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Cuando iba a segundo de primaria, la noche en la que casi me comen vivo, estaba solo en una esquina de la cafetería. Era demasiado temprano para comer, y una de las razones principales por las que sobreviví esa noche debió de ser lo relativamente vacío que estaba el lugar. Con motivo de la celebración del cumpleaños del gobernante, se servían unos filetes sintéticos especiales particularmente sangrientos y con textura de carne. Todo el mundo comía con entusiasmo, clavaban los dientes y la sangre les caía por la barbilla hasta llegar a las copas de goteo.

Le di un mordisco a la carne artificial y sentí el flujo de la sangre como el agua en una esponja. Era difícil hacerle caso omiso al fuerte sabor a caza. Hacía tiempo que había superado las arcadas reflejas que me provocaban las carnes sintéticas, pero el nuevo filete conmemorativo era especialmente repugnante. Respiré hondo, manteniendo el control, y prestando atención a no abrir demasiado las fosas nasales. Cerré los ojos para fingir placer, y volví a morder el trozo de carne. Noté un pinchazo en la encía superior que casi me hizo estremecer. Hice una pausa, y seguí con la dentadura hundida en la carne. La sangre se me acumulaba en la cavidad oral. Dejé que se me saliera. Por la barbilla. Hasta la copa de goteo. Mordí de nuevo. Y entonces el dolor fue como una especie de estallido que se me propagó por el cráneo. Tuve que esforzarme al máximo por ahogar un grito. Los dientes seguían clavados en la carne. Mantuve los ojos cerrados, como en éxtasis, anhelando que las lágrimas se disiparan detrás de los párpados.

Y entonces, tras la oscura cortina de mis ojos cerrados, oí por primera vez la explosión de silbidos y cuellos que crujían. El volumen del sonido iba en aumento y llegaba desde las cuatro esquinas de la cafetería. Esperé durante unos cuantos segundos agónicos hasta que estuve seguro de que se me habían secado los ojos y podía abrirlos. Los estudiantes tenían tics, de pura excitación; la saliva se les mezclaba con la sangre que les caía por la barbilla. Algunos arremetían contra sus filetes con renovado fervor, con la creencia errónea de que el aroma embriagador procedía de la carne que tenían en sus manos. Otros, los mayores, alzaban la nariz para olfatear. Detectaban algo completamente distinto.

Di otro mordisco, sin acabar de entender qué pasaba. Al fin y al cabo, tan sólo iba a segundo. Era un niño, un canijo. De nuevo, la punzada en las encías. La sangre salía y se me acumulaba en la boca. Pero tenía algo distinto: era caliente. No lo podía comprender. La expulsé de la boca, y cuando me caía por la barbilla noté que el calor era más intenso. Entonces, de manera casi instantánea, todos los presentes en la cafetería dejaron de comer. Altos e inquisitivos, estallaron los silbidos. Algunos alumnos saltaban de sus sillas, y les crujía el cuello por instinto.

Me pasé la lengua por la dentadura superior, empezando por los dientes de atrás, uno por uno. Repasé todas las hendiduras, las puntas de los colmillos falsos que me ponía todas las noches. En los dos incisivos superiores, la lengua me resbaló, y entonces… Justo en ese lugar había un hueco. Se me habían caído. Me levanté. Media cafetería ya estaba de pie o acuclillada en las sillas. Hasta el personal de cocina, que estaba al otro lado de la sala, había dejado de trabajar. Sólo los de la mesa de alumnos de la guardería, que creyeron por error que el olor provenía del sucedáneo, siguieron comiendo con ojos desorbitados y masticando ruidosamente.

Tomé la copa de goteo. Fingí que bebía. Sin embargo, cerré bien los labios para que quedaran bien sellados. Dejé que el contenido se me derramara por la barbilla, por el cuello, hasta llegar a la ropa para que ocultara todo lo posible la sangre de heper. Dejé la copa y empecé a caminar despreocupado, poco a poco, hacia la salida. Cuando noté que todas las miradas se clavaban en mí, me agaché a atarme los zapatos. Fingía tener todo el tiempo del mundo y ninguna preocupación. Paso a paso, salí succionando el agujero que tenía en la dentadura, aspirando mi propia sangre por la garganta con el objetivo de que no se me escapara ni una gota de la boca. Tragué sin parar. Me obligué a caminar por el pasillo. Tomé la determinación de no llorar. Estuve a punto de perder el control de la vejiga, y eso sí que habría significado mi fin. Sin embargo, mantuve el dominio de la situación. Tenía siete años, y apretaba los ojos, y contraía la vejiga y la cara. Rechazaba el miedo y las emociones que pudieran delatar la menor señal en mi expresión. Mi padre me había enseñado bien.

El aula estaba vacía. Todo el mundo estaba comiendo. Después de cerrar la puerta, estuve a punto de flaquear, de ceder al pánico, y de permitir que se colaran las lágrimas, la sangre y la orina como en un diluvio de rendición y de miedo, pero logré recomponerme y levanté la pantalla del escritorio. Mientras tragaba sangre, asegurándome de que ni una gota me traspasara los labios, escribí la dirección de correo electrónico de mi padre. Al apretar cada tecla, me temblaban los dedos. Se trataba de un mensaje sencillo, el que me había enseñado que debía usar en situaciones de emergencia. Un correo en blanco. Sin mensaje. Sólo podía significar una cosa. Le di a «Enviar» y después cogí mi mochila. Salí del aula, y oí que el alboroto iba en aumento en la cafetería. Tragué y tragué, y esperé que con eso bastara. Mi padre recibiría el correo en ese momento y sabía que, fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo, no importaba lo ocupado que pudiera estar en el rascacielos de cristal, lo dejaría todo. Al momento. Y acudiría a mi encuentro.

Una vez en el exterior me obligué a caminar poco a poco, como si tan sólo estuviera paseando. Evité la puerta principal, donde el tráfico era denso. Pasé el campo de fútbol, y el de béisbol, y entonces salí a la calle. En plena noche, al pasar por mi lado, unos cuantos paseantes volvieron la cabeza hacia mí. Hacían tics con la nariz, pero yo seguí tragando. Mis ojos aterrorizados y llenos de lágrimas quedaban ocultos tras las gafas de sol. Sólo cuando llegué a casa, media hora después, sólo después de cerrar la puerta y bajar las persianas, me dejé caer de rodillas ya sin fuerza ni voluntad. Me acurruqué y me abracé las piernas porque eran mi único consuelo. Me imaginé que eran las de otra persona de sangre caliente que me consolaba. Y así fue como me encontró mi padre quince minutos después, cuando cerró la puerta tras entrar en casa a toda prisa. Con sus fuertes brazos, acercó mi cuerpo tembloroso al suyo, y me arrastró hacia el calor. No dijo nada mientras sollozaba sobre su camisa y se la mojaba. Se limitaba a pasarme la mano por el pelo y me decía que estuviera tranquilo, que lo había hecho bien, que estaba orgulloso de mí, que era un buen chico.

Sin embargo, horas más tarde, tuvo que dejarme. Después de ponerse la luna y salir el sol, abrió la puerta de casa y salió a las calles vacías e iluminadas. Hacia mi colegio. Por mi diente. Tenía que encontrarlo. Si aparecía en algún rincón escondido de la cafetería, o al lado de la pata de una mesa, las sospechas, que ya empezaban a nacer y por lo tanto era probable que murieran como pasaba con todos los rumores sobre hepers, se confirmarían. Y si eso ocurría, no tardarían en atar cabos, e irían a por mí en cuestión de minutos, de segundos. Saldrían a la carrera en mi persecución, y se me comerían vivo. No obstante, cuando mi padre regresó horas más tarde, poco antes de que anocheciera, volvió con las manos vacías. No había podido encontrar el diente. Estaba agotado, y en su expresión se notaba que luchaba contra el miedo. Aun así me dijo que no me preocupara. Quizá simplemente me lo había tragado y me había deshecho de él sin peligro en mi interior. Entonces empecé a llorar. Pensé que no pasaría nada, estaba en casa y antes me lo había permitido. Pero me regañó. «Basta de llorar. Basta de lágrimas. Ahora debes ir al colegio, porque llamarías la atención si faltaras.» Logré parar, pero no pude dominar el temblor que me sacudía por dentro. Pensé que volvería a reñirme, y sin embargo me estrechó y me abrazó fuerte, como si quisiera absorber las vibraciones de mi cuerpo. Me sentí a salvo entre sus brazos.

—Ojalá nos convirtiéramos —le dije mientras me abrazaba. De inmediato se puso rígido. Yo continué—: ¿Por qué no lo hacemos, papá? Estoy harto de fingir y esconderme siempre. ¿Por qué no nos convertimos y ya está? Sería sencillo, podría encontrar la manera de traer a casa un poco de su saliva. —De repente estaba tan inmerso en mis propias palabras que no advertí la irritación en su cara—. Lo único que tendríamos que hacer es aplicarla en un pequeño corte o sobre la piel. Y entonces todo terminaría, todo esto de esconderse y fingir. Podemos ser normales, igual que los demás. Podríamos hacerlo juntos, papá.

—¡No! —gritó, y la negativa sonó como si me la incrustara en el cerebro. Su eco no dejaría de resonar jamás—. No. —Me cogió la cara con sus grandes manos para nivelar las miradas—. No vuelvas a decir nunca algo así. No vuelvas a pensarlo nunca. Nunca más.

Asentí, más por miedo que por haberlo comprendido.

—No te olvides nunca de quién eres, Gene. —Sus manos cada vez me apretaban más. No creo que fuera consciente de la fuerza con la que me agarraba—. Eres perfecto así. Vales más que toda la gente que hay fuera.

Después siguió diciendo más cosas. Me hacía promesas y me juraba que no me abandonaría nunca. Al final su voz se fue volviendo más dulce. Su timbre me daba sosiego, me recorría el cuerpo hasta que se mezcló con el ADN de mis moléculas. Me abrazó fuerte hasta que me calmé.

El diente no apareció. Lo más seguro es que me lo hubiera tragado. Aun así, durante semanas, meses e incluso años después, viví con el miedo constante a que el diente amarillo estuviera a punto de ser descubierto en algún lugar, en alguna ranura o agujero olvidados. Como la tortura de mi propia existencia: rechazada y oculta hasta que por fin saliera a la luz. Y, sin embargo, aunque vivía en una pequeña grieta entre dos mundos, en los brazos de mi padre encontré un universo que me consolaba, grande e imponente como el amor. Ese día hice una promesa que interioricé tan a la perfección que me olvidé de haberla hecho de manera consciente hasta que una década después, al ir en barca por el río y ver mi nombre grabado en la lápida de piedra, volví a recordarla y a renovarla. Mi padre era mi mundo y, si él desaparecía, lo buscaría hasta los confines de la fracturada tierra.