21

—¿Adónde vamos? —le pregunto a Sissy mientras caminamos enérgicamente por la calle.

—Voy a llegar al fondo de todo esto, Gene.

—Dime qué tienes en mente.

—Voy a ir hasta Krugman. Quiero que me dé respuestas.

Diez zancadas más tarde, propongo:

—Sissy, debemos ir despacio.

Ella se detiene. Echa fuego por los ojos.

—Ambos sabemos que en esta aldea pasa algo raro. La crepuscular cautiva. Las vías del tren. —Sacude la cabeza—. Debió de haber algún motivo para que tu padre se suicidara en este lugar. ¡Por el amor de Dios! Se acabaron las contemplaciones.

—¡Ya lo sé, Sissy! Pero danos un poco más de tiempo para averiguarlo por nuestra cuenta. Revelarle a Krugman nuestras sospechas no es la mejor jugada que podemos hacer ahora mismo.

Da una patada al suelo.

—Te olvidas de algo. Puede que todo esto sea nuevo para ti, pero yo ya llevo cinco días viéndolo. Estoy harta de fisgonear y de jugar a los detectives. Basta de andarse con rodeos. —Se pasa la mano por el pelo—. La verdad, lo haré sola si es necesario, pero preferiría tenerte a mi lado, Gene.

Veo la intensidad en su mirada. Puede que tenga razón. Quizá la confrontación sea la única manera de encontrar respuestas. Pienso en las chicas que lavaban la ropa esta mañana, en sus tatuajes y en sus marcas. Su reticencia a hablar. Le doy la razón. Sus ojos se llenan de alegría.

***

—¿Dónde está Krugman? —les pregunta Sissy a un grupo de chicas que pasan por allí. Ellas niegan con la cabeza y sonríen con la mirada vacía.

—¿Dónde está el superior Krugman? —les pregunto a otro grupo de chicas. Ellas se inclinan, niegan con la cabeza, y evitan mirarme a los ojos.

—¡Es inútil! —se queja Sissy, ofuscada.

—¡Oye, tú! —le grito a un superior a través de una ventana abierta. Está reclinado sobre una silla, con los pies encima de la mesa y una jarra en la mano. Tiene los ojos neblinosos y parpadea. Inclina la jarra y vierte cerveza espumosa.

—¿Qué?

—¡Dime dónde está Krugman! —grito, consciente de que estoy montando una escena. Por la ventana veo al resto de los clientes, todos ellos superiores, en lo que parece ser una taberna. Me miran con ojos entre vidriosos y divertidos.

—Donde no te importa.

—Es urgente. Necesito hablar con él. —Me acerco a la ventana.

—Bueno, como todos.

El hombre arrastra las palabras. En el interior, los superiores tienen diferentes estados de embriaguez. Con sus manos hinchadas, agarran las jarras de cerveza, las copas de vino y los vasos de whisky con fuerza. El vaho del alcohol se entremezcla con el humo del tabaco y les confiere un aliento repugnante. Me aparto de la ventana. Al desaparecer de su campo de visión, se creen que he desistido y me he ido. Oigo el murmullo de un comentario acompañado de un estrépito de risas. Sissy y yo los sorprendemos cuando traspasamos las puertas de vaivén segundos después. Las sonrisas se les esfuman de la cara.

—He dicho que necesito ver a Krugman. ¿Dónde está?

Un superior que hay en la barra se me acerca y me pregunta:

—¿Qué ocurre? Quizá pueda ayudarte. —Me habla con un tono excesivamente recatado y formal que descubro que es de mofa. El turno de carcajadas que le sigue confirma mi sospecha. Pero antes veo a otro superior con mirada nerviosa y risa exagerada que echa un vistazo a la parte de atrás de la barra. A una puerta cerrada.

—¿Está ahí? —Las risas desaparecen de repente. Parece que no quede aire en el bar, y sube la tensión—. Sí, ¿verdad? —Sissy y yo empezamos a andar hacia la puerta.

Al instante, se oye el ruido de las sillas. Todos se levantan, y de golpe se les pasa la borrachera. Corren hacia nosotros para bloquearnos el paso. Prescinden de las palabras. Uno de ellos extiende el brazo hasta que me toca el pecho.

—Ya has ido muy lejos, guapo.

—Está ahí. Tengo que hablar con él.

—No puedes.

—Entonces, dígale que salga.

—No, tienes que…

—¡Krugman! ¡Krugman! Tengo que hablar con usted. ¡Ahora mismo!

Los demás no pierden el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, me acorralan, me agarran del cuello, de los brazos, de los hombros…

—¿Es realmente necesario? —pregunta Krugman al salir. Cierra la puerta y pasa los dedos por los paneles de madera. Su voz suena tranquila mientras se abotona los pantalones y se mete la camisa por dentro. Tiene una mirada sosegada—. En serio. ¡Ni que hubiera una avalancha! —Mira a los superiores—. No la hay, ¿verdad?

—No, no. Tan sólo se trata de un chico y su muchacha, que están montando un escándalo por nada.

—Explíqueme por qué tienen a uno de ellos, a una crepuscular, en la aldea —le exige Sissy.

—Ah, veo que habéis tenido oportunidad de visitar el Vastnario. Os iba a llevar yo en persona, pero me parece que ya no será necesario. Y, por favor, prefiero cualquier otra palabra antes que «aldea». Hace que la Misión parezca muy provinciana.

—¿Qué hace aquí una crepuscular?

Krugman le hace una señal a alguien en la barra. Momentos después le traen dos vasos de whisky. Él coge uno en cada mano.

—¿No atendíais durante la presentación? Cumple una función educativa. Les recuerda a nuestros niños, de la manera más visceral posible, los peligros que merodean las Vastas en cuanto se ha abandonado la seguridad de nuestras murallas. En serio, tendríais que haberos concentrado más. —Alarga el brazo para ofrecerme una copa. Hago caso omiso de su invitación.

—Ya he atendido lo suficiente, y ahora usted tendrá que hacerlo conmigo. —Sus ojos se abren como platos—. Ya he vivido en «el mundo de ahí fuera». Sé de primera mano de lo que son capaces. Nada los detendrá si hay sangre humana de por medio. Al tener a una crepuscular, ha introducido el peligro en casa.

—Está encerrada, con las medidas de seguridad pertinentes —explica con voz alterada—. Si supieras cómo es el cristal, sabrías que no hay manera de poder escapar de ahí. No se puede romper. Verás, ese material…

—Estoy familiarizado con la tecnología del cristal. Y también con los crepusculares. Esa chica puede parecer débil y dócil ahora que está encerrada, pero mientras hablamos está tramando cómo salir. Y créame, encontrará la manera.

De repente se pone rígido. Al respirar, se le hincha el pecho, después se le paraliza y vuelve a bajar. Sin embargo, cuando me vuelve a mirar, sonríe con amabilidad, la barbilla mirando hacia abajo. Un gran lunar negro le aparece en uno de los pliegues del mentón, como si fuera un ojo de cíclope. Le salen unos pelos de en medio, como agua que cae de una lata.

—La Misión funciona como un motor perfectamente engrasado. Sus ciudadanos llevan una vida ocupada y satisfecha. Y lo que es más: son felices. No hay más que ver cómo sonríen, cómo cantan. Su felicidad es, en realidad, de suma importancia para nosotros. De vital importancia. Somos los responsables de asegurarnos de que tengan una infancia mágica y maravillosa. Todos sus deseos y necesidades quedan cubiertos. En abundancia.

En su mirada hay una mezcla de regocijo y odio.

—Hemos cubierto todas tus necesidades desde que has llegado: comida, atención médica, ropa y entretenimiento. —Hace una mueca con la boca—. Pero quizá hayamos descuidado otras.

—Me parece que no le sigo.

—Bueno, claro que no —me dice mientras me guiña un ojo—. Has disfrutado de la comida, no hay duda. Del alojamiento también. Quizá —y entonces sonríe mirando a los otros superiores— también tendrías que disfrutar de las chicas, si te apetece. Lo podríamos arreglar sin ningún problema.

Se escapan algunas risitas.

—Tu compañero, Epap, se ha beneficiado de ellas. Y hay más que suficientes para todos. Estoy seguro de que te has fijado en todas las bellezas que tenemos. A las menos atractivas las tenemos en la granja, a buen recaudo.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —añade otro superior, para regocijo del resto.

—Verás, ahora viene la parte en la que te ríes con nosotros. Cuando te damos una palmadita en la espalda y te acompañamos a la sala de las visitas.

—No sé de qué me habla.

—El pobre no tiene experiencia. —El que pronuncia estas palabras, un hombre alto con mirada demente, se da golpecitos sobre su abultado estómago. El resto ríe con él.

—El chaval es un poco puritano. La represión lo ha afectado. En serio, tendríamos que ser más considerados con sus necesidades. ¿Vamos a ello, entonces? ¿A la sala de visitas? Allí hay una gran afluencia de chicas.

Sissy, detrás de mí, empieza a hablar:

—Y hablando de abundancia…, ¿cómo consiguen tanta comida? ¿De dónde sacan las provisiones? ¿Qué hay de los medicamentos, las herramientas, la cubertería de plata, el cristal…?

—Tenéis preguntas que hacernos, ya veo —constata Krugman observándonos con ojos fríos y calculadores. Durante un momento excesivamente largo, nadie habla. Después vuelve a sonreír con su carisma envolvente—. Y no os quedaréis satisfechos hasta que hayáis obtenido respuestas —afirma con tono simpático—. Vosotros dos sois como gatitos. Como dos gatitos curiosos. Estáis maullando como gatos callejeros en celo.

Uno de los superiores esboza una sonrisa torcida. Krugman inspira y estudia la muralla.

—Venid —nos invita señalando al exterior—, estaré encantado de complacer vuestros deseos. Pero primero vayamos a mi despacho, ¿de acuerdo? Está en la torre de la esquina de la muralla. No está demasiado lejos. Es un paseo corto desde aquí.

Justo en ese momento la puerta cerrada que hay detrás de Krugman se abre. De ella sale una chica joven con el cabello despeinado. Al ver a tantos hombres se sobresalta, y se cubre rápidamente el trozo de hombro que se le ve debajo de la sábana que lleva alrededor del cuerpo. Baja la cabeza, murmura una disculpa y vuelve a entrar, no sin antes cerrar la puerta. Nadie dice nada. Entonces Krugman se da la vuelta. Mira a todo el mundo, y su expresión es radiante. Con su aliento avinagrado dirigiéndose a mí, dice:

—Bueno, desde luego que ella tiene experiencia.

Las risotadas hacen temblar las tablas del suelo de la taberna. La vibración que han producido las carcajadas nos sigue incluso después de haber salido y de habernos dirigido al despacho de Krugman. Unas chicas de mirada amable se detienen a cada lado de la acera y se inclinan para saludarnos.