2

Nos hemos sentado en la cabina, agrupados, para intentar protegernos de la lluvia. La ropa empapada se nos pega como piel correosa a los cuerpos delgados y los estómagos cóncavos. De vez en cuando, empujado por la incoherencia del hambre, alguien abre la bolsa de comida y, una vez más, se la encuentra vacía. Ya hace rato que devoramos las bayas y la carne carbonizada de perro de las praderas. El caudal del río ha aumentado debido a las intensas lluvias. Ahora hacemos turnos más cortos para manejar la barca, ya que las fuerzas disminuyen a pasos agigantados. A primera hora de la tarde, Sissy y yo trabajamos juntos. Dos horas después estamos molidos y nos desplomamos en la cabina mientras Epap y Jacob nos relevan. Estoy agotado, pero soy incapaz de dormir. El viento sopla a ráfagas por el río, agitando la superficie ya salpicada por la tormenta. Me froto la cara para intentar calentarme las mejillas. En el otro lado de la cabina, Sissy está acurrucada de costado, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre las manos. Su rostro, relajado mientras duerme, tiene un aspecto dulce y se ve su contorno dibujado.

—Llevas unos cuantos minutos mirándome —susurra sin abrir los ojos. Me sobresalto. Sus labios esbozan una ligera sonrisa—. La próxima vez, despiértame. Con esa mirada hasta podrías fundir paredes de acero.

Me rasco las muñecas. Ella abre los ojos y se sienta. Su espesa melena castaña le cae por la cara, enredada como la manta con la que arropa a Ben, quien ronca a su lado. Bosteza, estira los brazos por encima y arquea la espalda. Al girar la cabeza, el cuello le cruje de manera sonora. Rodea la reserva de palos que hemos subido a bordo y se deja caer a mi lado.

—La corriente es fuerte, quizá demasiado. Estoy preocupado —confieso.

—No, eso es bueno. Significa que hay más separación entre ellos y nosotros.

Han pasado pocos días desde que nos escapamos del Instituto de Hepers. Nos perseguía una muchedumbre hambrienta de carne. Centenares que salieron a raudales del edificio, invitados al banquete e impelidos por la sed de sangre. Nosotros seis no teníamos prácticamente ninguna posibilidad de sobrevivir contra esa horda. Nuestra única y frágil esperanza recaía tan sólo en el diario del científico, un cuaderno críptico que sugería una fuga en barca por el río. Tuvimos la suerte de encontrar el primero; el hallazgo del barco fue casi un milagro. No obstante, seguimos sin saber el motivo por el que el científico nos ha guiado a este río.

—También quiere decir que media menos distancia entre él y nosotros —añade como si me hubiera leído el pensamiento. Me mira fijamente con sus ojos dulces y cómplices. Aparto la vista. Ayer, cuando me encontré por casualidad con el retrato de mi padre que había dibujado Epap, pude ver su rostro por primera vez después de muchos años: los ojos hundidos, el mentón bien definido, los labios finos, y la expresión imperturbable que, incluso en un dibujo, apuntaba una tristeza y una gentileza aún más grandes. Ahora pienso en los secretos que habrá guardado en la mirada, en el plan que nunca pronunciaron sus labios. Aquel último día mi padre había entrado en casa corriendo; sudaba de modo desmesurado, y su palidez era mortal. Le vi la doble perforación en el cuello. Había llegado muy lejos para fingir su conversión. Cuando se fue, poco antes del amanecer, pensé que corría hacia la muerte para salvarme… cuando, en realidad, lo que hacía era correr hacia su libertad y me estaba matando.

Cojo dos ramitas de la reserva de palos y empiezo a frotar una contra la otra como si estuviera afilando cuchillos.

—Crees que dejó la barca para que la encontrarais, ¿no? —le pregunto—. Que planeó toda esta escapada complicada para vosotros. ¿Quieres que te diga lo que pienso? La barca no era para vosotros. Era única y exclusivamente para él. Era su vehículo para poder escapar. Lo que pasa es que no fue tan listo como para encontrarla. O quizá la construyó él mismo, pero lo atraparon antes de que pudiera escapar.

