6

Me despierto con sacudidas. Veo aparecer sobre mí la pálida cara de David.

—¿Qué pasa? —El cielo sigue oscuro. Aún es de noche—. ¿Más cazadores?

David niega con la cabeza.

—No, es otra cosa.

—¿Epap? ¿Se encuentra bien?

—Sí, está bien. —David hace una pausa—. Es algo… Aún no sabemos exactamente…

Me levanto de inmediato. Ahora la corriente es más violenta, un torrente, como si de repente la paciencia del río se hubiera agotado definitivamente. Chorros de agua como géiseres azotan la cubierta y dejan marcas en forma de manos. El cielo se ve tan lóbrego y caótico como el río. Parece que haya costras coaguladas de oscuridad. Todos me miran muertos de miedo, con los ojos como platos y mordiéndose los labios.

—El río va a toda velocidad debido a la lluvia reciente —le explico intentando aplacar sus nervios—. Pero yo no me preocuparía demasiado.

—Hemos perdido las varas. La corriente nos las ha quitado de las manos.

—¿Cómo?

—Pero no te hemos despertado por eso —me explica David—. ¿Oyes ese ruido?

Al principio no oigo nada aparte de la bofetada de agua que choca contra la barca. Sin embargo, poco a poco empiezo a distinguir un leve silbido, como la electricidad estática de la radio, lejano pero inquietante. Cierro los ojos para concentrarme.

—Por delante de nosotros. Río abajo.

—Me he dado cuenta hace diez minutos —dice Epap en voz baja—. Era un sonido intermitente, como si fluctuara. Pero ahora, escucha. Cada vez es más fuerte. Está más cerca.

Intento mirar todo lo lejos que puedo, que en la oscuridad son sólo unos cincuenta metros. Hasta las orillas han desaparecido de la vista. Como si se tratara de una serpiente, el miedo me recorre la columna vertebral.

—Creo que es el sonido de una cascada —admite Epap—. El científico nos enseñó que cuando te acercas a ellas emiten una especie de silbido. —Entonces se vuelve hacia mí, tiene la cara salpicada de agua del río—. ¿Tú qué crees, Gene?

—No tengo ni idea de saltos de agua. Hasta ahora pensaba que sólo existían en las novelas fantásticas. —Miro a la oscuridad. Ahora el silbido parece más bien un chisporroteo. Es más fuerte, más siniestro.

—Creo que la barca se acerca a una cascada —observa Epap—. Tenemos que prepararnos para nadar hasta la orilla. —Me mira y yo asiento—. Desataré la cuerda del ancla.

Durante los siguientes quince minutos, la furia del río se intensifica. Damos vueltas como en un carrusel descontrolado. Parece que las gotas de lluvia caen como producto de la ira, y ese silbido presente en todo momento va ganando volumen. Nos reunimos alrededor de Epap. Él nos rodea con la cuerda y nos ata con nudos fuertes y seguros. Tenemos que entrecerrar los ojos debido a las salpicaduras y el viento frío; intentamos mantenernos en equilibrio en medio de la agitación de la barca.

—Miradme —ordena Epap—. Todos. Miradme. Tenemos que saltar de la barca y nadar hasta la orilla…

—¡No sé, Epap! —duda Jacob—. Hay mucha corriente. ¡Puede que nos arrastre y nos separe!

—¡No tenemos otra opción! —le responde—. Que todo el mundo se agarre a la cuerda. ¡Si os arrastra la corriente, sujetaos a la cuerda!

—¡Aun así, nos arrastrará! —grita Jacob mientras niega con la cabeza.

—¡No! —añade Sissy—. Epap tiene razón. Tenemos que saltar.

Con la cuerda atada alrededor del pecho por debajo de las axilas, nos acercamos de puntillas al borde. Sissy se vuelve hacia mí. Tiene la boca a la altura de mi oreja.

—Tú y yo. Tenemos que permanecer juntos. —Le sobresalen los nudillos húmedos de la mano, comprueba mi cuerda y la tensa—. Los demás no saben nadar. David y Jacob, un poco, pero Ben y Epap serán dos pesos muertos. ¿Lo entiendes?

Le digo que sí con la cabeza. La velocidad de la barca es aterradora. Durante un segundo que nos paraliza el corazón, vuela en el aire antes de volver a aporrear el agua.

—¡Atentos a la cuenta atrás! —grita Sissy—. Recordad: no soltéis la cuerda. Dad patadas con las piernas, no utilicéis los brazos. Coged siempre la cuerda con las manos, ¿entendido? ¡No la soltéis en ningún momento!

Miro al río, el agua forma un remolino demencial. No funcionará, y la corriente nos arrastrará. Jacob tiene razón. El río tiene mucha fuerza.

—Tres… —grita Sissy.

En cuanto toquemos el agua, nos succionará, y después las corrientes submarinas nos empujarán en seis direcciones distintas. El agujero mortal al que saltamos es realmente oscuro.

—Dos…

A mi lado, Jacob se pone rígido de repente, como si se hubiera dado cuenta de algo.

—¡Uno! —Sissy dobla las rodillas, lista para saltar a las tinieblas. En el otro extremo de la cuerda, los demás parecen manchas grises dispuestas a lanzarse al agua.

Doblo las rodillas, salto…

—¡PARAD! —chilla Jacob, separándose bruscamente del borde de la barca.

***

La cuerda se tensa justo cuando estoy en el aire. Me tira hacia atrás, se me escapa un «uf» de la boca, y aterrizo en la cubierta. Unos segundos después, como ecos retrasados, llega el sonido de los demás golpeando la cubierta.

—¡Jacob! ¡¿Qué haces?! —chilla Sissy.

—Se supone que tenemos que pasar la cascada. Se supone que debemos quedarnos en el río.

—¿De qué hablas? —le pregunta Sissy mientras la lluvia le azota la cara.

—¡Los cazadores no saben nadar! —explica Jacob con una mirada exultante—. Pueden ahogarse en el agua. Eso es lo que nos contó Gene, ¿recuerdas? Dijo que les entra el pánico si el agua les llega a la mandíbula. Se quedan paralizados y se ahogan en cuestión de segundos.

—¿Y qué?

—Piensa en ello. Para ellos, una cascada es la muerte segura. Nunca se atreverían a pasar más lejos de aquí, porque sería un suicidio. Pero ése no tiene por qué ser nuestro caso. Nosotros nadamos. Podemos sobrevivir a un salto de agua. Es como un agujero de una cerradura por el que sólo entramos nosotros. Es el puente a la libertad que sólo nosotros podemos cruzar. Por eso la lápida nos encomendaba que siguiéramos en el río.

—No sé —dice Sissy.

Jacob sigue convencido.

—Creo que por eso el científico nos habló de las cataratas. Quería prepararnos para esto. Pero recordad: siempre las describió como algo bonito. Como la puerta al paraíso. —Agita los brazos con excitación y, de repente, me acuerdo del dibujo que hacía ayer Epap. Se trataba de una bonita representación de una cascada, un oasis de belleza—. Tenemos que seguir por el río y pasar la cascada.

—No piensas con claridad, Jacob —le advierte Sissy—. ¡Una cascada es lo que tenemos ante nosotros!

—Ya lo sé, ya lo sé, ya lo sé —dice cerrando los ojos. Abre y cierra las manos sin parar—. ¡Pero se supone que debemos quedarnos en la barca! Eso lo sé.

—¿De qué hablas?

—«Quedaos en el río» —grita Jacob—. ¡Eso es lo que decía la lápida! Es lo que el científico quería que hiciéramos. Que nos quedáramos. Que siguiéramos río abajo.

—Pero dentro de los límites de lo sensato —insiste Sissy—. Se acerca una cascada. Lo que estás sugiriendo es una auténtica locura.

