A pesar de haber pasado toda la noche en vela, me levanto al amanecer. En mi propio cuarto, pero no en mi cama. Allí está Sissy, profundamente dormida, con la cara relajada sobre la almohada. Sin embargo, incluso en sueños, su cuerpo parece estar tenso, como si el recuerdo de las últimas horas, y seguramente para ella los últimos días, se hubiera filtrado en su mente inquieta. Anoche cuando estábamos en la vía del tren me dijo que quería quedarse conmigo. Le pregunté si no nos íbamos a meter en un lío. Si no advertirían su ausencia en la granja, si no iba contra los estatutos… «¡A la mierda los estatutos!», contestó. La verdad es que yo tampoco quería estar solo. Para cuando hube encendido el fuego —estábamos muertos de frío—, ella ya se había quedado dormida. De manera instantánea, como si fuera la primera vez en muchos días. Como no la quiero despertar, estoy en silencio en el sofá, y contemplo las brasas muertas en la chimenea. Las ventanas situadas a mi izquierda dan al este, y la cortina tiene ribetes de un color naranja quemado. No siento ni el cuerpo ni la mente, que están aletargados. La adrenalina me invade. Pasado un minuto, me pongo la chaqueta y salgo de la casa. Todo está precioso. La templada luz del sol va cobrando fuerza a medida que me adentro en las calles aún vacías. Incluso el pico de la montaña, que se alza detrás de la aldea, se ve en gran parte sin nieve. Sólo la cumbre está cubierta de blanco. Tomo una bocanada de aire limpio. El camino rodea la aldea a modo de herradura que no termina de cerrar el círculo. Al llegar al final, las casas se espacian, y los adoquines dan paso a la tierra. Desvío la atención a un arroyo que borbotea a mi izquierda. Un camino transitado conduce hasta la orilla donde hay una estructura de madera para colgar la colada. Debajo de un banco, hay colocados unos cubos y unas tablas de lavar, en riguroso orden. No me iría mal un vaso de agua. Camino hacia el río. El agua es clara y fresca. Después de beber lo suficiente para saciar mi sed, me mojo la cara y el pelo. Las gotas me caen por la espalda, como agujas que me dan energía. Siento cómo se me cristalizan los pensamientos y activo la atención. Al otro lado del río hay alguien. Me mira. La reconozco de inmediato.
—Hola, Claire. Claire como el aire.
Ella no me responde. Continúa con la mirada clavada en mí.
—No deberías estar aquí —se atreve a pronunciar por fin. Su voz corta el aire tranquilo con sequedad—. Va contra los estatutos.
—Ni tú. Ven —la ánimo moviendo la mano.
Piensa en ello por un instante. Después cede, saltando de roca en roca a través del arroyo. Las botas apenas se le mojan.
—Oye —le pregunto al darme cuenta de algo después de que haya cruzado—. ¿Cómo has hecho eso?
Parece confundida.
—Con las pasaderas. Ya me has visto…
—No. Me refiero a que no eres como las otras chicas. No cojeas ni andas como un pato. Eres… normal.
—Quieres decir fea.
—¿Cómo?
—Tengo pies feos de hombre. Ya lo has visto.
Le miro las botas, que al haberse mojado tienen una mancha de un marrón más oscuro.
—No veo cómo…
—Ya, ya, ya lo sé. Son enormes. Son pies de hombre. Lo pillo. Aún no se han transformado en bonitos pies de loto. No te quedes mirándolos. —Hace una mueca de repulsión—. Pero mi momento está a punto de llegar. El año pasado iba a pasar por el proceso, pero entonces me dieron una asignación.
—¿Qué asignación? ¿De qué hablas?
—Recojo leña. Necesito pies de hombre para ir por el bosque y juntar la madera. Esa es mi asignación.
—Por eso estabas tan lejos de la aldea. En la cabaña.
Abre los ojos con alarma. Mira rápido a su alrededor.
