4

Cae la noche y con ella desaparece el humor celebratorio del día. La tierra se oscurece y se transforma en crepúsculo, y el río, antes liso como las placas de una armadura, arrastra una corriente urgente. Como fantasmas efímeros, chocan contra la orilla del río unas salpicaduras blancas. Nadie pronuncia la palabra «cazador», pero el miedo que genera siempre está presente en las tensas arrugas en la frente, en los ojos inquietos que escrutan la tierra, en las rígidas espaldas que no reposarán esta noche. Aunque hace días que no comemos, el cuerpo se ha adaptado a la falta de alimentos y recurre a sus propias reservas. Sin embargo, muy pronto, dentro de dos días como máximo, éstas ya habrán quedado mermadas y empezaremos a desfallecer.

Con la vista fijada en la orilla del río, Sissy afila sus dagas. Epap camina de un lado a otro, el diario del científico en sus manos, y de vez en cuando pasa las páginas. Si ocurre, será de repente.

—Sissy… —susurra David con los ojos como platos.

Aparecen tres. Corren a toda velocidad en formación, dos kilómetros detrás de nosotros, a lo largo de la orilla. Como guepardos, van a cuatro patas, estiran piernas y brazos hacia el suelo, se agarran a él, lo empujan a cada salto en un remolino. El atleta principal aminora la marcha y se une a la parte trasera de la formación. Al frente le reemplaza un nuevo líder. Ya veo lo que hacen: se van relevando en la carrera para acortar la resistencia del aire y sacar provecho de la estela del cabecilla. Al correr de esta manera mejorarán la velocidad neta del grupo por lo menos un diez por ciento, que es una ventaja significativa en un trayecto de cientos de kilómetros.

En cuestión de segundos, se colocan a nuestro lado. Forman el tapiz del horror. Con la llegada de la noche, sus pieles, que durante el día están prácticamente fundidas como si de plástico caliente en un horno se tratase, se han petrificado en pliegues sólidos y tirantes. Llevan, esparcidos por el cuerpo al azar, unos pegotes de pelo que forman unas franjas horribles. No, no es pelo; se trata de residuos de las capas solares que se han mezclado por la ductilidad de la piel medio fundida. Se han convertido en andrajosos animales callejeros que echan espuma por la boca, que tienen una piel enferma a la que se le desintegran los huesos, y unas pezuñas despellejadas con las que aporrean el suelo. Con anhelo y devoción, vuelven la mirada y nos observan. El tercer cazador me resulta vagamente familiar. En algún lugar entre todos los pliegues fundidos de carne, hay una cara que casi reconozco. Lleva una mochila grande en la espalda. De hecho, todos tienen una, de la que sobresale lo que parece un pesado repertorio de herramientas y cuerdas. Este equipo debe de pesar por lo menos una tonelada. La fuerza con la que se tambalean es horrenda e impresionante a la vez. Entonces nos adelantan.

—¿Sissy? —pregunta Jacob.

Ni siquiera nos echan una ojeada. Sus pálidos cuerpos, que se mueven en bucle, desaparecen al llegar a la cima de una pequeña colina. Vuelven a emerger en lo alto del siguiente monte, pero mucho más lejos, se ven más pequeños. Ahora su velocidad colectiva es aún mayor.

—¿Sissy? ¿Qué hacen? —La expresión de David es de terror. Mira a lo lejos, hacia el punto donde han desaparecido—. ¿Adónde han ido corriendo?

Confundida y ansiosa, Sissy me mira.

—¿Lo sabes tú?

Niego con la cabeza. Nada de esto tiene sentido.

—Esto no me gusta —susurra y, por primera vez en muchos días, el auténtico miedo se apodera de su mirada—. Se están volviendo más astutos y fuertes. Cada vez son más innovadores y decididos.

Tiene razón. Es la primera vez que cazan presas con una inteligencia y decisión comparables a la suya. Se han vuelto más hábiles por necesidad. Sissy se da golpecitos en el muslo. Le hierve la mirada de pura frustración.

—¡Tenemos que atracar, Sissy! —grita Epap—. Mientras los tengamos delante, no nos podemos permitir ir a la deriva en su dirección.

