8

Esa noche nos tumbamos en la superficie rugosa de la roca caliza. No tenemos ni idea de si es grande o pequeña, ni sentimos inclinación alguna por descubrirlo. Mientras nos apiñamos y sollozamos aliviados, no podemos estar más contentos de haber sobrevivido.

—Esperaremos hasta mañana —anuncia Sissy—. Hasta que haya luz.

Nadie dice nada. Ni entonces ni durante las horas siguientes. Sin embargo, yo sé qué estamos pensando: ¿Y si Sissy se equivoca? ¿Y si la mañana no trae luz? ¿Y si en este útero de oscuridad, la negrura constante no le ofrece ninguna tregua a la mañana?

«Guau», dice David, el primero en despertarse. Parece que no estamos en una roca aislada, sino en la base que rodea la piscina natural que forma la cascada. Una infinidad de rayos de sol se filtran a nuestro alrededor a través de las escondidas aberturas del techo. Son tan definidos que parecen columnas que sostienen la inmensa cueva. Y ése es un adjetivo que se queda corto: la cueva es gigantesca. Cada vez se forman más rayos de sol, que iluminan los metros de superficie en todas las direcciones y revelan el perfil lúgubre de su interior. La cascada en sí no es tan alta como nos había parecido anoche mientras caíamos. Levanta un rocío que humedece las espesas capas de musgo en la parte inferior de las rocas que sobresalen. Aunque no hay ni rastro de la barca, algunas de nuestras mochilas flotan contra una orilla de la piscina natural.

—¡Mirad eso! —grita Ben mientras señala algo.

Como colmillos, las estalactitas cuelgan del techo a unos cien metros por encima de nosotros. La luz del sol les da un tono naranja rojizo. Las enredaderas se lían entre las rocas como si se tratara de restos de comida que se queda entre los dientes. Unas torres enormes de calcita se erigen desde el suelo de la cueva formando un ángulo inclinado. Unas estalagmitas más finas suben hasta alcanzar los cincuenta metros; pero lo que nos deja estupefactos es el tamaño colosal de la cueva.

—¡Aquí dentro cabría una ciudad! —grito para que me puedan oír por encima del estrépito de la cascada—. Rascacielos de veinte o treinta pisos. Manzanas de dos kilómetros. —Nadie responde. Nadie me oye. Me aparto a una zona más tranquila.

Los demás me siguen y nos juntamos bajo una gran columna de luz solar. La calidez es magnífica. El sol nos destiñe la piel, nos hace brillar con una efervescencia nuclear.

—Y ahora, ¿qué? —pregunta Epap. Todas las miradas se vuelven hacia Sissy.

—A explorar.

—¿Es esto? ¿Es la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol?

—Espero que no —contesta Epap negando con la cabeza—. Este lugar es deprimente. La verdad es que prefiero el Domo. No he visto ni leche, ni miel ni fruta. Sol sí hay, o al menos algún rayo, pero allí teníamos más.

—Esto es lo que vamos a hacer —propone Sissy—. Nos dividiremos en dos grupos. Buscaremos alguna pista, una señal, lo que sea. El científico nos tiene que haber dejado algo. —Mira a su alrededor, y después se adentra en la cueva en compañía de Ben y Jacob.

Entonces Epap nos dice a David y a mí:

—Muy bien, vosotros dos. Iremos por aquí. Abrid bien los ojos.

Nos ponemos en marcha en línea perpendicular a la dirección que ha tomado Sissy, por el lado de la orilla, siguiendo el río.

***

Horas después, nada compensa nuestros esfuerzos. Andar por este terreno es difícil, por todos lados hay unas piedras esparcidas que parecen estar diseñadas para que nos torzamos los tobillos. David, Epap y yo avanzamos lentamente —no queremos que se nos pase nada—, pero ocupamos la mayor parte del tiempo concentrando la vista en un pequeño trozo de suelo, sorteando piedras y esquivando el musgo resbaladizo. Y aunque nos dirigimos a lo que esperamos que sea la salida de la cueva, después de dos horas, literalmente sigue sin haber luz al final del túnel. Si es que existe un límite. El río desciende formando una sucesión de grandes cuencas a tres niveles distintos. Varias veces tenemos que recorrer largas distancias para sortear rocas gigantes. Con frecuencia resbalamos por el musgo que hay en las piedras. Entonces sacudimos las manos sin control, mientras intentamos agarrarnos a las formaciones rocosas. Al final, el paso queda completamente bloqueado por una roca caliza estriada cubierta de algas de una altura de unos diez pisos. El río serpentea por una abertura relativamente estrecha y se dirige a otra serie de cascadas a distintos niveles. Desanimados y arrastrando los cuerpos por el cansancio y el hambre, damos la vuelta.

Cuando regresamos, los otros tres están sentados bajo una columna de sol cerca de la cascada. A juzgar por su postura alicaída, no han llegado mucho más lejos que nosotros. Nos reparten nuestra ración de comida: unas bayas que han encontrado y que devoramos con fruición.

