Sólo nos lo dice después de entrar en la cabaña, mientras nos colocamos con torpeza alrededor de la mesa.
—Claire, como el aire.
Sissy, que la observa sin esconder su recelo, le pregunta:
—¿Vives aquí? ¿Ésta es tu casa?
La chica sacude la cabeza.
—Noray, nin.
Nos quedamos mudos contemplándola.
—¿Perdón? —le pregunta Sissy.
Pero Claire hace caso omiso y se vuelve hacia mí.
—¿Tienes el Origen?
—¿De qué hablas? ¿Qué es todo esto del Origen?
La pequeña barbilla le tiembla. Parpadea y sale de la habitación. Se dirige al pasillo y echa una ojeada. Cuando llegamos a donde está, la vemos volcar sobre la cama el contenido de la mochila de Epap con toda su ropa y el cuaderno.
—¡Eh! ¿Qué te crees que estás haciendo? —le recrimina Sissy, y le quita la bolsa.
—¡Decidme dónde está el Origen!
—¡No sabemos de qué hablas! —le explica Epap.
—¡Sí que lo sabéis! Krugman dijo que vendríais. Aseguró que tendríais el Origen.
—¿Quién ha dicho eso? ¿Quién es Krugman?
Los chicos continúan acribillándola a preguntas. Pero yo no. Con el corazón en un puño, agarro de la cama el cuaderno, paso las páginas hasta llegar al retrato de mi padre, y se lo enseño a la muchacha.
—¡¿Es éste?! —grito. Todo el mundo deja de hablar y me mira—. ¿Es Krugman?
La chica mira el dibujo. Como si lo reconociera, abre un poco más los ojos, pero se limita a decir:
—No, no es él.
Eso me hunde en la miseria.
—El hombre que te habló de nosotros —pregunta Sissy—, Krugman, ¿vive aquí?
Claire niega con la cabeza.
—Vive lejos.
—Pues llévanos hasta él.
—Primero enseñadme el Origen. —Aunque su voz suena despreocupada, da a entender su obstinación—. Después os guiaré hasta él.
—Primero llévanos, y después te lo enseñaremos —zanjo. Ben me mira con curiosidad.
Entonces ella hace una pausa.
—Vale —responde con una mirada de sospecha—. Partiremos cuando salga el sol.
—Naray, nin. Salimos ahora.
Claire estudia mi rostro con detenimiento. Detrás de su mirada misteriosa e indescifrable, puedo ver que está pensando. Por un momento parece que le brille un pequeño atisbo de reconocimiento en los ojos.
—Muy bien. Coged vuestras cosas. Nos vamos.
***
Tenemos un montón de preguntas que hacerle mientras la seguimos, pero el esfuerzo que requiere mantener su ritmo hace que nos resulte casi imposible hablar. Ahora veo por qué quería esperar a la salida del sol. El viaje es mucho más largo de lo que imaginaba. Sumidos en la oscuridad, pasamos un arroyo borboteante y después salimos del bosque. Al subir, dejamos atrás la línea arbolada y cruzamos por un tramo de granito estéril. Pasamos horas andando por estos ondulantes domos de roca cuya superficie sorprendentemente lisa brilla como un grupo de calvas. Desde aquí la vista es magnífica: las cascadas bajan por los bruscos acantilados, y los bosques de abundantes coníferas conforman una especie de cojín en el suelo del valle. Sin embargo, estoy demasiado cansado como para apreciarlo. Y enfermo. La cabeza me da vueltas. Hasta con los azotes de viento gélido, el cuerpo me arde por la fiebre. La altura tampoco me hace ningún favor. Estoy mareado y aturdido. En un momento dado, nos encontramos con una subida pronunciada en el camino. Hay un par de cables metálicos perforados en el granito y los aprovechamos para subir. A mitad del trayecto, hacemos un descanso para recuperarnos un poco. Desde el vertiginoso ángulo de visión en el que nos hallamos, veo el distante río Nede que reluce como un hilo plateado, ridículamente pequeño e insignificante, mucho más abajo que nosotros. Continuamos con esfuerzo y llegamos a la cima en un estado de total agotamiento. En cambio, a Claire parece que la marcha no la ha afectado. Nos espera impaciente mientras nosotros intentamos recuperar el aire. Da patadas a las piedras que hay desperdigadas, y no deja de examinar nuestras mochilas. Sin duda, en busca del Origen, sea lo que sea.
