Me despierto gritando. El mal sabor de boca que me ha dejado la pesadilla se me acumula en el cerebro como un óxido ácido. Por un momento creo que me ha vuelto la fiebre, pero me toco la frente y está seca. Cierro los ojos e intento dormirme de nuevo; pero el sueño, perseguido por la pesadilla, ha huido y ya no volverá esta noche. «Ven a buscarme», me dijo Sissy.
Las estrellas brillan con intensidad. No se mueve nada, al recorrer el camino de adoquines no llega ni un sonido de las casas de alrededor. Paso por delante del comedor y de la cocina. El olor a carne carbonizada persiste en el aire nocturno. Justo delante de la enfermería, tropiezo con unos adoquines más grandes que hay incrustados en la vía, anchos como troncos de árboles. Antes había visto a Ben esquivarlos como si vadeara un río, con los brazos en cruz para mantener el equilibrio y dando sonoras risotadas de felicidad. Un grito rasga la noche. Tan cerca que casi me muero del susto. Antes de que me pueda recuperar, se abre frente a mí la puerta de la enfermería. Me pego a la pared, me oculto en las sombras. Una figura oscura y encapuchada cierra la puerta y pasa rápidamente por delante de mí. Huele a fluidos corporales extraños. Lleva algo en brazos, en una especie de cabestrillo, y después desaparece. Pero antes logro ver una piernecita pálida que sobresale de entre la ropa. De un recién nacido con los dedos regordetes como renacuajos que desprende vapor en el aire frío de la noche. Oigo un grito amortiguado. La figura encorvada se dirige de prisa hacia el camino. El bebé llora desesperado.
Los sigo a una distancia prudente. La silueta con capucha se sale de la ruta y se dirige hacia un edificio de arquitectura extraña, sin ventanas, apartado de las otras casas. El edificio está torcido e inclinado. Por un lado forma un arco alto y, por el otro, una pendiente lisa que parece un tobogán. De repente, la persona se da la vuelta hacia mí. Lo reconozco: es uno de los secuaces de Krugman. Tiene los párpados pesados, nariz aguileña y mejillas con marcas de la viruela. Me escondo detrás de una casa, con la esperanza de que las sombras me camuflen. Suave y veloz, el sonido de los pasos se aproxima. Contengo la respiración, sin atreverme a mirar alrededor, ni a moverme. Se detiene. Tras unos instantes, vuelvo a oír pisadas, pero esta vez se alejan de mí. Cuando miro desde la esquina, la calle está vacía. El superior se ha ido. Busco los gritos del recién nacido, pero ya no se oye nada en la calle. Camino lentamente entre el silencio y las sombras. Todo está tranquilo y vacío. A pesar del aire frío, tengo la espalda empapada en sudor. Incluso después de haber abandonado las calles de las casas y cruzar el campo para llegar a la granja, sigo tenso. Marcho rápido y nervioso. La parte delantera de las botas se me humedece con el rocío. A medio camino, miro hacia atrás. Aparte de la línea plateada que han formado mis pisadas sobre la pradera, no hay ni rastro de nadie más. A mi derecha está el lago glacial, moteado por los destellos de la luna. La granja está en silencio. Como no conozco su distribución, termino en el gallinero. Sólo están despiertos unos pollos, que agitan las cabecitas en el aire vacío. El pestilente olor de sus plumas me impregna la nariz. Me encamino hacia una casa donde creo que puede estar Sissy, pero cambio de rumbo en seguida al oír cerdos roncando en su interior.
Veo una casita aislada colindante a los pastos, y decido dirigirme hacia allí. Hay algunas vacas, que son meras siluetas. Su presencia apaciguadora infunde tranquilidad. De las fosas nasales les sale la respiración helada como el humo de una chimenea en una noche de invierno. Antes de encontrarme a mitad de camino, se abre la puerta principal y sale Sissy a la carrera. Ni siquiera aminora la marcha al acercarse. Por el contrario, salta a mis brazos y me da un abrazo fervoroso.
—Dios, qué alegría verte —me susurra al oído—. Después de que te trasladaran, no tenía ni idea sobre dónde tendría que colarme. ¿En qué casa te han puesto?
—¿Qué pasa?
Ella se limita a sacudirme la cabeza.
—Nada. Sólo quería verte. Supongo que me acostumbré a comprobar que estuvieras bien cada noche. A asegurarme de que no hubieras muerto. —Echa la cabeza atrás, y me da unos golpes en el pecho con el puño—. ¿Por qué has tardado tanto en llegar? ¡Llevo horas esperándote!