—Tanto hablar de la Tierra de la Leche, de la Miel, de la Fruta y del Sol —se queja Epap—, y aquí no hay ni comida ni leche ni miel. Ni siquiera hay leña para hacer una hoguera.

—Deberíamos ir hacia fuera —propone Jacob—. Seguir el río.

—Eso es lo que acabamos de hacer —le explico—. O, al menos, es lo que intentábamos. Está más lejos y es más difícil de lo que te imaginas.

—Es la única salida —insiste Jacob mientras mira hacia la cascada—. No podemos retroceder. Tendríamos que escalar por la catarata, pero está demasiado empinado y el terreno es resbaladizo. Aun así, tampoco nos podemos quedar aquí. Necesitamos comer. Deberíamos irnos ahora.

Sin mirarnos, Sissy nos lleva la contraria:

—No. Nos quedamos aquí.

—Sissy… —empieza a decir Jacob.

—Mira, ¡yo me quedo! Id vosotros si queréis. Yo me quedo.

Jacob se queda callado. A juzgar por su expresión se puede ver que está dolido.

—Yo sólo quería decir…

—¡No voy a discutir contigo, ni con ninguno de vosotros! Hay tan sólo dos cosas que necesitamos hacer, ¿vale? Encontrar algún tipo de señal que nos haya dejado el científico y mantener a Gene con vida. ¿Es lo suficientemente sencillo como para que lo entendáis? En eso consisten nuestras vidas ahora mismo: en dos elementos de lo más básicos. Encontrar una señal, y mantenerlo con vida. Dos cosas, gente.

Su reacción nos deja atónitos. Ella se aparta y desaparece tras una gran roca. La vemos respirar agitada. La sigo. Mira la cascada fijamente, con los brazos cruzados a la altura del pecho.

—Oye…

Empiezo a hablar de la manera más amable que puedo. Salto un camino estrecho que hay entre dos rocas. Ella no responde. Se limita a morderse medio labio inferior, y el otro queda enrollado en un gran rizo. Tiene los ojos medio cerrados y se le escapa una lágrima que termina cayéndole por la mejilla. No se da la vuelta como pensaba que haría. Con la mano temblorosa, se tapa la boca. Justo cuando veo que se desmorona, se aparta de mí. Ha cedido a la presión. Está cargando con todas nuestras vidas sobre sus espaldas. Pongo una mano sobre ella. Al contrario de lo que pensaba, no se mueve, se apoya en mi mano. La curva de su hombro encaja perfectamente en el hueco de mi mano. Tiene la piel suave, pero también desprende algo de fiereza en la fina capa de músculo y la protuberancia del hueso del hombro. Se vuelve y me mira con una intensidad devastadora. Es el tipo de atención que mi padre me enseñó a evitar siempre. El contacto visual significaba que eras el centro de atención de una persona: escápate de ahí, desaparece, apártate. Sin embargo, no puedo apartar la mirada. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo bonitos que tiene los ojos.

—Siento que le estoy fallando a todo el mundo, Gene.

—No seas ridícula. Todos estaríamos muertos si no hubiera sido por ti. —Me acerco más a ella, hasta que siento el calor de su cuerpo—. Estoy contigo, Sissy. Tengo tantas ganas de encontrarlo como tú. O tal vez más.

Por un instante veo suavidad y docilidad en su mirada. Es demasiado para mí. Tengo que apartar la mirada. Durante unos segundos permanecemos callados. Después mueve la cabeza.

—Me da la impresión de que se nos escapa alguna cosa demasiado evidente —confiesa—. Algo que nos dejó. Una pista, una señal. Algo que tengo delante de mis narices. Como los juegos a los que jugaba conmigo.

De repente me invaden unos celos extraños. Conque también jugaba con ella… Yo pensaba que era el único.

—¿Va todo bien, Sissy? —pregunta Epap al otro lado del camino estrecho. Sissy se aparta de mí a medida que el chico avanza entre las rocas—. ¿Va todo bien? —vuelve a preguntar mientras la observa con atención.

Ella se limpia la mejilla con rapidez.

—Sí —murmura, y se va por donde ha venido.

Cuando nos quedamos solos, Epap me mira mal. Miro al suelo y me voy. Al regresar al grupo, Sissy ya está sentada al lado de Jacob, le toca el pelo y sonríe. El chico también.

***

Estamos demasiado cansados como para continuar. Hasta ahora se han mantenido los rayos de sol, pero no sabemos cuánto durarán. Pasa una hora y algunos nos quedamos dormidos. De golpe, Sissy se incorpora.

—Qué estúpida —dice dándose un golpecito en la frente.

—¿Sissy? —pregunta Epap.

Ella no responde. En vez de eso, se dirige hacia la cascada. Pisa con cuidado el lecho rocoso que rodea el perímetro de la piscina natural. Al estar tan cerca de la catarata, bastaría un resbalón para que se encontrase bajo las aguas, arrastrada por una contracorriente mortal. El resto se empiezan a despertar.