Entonces la chica se pone a mirar al río.

—Podría ser una trampa. Puede que haya otro grupo de cazadores detrás de nosotros esperando a que paremos. Seamos más hábiles.

—No creo que ésa sea su estrategia —explico—. No es su manera de actuar. Cuando se trata de cazar hepers, son terriblemente egoístas. El altruismo por el beneficio de los demás no entra en su razonamiento. Si hay otro grupo detrás, el que nos ha pasado no tiene nada que ganar. —Miro al río que se extiende ante mí—. No, creo que sólo hay uno: el que nos ha adelantado.

—¿Y nos están tendiendo una trampa? —pregunta Sissy.

—Creo que sí —contesto haciendo una mueca—. No sé.

—Entonces¿qué esperamos? —pregunta Epap—. Atraquemos ahora. —Se dirige hacia la vara.

—¡Espera! —le ordena Sissy—. Quizá sea eso lo que quieran que hagamos. Puede que nos hayan rodeado y justo ahora estén escondidos, al acecho, detrás de esas colinas. A lo mejor la trampa que nos han tendido consiste en engañarnos para que atraquemos. Tal vez se limitan a esperar a que, como tontos, eliminemos la única barrera que existe entre ellos y nosotros: el río. Si atracamos, se nos echarán encima en diez segundos.

—¿Qué hacemos, Sissy? —pregunta David.

En los ojos le brilla una férrea determinación.

—Seguiremos en el río. Si nos han tendido una trampa más adelante, pelearemos. Sea lo que sea lo que nos tengan preparado, lucharemos. Pero no les esperaremos de brazos cruzados. Perseguiremos nuestro destino, sea cual sea. —Entonces me mira—. Así es como actúo yo.

***

Durante casi una hora no vemos nada. El barco flota por el río agitado; cada segundo está cargado de tensión, como una eternidad de incertidumbre. Yo estoy en la popa, busco con los ojos bien abiertos. En las orillas, donde el río se estrecha, se forma una espuma blanca. «No aflojes —me repito a mí mismo—. Ni un segundo.»

De repente la barca para en seco, como si hubiéramos topado con una pared de cemento. Salimos empujados hacia adelante y lanzados por la cubierta. Sissy es la primera en levantarse; se balancea mientras intenta calibrar la situación. Descubro qué nos ha hecho detenernos. Una cuerda, que la barca ha tensado, atraviesa todo el ancho del río. El artefacto que vimos que cargaban los cazadores debía de ser un arpón. Lo han usado para lanzar la cuerda hasta el otro lado del río.

—¡Creo que me he roto las costillas! —anuncia Epap apretando los dientes. Con sumo cuidado, dobla las manos a la altura del pecho como si acunara a un bebé invisible—. No puedo respirar, me duele hasta…

—¡Sissy! —grito yo—. ¡Pásame la daga! ¡Tenemos que cortar la cuerda!

Oigo pisadas que aporrean las tablas. Entonces Sissy se escurre ante mí con los pies por delante, y hace salpicar el agua. Mira hacia el río y ve la cuerda. El terror se apodera de su mirada. Está a punto de rebanar la soga cuando se detiene.

—¡Córtala, Sissy!

—¿Y si están escondidos en el agua?

—¡No saben bucear!

—Entonces¿dónde están?

—No sé…

A pocos metros de nosotros algo salpica en el agua y nos rocía.

—¡¿Qué ha sido eso?! —chilla Jacob.

Entonces se oye otro fuerte salpicón, esta vez más cerca de la barca.

—¡¿Están en el agua?! —pregunta Jacob mientras se aparta—. ¿Son ellos?

—¡No! ¡No saben nadar!

—Entonces¿qué…?

Oigo un estruendo al lado de mi pie, que hace que salgan volando astillas de las tablas. Incrustado en medio de la cubierta vemos un rezón de hierro enorme, negro como la noche y con cuatro uñas afiladas. Está unido a una cuerda que se extiende por toda la orilla. Y es entonces cuando los veo. A los cazadores. Se esconden detrás de un montículo de hierba, pero es como si el cable fuera una flecha que los apuntara. Me apresuro a agarrar el rezón. Una capa escurridiza lo recubre: es su saliva. Entonces aparto los brazos.

—¡No lo toquéis! —grito con todas mis fuerzas—. ¡Está impregnado de su saliva!

—¡No es momento para ponernos finolis! —me responde Sissy—. ¡Debemos quitárnoslos de encima!

Alucinado por su ignorancia, me la quedo mirando. Es posible que no tenga ni idea de que si la saliva de los cazadores entra en contacto con una herida o llaga y pasa al flujo sanguíneo, entonces todo habrá terminado. Empezará la conversión. Me arranco la camiseta y la enrollo alrededor de una de las uñas.

—¡No dejéis que os toque la piel! —advierto—. ¡Usad las camisetas!

Sin embargo, no logro soltar el garfio, está clavado en la madera. A mi derecha, otro rezón golpea la cubierta, esquivando la cabeza de David por muy poco. De entre las sombras, con una fuerza brutal, salen los cazadores tirando de las cuerdas. La barca se dirige hacia la orilla a una velocidad preocupante.

—¡Sissy, corta la cuerda!

Pero no me oye. Intenta sacar el otro gancho, que está aún mejor clavado que el primero, y no lo consigue. Le alcanzo el cinturón, cojo una daga y, por la popa, me meto en el agua. Sin embargo, cuando toco el cable que presiona la barca, me da un vuelco el corazón. Está hecho de un material sintético que mi instinto me dice que es resistente a los cortes. Si utilizo este cuchillo tardaré un cuarto de hora. Intento bajarlo con la esperanza de soltar la barca, pero está tensado con firmeza.

Ahora la barca está a mitad de camino de la orilla, lo suficientemente cerca para poder ver a un cazador. Desde dentro del río, siseando y con el agua a la altura de los tobillos, lanza un objeto. Un rezón sale disparado hacia el cielo oscuro.

—¡Cuidado! —grito.

Ben está concentrado en soltar el primer gancho. No ve el que se dirige volando hacia su cabeza. Epap, que sigue protegiéndose las costillas, salta, y se lleva a Ben justo antes de que el garfio destroce el punto exacto donde el niño estaba arrodillado. Caen los dos al suelo, delante de la cabina, y el cuerpo de Epap golpea la cubierta. Le han dado. Veo que le han hecho un tajo en la cara, donde le debe de haber alcanzado el rezón. Tiene mala pinta y sangra. Los cazadores gritan extasiados.

La cuerda le cae a Epap justo encima y yo me abalanzo sobre él, apartándolo a un lado bruscamente antes de que se tense y lo clave a la cubierta o, peor aún, le corte un miembro. Ahora nos persiguen tres cables con gancho, y la fuerza es tal que la eslora se eleva unos treinta centímetros por encima del agua. Inclinada, la barca se acerca cada vez más rápidamente hacia la orilla, como si tuviera un motor lateral. Sissy intenta cortar una de las cuerdas, pero desiste. Están hechas del mismo material sintético que la del rezón. Está concentrada, observando, y en cuestión de segundos realiza un centenar de cálculos, considera y descarta decenas de opciones hasta que sólo le queda una. Agarra a David y a Jacob y los empuja a la cabina, donde Ben y yo estamos tirados. Epap sigue abatido y respira agitado.

—Escuchadme —dice Sissy. El agua le gotea por la cara—. Voy a nadar hasta la orilla. Me lanzaré por este lado de la cabina y bucearé para que no me vean. Mientras tanto, distraedlos. Seguid intentando sacar los rezones.

—¡Sissy, no! —grita Ben.

—Es la única baza que nos queda.

—Tiene que haber otra salida…

Entonces coge a Ben del brazo con tanta fuerza que lo hace estremecer.

—No la hay.

—Entonces déjame ir a mí —pido—. Soy buen nadador, lo puedo lograr.

—No —responde mientras enfunda la daga en el cinturón.

—Pues vayamos los dos —insisto, al tiempo que le arrebato el arma.

—No —me dice mientras me arranca el puñal de la mano. Vuelve a ponerlo en el cinturón.

—Sissy…

Me lanza una mirada feroz que refleja rabia y asombro. Mantiene la vista en mí un poco más de lo necesario. «No dejéis que Gene muera», susurra finalmente; así, pasa zumbando a mi lado, y se lanza al río con un simple chapuzón. David empieza a llorar. Lo agarro, junto con Jacob y con Ben. Sé que los tres se necesitarán.

—Escuchadme, chicos —les digo, con toda la convicción que logro reunir—. Sissy os ha encomendado una tarea. Sacad esos malditos rezones de la barca. Usad vuestras camisetas. Nada de contacto con la piel. ¿Entendido?

Jacob asiente, y cojo la cara de David entre mis manos. Su piel es muy fina. No está hecho para un mundo como éste. Le transmito coraje con la mirada. Él asiente.

—¡Vamos! —los animo, y los empujo hacia la cubierta. Cada uno sale corriendo hacia un gancho. Después, salto de la barca y me tiro al río.

***

Líquido negro y frío. La corriente me azota río abajo. Lucho contra ella, oponiendo resistencia a los remolinos que casi me hacen dar la vuelta. Si eso ocurriera, me desorientaría sin remedio. Doy fuertes brazadas. He renunciado a nadar con estilo, sólo quiero ir hacia delante antes de que los pulmones no den más de sí. Como una bofetada, la orilla se me viene encima. Las rocas puntiagudas me cortan las manos y me golpean los dedos. Salgo a la superficie con el peso de la ropa mojada. Me impulso hacia delante, y me incorporo. Veo la barca. Está más lejos de lo que pensaba. La corriente me ha arrastrado casi cincuenta metros río abajo. Un fluido caliente me cae por la mano. Antes de verlo, ya sé qué es: la sangre que me sale de las heridas. Estallan los aullidos, tan agudos que pueden hacer añicos las estrellas y hacer temblar la luna. Huelen mi sangre. De repente, las tres cuerdas con rezones quedan sueltas y, de un zambombazo, el lado inclinado de la barca vuelve al agua. Las han soltado los cazadores. Vienen a por mí.

—Sissy, ¿dónde estás?

—Aquí, rápido.

Está junto a una pila de objetos que han dejado en el suelo. Más cuerdas, rezones y un arpón cargado. Deben de haber dejado aquí este equipamiento adicional, por si acaso. Si nos librábamos de la primera trampa, sólo tendrían que venir y ponernos otra.

—Se acercan, Sissy.

—Ya lo sé.

Cojo el arpón. O eso intento. Pesa una tonelada. No podré llevarlo, y menos aún usarlo. No, si lo hago solo.

—Sissy, ayúdame. Podemos levantarlo juntos.

Ella no responde. Miro y ya no está. Se oyen más aullidos en mi dirección, desconcertantemente cerca. Corro hacia lo alto de la colina, y desde allí veo a Sissy, pequeña bajo la luz de la luna, a medio camino. Su mano blanca empuña una daga. Dos cazadores corren hacia ella. Tantas horas de ejercicio anaeróbico han quemado toda su grasa corporal. Las costillas les sobresalen del pecho, y la piel membranosa se les agita en los esqueletos como si se tratara de ropa tendida al viento. Al tercer cazador no se le ve por ningún lado.

Sissy permanece inmóvil. Están a veinte segundos de distancia, y ella espera el momento, intenta encontrar el mejor ángulo para lanzar las dagas. Sin embargo, no los comprende como yo, que conozco sus tácticas.

—Sissy —digo mientras me acerco corriendo en su dirección—. Lánzalas ahora.

—No —susurra—. Están demasiado lejos.

—No tardarán en dividirse. Uno irá a la izquierda, el otro a la derecha, y se acercarán a nosotros desde lados opuestos. Para desorientarte. Para atacar por sorpresa. Estarás apuntando a uno pero tendrás al otro a tu espalda. ¡Ahora!