Sissy mira primero las ramas, y después a mí.

—Te equivocas. El científico nos prometió, casi a diario, que un día nos sacaría del Domo. Hablaba de un lugar maravilloso donde no existen ni el peligro ni el miedo, y donde hay seguridad, calor y una cantidad innumerable de humanos. La Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol. Así lo llamaba. A veces lo describía como la tierra prometida. Siempre que hablaba de escapar, se refería a «nuestra» huida.

—Una promesa muy ambiciosa.

Ella aprieta los labios.

—Sí, pero era lo que necesitábamos. Debes comprender que todos nosotros nacimos en el Domo. Para serte sincera, pensábamos que terminaríamos muriendo allí después de una larga y desgraciada vida en cautiverio. Arrastrábamos una existencia infeliz. El científico apareció de la nada. Con tan sólo esta promesa, nos cambió la perspectiva y nuestra razón de ser. Dibujó un futuro. Los chicos, sobre todo Jacob, se transformaron. Eso es lo que tiene la esperanza. —Sonríe—. Ni siquiera sabemos cómo son ni la leche ni la miel.

—Pusisteis mucha fe en la promesa de un hombre.

Me mira.

—No lo conoces como nosotros.

Casi me estremezco con sus palabras. Me duelen, pero logro controlarme. Toda una vida de entrenamiento te convierte en un experto en esconder emociones.

—¿No quieres encontrarlo? —me pregunta—. ¿No tienes ni una pizca de curiosidad por saber adónde ha ido?

Dejo de mover los palos. Lo cierto es que no pienso en otra cosa. La luz de la luna reflejada en el río le motea el rostro. Entonces me mira a los ojos y susurra:

—Dime, Gene.

Me detengo. Sus palabras, «no lo conoces como nosotros», aún me reverberan en los oídos. La de cosas que le podría contar… Que el hombre a quien llaman «el científico» es el mismo a quien yo llamaba «padre»; que he vivido, he jugado, he charlado, he explorado la metrópolis con él, y que me ha contado cuentos. Yo sabía que cuando dormía su rostro curtido se suavizaba para revelar el de un niño pequeño, y que roncaba un poco, con su enorme pecho en forma de barril subiendo y bajando, subiendo y bajando, con las manos descansando en los costados. Que pasé con él más años que ellos, y que fueron más intensos. Que él me quería como un padre, y que la sangre tira. En cambio, me limito a frotar los palos con más fuerza.

—Llevas el peso del mundo a tus espaldas, Gene —me dice en voz baja.

Cruzo las piernas sin hablar.

—Los secretos —susurra— te comerán por dentro. —Luego se levanta y se va con los demás.

***

Más tarde deja de llover. El sol se filtra por una rendija entre las nubes y los chicos gritan de júbilo. Jacob declara que ahora todo es perfecto: tienen sol y velocidad. «¡Tomad, cazadores!», grita con el mayor descaro. Los demás hepers se ríen y lo animan. «¡Tomad! ¡Fastidiaos!» Sus risas se elevan hacia el cielo, cada vez más azul.

Sin embargo, yo no comparto su alegría. Cada centímetro que nos separamos de los cazadores representa otro centímetro más en el abismo que hay entre Ashley June y yo. Durante los últimos días se me ha aparecido sin previo aviso a través de los objetos más aleatorios: la forma de las nubes, o la silueta de las montañas del este, cada vez más cercanas. A cada segundo que pasa, cada onda de agua que superamos, siento que la soga que le rodea el cuello le aprieta más. El sentimiento de culpa me desespera. Ella está sola en el Instituto después de haberse sacrificado por mí. A la espera de mi regreso, de un rescate que soy incapaz de ejecutar. A estas alturas ya debe de saber que no voy a volver. Que le he fallado.

Los chicos gritan. El atolondramiento envuelve sus relucientes palabras. Chillan cosas sobre el científico, sobre la tierra prometida. Oigo que alguien se acerca corriendo sobre las tablas. Es Ben.