—Que se entere todo el mundo, venga. —Se acerca un poco más a mí—. Por favor, no se lo digas a nadie, ¿vale? Se supone que no debo ir tan lejos. O, por lo menos, ya no.
—La cabaña. Ahí es adónde se retiraba el científico, ¿no? Donde vivía.
Ella asiente y baja la mirada.
—¿Por qué vivía ahí, tan lejos de la Misión?
—Tengo que irme.
—No, por favor. Eres la única persona con la que puedo hablar aquí. ¿Qué le pasó al científico?
Frunce el ceño con suspicacia.
—Murió. Se colgó. —Me estudia con atención—. ¿No te lo han contado?
—No se suicidó. No, ¿verdad?
Una expresión sombría se apodera de su rostro. Los ojos se hunden en sus cuencas.
—Me tengo que ir. Estamos rompiendo el primer estatuto. «Permaneced en grupos de tres o más personas. La soledad no está permit…»
—Ya sé lo que dicen los estatutos. Olvídate de ellos por un segundo, ¿vale? —Doy un paso en su dirección y suavizo el tono—. Este lugar me da escalofríos. Puedes contármelo, Claire. ¿Qué le pasó al científico?
Por un instante hay un atisbo de luz en su mirada.
—No se suicidó, ¿verdad?
Algo en ella se relaja. Su postura se suaviza y abre la boca para hablar… Detrás de nosotros emerge el sonido de una canción que se deshace en elogios hacia el sol, la gracia y el nuevo día hermoso. Una hilera de chicas de la aldea que van cargadas con cestas de ropa sucia aparecen en una esquina. Se detienen, sorprendidas de verme. Me doy la vuelta. Claire se ha ido. Exploro el bosque intentando encontrar algo de movimiento. «¿Claire?» Pero ha desaparecido. Frustrado, paso al lado de las lavanderas. Inclinan las cabezas y estiran los labios para dejar ver la dentadura en lo que se supone que es una sonrisa. Es tan falsa que hasta las que yo forzaba parecían más sinceras. «Buenos días —repiquetean—. Buenos días. Buenos días.» Algunas ya se han remangado y se preparan para sumergir la ropa en el riachuelo. Veo un trozo de piel y después, en la cara interna del antebrazo, una fea cicatriz arrugada. Se trata de una costra que sobresale en forma de X, unas bandas gruesas de color rosa pálido, como sanguijuelas que se cruzan. Estoy listo para hacerle caso omiso y seguir, pero entonces veo la misma cicatriz en otra chica, salvo que ella tiene dos. Me detengo. Me quedo observando las cicatrices. Me doy cuenta de lo que son. Me doy cuenta de lo que les han hecho. Las han marcado.
La chica se da cuenta, y rápidamente se baja la manga para cubrirse. Pero sólo la izquierda; no se toca la derecha, que aún lleva subida hasta el codo. La piel de ese brazo también tiene una marca. Pero no de cicatriz, sino de un curioso tatuaje: De carita feliz.
—¿Cómo te llamas?
Se estremece al oír mi voz. Por un instante, se paraliza; como todas.
—Buenos días, ¿señor? —me saluda sonriendo hacia el suelo y con la voz apagándosele por el miedo.
—¿Cómo te llamas? —vuelvo a insistir con toda mi amabilidad.
—Se supone que no debemos hablar con usted. —Su actitud es de total sumisión.
—¿Por qué no? —pregunto mientras intento mantener el tono de voz neutro—. Sólo tu nombre. Eso es todo. ¿Cómo te llamas?
—Debby —murmura al cabo de un instante.
—Debby —repito, y ella salta al oír su nombre salir de mi boca—. ¿Qué es eso? —pregunto señalando.
Me mira fugazmente y ve que le indico la marca del tatuaje del brazo.
—Es mi«marca del mérito» —afirma volviendo la vista hacia el suelo.
—¿Qué es una marca del mérito? —Vuelvo a centrar la atención en la chica llamada Debby, pero no responde. Unos mechones de su pelo suelto tiemblan al viento.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no…?
—Déjela en paz.