—¡Sissy, por favor! No nos desviemos ni un ápice. Hagamos exactamente lo que el científico nos ordenó. Quedémonos en el río y no nos alejemos. Porque eso es lo que nos llevará a la tierra prometida. A la leche. A la miel. A la fruta y al sol. A las calles repletas de otros humanos, a los estadios deportivos, a los patios, a los parques de atracciones con niños arremolinándose. Si nos ceñimos a sus instrucciones, llegaremos. —Sacude la cabeza con violencia de un lado a otro mientras las lágrimas le caen por las mejillas—. Vale la pena que lo intentemos. Por favor, ¿Sissy?

Con expresión de concentración, se muerde el labio inferior y mira hacia el río. Después, a Jacob.

—Siempre permanecemos unidos, ¿verdad? —le pregunta.

—Siempre, Sissy —confirma el chico con la voz cargada de emoción.

—Entonces, decida lo que decida, todos estamos de acuerdo, ¿no? —sigue preguntando. Jacob asiente—. ¿Confías en mí, pues?

—Sí.

La líder respira hondo.

—Vamos a bajarnos de la barca. Ya.

Jacob deja caer los hombros.

Un relámpago surca el cielo de repente y deja ver la silueta de las montañas del este como un oscuro coloso encorvado; están tan cerca que hasta huelo el bosque de caobas. Durante un milisegundo, veo el río. Las franjas de agua se mueven a una velocidad aterradora. Se trata de una bestia que hierve furiosa y se dirige en línea recta a la montaña. No la va a rodear, ni pasará por una estrecha garganta natural, sino que va directamente al corazón de las tinieblas.

Cojo a Sissy del brazo y niego con la cabeza.

—Ya es demasiado tarde. El río es una tumba. Seguro que nos ahogamos.

Tiene que entrecerrar los ojos por el viento y la lluvia; la mandíbula inferior le sobresale debido a la frustración. Sabe que tengo razón. No hay nada más que decir. El agua del río se mezcla con el viento cortante y nos empapa la cara. Miramos hacia delante preguntándonos qué nos espera.

***

Cinco minutos después, para de llover y la temperatura cae en picado. La noche se vuelve más oscura, y la tinta negra nos empapa. Ahora el río nos ruge al oído, retumbando como el eco de un tenor. Hemos entrado en el interior de algo. De un túnel profundo y tétrico. Dentro de las montañas del este.

—No veo nada, no veo nada —murmura David a mi lado. Esconde la cara en la parte interior del codo—. Estamos en la montaña, estamos en la montaña, de algún modo estamos dentro de la montaña.

Cierro los ojos. Los abro. No hay diferencia: el mismo negro impenetrable, y después negro, y después negro, y después negro hasta que la desorientación casi provoca el pánico físico. Ahora todo es más lóbrego, más rápido, más húmedo, más fuerte. El rugido de la cascada es ensordecedor.

—¡Todos, preparaos! —grita Sissy. La cuerda nos mantiene unidos, y nos agachamos a la vez, con los brazos entrelazados—. ¡Apoyad una rodilla en el suelo! ¡Preparaos para saltar…!

Su voz es casi imperceptible. Me incorporo con una rodilla y levanto a Ben, que está a mi lado. Noto un fino vaho de agua en la cara. Debemos de estar a punto de llegar.

—Cuando lleguemos, ¡saltad tan lejos de la barca como podáis! —les grito sin saber si me pueden oír con todo el fragor—. Haceos un ovillo, no soltéis la cuerda. ¡No importa la altura desde la que caigamos, no soltéis la cuerda! —Miro para comprobar si me han oído, pero no distingo nada. Tan sólo noto la tensión de sus cuerpos y el miedo que exudan.

Entonces llegamos a la cascada. El rugido es ensordecedor. Abro la boca para gritar pero hasta el miedo se ha escapado. La barca se inclina hacia delante y, en ese instante antes de caer por el precipicio y que nos invada el mareo, lo único que quiero hacer es coger a Sissy de la mano. De algún modo, en la oscuridad, nuestras manos se encuentran. Las apretamos fuerte, con torpeza, sentimos el calor de la sangre humana. Y entonces la cascada está ahí, y después no, y nos precipitamos hacia una garganta de tinieblas. Tenemos la sensación de que caemos durante una eternidad.