—¡Ven con nosotros a la cubierta, Gene! —me invita con una gran sonrisa—. Es más agradable estar al sol que en la cabina.

Me excuso con el pretexto de que tengo que protegerme de la luz.

—Venga, vamos —insiste, tirándome de los brazos.

Me aparto.

—No puedo, no estoy acostumbrado. Ya me estoy quemando ahora. No tengo la piel tan oscura como vosotros, los hep… —Casi ni logro contenerme.

Le cambia la cara. Después, en medio del resplandor del sol, se escabulle y me deja solo en la fría sombra de la húmeda cabina. Durante la siguiente hora, las columnas de sol perforan las nubes como dedos que transforman pequeños huecos en otros más grandes. La tierra se abre, los colores empapados se funden en el terreno. El verdor de los prados, el azul intenso del río. Durante toda la tarde oigo sus voces colándose por las grietas de las paredes de la cabina. Aunque se encuentran en la misma barca, los siento como si estuvieran a miles de kilómetros. El sol no deja de quemar, como si su textura brumosa fueran granos de sal cayendo en las heridas abiertas de mí conciencia.

Última hora de la tarde. Como perros al sol, los chicos están tumbados por la cubierta, acaparando los rayos mientras duermen una siesta. Sin energía, sus estómagos hundidos rugen hasta cuando duermen. Me vuelve a tocar el turno en la popa. Me empapo del sonido del agua al chocar contra las tablas de madera: un ruido rítmico y hueco que me resulta extrañamente reconfortante. El vaivén de la barca me invita a la somnolencia.

Epap está despierto. Encorvado, garabateando, completamente inmerso en un dibujo. La curiosidad me puede y me acerco sin que se dé cuenta. Se trata de una imagen de Sissy. En el esbozo, ella se encuentra de pie sobre una roca, al borde de una cascada, con un brazo en alto, tan fino como largo es el horizonte, y mirando al infinito. La catarata centellea como si estuviese engalanada con miles de rubíes y diamantes. Lleva un vestido largo de seda sin mangas; tiene más pecho y la cintura más fina que en la realidad. Hay alguien detrás. Me cuesta un poco darme cuenta de quién se supone que es. Epap lleva una camiseta que le marca los músculos, tiene unos brazos fuertes, y en sus abdominales de tableta de chocolate se refleja la luz de la luna. Con una mano sujeta a Sissy de la cintura, y desliza la otra más abajo, sobre el muslo derecho de la chica, con una ternura recargada. Ella lo coge de la nuca apasionadamente, con los dedos entrelazados en los mechones de su pelo ondulado.

—Vaya, eso sí que es tener imaginación —observo.

—¡Qué…! —exclama mientras cierra de golpe el bloc de dibujo—. ¡Serás fisgón!

—¿Qué pasa? —murmura Sissy mientras entreabre los ojos.

—Tranquilo —lo calmo—. Cuando termines con tus…, ejem…, dibujos, ¿te importaría ayudarme? Hay más corriente.

Me dirijo a la proa inclinando el timón hasta que, poco a poco, la barca se endereza sola. En el interior de la cabina, Epap se queja por algo. Quien viene a echarme una mano un rato después no es él, sino David. «Vaya», musita. Coge la otra vara.

—Vamos muy rápido.

Epap habla con Sissy en la popa extendiendo los brazos para no perder el equilibrio. Como única respuesta, ella niega con la cabeza y señala el cielo todavía encapotado aunque con franjas de sol. Epap se acerca más a ella mientras mueve las manos con excitación. Siguen hablando acaloradamente, pero debido al rugido del río no logro oír ni una palabra. Voy hacia ellos.

—… río —oigo que le dice a Sissy.

—¿De qué habláis? —pregunto mientras me acerco—. ¿Qué pasa con el Río?

Epap me mira mal.

—Nada.

Miro a Sissy.

—¿Qué pasa con el río?

—Está mojado —se burla Epap—. ¡Y ahora ocúpate de tus asuntos!

—Estáis pensando en atracar, ¿verdad? —le pregunto a Sissy—. Para buscar comida.

Ella no responde. Se limita a observar el agua apretando la mandíbula.

—Permitidme que os diga que os equivocáis. Es un error.

—Nadie te ha pedido tu opinión —corta Epap mientras se interpone entre la chica y yo.

—Bajarnos del barco sería un gran error, Sissy —vaticino, esquivando al chico. La espalda se le eriza del enfado—. ¿Es que no aprendimos nada anoche? Hay…

—¿Qué parte de «ocúpate de tus asuntos» no entiendes? —refunfuña—. Vete a preparar las cuerdas. Necesitaremos anclar la barca en cuanto hayamos atracado.

—¿Te has vuelto loco? Quieren comernos…

Epap gira la cabeza a toda velocidad. El puro desprecio le inunda los ojos.

—¿En serio? Has llegado a esa conclusión tú solito, ¿no?

—Escucha, puede que aún sigan ahí…

—No, ya no. ¿No sabes nada de los cazadores? Me sorprende lo poco que sabes si se tiene en cuenta que has vivido entre ellos toda tu vida. ¡Hola! El sol los abrasa. Y ahora está radiante.

—No hace tanto sol. Ellos son listos, improvisan, y disponen de tecnología y son muy resolutivos. Los subestimas.

—Lo único que hay fuera es comida —contesta Epap—. Hay animales corriendo por todos lados, es como un zoológico. Habré visto ya por lo menos tres perros de las praderas. Venga, déjanos la toma de decisiones a Sissy y a mí.

—Epap —dice ella, negando con la cabeza—. No sé, quizá sea demasiado arriesgado.

Protesta, dolido:

—Pero Sissy, no lo entiendo. Acabas de ponerte de acuerdo conmigo en lo de ir a buscar comida. —En su mirada se mezclan a partes iguales la confusión y la incredulidad—. Sabes el hambre que tenemos. Piensa en el pobre Ben.

—Por supuesto, pero seamos sensatos con esto, ¿vale?

—No, acababas de decir que sí. Que debíamos atracar e ir a cazar.

—Intento ser prudente…

—¿Es por él? —pregunta Epap mientras me señala con dedo acusador—. Sólo porque él dice que no debemos atracar, ¿de repente estás de acuerdo?

—Basta.

—¿Es por él?

—¡Epap! No digo que debamos alejarnos de la orilla para siempre, pero esperemos a que el cielo se despeje. Que el sol seque bien la tierra. Si tenemos que esperar hasta mañana, lo haremos. No nos vamos a morir por un día más que pasemos hambre. En cambio, puede que sí lo hagamos si bajamos de la barca temerariamente.

Epap le da la espalda. Exhala rabia como si fuera humo.

—¿Por qué te pones tan rápidamente de su lado? ¡No me puedo creer que estés de su parte!

—No me pongo del lado de nadie. Estoy de parte de la razón. De lo que es mejor para todos nosotros.

—¡Para ti es mejor! Quieres que él se forme una buena imagen de ti, y por eso te pones de su parte.

—De acuerdo, no pienso discutir más —concluye y se va.

Epap la mira furioso. Aún le queda rabia por quemar.

—¿Has visto lo que has hecho? —me acusa—. Te crees muy listo, ¿verdad? Te crees que eres un tipo duro. «Oh, miradme, he sobrevivido durante años viviendo entre ellos. Mirad cómo me pavoneo.» ¿Sabes? Para mí eres ridículo.

«No piques, vete», me digo a mí mismo.

—¿Querías ser uno de ellos? —continúa en voz baja—. ¿Te avergonzabas de ser quien eras?

Me paro en seco.

—Porque ya me he fijado en cómo nos miras. He visto el engreimiento en tu cara —revela, haciendo una mueca con los labios—. Nos desprecias. Te revienta tener que asociarte con nosotros. En el fondo, los admiras, ¿no? En el fondo, seguramente quieres ser uno de ellos.

—Epap, déjalo —le ruega Sissy. Se ha vuelto hacia nosotros y nos observa con atención.

—No tienes ni idea —le digo a Epap con voz firme.

—¿Perdona? —pregunta con una sonrisa estúpida.

—No tienes ni idea de lo que son. Si lo supieras, nunca habrías dicho semejante estupidez.

—¿Que no tengo ni idea? ¿De verdad? A ver, ¿en serio? ¿Que no tengo ni idea? —Me lanza una mirada furiosa cargada de escarnio—. Tú eres el que no tiene ni idea. Pero, por otra parte, ¿por qué ibas a saber nada? Te has estado codeando con ellos, has sido su amiguito toda tu vida. No has visto nunca cómo hacían jirones a tus padres. No los has visto nunca arrancarles las extremidades a tus hermanos justo delante de ti. No los conoces como nosotros.

—Los conozco mejor de lo que crees —le contesto con calma, controlando la voz, pero preparado para saltar al menor aviso—. Créeme. A ver, ¿qué sabéis vosotros? Yo estaba entre ellos mientras os hacían de niñeras adorables, os daban de comer, os vestían, os preparaban tartas de cumpleaños…

Él se me acerca y me señala con el dedo como si fuese una garra.

—¿Y tú por qué…?

Sissy le baja el brazo.

—¡Basta, Epap!

—¡Ya estás igual otra vez! —grita—. ¿Por qué siempre corres a ponerte de su parte? «Basta, Epap. Basta, Epap.» ¿Qué es para ti? ¿Por qué…? En fin, olvídalo. —Se suelta el brazo de una sacudida—. ¿Queréis pasar hambre juntos? Adelante. Pero si nos ponemos enfermos, si nos morimos de hambre, será por culpa vuestra, no lo olvidéis.

—Deja ya el melodrama. —Sissy tiene el pecho agitado.

Él aparta la mirada. No dice nada. Entonces, me salta encima, me alcanza con el impulso, y nuestros cuerpos caen contra la cubierta. Se oye un sonido hueco por el impacto sobre las tablas de madera. Debajo de mí se ha oído un porrazo. Como si se hubiera soltado algo de la barca. Epap suelta tacos y se balancea sobre mí. Lo único que puedo hacer es esquivar sus golpes. Entonces, Sissy, furiosa y con la cara enrojecida, lo aparta de mí.

—¡Ya tenemos bastantes cosas de las que preocuparnos! ¡Necesitamos centrarnos en luchar contra ellos, no entre nosotros!

Epap da vueltas, y mira hacia la orilla. Se pasa una mano por el pelo; respira de manera irregular. Sin embargo, no le prestó atención. Estoy completamente concentrado en la cubierta, debajo de mis pies. Doy un golpe. Se vuelve a oír el mismo sonido hueco. Me separo un metro y doy otro golpe, lista vez el ruido es de una madera distinta.

—¿Qué pasa? —pregunta David. Ahora todos se vuelven hacia mí.

Golpeo la cubierta con todas mis fuerzas. Y vuelvo a oírlo, El sonido de algo suelto. De algo oculto debajo de la barca, escondido de los ojos no deseados. De repente se me hace un mido en la garganta al darme cuenta de algo.

¿Gene? —me pregunta Sissy—. ¿Qué pasa?

La miro aturdido.

¿Gene?

—Creo que hay algo debajo de la barca. —Ahora todos me miran—. Lo hemos tenido delante de las narices durante todo este tiempo.

Ben, confundido, examina la cubierta.

¿Dónde? Yo no veo nada.

—En el único lugar donde a un cazador no se le ocurriría ni se atrevería a mirar. Es debajo del agua.

