Cicerón, que era un hombre vanidoso, probablemente pensó que su vida sería ahora un largo camino lleno de gloria, pero no fue así. En primer lugar, había vuelto Pompeyo, el invencible general que había puesto todo el Este a los pies de Roma, había barrido a los piratas, dado fin a la permanente amenaza de Mitrídates, doblegado a Armenia y borrado a Siria y Judea de un manotazo.
Pompeyo recibió un magnífico triunfo y luego, confiando totalmente en que no se le negaría nada, aunque hubiese disuelto su ejército, pidió al Senado que ratificase todos sus actos en el Este. Pidió que fuesen ratificados en una sola gran votación todos los tratados de paz que había firmado, las provincias que había anexado y los reyes que había creado o quitado. Pidió también que se distribuyesen tierras entre sus soldados. Tenía la completa seguridad de que el Senado respondería con un estruendoso «Sí» a todos sus pedidos.
Pero no fue así. Como Cicerón, Pompeyo descubrió que la gloria del último año no conmovía a los hombres de ese año. Para humillación y sorpresa de Pompeyo, la recompensa por disolver su ejército fue la pérdida de todo poder. Algunos senadores recelaban de él, otros le envidiaban. Catón pidió que cada uno de los actos de Pompeyo fuese discutido separadamente. Lúculo (a quien Pompeyo había reemplazado y cuya dura labor había servido para aumentar los laureles de Pompeyo) fue particularmente enconado. Atacó sin reservas los actos de Pompeyo. Craso sentía envidia hacia Pompeyo, por lo que también el partido popular estuvo contra el general.
Mientras la olla política bullía, César estaba ausente. Inseguro sobre las intenciones de Pompeyo y consciente de que la conspiración de Catilina lo había manchado, se marchó a España antes del retorno del general. En España, César derrotó a algunas tribus rebeldes en los tramos occidentales de la provincia, con lo cual logró dos cosas. Primero, reunió por uno u otro medio riquezas suficientes como para pagar sus deudas con Craso y otros; segundo, empezó a ganar reputación militar.
Cuando retornó a Italia en el 60 a. C. halló una situación favorable para él. Pompeyo, frustrado y colérico, estaba dispuesto casi a cualquier cosa para vengarse de los conservadores del Senado, con tal que alguien le dijera qué tenía que hacer. Y César estaba muy dispuesto a servirle de consejero.
César le propuso unir sus fuerzas: Pompeyo, el gran general, con César, el brillante orador. Sólo necesitaban dinero, y Craso podía proporcionarlo. Había que unirse también con él. Pompeyo y Craso estaban en malos términos, sin duda, pero César estaba seguro de que podía arreglar eso, y lo hizo.
Por tanto, los tres acordaron actuar conjuntamente en beneficio unos de otros. Así se formó el Primer Triunvirato (palabra proveniente de una frase latina que significa «tres hombres»).
César tenía razón. Con el dinero de Craso, la reputación militar de Pompeyo y la capacidad política de César, los tres hombres dominaron Roma. Cicerón, pese a su momento de gloria en la lucha contra Catilina, fue olvidado, mientras que Catón y su grupo conservador se hallaron impotentes.
César fue fácilmente elegido cónsul para el 59 a. C., y como cónsul defendió lealmente los intereses de los otros miembros del triunvirato. El otro cónsul era un conservador y trató de poner obstáculos, pero César (como había predicho antaño Sila) era un hombre más decidido y menos fácil de confundir que Mario. Sencillamente expulsó al otro cónsul del Foro y lo obligó a permanecer prisionero en su propia casa. Luego desempeñó su mandato como prácticamente único cónsul. Hizo que todos los actos de Pompeyo en el Este fuesen ratificados y tomó medidas para que los soldados de Pompeyo recibiesen lotes de tierras en Italia.
El único hombre con valentía suficiente para resistir a César, pese a todas las amenazas de prisión o muerte, fue Catón. Por ello, César lo hizo nombrar gobernador de la distante isla de Cirena, y tuvo que marcharse.