Se oye un suspiro. Todas bajan la cabeza menos la chica que ha hablado. Clava su mirada en la mía. Tiene miedo, pero también transmite dureza. Aunque sólo le dura un segundo. Entonces baja la cabeza y mira al suelo. La observo de cerca. Es la más alta del grupo, pero también la más delgada. Tiene varias pecas repartidas por la nariz y las mejillas. Pero eso no es lo más característico de ella, sino su antebrazo izquierdo. Tiene cuatro X marcadas en la piel. Brutales y feas, como instrumentos de metal que le hubieran insertado dentro. Entonces vuelve a alzar la vista para mirarme. Sin timidez ni vergüenza, sino con un prudente asomo de esperanza.
—¿Qué son? —pregunto señalándole las marcas.
—Se llaman«nombramientos del demérito».
Le miro el antebrazo derecho. Está limpio, sin ninguno de estos tatuajes sonrientes.
—¿Por qué tienes«nombramientos del demérito»? ¿Qué significan?
Se limita a decir: «Por favor». Su voz es suave pero firme.
—¿Qué?
—Si contesto a sus preguntas, rompo los estatutos. Y si los rompo yo, todas lo hacemos. Está escrito en los preceptos. «Culpable por asociación.» Nos castigarán a todas, no sólo a mí. —Y nuestras miradas se encuentran. Hay un tono de súplica urgente en ellos—. Muchas de nosotras tenemos mucho que perder con un demérito más. —Baja la voz—. Así que, por favor, déjenos seguir con nuestras cosas. Déjenos tranquilas, por favor.
Sin saber qué hacer, doy un paso atrás.
Ella arrastra los pies hacia delante.
—Vamos, chicas.
Todas la siguen hasta la plataforma de madera. Cuando pisan los tablones, se oye un sonido hueco.
Echo a andar en la otra dirección. Tengo la cabeza hecha un lío. En mi cabeza bullen muchas preguntas medio formadas cuyas respuestas sé que no obtendré nunca. Los colores de la aldea me dan la bienvenida. Los chillones vestidos de flores de muchas más chicas que van hacia el camino, el rojo vivo de las chimeneas de ladrillo, y el amarillo chillón de los marcos de las ventanas. Antes de doblar la esquina, vuelvo a mirar hacia la plataforma. Ahora todas las chicas están agachadas. Sacan la ropa de las cestas y la mojan en el río. Sólo la chica pecosa continúa de pie. Tiene la cabeza ladeada, pero sé que me está mirando, cuidadosamente, con el rabillo del ojo. Entonces también se termina arrodillando y se pone a lavar.
***
Paso la mañana caminando tranquilamente. Parece que esté dando un paseo relajado, pero, en realidad, tengo los ojos bien abiertos para… No estoy seguro. Cualquier cosa que se salga de lo normal. Sin embargo, todo es lo mismo: hay grupos de chicas que comienzan con sus tareas diarias, llevan sacos de harina a la cocina, vigilan cómo juegan unos niños en el parque, construyen un armario nuevo en la carpintería, y llevan botellas de leche a la maternidad para filas y más filas de bebés que aúllan en sus cunas. Cuando se me cansan las piernas, me siento en la plaza de la aldea y observo toda la actividad desde un banco. Deleitándome con la cálida luz del sol, oigo el graznido de una águila que vuela bajo, el parloteo de los niños, el estrépito de los platos que llega de la cocina. Es fácil adaptarse al ritmo provinciano, los colores cálidos y los aromas a miel que salen de la cocina. Casi comprendo cómo han embaucado con tanta facilidad a Epap y a los chicos.
Termino pensando en mi padre. Cada vez que piso un adoquín, me pregunto cuántas veces lo pisaría él. Cada vez que hago girar el pomo de una puerta o utilizo un tenedor, me pregunto cuántas veces lo tocarían sus dedos. Sus huellas dactilares están por todas partes. Pero son invisibles. Es como si su presencia flotara por las calles, mirándome, como si intentara decirme algo.
