La chica permanece tan inmóvil como nosotros. Es joven, tendrá unos trece o catorce años. Parece un elfo del bosque con su pelo corto de duendecillo y su aspecto aniñado. Lleva una bufanda negra atada al cuello, oscura como el caparazón de un escorpión negro. Mientras su vista va de Epap a mí y de vuelta a mi compañero, tiene una mirada inexpresiva.
—No hagamos movimientos bruscos —le susurro a Epap intentando mover lo menos posible los labios.
—Las contraventanas. Tenemos que cerrarlas.
—No hay tiempo. Se nos echará encima dentro de dos segundos si le damos un motivo.
Permanecemos muy, muy quietos.
—Y ahora, ¿qué?
—No lo sé.
La joven da un paso adelante. Se detiene. Con lentitud, levanta un brazo hasta que me señala con un dedo. Después lo vuelve a bajar.
—Voy a salir a hablar con ella.
—¡No!
—Tengo que hacerlo. La cabaña nos ofrece la misma protección que un farolillo. Si nos quiere, nos tendrá.
—No…
—Ella no sabe lo que somos. Si no, ya se nos habría abalanzado. Saldré y la embaucaré. Después la atacamos.
—Eso no va a…
—Es el único movimiento que podemos hacer. Ve a despertar a Sissy. Sin hacer ruido.
Abro la puerta. He vivido entre ellos durante toda mi vida. Conozco sus peculiaridades, y los puedo imitar a la perfección. Camino con calma, sin dejar que el miedo me traicione. En cuanto pongo un pie en el porche, hago una pausa en la zona oscura antes de salir a la luz de la luna con los ojos medio cerrados para mantener la emoción. Procuro que mis movimientos sean fluidos para no levantar nieve. Trato de poner una expresión tan insulsa como la luna. Los brazos me cuelgan a ambos lados sin balancearse. Y entonces me acuerdo. De la sangre en la mano.
Ella se mueve espasmódicamente. Me mira con un interés renovado y ferviente. Dobla los brazos, mueve la cabeza a un lado, primero entrecierra los ojos y después los abre. Da un paso hacia mí, después otro, y otro, hasta que sus piernas se convierten en un remolino. Con la cara radiante, viene corriendo por la nieve y el aire nocturno como el susurro de una maldición. Me preparo ante la eventualidad de que ella salte hacia mí. Al cuello. Es el primer sitio al que se lanzan. Desde atrás, por la puerta abierta, oigo a Epap: «Sissy, despierta, despierta, ¡despierta!». Su voz parece tan lejana como las estrellas.
Y la chica… Algo va mal. Sigue corriendo. Aún no ha recorrido la mitad del trayecto. Sigue bombeando el aire con los brazos en lugar de dar zarpazos en el suelo a cuatro patas. Tiene el pecho agitado del esfuerzo, las nubes de nieve saltan a su alrededor. Entonces es cuando lo entiendo. La examino a medida que se acerca, y confirmo mis sospechas. Pero todavía no. Aún queda una última prueba. Es todo o nada. Levanto el dedo, el que tengo manchado de sangre. Su mirada se concentra en mi mano y se detiene ahí durante un segundo interminable. Después sin alterarse pasa a mi cara. No es una de ellos. Es de los nuestros.
—¡Eh! —grito sin saber qué más decir—. ¡Eh!
Y, aún así, continúa corriendo hacia mí. Detrás de mí oigo las pisadas sobre las tablas de madera. Están cada vez más cerca. De doy vuelta con los brazos en alto. Sissy corre por el pasillo. Veo su tenue sombra que levanta un brazo con el destello de una daga a punto de ser lanzada.
—¡Sissy, espera!
Pero ya es demasiado tarde. En cuanto traspasa el umbral, con un pie en el porche, ya la ha tirado. Como estoy en su trayectoria, tiene que lanzarlo a un lado para que haga efecto bumerán hacia el objetivo. No me espero. No hay tiempo. La trayectoria del puñal me da tres segundos. Salto adelante, hacia la chica. Ella viene hacia mí, y yo hacia ella. Oigo un zumbido, pero disminuye después, y acto seguido se hace más fuerte. La daga. Va en su dirección. Hacia nosotros dos. Me arrojo hacia ella y la cojo con el brazo por el pecho. Los dos caemos en la nieve. No ha pasado ni un segundo, y la daga vuelve a volar en nuestra dirección. No pierdo más tiempo.
—¡Sissy! ¡No!
Pero ella ya está echando el brazo hacia atrás y tiene otro puñal en la mano.
—¡Es como nosotros! ¡Es como nosotros!
Cuando tiene el arma a la altura de la cabeza, se detiene y poco a poco la baja. Los chicos salen desde la oscuridad de la cabaña. Con los ojos como plato y la frente arrugada, la chica se levanta y se limpia la nieve.
—¿Dónde está el Origen?
Me mira fijamente, y después a los otros. Sus ojos son de un gélido color azul penetrante, y no muestran ni un ápice de calor. Sin palabras, nosotros también la miramos.
—El Origen. ¿Dónde está el Origen?
Al final, tras otro momento de silencio, Ben decide hablar:
—¿De qué hablas?
Y ahora le toca a ella mirarnos confundida.
Por fin, Ben se atreve a lanzar la pregunta que todos tenemos en la cabeza.
—¿Quién eres?