—Lo siento. Supongo que aún estoy recuperándome, y necesito descansar.
Con suavidad, me toma del brazo y me lleva hacia el bosque.
—Vamos a hablar. Pero no aquí —advierte mientras mira hacia la casa.
Caminamos en silencio entre la hierba plateada. Desliza su mano hacia la mía y entrelazamos los dedos. Noto su piel fresca y suave. Me sigo sobresaltando cada vez que siento la piel de otra persona en contacto con la mía. Después de vacilar un momento, le aprieto la mano. Con su cola de caballo al viento, me sonríe de reojo.
En el interior del bosque, la oscuridad y el silencio nos envuelven como si fuera una cúpula. No tenemos dónde sentarnos, así que nos quedamos junto a una secuoya muy alta. Estamos frente a frente. Acercamos los cuerpos en busca del calor. Y de algo más. Tenemos las caras tan cerca que nuestras respiraciones congeladas se funden en una. Sissy tiene una gotita de humedad en una pestaña. Me dan ganas de extender la mano y tocarla.
—¿Estás bien?
Ella se muerde el labio y asiente.
—Me parece increíble que te hayan separado de los chicos. Que te hayan dejado aquí en el quinto pino.
—Está en sus estatutos.
—¡Sus queridos estatutos! ¿Los chicos no querían que te quedaras con ellos?
—Por supuesto que sí. Y, además, insistieron.
—Entonces¿por qué…?
—Los superiores fueron más convincentes. Y yo no quería armar un follón, ni que me cogieran manía. Piensa que esto pasó horas después de nuestra llegada. No sabía a qué nos enfrentábamos. Pensé que sería mejor seguirles la corriente. Por eso les dije a Epap y a los demás que no pasaba nada.
—No me puedo creer que Epap no…
—No. Fui yo quien insistió.
—Aun así podría haber luchado un poco más por ti.
Ella sacude la cabeza ligeramente.
—No seas duro con él. Ni con los demás. Después de haberse pasado la vida entera en un domo, es previsible que pierdan un poco la cabeza. —Sonríe—. No dejan de ofrecerles comida, bebida y diversión. Y Epap está recibiendo más atención femenina de la que puede soportar. Están completamente embobados con este lugar.
—No me lo trago, Sissy. Después de todo lo que has hecho por ellos, después de que tú sola los trajeras hasta aquí prácticamente con lo puesto, cabría esperar que mostraran un poco más de lealtad hacia ti.
Ella me aprieta la mano.
—No lo he hecho sola.
—Bueno —contesto, y bajo la mirada a medida que me voy ruborizando—, yo sólo he echado una mano. Tú has hecho la mayor parte del trabajo.
Frunce el ceño.
—Me refería a tu padre. Todo lo que hizo: el mapa, la barca, la lápida…
—Ah, sí, mi padre. Por supuesto.
Ella suelta una risita. Es un sonido extraño, como un resbalón. Acerca una mano y me peina.
—¿Pensabas que hablaba de ti? —Se le forma una amplia sonrisa.
—No, por supuesto que sabía que hablabas de mi padre.
Entonces le cambia el humor. Quizá sea por la tristeza que se apodera de mí, o porque dejo caer los hombros de manera repentina, pero su sonrisa desaparece. Ahora me acaricia el pelo más suave y lentamente.
—Siento lo de tu padre.
—Es duro para los dos.
—Pero para ti lo es el doble. Era tu padre. —Su respiración forma una nube difusa entre nosotros—. Dicen que lo encontraron en la cabaña. Sin dejar ninguna nota de suicidio. —Sacude un poco la cabeza—. Al principio no me lo creía. No podía. No es propio de él.
—¿Qué llevaría a mi padre a hacer algo así? —Alejo la vista hacia las luces lejanas de la aldea—. ¿Qué pasa con este lugar?
Entonces me aprieta la mano más fuerte.
—Gene, este sitio está lleno de cosas extrañas.
Asiento lentamente.
—Me he dado cuenta. A ver, ¿qué pasa con eso de los pies delicados y todas las embarazadas? ¿Y los superiores que van por ahí como pavos reales? Todo ese rollo de los estatutos y los preceptos. ¿Dónde están los chicos adolescentes? ¿Y las mujeres adultas?