Al final, cuando ya se acerca el alba y tenemos las piernas machacadas por el largo descenso, Claire corta a la derecha y se mete a toda prisa por una rendija estrecha que hay entre unas rocas grandes. Cuando salimos por el otro lado, es como si hubiéramos llegado a un planeta completamente distinto. A diferencia del viento inhóspito que hemos sufrido en la otra cara de la montaña, aquí nos da la bienvenida la tranquilidad de un bosque de secuoyas. Contentos, pisamos el suelo cubierto de hierba; admiramos el color de los árboles y los crisantemos esparcidos por aquí y por allá. Cada vez se oye más cerca el sonido amable de un riachuelo. Cuando llegamos a su origen, un arroyo de la montaña, Claire nos aconseja que bebamos. El agua es espectacular: dulce y de frescura cristalina. Una vez hemos saciado nuestra sed, continuamos con entusiasmo a un paso más rápido.
—Ya casi estamos —nos reconforta Claire.
Ahora el sol atraviesa los árboles. Los colores y las formas se mezclan con la calidez. Unos pájaros que no vemos cantan en lo alto de los árboles. Al doblar una curva, Claire ahueca la boca y se pone a cantar a la tirolesa. Nunca habíamos escuchado nada parecido. Ben no puede dejar de mirarla.
—Estoy avisando a la Misión. Les hago saber que os he encontrado.
—¿La Misión?
Ella no me contesta. Seguimos caminando durante diez o quince minutos. Y entonces, el bosque desaparece. Paramos en seco. Ante nosotros se erige una muralla de varios pisos de altura. Está construida con unas piedras enormes y la sostiene una combinación chapucera de hormigón, metal y troncos de árboles. El sol del alba surge poco a poco por las cornisas de las montañas, y con él queda al descubierto su mal estado. Tan sólo una torre, acorazada con unas placas de acero lisas y oscuras, en la esquina parece gozar de un buen mantenimiento. Arriba hay un gran ventanal con el cristal iluminado. Claire señala en esa dirección y nos explica que se trata del despacho de Krugman. Nos guía por las puertas abiertas, dos bloques metálicos de unos quince centímetros de grosor y de la altura de tres personas. A juzgar por lo oxidada que está la base en el suelo, hace mucho tiempo que no se han cerrado. Quizá muchos años. Claire se lleva las manos a la cara y se pone a cantar a la tirolesa. Ya estamos en el interior de la muralla.
—Guau —exclama Ben sin hacer mucho ruido, como si tuviera miedo de romper el espejismo. Dentro hay toda una comunidad. La luz rojiza del alba se extiende por todo el espacio y baña los tejados de paja de las casitas. Por fuera, parece que las viviendas resplandezcan tenuemente gracias a las chimeneas en el interior. El humo sale sereno a través de ellas. En una casa que tenemos cerca se abre una ventana, veo aparecer una cabeza, y después otra.
Delante de nosotros vemos un arroyo de agua cristalina. Por encima hay un puente de adoquines con incrustaciones de piedras talladas que brillan con la luz del alba como si fueran ojos que nos miran. Se abren más ventanas. De los marcos surgen cabezas grandes y pequeñas. Las puertas se abren de par en par, y se llenan de los cuerpos que salen en tropel.
Ben coge a Sissy de la mano.
—¿Sissy? —susurra emocionado.
—Creo que ahora todo irá bien —afirma mientras sonríe y le aprieta la mano.
La gente, que viste con ropa alegre y llamativa, sale de sus casas como peces de colores. Sin prisa pero sin pausa y con ojos relucientes, se aproximan cojeando de manera extraña.
