17

Voces remotas, y después el silencio. Con cuidado, me colocan por encima del cuerpo tembloroso y helado una burda manta a la que me aferró con manos ardientes. Me desvanezco…

… y emerjo a la superficie desde el calor gris. Un brillo de sudor me empapa la ropa. Incluso en mi estado febril, siento el paso del tiempo: el peso de las noches y los días que han transcurrido, las salidas y las puestas de la luna y el sol. Una vez, dos veces, me aplican en la frente ardiente una compresa fría que chisporrotea al contacto. Unas voces suaves murmuran en la penumbra antes de ir apagándose en el silencio. Una mano fría, refrescante y agradable, se desliza sobre la mía como una canica. La agarro con fuerza mientras desciendo al pozo febril de calor y frío…

Horas —¿días?— después, logro abrir los ojos. La habitación, aplastada como un lienzo bidimensional, ondea como una bandera que sopla a ráfagas. Un rostro se cierne sobre mí. Es Ashley June. Su aspecto es pálido y enfermizo. El color de su cabello ya ha desaparecido. Entonces, la cara se transforma en el perfil de Sissy. Sus ojos marrones me observan con preocupación. La habitación se inclina y cierro los párpados. De un lado me llega el sonido vago de agua que salpica. Me aplican una toalla mojada en la frente ardiente. El mundo se bambolea hacia las tinieblas…

… y abro los ojos con esfuerzo, debido a los restos que tengo incrustados. Ha pasado un día, una noche, desde que los abrí por última vez. Y casi de inmediato, empiezo a hundirme de nuevo en la cámara oscura, pero no antes de ver a Sissy que mira por la ventana sin saber que me he despertado. La luna le baña el rostro tenso. Y atemorizado. Algo va mal. Me escabullo…

***

Me despierto. Siento como si hubiera renacido; por primera vez en muchos días, tengo la mente lúcida, y noto el cuerpo, recuperado aunque débil. Me toco la frente. Está fría y seca. La fiebre ya ha pasado. Respiro y siento el traqueteo de la flema que tengo alojada en las vías respiratorias. El sol se filtra a través de las pesadas cortinas. Me encuentro en un cuarto pequeño, con paneles de madera, que termina en una gran alcoba. Sissy está dormida en un sillón de piel. Tiene la boca abierta, y la manta le sube y baja. Me esfuerzo por incorporarme, la fuerza me va mermando.

—Con cuidado, poco a poco.

En un abrir y cerrar de ojos, llega a mi lado y me pone la mano por debajo de la cabeza para que me vuelva a tumbar.

—¿Cuánto tiempo? —grazno. Tengo la voz áspera. No parece la mía.

—Has pasado tres días así. Los dos primeros estabas muy grave. Ardías. Para serte sincera, no pensábamos que fueras a recuperarte. Toma, bebe un poco. —Me sostiene un bol a la altura de los labios—. Anoche te bajó la fiebre.

—Ya lo tengo. —Pero el bol pesa una tonelada, y estoy a punto de tirarlo. Sissy pone sus manos sobre las mías para ayudarme. Tomo unos cuantos sorbos y me apoyo en la almohada. Una ola de calidez me recorre el cuerpo.

Sissy está agotada. Lleva el pelo hecho un desastre; unos mechones se le pegan a las mejillas como si los tuviera estampados. Tiene bolsas en los ojos, y la tensión se le marca en el rostro. Algo va mal.

—¿Es por la mañana o por la tarde?

La pregunta la pilla desprevenida.

—No sé, he perdido la cuenta. —Mira por la ventana—. Parece que es por la tarde. —Estudia las ventanas del otro lado del cuarto—. Sí, eso es el oeste, así que es por la tarde.

—¿Dónde está todo el mundo? ¿Y los chicos?

—Por ahí.

—¿Están bien?

Asiente.

—Mejor que bien. Se han adaptado perfectamente al lugar. —Intenta esbozar una sonrisa, pero la tensión en los labios se lo impide—. Les encanta. No podrían estar más contentos.

—Entonces¿es esto en serio? ¿La Tierra de la Leche y de la Miel?

Me dice que sí con la cabeza, y se queda callada.

—Sissy, ¿qué ocurre?

—No, nada. Es genial. La fruta y el sol. La tierra prometida. Todo está aquí.

Pero ya no me mira a los ojos.

—Cuéntame —insisto con delicadeza.

Ella se muerde el labio inferior y cambia de postura en la silla. En voz baja confiesa:

—En este lugar pasa algo extraño.

Me incorporo.

—¿Qué quieres decir? —Tengo flemas en el pecho, y empiezo a toser con fuerza. Ella se coloca a mi lado y me da golpecitos en la espalda—. Sissy, cuéntamelo.

Ella sacude la cabeza.

—Necesitas descansar.

Le cojo la mano.

—Dímelo.

Está dubitativa.

—Es difícil identificarlo. Nada demasiado importante, sólo varios detalles.

—¿Los chicos también lo han notado? ¿Epap?

Una punzada de frustración le atraviesa la mirada.

—Aquí hay demasiada comida y distracciones. Ayer le saqué el tema, y no tenía ni la más remota idea. Me dijo que lo dejara, que no me pusiera paranoica. Que me relajara y disfrutara del lugar. Pero no puedo. Aquí hay algo que no cuadra.

Justo entonces se oyen unos pasos al otro lado de la puerta. Se abre. Un hombre entra tropezando en la habitación. Es alto, y va ligeramente encorvado, como si su estatura lo avergonzara. Sissy se pone rígida.

—¡¿Qué haces aquí?! Esto no está bien. ¡No está bien!

—¿Qué pasa?

Entonces el hombre me mira.

—¡Estás despierto! —Sí.

Pestañea durante un rato.

—Soy el superior Northrumpton. He estado cuidando de ti. —Arrastra las palabras y tiene los ojos rojos. Incluso desde la cama me llega el olor a alcohol que le sale de la boca. Tropieza con la ventana, y forcejea con el pestillo. Se apoya en el alféizar y canta a la tirolesa ahuecando las manos en la boca. Hasta eso suena torpe. Entonces se da la vuelta—. Por favor, arréglate. Cenaremos dentro de unos minutos. Un grupo de chicas te acompañará hasta el salón de banquetes. —Señala un armario—. Tienes ropa limpia de tu talla. Te dejaré solo para que te puedas cambiar. Pero date prisa.

—Debería quedarse en la cama —aconseja Sissy—. Está débil. Le podemos traer la comida.

El superior, irritado, junta las cejas.

—Cenará con todos nosotros en la sala de banquetes. El gran superior Krugman estará encantado de ver que Gene ya se encuentra bien. Contento con los cuidados que le he ofrecido. —Se lame los labios. Y ahora centra la atención en Sissy—. ¿Y qué haces tú en esta habitación? No deberías estar aquí.

Ella se pone tensa pero no dice nada.

—Vámonos. Ya.

Sale de la habitación y deja la puerta abierta. No se oyen más pasos. Está parado al otro lado esperando en el pasillo a que Sissy lo siga.

Ella se inclina sobre mí, me mira seria, y susurra:

—Oye, tienes que saber una cosa.

—¿Qué?

—Es sobre tu pa… —Mira hacia la puerta—. Sobre el científico.

Y con esas palabras parece como si el aire de la habitación se evaporara. Ahora me acuerdo. Los labios gruesos de Krugman abriéndose, su aliento pernicioso en mi nariz, sus palabras en mis oídos: «Falleció. En un trágico… incidente». Mi padre. Muerto. Otra vez. Por segunda vez en mi vida, debo llorarle, echarlo de menos, sentir que me ha abandonado. Experimentar el vacío que ha dejado en el mundo. De repente me cuesta respirar. Sissy coloca su mano sobre la mía; la suavidad me resulta familiar. Ahora me doy cuenta. Era ella quien me acariciaba durante los últimos días y noches; un bálsamo fresco sobre mi piel que ardía. Fue ella quien me cuidó y me curó.

—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa con él?

Se oye chirriar una tabla del suelo en el pasillo. Justo un instante después, el superior vuelve a aparecer en la puerta.

—¡Ya!

Sissy se levanta para irse, pero yo le agarro la mano. Necesito saberlo. Al ver mi expresión seria, se detiene; coge una toalla húmeda y hace como si me la fuera a colocar una última vez. Se inclina hasta que sus labios están a la altura de mis oídos.

—Fue un suicidio. Nos dijeron que se había colgado en la cabaña.

«¿Cómo?»

—Lo siento mucho.

Cuando el superior se acerca a nosotros, se oye un chirrido más fuerte.

—Luego hablamos —me propone Sissy a toda prisa mientras me aprieta la mano antes de irse. Oigo sus pasos alejarse sobre las tablas de madera. Me quedo solo, sumergido en el silencio.

¿Un suicidio? No tiene sentido. Mi padre valoraba la vida. Desde que era pequeño me transmitió su sagrada importancia. Durante la existencia infernal que vivimos en la metrópolis, rechazó el camino más fácil que le ofrecía la muerte. Luchaba a diario por sobrevivir un día más. Vivir era un dogma para él.

Y si pensó en seguir vivo en esa ciudad miserable durante tantos años, ¿por qué iba a suicidarse aquí, en la tierra prometida?

De repente un coro de voces femeninas entra por la ventana e interrumpe mis pensamientos.

Las campanillas tintinean,

el sol en las cucharas centellea.

A todos nos dice:

Hora de comer una cena sublime.

Sus voces trinan en una fusión perfecta. Retiro las cortinas de la ventana y las veo justo ahí. En dos filas de diez, forman un semicírculo ante mí. Me dan una serenata. Sus rostros están radiantes, como salidos del aire fresco de la montaña. Miran sonrientes hacia el segundo piso. Me aparto de la ventana y me apoyo en la pared donde no pueden verme. Sus voces siguen arrollándolo todo. Quiero cerrar las ventanas. La oscuridad de mi interior está en guerra con la luminosidad del exterior, las sonrisas y la armonía.

***

Tres canciones después, salgo con dificultad. La luz del sol me hace cosquillas en la cara y es agradable. La brisa de la montaña hace que me espabile y la moral se me ponga por las nubes. Sissy está a un lado, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Pensaba que el coro dejaría de cantar cuando saliera, pero siguen incluso cuando les hago una seña para que paren. Sus rostros redondos y angelicales se sonrojan cuando se encuentran nuestras miradas. Sin embargo, eso no les impide quedarse mirándome fijamente. Con la boca y los ojos abiertos, parece que estén en un estado de asombro perpetuo. El doctor observa:

—Aquí todo es belleza, paz y armonía. Ésa es la esencia de la Misión.

Después de la última canción, el coro se separa y una chica se me acerca.

—Por favor, nos gustaría que nos acompañases a cenar.

—Sí, creo que lo he pillado. —Intento sonar agradecido y bienintencionado. Sus mejillas se vuelven de color carmesí.

—Sígueme.

Bajo la luna creciente que se empieza a dejar ver, el grupo de chicas nos acompaña a Sissy y a mí por la calle de adoquines. Todas y cada una de ellas sonríen profusamente, y sus dientes blancos brillan al sol. De camino a la plaza principal, me fijo en un detalle curioso: veo que caminan como patos.

—Es su manera de andar —me explica Sissy—. Les pregunté el porqué, pero no me hicieron caso. Como hacen con todas mis preguntas. —Baja la voz—. Creo que tiene que ver con sus pies. Son muy enclenques.

Tiene razón. Sus zapatos, que sobresalen por debajo de sus vestidos, son diminutos. En la calle hay más filas de chicas, la mayoría con mejillas rollizas y barrigudas. Y es entonces cuando lo entiendo. Lo que antes había tomado por flacidez es otra cosa: están embarazadas. De hecho, una vez empiezo a prestar atención, mire a donde mire, veo a chicas andando como patos con sus barrigas regordetas en diferentes estados de gestación. Por lo menos, una de cada tres. Todas ellas sonríen, con las bocas abiertas, enseñando sus filas idénticas de dientes brillantes y perfectos.

—¿Estás bien?

—Sí. —Sacudo la cabeza para aclarar las ideas—. ¿Dónde está la pandilla?

—Seguramente ya estarán en el comedor. No han dejado de comer desde que llegamos aquí. Como prueban sus barrigas protuberantes.

«Como todo el mundo aquí», estoy a punto de decir, pero justo entonces entramos en el salón de banquetes. Lo que me sorprende de inmediato es lo lleno que está si se compara con la primera vez. A lo largo de la sala se distribuyen cuatro mesas largas con bancos de roble a cada lado. En cada una de ellas, de punta a punta, se sientan las chicas de la aldea y un batallón de niños pequeños. Está a rebosar, pero el orden y el silencio se mantienen. El sol entra por los altos ventanales que llegan hasta las vigas; la luz corta en diagonal todo el espacio. Me llevan hasta la parte de delante y me hacen subir a un escenario. Allí los chicos están sentados alrededor de una mesa. Sissy tiene razón: todos han ganado unos kilos. Tienen las caras más redondas y una expresión de languidez y descanso.

—¡Ben! —exclamo al sentarme—. ¡Qué mejillas! ¡Parecen globos!

Todos en la mesa se ríen. Jacob se une a la diversión:

—Parece que los cinco kilos que has engordado te hayan ido única y directamente a las mejillas. —Se le acerca y le pellizca la cara con bondad.

—¿Cuántos días llevamos aquí? ¿Tres días o tres meses? ¡Mirad cómo os habéis puesto!

Ben echa la cabeza atrás y sonríe.

—No puedes echarnos la culpa. Aquí la comida es ridículamente deliciosa.

La nuestra no es la única mesa que hay sobre el escenario. En la zona frontal hay otra con unas patas tan robustas y majestuosas que parece que salgan del propio estrado. Sobre un mantel almidonado en exceso, reluce la cubertería de plata entre los platos.

—Los superiores se sientan ahí —explica Jacob sin apartar la vista de las puertas de la cocina. En ese preciso instante, un grupo de superiores entra en el salón. De inmediato todo el mundo se pone en pie y bajan las cabezas en señal de deferencia. Ellos entran despreocupados, con sus barrigas rotundas colgando por encima de los cinturones. Krugman es el último. Sus compañeros sólo se sientan cuando él lo ha hecho y, acto seguido, los secundan los demás. Todo se lleva a cabo con una calma sorprendente. Hasta los bancos hacen el mínimo ruido al desplazarse. Después, todos permanecemos completamente inmóviles. Por fin Krugman coge una jarra y se levanta. Y entonces advierto que Sissy no está con nosotros. Ahora que lo pienso, ha desaparecido de mi lado poco después de entrar en el comedor.

—De nuevo hoy nos reunimos aquí para celebrar la llegada de nuestros inquebrantables viajeros. Han realizado un largo trayecto, y han sido muchos los peligros que han tenido que sortear para llegar hasta nosotros. Una llegada tan milagrosa se merece una celebración, todas las veces que haga falta. Pues nuestros hermanos, que una vez estuvieron perdidos, ahora se encuentran aquí.

Cuando hace una pausa, se produce un gran aplauso. Nos mira a los cinco con cariño.

Me inclino hacia Epap.

—¿Dónde está Sissy?

—Chist —responde sin apenas mirarme. Tiene la mirada clavada en Krugman.

—Aquellos de nosotros que hemos tenido la suerte de conversar con ellos podemos dar fe de lo siguiente: son almas amables, inteligentes, atentas y sensibles que se han convertido en guerreros por mérito propio. Démosles la bienvenida como haríamos con un miembro de la familia: con calidez, tendiéndoles la mano y arropándolos con alegría para que formen parte de la comunidad de la Misión. Hoy estamos contentos —alza la voz con gesto dramático—, pues Gene, líder valiente de nuestro grupo de nuevos amigos, se ha recuperado por completo de una de las enfermedades más debilitantes. Le damos gracias al superior Northrumpton por su habilidad y persistencia al devolverle la salud a Gene. Me alegra comunicaros que el joven abandonará la clínica para residir en una casa que todavía está por decidir.

Northrumpton hace un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Oremos. —Y entonces todo el mundo baja la cabeza—. Gran Proveedor, en el día de hoy te damos las gracias por la abundancia de comida y de bebida, de alegría y de sol que nos ofreces fielmente cada día. Te damos las gracias por haber hecho que nuestro nuevo hermano Gene recupere la salud. Rezamos porque, en tu sabiduría y precisión, nos libres el Origen para nuestro cuidado fidedigno. Grandes son tu fidelidad, tu compasión, tu amabilidad y tu protección hacia esta comunidad.

Le hace un gesto a una chica que permanece al lado de las puertas de la cocina, y casi de inmediato aparece un río de platos que llevan las camareras. Caminan como patos.

—¿Dónde está Sissy? —le pregunto a Jacob, que está al otro lado. Sólo me escucha a medias porque está concentrado en la comida que traen.

—Sentada con las otras chicas en la parte inferior —murmura sin interés—. No se permite la presencia de mujeres en el escenario.

—Deberías haber insistido para que Sissy…

Pero ya no me escucha. Se ha dado la vuelta y está apoyado sobre David. Señala los primeros platos que llegan en nuestra dirección. Examino las filas de chicas. Ahí. En el fondo, perdida entre un mar de jovencitas. Sissy está sentada en mitad de una fila, tan callada como las demás. Intercambiamos las miradas tan sólo un segundo. Después, una fila de camareras llega a mi mesa y me bloquea la vista.

La comida, que llega en poco tiempo a nuestra mesa y que devoramos casi con la misma velocidad, es increíble. Nos la sirven muy caliente. Aún sale vapor. Los platos tienen nombres exóticos que la camarera anuncia al servírnoslos. Los chicos los atacan apenas tocan la mesa.

—¡Epap! ¡Deberíamos traer a Sissy con nosotros!

Él sacude la cabeza con las mejillas abultadas.

—Está bien. Las chicas comen abajo. Está en los estatutos —dice con la boca llena. Incapaz de mantener el ritmo de platos que salen de la cocina, se atiborra con aún más comida. Al cabo de poco, yo hago lo mismo. Me doy cuenta de que estoy hambriento, señal de que ya me he curado. No dejan de salir guisos: calientes, carbonizados, carne de ardilla, conejo, cerdo y vaca; todo ello acompañado por las salsas más suculentas y tentadoras.

—¿De dónde salen todos estos alimentos? —le pregunto a nadie en concreto, y ninguno se molesta en responder. Después de dos postres, nos apoyamos en las sillas, saciados. Desde el fondo de la sala se oye una campana; de golpe, todo el mundo deja los cubiertos. Se retiran los bancos y los aldeanos se levantan. Sólo los superiores permanecen sentados, y siguen comiendo.

Una chica arrastra los pies hasta el centro de la sala.

—Lectura de los estatutos —proclama con voz alta y clara—. Número uno.

—Permaneced en grupos de tres o más personas —braman al unísono todos en la sala—. La soledad no está permitida.

—Número dos —grita la chica.

—Sonreíd siempre con la alegría del Proveedor —responden las chicas.

—Número tres.

—Mostrad la misma obediencia a los superiores que al Proveedor.

Permanecen de pie hasta que uno de los superiores, aún masticando, se levanta.

—Tenemos magníficas noticias. Hoy celebramos los cumpleaños de Cassie, Fiona y Sandy. Esta noche las dos primeras dormirán en las instalaciones de la taberna. Sandy hará allí la siesta.

No se oye ninguna respuesta por parte de las chicas. El superior se sienta. En ese momento, los aldeanos salen fila por fila. En las puertas de salida, una chica sujeta una pizarra grande. Al pasar al lado, las muchachas aminoran el paso para leer lo que dice.

—¿Qué es eso?

—Sus tareas diarias —me explica Epap—. Cada día se le asigna a cada aldeano una casa diferente en la que realizar un trabajo específico: costura, atención en la maternidad, cocina…, lo que sea. Los superiores afirman que es positivo ser experto en todas las tareas. Por eso las distribuyen completamente al azar. Nunca sabes con quién te tocará, ni al lado de quién dormirás, ya que pasas la noche en la misma casita donde has trabajado ese día. Si te toca la casa de la ropa, pasas allí la noche. Ayuda a fomentar el espíritu de comunidad. Hace que todo esté cohesionado.

Después de cenar, Krugman y otros más me llevan a hacer un recorrido por la aldea. Como Epap y los demás ya están familiarizados con la geografía de la Misión, salen dando brincos. A Sissy no se la ve por ningún lado. Cuando pregunto por ella, los superiores se limitan a encogerse de hombros. A diferencia de las chicas, ellos tienen pies firmes. Dan zancadas grandes con naturalidad, pisan el camino de adoquines y ladrillos con una confianza enérgica.

—En esta aldea nos enorgullecemos de dos cosas —destaca Krugman mientras mueve sus brazos rechonchos hacia delante y hacia atrás—: La comida y las canciones.

En ese preciso instante, uno de los superiores suelta un eructo colosal, nauseabundo y húmedo, con hedor a huevos podridos y leche agria que sigue su rumbo a nuestro alrededor.

—¡Eso no es ninguna canción! —se ríe uno de ellos, mientras los otros sueltan carcajadas de aprobación.

—Esto de aquí —indica Krugman a continuación— es la sección culinaria de la aldea. Basta olisquear un poco para saber dónde estás. Se puede engordar con tan sólo respirar estos agradables perfumes. —Señala las casas—. Vamos, echemos un vistazo.

Entramos en la más cercana, la panadería. El aroma a pan horneado, rosquillas y cruasanes invade el aire. Soy el primero en entrar. Alcanzo a ver sus expresiones justo antes de que las chicas se den cuenta. Severas, sombrías, como si se les hubiera ido todo el color, dejando todo el gris para la cocina. Entonces se ponen a sonreír. Sus voces son alegres, como si se hubiera encendido una luz.

