días, asiento.
—¿Cuánto tiempo pasó allí?
—No mucho. Un par de meses, a lo sumo. De vez en cuando íbamos a ver cómo estaba. Una tarde lo encontramos colgado de las vigas. —Krugman nos mira fijamente, sombrío—. Queríais saberlo. Ya la tenéis: la verdad sin adornos. Duele, ¿no?
—Pero¿qué lo llevó a suicidarse?
De repente, sus ojos vidriosos lanzan destellos de claridad. Se pone a mirar por la ventana. Cuando se vuelve a fijar en mí, su rostro está tenso.
—¿Os habéis dado cuenta de algo?
—¿De qué?
—De esta conversación. Es un poco unilateral. La verdad es que me estoy empezando a cansar de oír mi voz. Ahora me gustaría escuchar. Que vosotros hablarais.
Confundidos, Sissy y yo nos miramos.
—¿Sobre qué? —pregunta ella.
—Sobre el Origen —inspira—. Pensaba que el científico estaba totalmente loco cuando deliraba sobre el tema, pero después aparecisteis vosotros de la nada, tal como él había predicho. Y luego, al parecer, la Civilización no sólo descubre la teoría del Origen sino que además parece bastante predispuesta a creerla. Así que decidme: ¿qué es? Y lo que es más importante: ¿dónde está? Me gustaría verlo, por favor.
—Lo siento —me disculpo—. No sabemos lo que es. No lo tenemos. Y ésa es la verdad.
Krugman sonríe para sí.
—Puedo comprender que queráis ser prudentes al respecto, e incluso que no deis demasiados detalles, pero mirad, ahora somos amigos, ¿no? Quizá incluso seamos familia, ¿no?
—No es que seamos prudentes —responde Sissy—. Es que no lo tenemos.
Mete la barbilla hacia dentro, y le sale el lunar.
—¿Sabéis qué creo también? —Nos pregunta con un tono de excitación en su voz—. Creo en el quid pro quo, en que donde las dan las toman. ¿Entendéis estas expresiones?
Niego con la cabeza.
—Significan que siempre debe haber un intercambio justo. Yo os doy algo, y vosotros también me lo dais a mí. Os he dado información, y he respondido a vuestras preguntas. Ahora, a cambio, quid pro quo, vosotros me dais algo. ¿Lo entendéis? Un canje. ¿Lo veis? Yo os he dado mi hospitalidad, y ahora vosotros me dais el Origen. —Cada vez está más excitado, la voz le tiembla de la emoción—. Es lo justo…
—No lo tenemos —interrumpe Sissy, y Krugman da un respingo—. Sencillamente no tenemos ni idea de qué es eso del Origen. No habíamos oído hablar de ello hasta que llegamos aquí.
Krugman la observa durante un buen rato. Después hace una seña apenas visible con la cabeza, y sus dos secuaces, que están detrás de nosotros, se van a la puerta.
—Muy bien. Ellos os acompañarán hasta vuestra casita.
Nos damos la vuelta para salir. Sissy va delante. Se detiene. La puerta sigue cerrada, y los dos hombres siguen delante. Con los brazos cruzados a la altura de su pecho del tamaño de un tonel, sonríen.
—Una cosa más —añade Krugman con un tintineo en la voz.