—¿Cuánta gente hay?
—Somos doscientos.
Nos detenemos al pie del puente adoquinado; del otro lado, el pelotón de aldeanos hace lo mismo. Durante un momento nos quedamos mirándonos unos a otros. Sus rostros rollizos tienen un aspecto saludable. Muchos, con el pelo despeinado, aún van en pijama. De sus mejillas emana calidez. Son un mar de sonrisas. Un hombre grandullón, con una barriga que le cuelga por la cintura, se separa de la multitud. Durante una fracción de segundo, se me paraliza el corazón. Queda claro que este señor corpulento no es mi padre. Él nos examina durante un segundo, después se echa hacia atrás, abre los brazos hacia los lados y suelta una carcajada. Se trata de una risa campechana y alegre. A medida que se acerca a nosotros por el arco del puente, su corpulencia es cada vez mayor. Con el rostro radiante, a mitad de camino, extiende un brazo y nos saluda con voz profunda y sonora.
—Bienvenidos a la Misión. Os estábamos esperando. —Se detiene a unos pasos. Su presencia es arrolladora y su carisma se desprende como gotas de lluvia que caen de un paraguas. Su silueta bloquea el sol a punto de salir; bajo su sombra, la temperatura baja un grado. Pero sólo por un instante. Cambia de posición de inmediato, como si se hubiera dado cuenta. Nos mira desde arriba, y su expresión sonriente duda. Intenta descubrir quién es el líder del grupo. Primero mira a Epap, pasa de largo a Sissy, se detiene en mí, vuelve a Epap, y después, al final, se concentra en mí reafirmando su sonrisa—. Me llamo Krugman. Es un enorme placer conoceros. ¡Un gusto indescriptible! —Al darme la mano, fornida y musculosa, la mía desaparece. Aun así, tiene una piel suave, afeminada—. ¿Vamos? —Entonces se aparta a un lado y con el brazo nos indica el camino. El puente se arquea ante nosotros como un arcoíris que termina en un mar de sonrisas.
Al principio con precaución, pero cada vez con mayor entusiasmo, empezamos a cruzar. Después de haber pasado toda su vida en el Domo, Sissy y los chicos nunca han caminado entre una multitud, y la cautela los obliga a detenerse un momento. Desde aquí llegan unos aromas de comida que no había olido nunca hasta ahora. El estómago nos empieza a rugir.
—¡Tiene que ser esto! —grita Ben—. Tiene que serlo. La Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol. —Tira de la manga de Sissy—. Es aquí, ¿no? El lugar al que nos prometió traernos el científico.
Ella no dice nada pero se le ve un brillo húmedo en la mirada.
—Lo es, ¿no? —insiste David.
Por fin, apenas de manera perceptible, asiente.
—Quizá. Aún tenemos que…
Pero eso es lo único que necesitan oír David y Jacob. Acto seguido nos cogen de la mano y tiran de nosotros por el puente. El grupo se separa para permitirnos el paso, aunque sólo un poco. A medida que vamos pasando, los aldeanos se acercan a tocarnos, nos dan palmaditas en la espalda, mueven las cabezas con alegría y nos muestran sus sonrisas perfectas. Miremos a donde miremos, nos topamos con miradas de bienvenida y calidez. En un momento, Ben me tira del brazo. No para de sonreír, y las lágrimas le caen por las mejillas. Me está diciendo algo, pero con el clamor que hay a nuestro alrededor no logro distinguirlo. Me agacho y pillo una frase: «Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol, debemos…». Creo que está en lo cierto. Al salir el sol, y al empezar a hacer más calor y a extenderse la luz por la montaña, por la aldea y entre la multitud de personas sonrientes, al oír las risas confirmadoras que hacen que me vibren los huesos, al descubrir a Sissy sonriéndome con la pureza del cielo más azul, noto una sensación que no se parece a ninguna otra que haya experimentado antes. Siento que he vuelto a casa.