—No sabes ni la mitad —me cuenta, animada—. Te has pasado casi todo el tiempo inconsciente, feliz sin enterarte de nada. A veces me daban ganas de abofetearte y que despertaras sólo para tener a alguien con quien hablar.
—Pero¿y Epap? ¿Y los chicos? ¿No se han dado cuenta de nada?
Sacude la cabeza frustrada.
—Los chicos, entre ellos… Bueno, no, sobre todo Epap, han sido inútiles. Del todo. Se han adaptado al lugar a la perfección, están totalmente al margen. —Aprieta los dientes—. Cuando le saqué el tema a Epap, me acusó de paranoica.
Asiento. He recordado que ya me lo había comentado antes.
—Me parece increíble que te acuse a ti de ser paranoica. Eres la persona más sensata que conozco.
Suelta una carcajada, y noto que se quita un peso de encima.
—Ay, Gene, a veces hasta yo misma dudaba. Para serte sincera, me he pasado mucho tiempo preguntándome si todo esto es raro, o tan sólo algo normal a lo que no estoy acostumbrada. A ver, he estado la vida entera en un domo de cristal, ¿qué sabré yo del mundo real? —Sacude la cabeza y empieza a darme golpes en el pecho—. ¡No vuelvas a ponerte enfermo! ¡No me vuelvas a dejar sola!
Entre la arboleda, el viento suena como una flauta y mueve las ramas. Cae una gota de agua que reposa sobre una hoja. Aterriza en la sien de Sissy y se le desliza por la mandíbula. Se la limpio con los dedos, y le acaricio la piel suave. Ella me sigue dando golpes en el pecho, pero ahora más despacio, distraída. Hasta que su mano se detiene a mitad de camino y se queda suspendida en el aire, entre nosotros. La miro a los ojos. Antes eran simplemente de un marrón insulso. En cambio, ahora parecen rebosar el color de los árboles que nos rodean: el tono del castaño, el manzano y el ciprés. Con delicadeza, llevo la mano desde su mejilla hasta su puño. Está a punto de decir algo. Entonces aparto la mirada y le suelto la mano. Pasado un momento, ella baja el brazo. Nos quedamos quietos, sin hablar.
—Has dicho que no sé ni la mitad —me atrevo a decir por fin.
—¿Qué?
—Sobre la aldea. ¿Qué más has visto?
Ella mira alrededor.
—Ah, sí. —Se ríe, no porque algo le haga gracia sino como si quisiera aclarar la garganta o cambiar de tema—. Sígueme. Anoche me topé con algo muy raro. No sé muy bien qué pensar.
Me conduce entre los árboles. A veces nos tenemos que agachar por las ramas que cuelgan muy bajas. Nos detenemos al llegar de repente a un claro. Frente a nosotros hay un terraplén empinado que parte el bosque en dos.
—Por aquí arriba.
Llegamos a la cumbre. Pisamos guijarros y piedrecitas. Nos encontramos con dos estrechos raíles metálicos, perfectamente paralelos y separados por una distancia del tamaño del cuerpo de un niño. Parecen interminables, recorren el terraplén a lo largo y desaparecen en la oscuridad. Junto al carril, en perpendicular, hay colocados unos tablones de madera que los conecta como peldaños de una escalera derrumbada. Una sensación más fría que el hielo me paraliza.
Me agacho a tocar uno de los raíles. El frío me acuchilla al divisar su longitud. Sigo con la mirada la senda que me lleva de manera gradual hacia la penumbra.
—¿Sabes qué es? ¿Se trata de una pista para practicar algún deporte raro?
Me levanto y observo en la dirección opuesta hasta que los raíles desaparecen. El miedo hace que se me agarrote el cuello.
—Es algo que se llama«vía de tren». Leí sobre el tema cuando era pequeño. En los cuentos de hadas con dibujos.
—¿Vía de tren? ¿Qué es un tren?
—Algo muy grande. Una locomotora que se usa para viajar, a lo largo de distancias vastas e inimaginables, hasta miles de kilómetros, sobre estas vigas metálicas. A una velocidad increíble. —Intento esconder la emoción, pero la voz temblorosa me delata.
—¿Miles de kilómetros? —Sissy avanza hacia mí; está pálida—. ¿Qué hace aquí una vía de tren?
—No lo sé.
Desplaza la mirada hacia las casas distantes de la Misión.
—Gene —susurra con los ojos bien abiertos—. ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos?