16

Mi padre me despertó de una sacudida en el hombro.

—¿Qué pasa?

Él parecía entusiasmado, y no me asusté.

—Vamos a salir.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Vamos.

—¿En serio tenemos que irnos? No quiero estar al sol.

—Ven, y punto.

Y por supuesto le hice caso. Me apliqué loción por los brazos y la cara, y me puse los zapatos y el sombrero con el ala baja para que me tapara hasta las cejas. Nos metimos los colmillos en el bolsillo. Por si acaso. Al abrir la puerta y ver la luz del día fue como si nos entrara ácido en los ojos.

Caminábamos por las calles sin gafas de sol. Éstos son los pequeños trucos que se aprenden con los años. No lleves gafas de día, porque te pueden dejar marca en la cara. Y, por el mismo motivo, no lleves reloj. Todas estas reglas son sacrosantas en todos los sentidos. Sin embargo, ese día, por alguna razón, mi padre rompió la más importante: si lo puedes evitar, no salgas a la calle durante un día sin nubes en el que brille el sol sin obstáculos. Lo miré fijamente esperando una explicación, pero no me dijo nada.

Cuando podíamos, andábamos bajo la sombra de los rascacielos, al amparo de los edificios. Por supuesto, las calles estaban vacías. El silencio se filtraba en las aceras de hormigón, los edificios de cromo y las entradas abiertas de cafés, tiendas y delicatessen. Mi padre entró por las puertas giratorias del Edificio del Dominio; con sesenta y cuatro pisos de altura era el rascacielos más alto de la ciudad. El Ministerio de Ciencia y la Academia de Conjetura Histórica tenían sus sedes allí. Que yo recuerde, era el lugar donde mi padre había trabajado siempre. Lo seguí. Transcurrió un minuto hasta que la vista se adaptó a la oscuridad del vestíbulo. Por poco me da un ataque de pánico, pues no lograba verlo.

—Aquí.

Entonces vi un puntito de luz de mercurio que perforaba la negrura. Él estaba al lado de los ascensores esperando a que se abriera uno. Aunque no había nadie alrededor, ni en el edificio ni en la ciudad, hablábamos con susurros.

—¿Qué hacemos aquí, papá?

—Es una sorpresa. Algo que llevo semanas planeando.

La puerta se abrió y mi padre insertó la llave en el botón del último piso. La planta de los ejecutivos en la que el acceso estaba restringido a unos pocos elegidos que tenían autorización. Lo miré sorprendido, y él me contestó rascándose la muñeca. El ascensor subió rápidamente y tuve que tragar saliva para quitarme la presión de los oídos. Antes de que el ascensor se detuviera, pasamos varias plantas en las que había salas de lectura, laboratorios científicos, salas de conferencias y cabinas gubernamentales omnipresentes. Se abrieron las puertas. El sol lo invadió todo de inmediato. Mi padre me puso las manos en los hombros invitándome a avanzar hacia la luz feroz. Di un paso adelante. La luminosidad no me sorprendía. Ya había estado en esta planta por lo menos doce veces. A mi padre le gustaba alardear del lugar donde trabajaba. «Aquí es donde cómo», me decía. «¿Solo en la escalera, papá?» «Aquí es donde se guardan las escobas, la fregona y el aspirador. Aquí lavo las toallas, aquí guardo los productos de limpieza, y aquí está la basura.» Se lo conocía como la palma de su mano. Al salir del ascensor y adentrarse en la luz cegadora, se desplazaba sin vacilación. Me cogió del brazo y me llevó hacia la izquierda.

Los zapatos nos rechinaban sobre el suelo traslúcido. El brillo del sol se reflejaba sobre el metal, que se refractaba por las ventanas, en una prueba fehaciente de la profesionalidad y diligencia como conserje de mi padre. Se lo veía caminar con orgullo por el pasillo, con el sol salpicando por todos lados como en una piscina de diamantes. Esa planta, que alojaba los archivos y documentos más secretos, era la ubicación más segura de la ciudad: el punto más elevado sobre todos los demás. Se encontraba rodeada de un foso de iluminación durante el día. Era impenetrable para cualquiera. Salvo para nosotros.

En ese piso sólo había ocho despachos, cada uno de ellos separado por un cristal, y amueblados con mesas y sillas de plexiglás. Era como estar dentro de una pecera; podías estar al fondo de la planta y ver la otra punta. De noche, los ocupantes de cada escritorio —y lo que estaban haciendo— eran visibles para todos. Un gobierno transparente, solía bromear la gente. Los funcionarios del gobierno de más alto nivel trabajaban allí. Se pasaban la noche mirando la ciudad que se extendía a sus pies mientras ellos tenían la vista clavada en sus monitores, absorbiendo los números que tenían delante, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, a veces de manera sincronizada. Tomaban una decisión tras otra. Se hablaban con desapego entre ellos. El único descanso que tenían en esa deprimente monotonía era la hora de comer, cuando mi padre les servía trozos de carne cruda bañados en sangre.

«Tengo que hacer una cosa rápida.» Eso era lo que siempre me decía mi padre cuando estábamos allí de día. Yo lo observaba ir y venir entre los despachos, encender pantallas, revolver entre archivos y, a veces, garabatear notas rápidas en su cuaderno. Por su espalda encorvada y los nervios con los que se movía, yo sabía que andaba metido en algo ilegal. El tipo de actividad que, en el caso de que lo descubrieran, lo llevaría directa y rápidamente al pelotón de ejecución.