Cicerón, que era otro oponente, era menos valiente que Catón. Podía ser intimidado, y para tal fin César lanzó contra el gran orador a un hombre depravado.
Se trataba de Publio Clodio, un aristócrata completamente inescrupuloso, engreído, autoritario y desenfrenado. Constantemente provocaba trastornos que habitualmente redundaban en su propio perjuicio. Había prestado servicio bajo Lúculo (su cuñado) en Asia Menor, pero no ganó reputación militar.
Primero atrajo mucho la atención en 62 a. C., cuando, en una broma insensata, se entrometió en ciertos ritos religiosos que se llevaban a cabo en casa de César. En ellos sólo podían participar mujeres, pero Clodio se disfrazó de mujer y quiso intervenir en los ritos, pero fue descubierto por la madre de César y llevado a juicio por sacrilegio. Fue absuelto gracias a los pródigos sobornos que distribuyó.
Corrían rumores de que había podido efectuar su broma de mal gusto porque se entendía con la segunda mujer de César, Pompeya. (Después de todo, Clodio era un villano de hermosa apariencia, hasta el punto de que recibió el apodo de «Pulcher», o sea «guapo»). César declaró a su mujer inocente, pero se divorció de ella de todos modos, pues la mera sospecha era intolerable para César. Se le atribuyen las palabras de que «la mujer de César debe estar por encima de toda sospecha», que se han hecho famosas como expresión de una extrema exigencia de rígida virtud.
Durante el juicio de Clodio, Cicerón actuó firmemente en nombre de la acusación. Su amargo sarcasmo contra Clodio despertó el implacable odio de éste.
En 59 a. C., Clodio se había hecho adoptar por una familia plebeya para poder aspirar al cargo de tribuno. Clodio fue elegido, en efecto, y para desacreditar a Cicerón planteó la cuestión del linchamiento de los conspiradores de Catilina de cinco años antes. Al ejecutarlos sin juicio, sostuvo, Cicerón había violado la ley y debía a su vez ser ejecutado. Cicerón respondió que la ciudad había estado en peligro y que, lejos de ser condenado, debía ser elogiado por su rápida acción.
Si Cicerón hubiese sido tan audaz como César podía haber triunfado, pero le faltó coraje. Clodio tenía a su servicio a una pandilla de matones a quienes pagó para que hostigasen al pobre Cicerón. Éste no podía ir de su casa a la cámara del Senado sin que sus sirvientes fuesen atacados, corriendo peligro de muerte.
Cicerón cedió. Se marchó al Epiro en un exilio voluntario, triste y deprimido. En su ausencia, Clodio hizo confiscar sus propiedades.
Así logró César manejar a todos los hombres poderosos de Roma. Dos de ellos, Pompeyo y Craso, estaban firmemente ligados a él. Otros dos, Catón y Cicerón, habían sido alejados. Ahora podía dar el paso siguiente, que era ganar gloria militar. Conseguido esto, podría gobernar solo.
A tal fin puso su mira en la Galia. La Galia Meridional era una provincia romana, pero al Norte había vastas extensiones de territorios no conquistados que, pensó, él lograría dominar.
Otros quizá habrían pensado que era demasiado optimista al respecto. Era un hombre de edad mediana por entonces, de cuarenta y cuatro años. Hasta ese momento había tenido poca experiencia en batallas: alguna acción librada en Asia Menor y un poco más en España, pero no mucho más. Había llevado una vida de comodidades y lujo que no proporcionaba el temple necesario para combatir en las salvajes regiones bárbaras de la Galia Septentrional.
Pero César era un hombre notable, y él lo sabía bien. Pensó que podía lograr cualquier cosa que se propusiera, y ciertamente la historia de su vida parece demostrar que era así.
En 58 a. C. se hizo asignar las provincias de la Galia Cisalpina y Transalpina por el período sin precedentes de cinco años. Antes de marcharse quiso asegurarse de que en su ausencia Pompeyo no se volvería enemigo suyo. Para ello arregló el casamiento de su encantadora hija Julia con Pompeyo. El mismo César se casó, por tercera vez, con Calpurnia, hija de uno de los amigos de Pompeyo.