Ashley June me visita mientras duermo. Se trata de un sueño extraño que roza la línea difusa de una pesadilla en toda regla. Vuelvo a estar en el Instituto de Hepers, en la biblioteca aislada donde me alojaba. El olor a humedad del polvo, de los libros mohosos y de las páginas amarillas inunda el aire. Ella emerge de la oscuridad con un vestido de novia con crinolina. Desciende desde el techo. Su rostro es de un blanco iridiscente, y su expresión es de una tristeza insoportable. Sus ojos, preter-naturalmente grandes, están anegados de lágrimas y lápiz de ojos. Pero no llora cuando me toma la mano. No, no me coge la mano, sino la muñeca; y ésa es la primera señal de que algo va mal. Pasamos majestuosos por el camino de adoquines que lleva al Instituto. A cada lado hay hileras de empleados que nos miran con expresión sombría, desinterés y el cuerpo encorvado por el cansancio. Como si llevaran mucho tiempo esperando a que pasáramos. Nadie habla. Hasta el viento que levanta la arena de las llanuras del desierto permanece en silencio. Entonces entramos en el edificio principal. En el vestíbulo, en cuanto pisamos la alfombra —la sensación de la seda debajo de los pies descalzos es tentadora, como si cada hilo se frotara por separado contra mi suela—, vemos a los cazadores, que nos reciben en silencio. Están colgados boca abajo, se rascan las muñecas sin prisa, y sus cuerpos se balancean ligeramente como animales muertos colgados al aire. Las heridas que tienen de nuestro último encuentro violento me miran boquiabiertas: cortes en los muslos, el pecho, y cabezas agujereados como cráteres. Crimson Lips está colgada aún con el arpón clavado. Mientras susurra una y otra vez «Gene, Gene, Gene», veo sus labios de color rojo vivo. Durante todo el tiempo, Ashley June no me coge la mano sino la muñeca. Tiene las puntas de los dedos terriblemente afiladas y me rasca la piel. Como si todo esto fuera muy divertido, un chiste interminable. Sin embargo, el color del lápiz de ojos desciende desde su mirada seca e inexpresiva.
Me conduce por la escalera, los dos nos deslizamos con facilidad. El frío invernal se hace más intenso. La negrura se va concentrando hasta que parece que tengamos que hacer fuerza contra el frío gel negro. El vestido de Ashley June, de un blanco resplandeciente, es como una llama blanca que cae a un pozo oscuro. En «La presentación» me ata a un poste. De manera meticulosa pero aburrida, me coloca la cuerda alrededor de las muñecas y los tobillos para asegurarme. No estoy asustado, ni lo más mínimo. Ella está conmigo. Examina los nudos y se aleja de mí, se va flotando como una aparición hasta la tapa de la alcantarilla que lleva a sus aposentos, el Foso. La trampilla se levanta a medida que se aproxima. Desaparece en su interior, como un genio en una botella. Se traga la luz de su vestido, la tapa se cierra y el estadio se zambulle en una oscuridad impenetrable. Y ahora sí que tengo miedo. Doy un tirón a las correas y, para mi sorpresa, se desprenden como si fueran manteca fundida. Intento encontrar la trampilla, pero está tan oscuro que voy a tientas. Extiendo los brazos hacia delante, con los dedos hacia fuera. Ashley June. Pero entonces todo se enturbia en mi mente. Confundo su nombre. June Ashley. No, no, pienso mientras sacudo la cabeza. Ash Junely. Ash July. Ven a mí, ayúdame. Entonces, de algún modo, llego hasta su celda, en el interior del Foso. Lo sé por la proximidad de las paredes húmedas. Mi presencia es como una lengua seca dentro de una boca minúscula. «¡July Ash! —grito—. ¡July Ash!» Ella surge de las tinieblas. Su cara es lo único que veo. No obstante, es el rostro de otra persona y, por un momento, me confunde. Entonces me doy cuenta de que se trata de ella, pero su imagen no deja de transformarse: se le encogen y se le achinan los ojos, se le agrandan los pómulos, el caballete de la nariz se le ensancha y después se le vuelve más fino, los ojos le cambian de color como si fuera un prisma, primero verde, después amarillo y luego negro. Es ella. Después es Frilly Dress. Luego, Abs. Y finalmente, Crimson Lips.
Empieza a hablar. Susurra una y otra vez: «Gene, Gene, Gene»; primero, con tono apremiante y con miedo, y después se transforma en una especie de resignación que difumina su pronunciación: «Gene-Gee-Ge…». Hasta que deja de sonar como Ashley June y se convierte en una amalgama de todas las voces de las chicas de la aldea; primero parecen risas sonoras, y después adquieren una energía frenética, como si se tratara de un público cantando. Sacudo la cabeza para intentar eliminarlo. Sin embargo, la oscuridad del Foso se ha colado en los pliegues de mi cerebro. Ya no entiendo ni recuerdo nada. Y ese horror del momento es el que finalmente me saca de la pesadilla. Ya no logro recordar su cara. Ya no logro recordar el sonido de su voz.