Para cuando Sissy da conmigo, estoy adormilado y, a pesar de todo, casi complacido. Ella está sentada a mi lado, nerviosa, con una postura rígida.
—No logro encontrar a los chicos —se queja.
—¿Has mirado en el comedor? Lo más seguro es que Ben esté ahí.
—No está. Llevamos así toda la semana. Se pasan los días por ahí, descubriendo alguna actividad nueva donde Cristo perdió el gorro. No consigo seguirles la pista. Gene, siento que los estoy perdiendo.
—Están bien.
—Ya lo sé. —Y después, en voz baja—: ¿Sí? ¿Estamos bien?
Me pongo erguido y pestañeo para despertarme.
—Deberíamos preguntarle a alguien.
Sissy resopla.
—Pues buena suerte. Las chicas de aquí no contestan a mis preguntas. Ni siquiera me sostienen la mirada… salvo para mirarme mal cuando creen que no las veo; seguramente porque estoy quebrantando alguno de sus preciados estatutos.
Después oímos a Epap gritar de alegría. Su cuerpo larguirucho va dando brincos por el camino.
—¡Sissy! ¡Tienes que ver esto! ¡De verdad, tienes que verlo!
Cuando llega, frena delante de nosotros y levanta una nube de polvo.
—¿Qué pasa? Cálmate.
—Perdona que te diga, pero, con esto, de calma nada —afirma con ilusión. Me hace caso omiso, ni me mira, y agarra a Sissy de la muñeca—. ¡Vamos!
Sissy se suelta.
—Me parece que no.
Epap se da la vuelta, ofendido. Entonces me echa una ojeada, y después vuelve a mirar a Sissy.
—De verdad que tienes que verlo.
—¿El qué?
—En serio, es increíble. He visto a una clase de niños que iba de excursión y me he pegado a ellos. No te vas a creer lo que he visto.
—Vale, ya voy, pero no me arranques el brazo.
Se encoge de hombros y empieza a caminar. De vez en cuando, mira atrás para asegurarse de que Sissy lo sigue. Nos lleva por el camino serpenteante y pasamos el colegio.
—¿Adónde nos llevas?
Me hace caso omiso y se pone a andar más rápido hacia el edificio donde estuve la noche anterior, el de la extraña arquitectura. El lugar adonde el superior había llevado al recién nacido.
—Epap, ¿qué es esta construcción?
Pero sigue sin responderme. Delante de las puertas dobles cerradas hay un grupo de veinte niños. Dos chicas mayores —¿las profesoras?— conversan tranquilamente con un superior. Todas las cabezas se vuelven hacia nosotros cuando llegamos.
—No te vas a creer lo que hay —insiste mientras se relame los labios.
El superior se vuelve a nosotros a medida que nos acercamos.
—¿Es una maternidad?
—¿Perdón?
—¿No traen aquí a los recién nacidos?
Se envara.
—Ni por asomo. La maternidad está muy lejos. —Resopla y señala en dirección a la plaza de la aldea—. Esto es el Vastnario.
—¿El Vastnario? Ayer vi que traían a un recién nacido.
Clava la mirada sobre la mía.
—No hablamos de los nacimientos. Va en contra de los estatutos. —Me da la espalda.
Frunzo el ceño. Estoy a punto de hacerle otra pregunta cuando se abren las puertas dobles. Del interior sale un río de niños que pestañean por la luz. Tienen los rostros pálidos. Parecen asustados, como si acabaran de obligarlos a ver una película de terror.
—Epap, ¿qué es este sitio?
Pero está tan entusiasmado y preocupado por pegarse al lado de Sissy que ni me escucha. El superior joven habla con otro en el interior; susurran y de vez en cuando nos lanzan alguna mirada. Al final se ponen de acuerdo y asienten. Nos acorralan y entramos en fila india. Las puertas de hierro se cierran detrás de nosotros y nos sumergen en la oscuridad. Un zumbido metálico se cuela por la puerta, después sobreviene el silencio. Estamos dentro, encerrados.