***

Bucear en el río es como traspasar un espejo. Es igual de desagradable: un montón de esquirlas de frío me cortan la piel desnuda. Los pulmones se me contraen hasta adquirir el tamaño de las canicas. Salgo a la superficie para coger aire. La corriente es brutal. Aunque tengo el pecho rodeado con una cuerda por si me arrastra —y ahora me doy cuenta de que hay bastantes posibilidades—, no me resulta muy cómodo. De inmediato me agarro a un lado de la barca. Me doy unos segundos para acostumbrarme al frío, y después me sumerjo. Para agarrarme pongo los dedos entre las placas de madera de la cubierta. Las piernas me vuelan por la corriente y hacen que me sitúe en paralelo a la barca. Soy como una bandera ondeando en medio de un fuerte viento. La luz del sol se cuela entre los tablones, finas grietas de luz que cortan en horizontal las oscuras aguas. Aquí abajo está inquietantemente tranquilo. Tan sólo se oye un zumbido lúgubre, roto a veces por una especie de silbido. Rastreo con la mirada por si encuentro algo que se aparte de lo normal. Allí. Una especie de compartimento que sobresale del mismo centro de la barca. Con cuidado, me acerco hasta rodearlo con los brazos; me viene bien como soporte. En la cara inferior se ve un pestillo metálico oxidado. No cede con el primer tirón. A la segunda, se abre de par en par. Cae una gran losa de piedra que me golpea la nuca. Quedo aturdido y desorientado por el dolor. A ciegas, intento coger rápidamente la lápida mientras se desliza a lo largo de mi cuerpo, pero no llego a tiempo. Se me escurre entre las piernas, rebota en la espinilla izquierda y desaparece en las tenebrosas profundidades. Con los pulmones a punto de explotar, me doy la vuelta hasta quedar agachado boca abajo con los pies contra la parte inferior de la barca. Ahora o nunca. Una oportunidad para sumergirme a buscar la lápida antes de que descienda más, y la situación sea irremediable. Empujo el fondo de la barca con los pies. Mi cuerpo sale disparado como un misil hacia abajo, hacia la oscuridad y el frío. Una fracción de segundo antes de que la cuerda que me sujeta apriete demasiado, toco la piedra con los dedos. La aferró. Entonces reboto hacia arriba como si la soga fuera de las de hacer puenting, con tanta fuerza que casi me hace perder la losa. Me la acerco al pecho desnudo para protegerla, y siento que hay una inscripción en ella. Salgo a la superficie como una ráfaga, el cuerpo reducido a una boca gigantesca buscando aire. Epap y David ven la lápida y me la arrebatan de los brazos. Me dejan en el agua, mientras me agarro a uno de los lados, casi incapaz de mantenerme.

Cuando mi cuerpo pesado y empapado logra subir a bordo, todos están agrupados ya alrededor de la losa. Tienen las cabezas pegadas unas contra otras, y leen las palabras grabadas en la piedra:

Quedaos en el río.

El científico

Se han quedado boquiabiertos. Se inicia un coro de risitas y carcajadas que se prolonga. Todo es alegría, asombro y delirio.

—¡Os lo dije! ¡Os lo dije! ¡Os lo dije! —grita Ben mientras les da a todos una palmada en la espalda—. ¡Lo tenía todo planeado!

Con los ojos llenos de lágrimas y expresión de sorpresa, Sissy se tapa la boca con las manos.

—¡Sabía que no nos dejaría tirados! —grita Jacob—. ¡La tierra prometida! Es allí adonde nos guía. ¡A la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol!

A Sissy se le ha dibujado una sonrisa que desprende una calidez perceptible. Cierra los ojos aliviada.

—¿Cómo sabías que teníamos la lápida debajo, Gene?

Antes de responder, reflexiono durante un momento. Cuando era pequeño, mi padre jugaba conmigo a buscar el tesoro. Me dejaba pistas por toda la casa. Recuerdo lo nervioso que me ponía cuando no las podía encontrar, aun a sabiendas de que estaban allí. Me obligaba a ir más lento, a respirar hondo, a inspeccionar el escenario con calma. Me decía: «Miras, pero no ves. Tienes la respuesta delante de las narices». Y casi de manera inevitable, una vez me había tranquilizado, encontraba la pista entre las grietas del suelo, entre las páginas de un libro que había estado sujetando todo el tiempo o dentro de mi propio bolsillo.

Aun así, no les cuento nada de esto.

—Supongo que he tenido suerte —contesto. Empiezo a temblar. El viento sopla con cuchillas de hielo que se me clavan en el cuerpo. Después de haberme desnudado para meterme en el agua, voy en ropa interior.

