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Krugman nos conduce por la aldea a través del camino principal de ladrillos y losas. Es un guía entusiasta, y se toma un tiempo en enseñarnos los nombres de los nuevos paisajes y sonidos. De cerca, constatamos que las casas, que tienen un entramado en la planta superior, se levantan sobre cimientos de piedra. Para decorar los alféizares hay macetas de cerámica con plantas silvestres, una pintoresca colección de lirios, altramuces, geranios, caléndulas y resedas. Todo está limpio y ordenado. Desde las ventanas de cuarterones nos observan literalmente sólo chicas jóvenes. Otro grupo más nos sigue, y algunas de las mayores me miran y susurran entre ellas. Epap no ha dejado de mover la cabeza de un lado a otro desde que hemos llegado. Además de Sissy, nunca había visto a otra chica, y la avalancha de féminas es una sobrecarga sensorial para él. Con una sonrisita burlona dibujada en la boca, se queda mirándolas boquiabierto.

Krugman nos enseña los edificios: los almacenes, la clínica, la carpintería, la maternidad y la casa de la ropa. Cada uno es ligeramente más grande que las casas residenciales. Al abandonar el extremo norte de la aldea, los edificios desaparecen de repente, y el camino de ladrillos y losas se convierte en el polvo sucio de la tierra agrícola. Un olor de sangre, carne y excrementos de animales invade el aire. En medio del terreno hay unas cabañitas. Sin mirarlas, Krugman se refiere a ellas como las barracas del matadero. Pasamos más campos de cultivo con filas ordenadas de trigo, patatas, coles y un surtido de manzanos, perales y ciruelos. Entre las hileras, se mueven unas figuras pequeñas como hormigas. Al rodear unas filas de zarzas y un campo de centeno, aparece sin previo aviso un lago glacial. El agua es cristalina; se ven las piedras de distintos colores de la orilla. Sopla una brisa de montaña que provoca ondas en la superficie parecida a un espejo y distorsiona el reflejo de las montañas, las nubes y el cielo. Atadas al pequeño muelle de troncos de madera flotante hay unas cuantas barcas. Para entonces el estómago nos ruge con más fuerza que nunca. Krugman sonríe al oírlo, y nos lleva de vuelta a la aldea atajando por unos prados.

Nos lleven a un gran comedor en cuyo interior se alinean filas de mesas y bancos vacíos. Unas chicas jóvenes nos traen platos de comida desde de la cocina; nos lanzan miradas furtivas mientras susurran el nombre de cada plato. Lo devoramos todo. Aunque no paro de toser, no me puedo refrenar. Tengo los ojos llorosos, la nariz me gotea, y la cabeza me da vueltas como un mosquito borracho. Aun así, no puedo parar de atiborrarme. Gachas, huevos revueltos con beicon y panecillos: así se llaman los alimentos que nos anuncian y nos colocan delante. Los aldeanos se quedan fuera apretujando las caras en las ventanas para observarnos. Imperan la belleza y la juventud. Y eso es justo lo primero que me sorprende. Esa rareza.

Aquí casi todos son mujeres y jóvenes. Estudio las caras a través de las ventanas: niñas, preadolescentes y adolescentes. Sólo hay unos niños desperdigados, y ninguno pasa de los siete u ocho.

En cambio, en el interior del comedor el contraste visual es marcado. En lugar de chicas jóvenes, hay una docena de hombres calvos y barrigones, de entre cuarenta y cincuenta años de edad, dispuestos alrededor del perímetro de la sala. Ninguno se parece ni remotamente a mi padre. Son pálidos y barbudos, mientras que mi padre tenía una complexión musculosa e iba afeitado. En una esquina, a cada lado de Krugman, se sitúan dos hombres especialmente barrigudos. Parece que a nuestro anfitrión le ha abandonado toda la alegría. Tiene una expresión sombría y está de brazos cruzados. Le da un breve mensaje a uno de los hombres que hay a su lado y, a continuación, éste sale.

Y entonces veo los retratos. Hay una docena y están colocados por toda la pared, entre las ventanas. Unos óleos excelentes de hombres que posan solemnes con unos marcos de madera tallados a mano. Los miro por encima antes de centrar la atención en mi plato de comida. Me quedo paralizado. Con el corazón a mil por hora, empujo la silla y me levanto. Nadie parece advertirlo, ni Sissy ni los chicos, que están demasiado ocupados embuchándose la comida. Es el camino más lento, y el más largo. Un paso delante del otro con la vista clavada en un único retrato escondido entre las sombras. De golpe, el salón enmudece; todo el mundo me observa hasta llegar a la pintura como en un trance. Toso y expulso el pulmón entero de flemas, pero sigo adelante y el cuadro cada vez está más cerca. En mi estado febril me da la impresión que la cara flota en mi dirección. La oscuridad que la rodea se disipa como la niebla que se desvanece en el pico de una montaña. Surge un rostro musculoso de pómulos hundidos que me mira con ojos familiares, amables pero autoritarios. El pelo se le ha vuelto canoso, y las patas de gallo son más pronunciadas. Mi padre. Oigo unos pasos fuertes detrás de mí, que se detienen a escasos metros.

—¿Lo conoces? —pregunta Krugman.

Hago caso omiso de la pregunta haciéndole otra:

—¿Quién es?

—Es Joseph, uno de los superiores.

«Joseph, Joseph.» Repaso el nombre en la memoria, como si de este modo me fuera a traer algún recuerdo. Nada. La cabeza me da vueltas y me late con fuerza, debido a la fiebre.

—¿Dónde está? —pregunta Sissy, que está detrás de mí con la cara pálida. Atrás, los chicos están a punto de incorporarse, con la vista clavada en el cuadro.

—¿De qué lo conocéis? —pregunta Krugman.

Y yo hago la única pregunta que me importa, la que me ha perseguido durante años de silencio ininterrumpido y de infatigable oscuridad.

—¿Dónde está?

La voz de Krugman es arisca.

—Ya no está con nosotros.

—¿Dónde está? —Ahora es Sissy quien lo interroga, con tono urgente y miedoso.

El hombretón se vuelve lentamente hacia ella. Su enorme barriga se mueve como si fuera un continente.

—Falleció. En un trágico… incidente.

Doy un paso atrás, pero no siento que se me muevan los pies. Es como si no estuvieran en contacto con nada. Un pinchazo me agujerea la cabeza, como si me hubieran extirpado una parte del cerebro y me pasaran un tablón de madera por ese lado. De repente, la sala se ilumina con una luz roja que parpadea de manera hipnótica. Me desmayo en una espiral irritantemente lenta en la que veo sus rostros, manchas blancas y lunas, que se arremolinan en un mundo que se ha quedado vacío.