—No tengas miedo, no tengas miedo —susurra Epap, con voz exaltada, desde algún lugar en la oscuridad—. Sissy, esto será increíble.
Una de las profesoras empieza a hablar.
—Dentro de un momento se abrirán las siguientes puertas, que dan a un pequeño auditorio. Caminad con cuidado: está aún más oscuro. Sentaos en la segunda fila. Os daré un «quemabrillo» al entrar. No lo rompáis hasta que os lo diga.
Las puertas se abren con un ruido metálico. Entramos. Me entregan un objeto y lo cojo. Es suave, mide unos treinta centímetros y parece una especie de tubo de plástico. Debe de ser el quemabrillo.
Nos arrastramos al interior, caminamos a lo largo de un banco curvado y nos sentamos. Una figura oscura se cierne sobre mí.
—Vosotros tres, venid conmigo —nos ordena la profesora—. Para unos invitados tan especiales como vosotros tenemos asientos VIP. Lo habitual es que sólo los superiores puedan sentarse ahí, pero haremos una excepción con vosotros.
Sissy, Epap y yo nos levantamos y vamos hasta la primera fila. El banco VIP es más ancho y tiene cojines de terciopelo.
La voz de la profesora llega desde atrás:
—Bienvenidos a vuestra visita bimensual al Vastnario. Como siempre, el propósito de la excursión es recordarnos lo cruel que es el mundo que vamos a ver, reavivar en nosotros nuestro objetivo y nuestra misión. Hacer real aquello que puede volver a lo puramente abstracto y teórico.
A mi lado, Epap está saltando de la emoción.
—Ahora coged los quemabrillos. Rompedlos y lanzadlos a unos veinte metros por delante. —Inmediatamente, desde la fila de atrás, se oye un estrépito que forma una grieta en la oscuridad. Estalla un nimbo de luz verde. Ni un segundo después, unas cuchillas rotadoras de luz verde sobrevuelan nuestras cabezas y se estrellan contra una pared de cristal que tenemos enfrente. Al chocar, los bastones se rompen y despiden un fluido verde resplandeciente. El líquido se desliza por la pared de cristal y la ilumina. Y, con ello, lo que hay detrás de la cámara sellada.
El espacio abarca el tamaño de apenas una aula. Una chica de pequeña estatura, delgada y grácil, está en el interior. Su larga melena de color negro azabache le cubre la mitad de la cara. Tiene unos ojos felinos de una intensidad espectacular, y los labios pequeños. Levanta la cabeza poco a poco, como a regañadientes. Mira hacia la fila de alumnos con escaso interés, pero cuando nos ve a nosotros tres sentados en la fila VIP, ladea la cabeza despiadadamente. Nos contempla extasiada.
—¿Qué pasa? —pregunta Sissy con un tono de voz apremiante—. ¿Por qué está ahí dentro esa chica?
Epap apenas se puede contener. Se acerca más a Sissy, abre la boca y hace una mueca con los dientes.
—¿Qué te hace pensar que es una chica? ¿Qué te hace pensar siquiera que sea humana? —Inspira una vez, dos veces, húmeda y rápidamente—. Es una de ellos. Una«crepuscular». Así es como los llaman aquí. Les pega, ¿no te parece? Porque sólo salen después del crepúsculo. Ojalá se nos hubiera ocurrido a nosotros. Habría estado bien tener un calificativo que gritarles durante todos los años que se pasaron mirándonos embobados de noche.
Sissy da un respingo. Está conmocionada. Se agarra con las manos a la punta del banco. Me fijo en que los huesos se le salen de la tensión al mirar a la chica encarcelada. La crepuscular. Susurro la palabra: «Crepuscular». ¿Qué hace ahí? ¿Cómo ha llegado?
Epap rompe su quemabrillo. La luz verde ilumina su semblante, que de repente se ha vuelto serio. Se levanta de un salto y lanza el bastón con toda su fuerza. Revienta justo en el centro. Levanta las manos en señal de celebración, y después advierte que yo aún tengo uno entre mis manos flojas. Me lo arrebata, lo rompe y lo arroja con un grito. Explota en el cristal justo delante de la chica, que ni pestañea. Nos sigue observando. A mí.