Me hace caso. De golpe, lanza una daga en dirección este, a los cazadores que se acercan. Mientras continúan corriendo, vuelven la cabeza para ver rotar la cuchilla. Siguen con la vista el arco que describe primero hacia el río y después hacia ellos. En el último momento, mientras avanza sobre ellos, saltan por encima. Se dan la vuelta para mirarnos, y emiten un chillido victorioso. Lo saben. Les han hablado de las dagas de Sissy. Pero hay una cosa con la que no contaban: que ése no es el único puñal que surca el aire. Mientras siguen con la mirada la trayectoria de la primera daga, ya ha lanzado la segunda. Uno de los cazadores se tira a un lado, como si una correa invisible de repente se hubiera tensado. La segunda daga le ha perforado el cuello: su piel fundida ofrece poca resistencia, y la cuchilla penetra hasta que topa con la empuñadura. Tumbado boca arriba, el cazador agita brazos y piernas en el aire, como una tortuga con el caparazón en el suelo. Se esfuerza por ponerse en pie, pero no puede. La cuchilla le ha atravesado la tráquea.

El otro cazador deja escapar un grito. No es de miedo, ni tampoco de pena por la pérdida de su compañero, sino de regocijo. Ahora tendrá más ración de hepers. Se acerca a Sissy salivando y con un tambaleo frenético. Ella se palpa el cinturón. Sólo le quedan tres dagas. Lanza la primera a la derecha. Todas las miradas, incluidas las del agresor, siguen la trayectoria, pero la chica nos ha engañado. Sigue con el cuchillo en la mano. Por poco tiempo. Trazando un arco de bumerán lo ha tirado en dirección contraria a la del tiro falso. Aun así no se detiene a contemplar sus piruetas. Dispara la otra daga a los ojos del cazador. Ahora hay dos cuchillos volando hacia el depredador, que ha vuelto la cabeza en un intento de localizar el recorrido del puñal que nunca llegó a lanzarse. No tiene ni idea. Será un golpe doble en toda regla.

Sin embargo, esta vez hay algo que nosotros no sabemos, pero él sí. Sabía desde el primer momento que el primer lanzamiento era fingido. En el último momento, se tira al suelo y se desliza hacia un lado. Las dos cuchillas chocan entre sí justo encima de su cabeza y se forma una explosión de chispas. Al ver el destello de luz, emite un chirrido. Pero ése es todo el dolor que siente. E incluso así, ya está en pie con la mirada clavada en nosotros. Levanta la muñeca y la zarandea. Parece que sus ojos bailen de júbilo.

Ya sólo queda una daga. El cazador arremete contra nosotros. Se encuentra apenas a unos pocos segundos. Sissy echa el brazo atrás, lista para lanzar, pero entonces comete un error extraño. Fatal. El cuchillo se le escurre y sale volando por detrás de nosotros hacia el cielo. Él grita de alegría. Es lo más parecido a una risa que les he oído emitir nunca: un sonido obsceno y perverso. Mi compañera se da la vuelta mientras la daga vuela. Se mueve deliberadamente, con decisión, como si cada microsegundo que ha pasado y que pasará formara parte de un plan coordinado. La daga es fácil de encontrar. En la circunferencia de la luna llena, veo perfectamente su silueta. Pero no soy el único. El cazador levanta la cabeza y observa la trayectoria con afán. El brillo de la luna le pilla por sorpresa y le da en toda la cara. Entonces entrecierra los ojos en un grito. Se ha quedado ciego por un instante. Y ahora comprendo. La daga alcanza su ápice, y acto seguido vuelve como un bumerán en diagonal hacia nosotros. Justo hacia mi cara. Sissy salta en el aire y atrapa la cuchilla. En el mismo movimiento, le lanza el puñal a nuestro acosador. Me pasa a pocos centímetros de la cabeza. Los ojos del cazador siguen cerrados. No lo ve venir. Al final termina clavándosele en la cabeza, justo en la sien. La herida es profunda, y le provoca daños en el cráneo y en las órbitas oculares. De los párpados cerrados le borbotea un líquido. Atormentado por los espasmos, cae al suelo. Intenta quitarse la daga, pero preso del pánico termina haciéndose aún más daño. Mueve los brazos con desenfreno y da patadas a la hierba.

Después de aterrizar, Sissy se queda medio agachada. Le pongo las manos sobre los brazos. Los tríceps, finos pero tonificados, le tiemblan. Me da la sensación de que son los más valientes que he tocado nunca.