Sin embargo, ese día no se coló en ningún despacho ni me hizo esperar en recepción. Atravesamos el vestíbulo de los ascensores y subimos por una escalera. Las paredes se cernían sobre nosotros, la penumbra me envolvía de nuevo, y no estaba preparado para la brusca irrupción del espacio abierto que me esperaba cuando mi padre abrió la puerta. Fue como si me arrojaran al cielo. Emocionado, no paraba de moverse. Al llevarme hasta el extremo, caminaba con un entusiasmo inusitado. A través del techo de cristal sobre el que pisábamos se podían ver los despachos justo debajo de nosotros.

—¿Papá?

—Vale, para aquí. —Nos encontrábamos a tan sólo tres metros de la punta, lo suficientemente cerca como para ver la calle abajo—. Cierra los ojos.

—¿Papá?

—Cierra los ojos. —Sus pasos se alejaron de mí.

Hice lo que me pedía. Se trataba de mi padre y no tenía miedo. Poco después oí que se acercaba.

—Muy bien. Ya puedes abrirlos.

Así lo hice. Sostenía un gran cachivache con alas cubierto de paneles metálicos. Su mirada refulgía y esperaba mi reacción.

—¿Qué es?

—Un avión. ¿Recuerdas que te expliqué lo que era?

Desconcertado, me quedé mirándolo.

—¿Lo que vuela por el aire? ¿Te acuerdas? —Estaba decepcionado.

—Pero ahora no vuela. ¿Está muerto?

—No, tonto. Tiene control remoto —me explicó mientras me mostraba el mando que tenía en la mano, una pieza cuadrada con unas antenas largas—. Toma, sostenlo por encima de la cabeza. No, cógelo por aquí, de las alas. Así. Ahora levántalo bien arriba. Pase lo que pase, no lo sueltes. ¿Listo?

—Sí.

Entonces encendió el interruptor del mando. El avión empezó a traquetear entre mis manos de inmediato, resucitado, como un murciélago que se retuerce por liberarse.

—Tendrías que verte la cara —me dijo rascándose la muñeca con los dos dedos que tenía libres.

—¿Lo suelto?

—No, aguántalo. Cuando diga«ya», empújalo tan fuerte como puedas. En diagonal y hacia arriba, con todas tus fuerzas, ¿vale?

—Vale.

Esperó tranquilo hasta que la vibración me empezó a cansar los brazos. Justo cuando los iba a bajar, me gritó: «¡Prepárate!». Entonces sentí que se levantaba viento, me despeinaba, y me llenaba la camiseta como un globo. Mi padre siguió atento.

Después surgieron unas ráfagas que hicieron que se me agitara la ropa y que amenazaban con destrozar el avión que tenía entre las manos.

—¡Ya!

Y lo lancé por los aires. Tembloroso, salió volando. Las alas emitían un sonido parecido a un lamento. Pensé que se tambalearía y terminaría cayendo, pero logró estabilizarse y siguió su rumbo.

—¡Oh, papá! ¡Vuela!

Mientras hacía unos ajustes en los botones, asintió. Sin ser consciente de ello, los labios le temblaban un poco. Me quedé mirándolo. Fue la vez que estuve más cerca de verlo sonreír. El avión se elevaba cada vez más en el cielo. Mi padre me pasó el mando. Estuve a punto de tirarlo, no por sorpresa sino por miedo. Colocó sus manos sobre las mías.

—Aprieta este botón.

—¿Qué hace?

—Lo pone en piloto automático.

Nos quedamos mirando mientras el avión cada vez se hacía más pequeño en la distancia, parpadeando como una estrella en un cielo iluminado por el sol.

—¿Adónde va, papá?

—Allí —señaló con la mano.

—¿A las montañas del este?

Asintió. Y entonces pronunció unas palabras que me asustaron.

—No olvides este momento.

—Vale.

Pero no se dio por satisfecho.

—No olvides nunca adonde se dirige. Quiero que lo recuerdes, ¿vale?

—Sí. —Lo miré—. ¿Adónde va?

Sobrevino un silencio tan prolongado que pensé que no me había oído, pero entonces susurró unas palabras que creo que no quería que oyera. «A casa.» Por un momento tuve la impresión de que iba a decir algo más. No una simple palabra o una frase, sino algo que iniciaría todo un torrente de ideas. La angustia se apoderó de mí. Por mucha curiosidad que sintiera, me di cuenta de que no quería saber ni oír la fetidez de las confesiones que llevaba ocultando tanto tiempo, los secretos guardados con tanto cuidado.

«Esto no me gusta —pensé—. Esto no me gusta en absoluto.»

Sin embargo, mi padre cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, con los párpados bien arriba, tenía una expresión de decisión.

—Recuerda adónde va el avión, ¿vale?

Ese día la dirección del artilugio no me pareció destacable. Como si mi padre hubiera escogido el destino a la fuerza o hubiera permitido que el viento determinara su curso al azar. Pero años más tarde supe que lo había hecho adrede. Con cualquier otro rumbo, el avión habría terminado cayendo en el desierto inacabable. Sólo si iba hacia el este tendría otro fin: hacia los prados verdes de las montañas, el azul de los lagos glaciales y el blanco de la nieve mezclado con el resplandor rojo de la luz del alba.