Detrás, todo el mundo está en silencio. Del grupo de niños no llega ni un ruido. Al final, Epap se sienta.
—Espérate a ver lo que viene ahora —dice, y respira hondo.
Por el pasillo del centro se oyen pisadas de botas. Se trata de una profesora con los brazos alrededor de una jarra de plástico con tapa que está llena de un líquido oscuro. En un santiamén, la crepuscular se yergue y fija la vista en el objeto.
—Nunca debemos olvidar —susurra la profesora—, ni debemos dejar de temer el hambre y la sed insaciables que tienen los crepusculares por nuestra carne y por nuestra sangre. Mirad y aprended, niños.
La maestra se coloca delante de una diminuta ranura en el cristal; es de unas dimensiones tan pequeñas que apenas cabría un puño. Se detiene. La crepuscular, como si lo hubieran acordado previamente, se desplaza al otro lado de la cámara, sin quitar la vista de la jarra. La profesora espera hasta que la chica se pone a cuatro patas. Entonces deposita la jarra en la ranura diminuta, y cierra la compuerta. A continuación, la atornilla, y en el interior de la cámara se abre la ranura. Acto seguido, la crepuscular sale a la carrera por la corta distancia del espacio. No reduce la marcha, sino que se lanza al cristal con una fuerza que habría hecho reventar doce cabezas. Se agarra a la ranura incluso cuando la jarra cae al suelo, forcejea con brazos y piernas como si cada extremidad, estuviera en competición con la otra, y tuviera entidad propia. Una niña que tengo detrás se pone a gritar. Después se oye un llanto, y los sollozos no tardan en extenderse entre toda la fila de los niños. La crepuscular destroza la tapa con los dientes y, a continuación, vierte el líquido en su garganta. En cuestión de segundos se lo ha terminado, y saca la lengua para lamer los restos que le han caído por la boca. Vuelve a mirarme. Lo curioso es que una aureola de tristeza le impregna la mirada, una expresión de vergüenza le recorre el rostro. Se da la vuelta y se retira a un rincón. Al único lugar de la cámara que queda oculto entre las sombras.
—Y eso era sólo sangre de cerdo —susurra la maestra por encima del lloriqueo de los niños—. En las raras ocasiones en las que se le da sangre humana, su comportamiento es aún más frenético, más histérico.
¿Sangre humana? Lo pienso y me estremezco. La maestra se aproxima a la zona donde se agacha la crepuscular. Rompe otro quemabrillo y lo sostiene apuntando en su dirección.
—Observad cómo le molesta la luz —explica mientras la víctima se aleja dando brincos y tapándose los ojos con las manos—. Los crepusculares sienten aversión por casi todas las fuentes de luz que conocen. Hasta la luna llena los acobarda.
—¿Cómo han conseguido a ésta?
—Nada de preguntas. No se permiten en el Vastnario.
—¿Por qué no?
Se produce un silencio.
—Porque es así. —Esta vez no es la profesora quien habla. Es una voz masculina. El superior, que está de pie al lado de la puerta, parapetado entre las sombras.
—Sólo me gustaría saber…
—Siga —le ordena a la maestra con tono recio y despectivo.
Epap se inclina hacia Sissy y susurra, excitado:
—Ahora viene lo mejor.
La otra maestra se acerca por el pasillo mientras carga con un saco de arpillera que chorrea sangre. Pasa por delante de la cámara de cristal y de una puerta que veo por primera vez. Esto tiene su explicación: apenas se ve, pues sólo se distinguen el contorno rectangular grabado en el cristal y un fino mango metálico en el exterior. Enfrente tiene un cierre electrónico. Doy un salto en mi asiento.
—¡No puede ser! No me diga que va abrir esa puerta.
La maestra se detiene por un instante.
—Por supuesto que no. No sea ridículo.