—Vamos, te ayudaré.

—Aún queda otro. —Pone la espalda recta, primero apoyándose en mí, y después sale corriendo.

—¡Sissy! ¿Adónde vas?

Se desplaza unos cincuenta metros, y se agacha a recoger dos dagas. Las enfunda con toda rapidez y vuelve a salir a la carrera mientras mira a los cazadores que gruñen en el suelo debido a los puñales que les sobresalen. Quiere recuperarlos, pero prefiere no tentar a la suerte. De una roca situada a nuestra izquierda sale un aullido siniestro: es el tercer cazador, que está en cuclillas bajo la luz de la luna. Nos ha estado observando en silencio durante todo este tiempo, estudiándonos y aprendiendo nuestras tácticas. Sissy retrocede hasta colocarse a mi lado.

—Éste es distinto. Es más peligroso.

Baja de la roca como un felino, y se desplaza por la superficie porosa con las garras. Entonces la reconozco. Es Crimson Lips. Una de las cazadoras del sorteo. Tiene la cara desfigurada, como si la viera tras un cristal glaseado; sus habituales labios rojos están estirados hacia atrás, mezclados con las mejillas. Aun así, con un cuerpo de la textura de unas gachas de avena y plástico fundido, se mueve con una gracia y una fluidez salvaje y sexual.

—Colócate detrás de mí —susurra Sissy—. La eliminaré con los puñales.

—No funcionará. Con ésta no. Nos ha estado observando. Ya conoce todos nuestros trucos.

Sissy empuña las dagas una y otra vez.

—Tú sigue caminando hacia atrás —le susurro—. Tengo un plan.

Crimson Lips salta de la roca, y empieza a moverse hacia nosotros agazapada. Se arrastra a cámara lenta. Mueve brazos y piernas como en un tándem paralelo: la pierna izquierda con el brazo izquierdo, la pierna derecha con el brazo derecho; coloca las piernas justo en el lugar donde acaba de poner los brazos.

—¿Qué plan tienes? —me pregunta.

—El arpón.

Sissy niega con la cabeza.

—Es demasiado pesado.

—No si lo levantamos. ¡Ahora! —grito mientras salgo corriendo hacia la pila de material que he visto antes. Sissy copia mis movimientos. Nos colocamos uno a cada lado; la hierba mojada nos permite deslizamos con facilidad. Crimson Lips salta hacia nosotros.

—¡Ayúdame! —Sissy levanta el arpón por su lado. Yo hago lo mismo del otro, y juntos lo alzamos. Pesa como tres hombres robustos. Voy a poner dos dedos en el gatillo. Sissy ya lo ha hecho, así que coloco los míos encima.

Al ver el arpón, Crimson Lips derrapa.

—¡Muy bien! ¡Atrás! —grita Sissy.

La cazadora ladea la cabeza. Se precipita a un lado, y después viene como un torpedo hacia nosotros con un grito que nos destroza los oídos. Apretamos el gatillo. Necesitamos que la combinación que forman nuestros cuatro dedos tenga la mayor fuerza posible. El arpón se tensa, y después, cuando sale disparado el proyectil, se parte con violencia. No es que nuestra puntería sea perfecta, pero no está mal. Crimson Lips levanta la mano en un inútil acto reflejo para intentar bloquearnos, pero la afilada punta de lanza se adentra en sus dedos. Veo dos muñones (los dedos índice y medio) volando por los aires mientras la flecha le atraviesa el hombro izquierdo. Da vueltas y cae al suelo. Su grito es espeluznante.

—¡Venga! ¡Vámonos! —grita Sissy mientras me coge de la mano y me arrastra hacia ella. Trazamos un gran arco alrededor de Crimson Lips, quien se retuerce al intentar sacarse la lanza. Sin éxito. Abatida y débil, hace muecas de dolor. Entonces nuestras miradas se encuentran.

—¿Tu designación es«Gene»? —me pregunta.

Me quedo helado. Oír mi nombre de su boca me provoca escalofríos.

—Ésa es la palabra que no dejaba de repetir.

