Justo cuando pensaba que no íbamos a tocar fondo jamás, el agua nos golpea como si se tratara de una acera de cemento. Y entonces me encuentro inmerso en un mundo de oscuridad submarina, el remolino de burbujas, el ruido abrumador del agua chocando contra el agua. La cuerda que me rodea el pecho está tan tensa como si fuera metal, y me obliga a echar la cabeza hacia atrás. Un brazo me araña la cara, y alguien me da una patada. No sé dónde es arriba y dónde es abajo.
«Sigue las burbujas hacia arriba», me digo a mí mismo. Eso es exactamente lo que hago, y doy fuertes patadas. Noto cómo tira la cuerda. Todos se encuentran debajo de mí. Yo soy el que empuja de toda la cadena de cuerpos. Entonces, dando brazadas furiosas, llego hasta la superficie; paso del negro líquido al negro vacío. No se ven formas, únicamente siluetas de un todo entre gris y el negro. Sigo avanzando hasta que llego a una oscuridad más sombría que la que nos rodea. Golpeo algo sólido con la mano, y siento que nos hemos salvado. Lo agarro con las dos manos y a continuación me impulso hacia arriba. Estoy sobre una roca. Empiezo a dar vueltas para enrollar la cuerda a mí alrededor. Y, como por obra de un milagro, los chicos emergen uno por uno, tartamudeando, llorando, soltando tacos y tosiendo. Vivos.