12

Más tarde, de noche, todos duermen en la habitación; los chicos, apretujados en el colchón y con los pies colgando, y Sissy hecha un ovillo en una silla de madera. Yo camino por el pasillo hacia otra habitación. Durante la cena —un par de marmotas que cazamos y asamos en un fuego— hemos debatido sobre si debíamos cerrar o no las contraventanas. Al final hemos optado por arriesgarnos a dejarlas abiertas —al parecer el túnel negro claustrofóbico aún nos afecta—. Me alegro de que lo hayamos hecho. El paisaje invernal, proyectado con un tono plateado de la luz de la luna, es relajante. Incluso el amenazante pico de la montaña confiere una calma majestuosa. Me arropo bien con el abrigo y aprecio la calidez que me ofrece. Es una de las prendas que hemos encontrado guardada en un baúl de madera que Ben descubrió debajo de la cama. Se puso a gritar de alegría cuando lo abrió y dio con abrigos de piel de conejo, bufandas, calcetines de lana y guantes. Y un extraño chaleco, cargado de mosquetones de arriba abajo.

La casa emite chirridos constantemente, pues las vigas de madera ceden en cuanto la temperatura desciende. Cuando Ben se metió en la cama, el ruido, que a veces es más fuerte, lo asustó. «No pasa nada —aún oigo la voz de Sissy en mi cabeza—, todo va bien.» Quizá tenga razón. Puede que sea así. El final, el destino, la tierra prometida. Esta cabaña, el claro, la montaña. En cualquier momento, mi padre llegará tras una caminata por las montañas y entrará.

Se oyen pasos en el pasillo. El sonido me sobresalta. Mientras me doy la vuelta, me raspo los dedos con las astillas del alféizar. Un pinchazo de dolor y aparto la mano. Me salen unas gotas de sangre. Es Epap, que mira soñoliento hacia el interior de la habitación; la luz de la luna le da de lleno en la cara. Yo estoy escondido entre las sombras y no me ve. Su expresión pasa a la perplejidad. Está a punto de darse la vuelta cuando ve algo al otro lado de la ventana. La cara le cambia de repente, su palidez desaparece, y se agacha.

—¿Epap?

Al oír mi voz pega un salto. Sin embargo, en lugar de regañarme, se pone el dedo índice en los labios. Después señala con la barbilla en dirección a la ventana. Encogido, me acerco a él. Hay alguien afuera, en medio del claro. Una figura oscura y grácil sobre la nieve blanca. Una chica. Que nos mira directamente.