—¿Quién? —pregunto mientras retrocedo en su dirección. Aunque ya sé la respuesta.

—Más cerca —me invita, con una voz cada vez más áspera—. Acércate más, Gene.

Sissy me tira del brazo.

—¡No, Gene! Sólo intenta hacernos perder el tiempo. Puede que haya más en camino.

La mirada de Crimson Lips se clava en la mía.

—La chica a la que abandonaste en el Instituto de Hepers —contesta mientras ladea la cabeza—. Cuando todo terminó, no dejaba de murmurar: «Gene, Gene, Gene».

Me quedo pálido. «Cuando todo terminó.» Tengo que pestañear: la Tierra gira sobre su eje… Sissy me da una bofetada.

—¡Tenemos que irnos! ¡Ahora!

Y me tira del brazo. Me fuerza a correr con ella. Los gritos de Crimson Lips nos siguen hasta la barca. Los chicos han logrado sacar los tres rezones, pero la embarcación sigue atrapada por la cuerda del arpón. Seguimos la soga y localizamos la pistola, que está anclada entre dos rocas.

—¡Ayúdame, Gene! Eh, despierta, ¿qué te pasa? —Empieza a darle patadas de lado al arpón, con la esperanza de poder tumbarlo entre las rocas.

Desde la cubierta de la barca, David nos avisa:

—¡Vuelve la cazadora!

Ese es todo el incentivo que Sissy necesita. Da una fuerte patada y logra que el arpón pase de estar en posición horizontal a vertical. Desaparece por el agujero. Entonces saltamos al río y nadamos hacia la barca. El aguijón que supone el agua fría me saca de mi aturdimiento, y me pongo a nadar con más furia. Los chicos nos ayudan a subir y nos desplomamos sobre la cubierta, incapaces de hacer nada más que mirar las estrellas que tenemos encima. Están tan inmóviles que apenas parece que nos movamos. Si sé que nos desplazamos es porque los gritos de la cazadora suenan cada vez más apagados. De repente, Epap se pone a gruñir. Los chicos corren hacia él, pero yo los aparto antes de que se acerquen.

—¡Apartaos! ¡No lo toquéis! —les advierto.

—¿Qué ocurre? —pregunta Sissy.

—Puede que esté infectado. Quizá se esté convirtiendo.

A juzgar por sus expresiones, veo que no tienen ni idea de qué hablo.

—Uno de los rezones le ha dado en la cabeza. Estaban cubiertos de saliva.

Coloco al chico con cuidado sobre la cubierta y empiezo a comprobar sus órganos vitales.

—Basta que te haya tocado una mísera gota de saliva para que te conviertas. Y si eso sucede, te transformarás. Pasarás a ser uno de ellos.

Las miradas nerviosas del grupo se centran en Epap. Él, aterrorizado, me mira a mí.

—No habéis oído hablar de las conversiones porque no son demasiado habituales. La mayor parte del tiempo no sobrevivimos a los ataques, porque se limitan a devorarnos.

—¿Cuánto dura ese… ese proceso de transformación? —pregunta Sissy preocupada.

—Es rápido. Puede tardar entre un par de minutos y varias horas. Depende de cuánta saliva se haya transmitido. También depende de si la infección ha sido provocada por una persona o por más, en cuyo caso el proceso se acelera. —Le examino la piel buscando cortes o heridas—. Creo que no te pasará nada, Epap. No muestras ningún síntoma. Siempre aparecen de inmediato, apenas un minuto después de la infección.

—¿Como cuáles? —me pregunta nervioso.

—Piel fría, temblores, sudor abundante y ritmo cardíaco rápido. Pero estás bien. Has tenido suerte.

Ben se lanza sobre él y lo abraza.

—Apártate de mí —le dice mientras se incorpora—. Aún no tenemos la certeza de que esté a salvo.

—Estás bien —le aseguro. Entonces todos se abalanzan sobre él y lo tumban. En medio del barullo, veo que Epap esboza una sonrisa. De repente un brazo sale del embrollo (¿el de Jacob?) y me agarra la mano. Antes de que me dé cuenta, me arrastran y me encuentro entre sollozos de alivio.