—¿Qué hace? —pregunta Ben.

Apoyada en la pared de un lado de la cascada, Sissy hace una pausa. Después, avanza y desaparece en la cortina de agua.

—¡Sissy! —grita Ben.

Al momento, todos corremos hacia allí. Ben está angustiado y tenemos que contenerlo entre dos. Miramos nerviosos a través de las pesadas sábanas de agua.

—¡Allí! —exclama Jacob mientras señala hacia la zona donde el agua está más remansada.

La vemos borrosa detrás de la cortina. Primero saca los brazos, después la cabeza, encorvada porque el agua la aporrea. Cuando sale está completamente empapada, pero esboza la mejor de sus sonrisas.

—¿Venís o no?

—¿Eh?

—Venga, no tengáis miedo. He encontrado una caverna.

—Un momento. ¿Cómo sabes que debemos entrar? —le pregunto.

—Sólo lo supongo. Quizá porque he encontrado mucha ropa seca y una escalera de cuerda que lleva a otro lugar.

En la caverna está oscuro. La única iluminación del interior es una neblinosa columna de luz solar. Tenemos la ropa empapada y ya estamos empezando a temblar.

—La ropa seca que has mencionado… —sugiero con un castañeteo de dientes. Sissy sonríe, y nos lleva hasta una cesta escondida en las sombras. Hay suficientes prendas para una docena de personas con tallas diferentes.

—¿Cómo se te ha ocurrido mirar detrás? —le pregunto mientras nos cambiamos.

Ella se pone un par de calcetines de lana.

—Si quisieras impedir que los cazadores descubran la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol, una cascada sería la barrera más efectiva. Ninguno de ellos, suponiendo que sobrevivieran al salto de agua, pensaría en mirar ahí. Así de listo es el científico. —Tiene un plan—. Seguidme, ¿de acuerdo?

Después de habernos cambiado de ropa, nos reúne en la columna de luz y señala hacia arriba. Al principio no veo nada extraño, tan sólo el rayo que parece un proyector situado en el techo atestado de enredaderas. Entonces la veo: entre las plantas, apenas perceptible, hay una escalera de cuerda. Se encuentra bajo el haz de luz. En el único lugar donde los cazadores jamás pensarían en mirar. Otra barrera más.

Sirviéndose de las manos entrelazadas de Epap, Sissy se aúpa. Consigue alcanzar el peldaño inferior de la escalera, después coloca los pies y se pone boca abajo; poco a poco va escalando con los pies a los peldaños superiores y asegura su posición con los tobillos. Con el cuerpo colgando y los brazos estirados, coge a Ben, que está sentado sobre los hombros de Epap. No es fácil, pero logra subirlo. De forma parecida, el resto vamos lanzándonos a la escalera y empezamos a ascender, sin tener la menor idea de lo ardua que resultará la escalada. De haberlo sabido, no nos habríamos dado tanta prisa.

Tan sólo media hora después, cuando el entusiasmo empieza a flaquear y el cansancio va ganando terreno, nos acorralan las paredes. La claustrofobia no se hace esperar. Yo, que soy ancho de espaldas, la noto especialmente. Me raspo los codos y el deltoides. La ascensión es tan dura que estamos tentados de tirar la toalla. En un punto notablemente estrecho me quedo encallado; ni siquiera levantando los brazos por encima de la cabeza consigo meterme por el embudo. Epap tiene que empujarme desde abajo con las manos en mis nalgas, en una posición extremadamente incómoda.

La luz en este túnel vertical dura muy poco, sólo media hora más. Al principio retrocede lentamente a un lado de la galería, después acelera de repente, se catapulta y desaparece. Sin visibilidad alguna, nos sumimos en una zona gris. Además, la temperatura baja en picado en cuanto oscurece. Es una sensación extraña; la creciente negrura y el frío hacen que parezca que estemos descendiendo hacia la tierra en lugar de alejarnos de ella.

—Sissy, ¿ves alguna abertura desde dónde estás? —pregunta Epap por debajo de mí.

—Lo único que veo es un punto de luz. Un agujerito. Es demasiado pequeño para poder calcular la distancia de manera precisa, pero da la impresión de que está muy lejos.

Después de unas horas escalando, nos dedicamos a descansar. Sacamos las extremidades de las cuerdas y nos volvemos a posicionar para asegurarnos. Cuando pasamos las últimas bayas, ya notamos la necesidad de soltar los brazos y tenemos las manos rozadas por la aspereza de las cuerdas. Por encima de mí, Ben no puede calmar los brazos.

—No dejan de temblarme. No puedo hacer que paren. —Tiene los codos llenos de cortes, como si se los hubiera frotado con papel de lija.

Los cuerpos no dan más de sí y estamos bajos de ánimo. Diez minutos después, reanudamos la escalada. Tras cinco segundos, vuelve el dolor abrasador. No tenemos la sensación de haber descansado nada.