Un heper dice algo y se sucede una explosión de risas. Sissy se une a ellos y aplaude. Transmiten mucha emoción. Me voy a la cabina, donde dejé mi pila de ropa. Me quito los calzoncillos y los escurro con escalofríos en los brazos y en las manos. Sigo oyendo sus risotadas, la explosión de carcajadas que no cesa. No entiendo por qué necesitan demostrar tanto sus sentimientos. ¿No pueden limitarse a sentir emociones sin necesidad de proyectarlas? Quizá el hecho de haber permanecido en cautividad les ha afectado de manera irreversible y les hace imposible intuir las emociones de los demás a menos que se las expliquen letra por letra en un vómito de colores. Ahora empiezan a soltar risitas, que si el científico por aquí, que si el científico por allá… Es la confirmación que estaban buscando. La señal de que nunca los abandonó ni traicionó, de que en realidad los está esperando al final de este camino. A ellos.

Y no a mí. A quien abandonó en una metrópolis de monstruos. Para que me defendiera yo solo. Un chico que se dormía llorando, y que seguía mojando la cama muchos meses después. Sin embargo, para ellos él diseñó un complejo plan de escapada que incluía un diario —claramente pensado para que lo encontraran— y una barca que los llevara a la Tierra de la Leche y de la Miel, de la Fruta y del Sol.

Oigo otra risita y después otra. Son como punzadas burlonas. Estoy a punto de decirles que se callen cuando me doy cuenta de que, de hecho, se han sumido en un silencio tan repentino como sobrecogedor. Echo un vistazo por las grietas de la pared de la cabina. No distingo gran cosa, sólo a David y a Jacob alzando la lápida. Corro a ponerme la ropa seca y salgo. Han colocado la losa sobre su base y están pegados detrás. El agua sigue chorreando por los surcos de las letras y por la superficie de la losa hasta formar un charco en la cubierta. Vuelvo a leer las palabras.

Seguid el río hacia el este.

El científico

Sin embargo, los hepers no miran la parte delantera de la lápida, sino la trasera. Al ir con la vista desde la losa hasta mí, abren los ojos como platos; ven algo que yo no veo.

—¿Qué? —pregunto.

Le dan la vuelta a la lápida poco a poco para que la pueda leer. Cinco palabras. Cinco palabras que, del mismo modo que permanecerán talladas en la piedra, se me quedarán grabadas en la cabeza para siempre.

No dejéis que Gene muera.

Las primeras palabras de mi padre en años para mí, sobre mí. Un susurro del pasado que se va transformando en brisa para terminar en un incendio. Una madeja de electricidad me sacude el cuerpo y siento el crujido del hielo al romperse en la médula. Aunque supone una avalancha de luz, esperanza y fuerza que fluye dentro de mí, lo único que puedo hacer es caer de rodillas. Jacob y David son los primeros que vienen a ayudarme y me levantan. Siento sus manos dándome palmadas en la espalda, sus fuertes voces que ya no molestan, sus cuerpos apretándose contra el mío, aunque ya no siento que me importunen. Me levantan con los brazos por debajo de la espalda, y el asombro se extiende por sus caras. Estallan las sonrisas, y sus cálidas miradas me dan la bienvenida. Sissy cierra los ojos con fuerza y se lleva las manos a la boca, loca de entusiasmo. Cuando abre los ojos para mirarme, están llenos de ternura.

—Lo sabía —afirma—. No es casualidad que estés aquí. Siempre estuviste destinado a venir con nosotros. A ser parte del grupo.

Yo no digo nada, tan sólo siento el agua del río que me gotea por el cuerpo. Se levanta el viento y me dan escalofríos. Sissy me rodea con los brazos y me da un abrazo. Sigo mojado, pero a ella no le importa.

—Deja de comportarte como un extraño —me susurra al oído, con tal suavidad que sus palabras sólo pueden ir dirigidas a mí. Antes de separarnos me estrecha un poco más. Cuando me coloca por la espalda la manta que ha traído Ben, tiene la cara y el pecho mojados. El sol brilla en la barca, en el río, en la tierra, en nosotros.