Vuelve a arrastrar el saco y traspasa la puerta.
—Pero¿funciona?
—¿Eh? —pregunta la profesora, resoplando por el esfuerzo.
—La puerta, con el teclado numérico.
—Es seguro, no se preocupe. Siempre está cerrada. Sólo saben la combinación los superiores de rango superior.
—¿Para qué sirve? ¿No es demasiado arriesgado…?
—¡Nada de preguntas! —La voz del superior se oye como el golpe de una puerta que se cierra con fuerza.
La mujer lleva el saco hasta la otra punta. La crepuscular, que la observa sin perder detalle, ladea la cabeza y se abalanza sobre una piscinita de agua que hay en el suelo contra el cristal. Hasta ahora no la había visto. Su superficie es lisa como un espejo, forma un cuadrado exacto de un metro a cada lado. Se detiene justo delante, y el polvo que levanta al frenar provoca ondas en el charco.
—A todos los crepusculares les encanta la carne humana, pero también se vuelven locos con otros tipos. La de hoy es de cerdo.
Y justo entonces descubro otra piscina de agua. Esta se encuentra fuera de la cámara de cristal, justo a los pies de la maestra. Tiene las mismas dimensiones que la del interior. Está del otro lado, como si las dos fueran dos espejos perfectos. La maestra levanta el saco justo por encima, y después lo deja caer, lo que provoca un salpicón. Para mi sorpresa, el bulto desaparece engullido, y justo después vuelve a emerger como si fuera un corcho.
—Se trata de un pozo en forma de U —nos explica la maestra a Sissy y a mí—, con un hueco que desciende hasta el interior de la cámara y otro que llega hasta aquí. Miden diez metros y se juntan bajo tierra formando una U. Las aberturas, como ven, están aquí, a mis pies, y —echa un vistazo al interior— a los de la crepuscular. El pozo está completamente lleno de agua. Es perfectamente seguro, ya que no saben nadar, pues los pobres se ahogarían en un charco. En realidad, el agua les da tanto miedo que se especula con que el pozo es el lugar más seguro de la cámara. Para mí es absolutamente magistral: sencillo, pero a la vez genial. Nos permite proporcionarles piezas más grandes, como estos trozos de carne, que no caben por la ranura pequeña.
Entonces coge un palo que hay debajo de nuestros asientos y lo sumerge en el pozo. Lo utiliza para empujar el saco hasta el fondo. Cuando está totalmente sumergido, lo inclina haciendo ángulo con el cristal y lo agita. Satisfecha, lo saca.
—Lo he empujado hasta el otro hueco. Ahora sube flotando. Sólo cabe esperar. No falta mucho.
Por su parte, la crepuscular ya está a cuatro patas mirando con atención la abertura. Casi toca el agua con la barbilla. Está tan excitada que le tiembla el cuerpo y la saliva le cae hasta llegar al agua. La luz empieza a apagarse, y la maestra rompe unos quemabrillos más. La crepuscular se estremece por la luminosidad, pero no se mueve ni un ápice. Se ha colocado la melena por la cara, y casi no se la ve, como si se escondiera por vergüenza. Entonces eleva las caderas y acerca la cabeza al agua. En un abrir y cerrar de ojos, mete el brazo, con la cara a un centímetro de la superficie. Agarra la bolsa y la destroza. Las babas y el agua vuelan por los aires y salpican el cristal. Gruñe y hunde la cara en la carne húmeda y fría.
De repente, Sissy se levanta y se va. El superior que permanece junto a la puerta de salida intenta impedírselo, pero ella le aparta el brazo. Oigo que se abren las puertas, veo que entra luz, y de nuevo se queda todo oscuro. En el momento en que consigo alcanzarla, veo que está mirando hacia el cielo, respira profundamente y entrecierra los ojos por la luminosidad. Pero entonces Epap me adelanta y se apresura en llegar hasta ella.
—Sissy, ¿qué pasa?
Ella se aparta de él.
—¡Déjame en paz!