—¡Bienvenidos! ¡Qué agradable sorpresa! —nos saluda una de ellas corrigiendo la expresión y moviéndose con vigor.

—Preparadles unos dulces a nuestros queridos invitados. ¡A toda velocidad! —grita Krugman con contundencia. De la boca le sale polvo de harina como si fuera la respiración helada en invierno.

Nos ofrecen surtidos de madalenas y suflés. Todo está delicioso. Cuando nos vamos, las chicas nos dan las gracias por la visita y se inclinan con las manos unidas a la altura del regazo. Todo el mundo sonríe.

—¿De dónde sacan toda esta comida? —le pregunto a Krugman al salir a la calle. Pasamos a un grupo de chicas que llevan cubos de agua; al vernos sonríen y se inclinan—. El chocolate, la masa, el azúcar, todos los ingredientes. —Como mi anfitrión no contesta, continúo—. He visto muy poca tierra de labor. ¿De dónde viene?

El me contempla lleno de júbilo, como si el puro gozo fuera respuesta suficiente.

—Tiene que venir de algún lugar.

—El buen Proveedor es fiel. Sus provisiones llegan cada mañana, cada mañana.

—No creo que…

—¡Ya hemos llegado a la siguiente parada! ¡El sector de la canción! —ruge Krugman apartándose de mí. Dos superiores me miran fijamente. Tienen una expresión corrosiva—. Estas casas de aquí son la niña de mis ojos. Es donde ensaya el coro. Sólo las chicas con más talento musical tienen acceso. ¿No las escuchas? —Abre la puerta y acto seguido la música cesa.

—Superior Krugman, estamos muy contentas de que se haya dignado a visitarnos —exclama la chica que se sienta al piano. A juzgar por la protuberancia de su vientre, parece que esté por lo menos de siete meses.

Krugman sonríe.

—Le estaba contando a nuestro invitado lo especial que es este grupo. Confío en que no le decepcionéis.

—Por supuesto que no.

Siguen intercambiándose cumplidos. Después se ponen a cantar. Las sonrisas más dulces aparecen pegadas en sus rostros. Lo mismo ocurre en cada una de las casas que visitamos: en la carpintería, en el granero, y en la de corte y confección, donde las chicas aprenden a tejer, a bordar, a hacer ganchillo, macramé y punto de cruz. Todas nos saludan inclinando la cabeza y de forma forzada. Hasta las jóvenes que nos cruzamos por la calle principal muestran la misma simpatía acartonada: exhiben la dentadura y sonríen al suelo. Sólo los bebés de la maternidad —filas y más filas de cunas ocupadas— se desvían del guión de charla trivial con sus gritos estridentes de desagrado.

La visita guiada termina con la llegada de la noche. Fijo en las montañas como una película de polvo púrpura, el resplandor del atardecer queda borrado por el comienzo de la oscuridad. Casi todos los superiores se retiran. Se excusan argumentando que tienen una reunión, y se dirigen a la taberna. Me quedo con dos de los más jóvenes, callados y abatidos. Las farolas parpadean.

—Lo llevaremos a su nuevo alojamiento.

—¿Dónde están mis amigos?

Niegan con la cabeza.

—Allí no hay lugar para usted. Nos han dado órdenes de que lo llevemos a otro lugar. Le gustará. Es una casa nueva, recién acabada de construir. No hay nadie. Tendrá mucha privacidad.

—Preferiría quedarme con mis amigos. No veo por qué tengo que estar solo.

—Vamos. No será el único que lo esté. La chica, ¿cómo se llama…?, la pelagatos, Sissy. Está en la granja.

Entonces me detengo.

—¿No está con los chicos?

—Tiene los pies grandes. No se permite dormir en las inmediaciones del pueblo a ese tipo de chicas. Deben dormir fuera, en la granja. Está en los estatutos.

—Hablando del rey de Roma. Ahí está.

Sissy está con un grupo de diez chicas. Justo detrás de ella aparece un superior que la observa con una concentración sobrecogedora. Sus brazos rollizos le salen del chaleco como si fueran bolas de sebo peludas.

—¡Eh, Sissy!

—Hola, Gene. —En su voz noto un tono lastimero. Entonces el superior la aparta. El grupo continúa por el camino de adoquines. Las observo desaparecer en la oscuridad antes de reaparecer, más pequeñas, en la siguiente farola. En la última, Sissy se da la vuelta para mirarme. Su rostro es pálido y diminuto. Me está diciendo algo. «Ven a buscarme.» Después desaparece del haz de luz, y la penumbra se la traga por completo.