—¿Qué pasa? —Lo cierto es que no entiende lo que ocurre. Sus ojos van de Sissy al Vastnario. Y después, también a mí—. ¿Qué le has hecho? ¿La has tocado? ¿En la oscuridad?
—¿De qué hablas?
—No, en serio. ¿La has tocado?
—¡Basta, Epap! —Resignada, Sissy sube la voz—. No me ha tocado nadie.
—¿Sissy?
Ella no responde. Empieza a caminar, y se tambalea un poco. Epap corre hacia ella. Reticente, le pone las manos sobre los hombros. Sissy se retuerce y se quita las manos de encima. Eso lo hace estallar.
—¿Qué pasa, Sissy?
Ella se vuelve a él.
—¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Por qué me has llevado allí?
—¿Cómo?
—¿Cómo has podido pensar que me apetecía ver algo así?
—No, no, no lo entiendes. Es totalmente seguro. Ese cristal es como el del Domo: impenetrable. Y la puerta está totalmente cerrada. En cuanto al pozo, ya has oído a la maestra: está lleno de agua. Los crepusculares no pueden pasar. Yo no te pondría nunca en peligro, Sissy, ya lo sabes…
La rabia se apodera de ella.
—¡No hablo de eso!
—¡Sissy! ¡No lo entiendo! —Le pasa una mano por el pelo—. Pensé que te gustaría. ¿Por qué no tendría que gustarte? Después de todo aquello por lo que nos han hecho pasar, esto parece algo en plan: «Fastidiaos, idiotas. A ver si os gusta estar en una cárcel de cristal. ¡A ver si os gusta que os contemplen como animales!» —Y ahora casi grita—. ¿Por qué no te iba a gustar?
Ella sacude la cabeza, se acerca a donde estoy, y me agarra del codo.
—¿Vienes conmigo? —me pregunta con voz suave—. Tenemos que llegar al fondo de todo esto.
Epap está estupefacto. No sabe qué hacer con los brazos colgando ni con la cabeza agachada. Sus ojos se detienen al ver la mano de Sissy sobre la mía y, cuando levanta la vista para mirarme, las pruebas lo lastiman.
—¡¿Qué pasa con él?! —grita mientras me señala. Como ella no le responde, nos sigue—. ¿Qué tiene que te gusta tanto? Basta con que silbe, y ya te pones a suspirar por él. —Epap la agarra del codo, le da la vuelta y la separa de mí. Sissy se suelta. Está a punto de darle un puñetazo en toda la cara. De romperle la nariz, de dejarlo hecho polvo. Pero frena. A un lado, el puño le tiembla.
Él está fuera de sus cabales.
—Mira detrás de quién van las chicas de la Misión. Fíjate por quién se sonrojan. Mira en quién se han fijado. ¡En mí, Sissy! ¡En mí! ¡No en él! ¿No las has visto? ¿No has visto cómo me siguen, cómo hablan de mí, cómo me miran? Porque quizás deberías verlo. Así empezarías a apreciarme. Empezarías a verme de verdad.
Sissy lo contempla, atónita.
—¿Qué tengo que hacer, Sissy? Todos estos años, toda nuestra vida juntos, ¿no cuentan para nada? Llega este tío tan tranquilo, e inmediatamente te derrites por él. ¿Qué tiene él que yo no tenga? Hago lo imposible por ti y, a cambio, no me haces ni caso. ¡No me haces ni caso! —Da un paso más. Está invadiendo su espacio, pero ella no se mueve, se mantiene firme—. ¿No te das cuenta de lo que te puedo dar? Todas me quieren a mí, pero yo te quiero a ti. Es a ti a quien se lo quiero dar todo.
Entonces sobreviene un silencio, y la expresión de ella se suaviza. Da un paso hacia él, los ojos del chico se iluminan por un instante, y después ella pasa de largo. Él se hunde en la miseria.
—Lo siento, Epap.
Ella me toma del codo y me lleva consigo. Nos vamos juntos. Sissy no se vuelve a mirar atrás.