La conspiración de Catilina

Mientras Pompeyo estaba en Asia, Craso había estado ascendiendo como líder del partido popular. Tenía como partidario al encantador pero extravagante aristócrata Cayo Julio César, quien había osado resistirse al mismo Sila y no había sido castigado.

César, nacido en 102 a. C., pertenecía a una de las más antiguas y más nobles familias de Roma, por lo que se habría supuesto que estaría firmemente de parte de los conservadores del Senado. Pero había nacido el año de la gran victoria de Mario sobre los bárbaros; su tía se había casado con Mario, y él mismo se había casado con la hija del compañero de Mario, Cinna. Al parecer, César experimentaba un fuerte vínculo emocional con la memoria de Mario, y esto lo llevó al bando del partido popular.

Prudentemente, después de su refriega con Sila, en la que perdió propiedades y posición, aunque salvó la vida, no tentó al destino. Abandonó Italia para incorporarse a los ejércitos romanos que combatían en Asía Menor y no volvió hasta que Sila murió. Entonces, como Cicerón, se hizo famoso como orador ante los tribunales. En verdad, en cuanto a habilidad oratoria, sólo Cicerón lo superó.

En 76 a. C. zarpó hacia la isla de Rodas para estudiar oratoria aún más a fondo con los mejores maestros griegos. En el camino fue capturado por los piratas, quienes pidieron un rescate por él. Pedían algo así como 100.000 dólares en dinero moderno. Mientras amigos y parientes trataban de reunir el dinero, César encantó a sus capturadores (encantaba a todo el mundo). Al parecer, lo pasaban muy bien todos y, en el curso de una conversación amistosa, los piratas preguntaron a César qué haría cuando estuviese libre. César respondió tranquilamente que retornaría con una flota, capturaría y haría ejecutar a quienes ahora pedían rescate por él.

Los piratas se rieron de la broma. Pero cuando llegó el rescate de César y éste estuvo libre, procedió a reunir barcos, volvió, capturó a los piratas y los hizo ejecutar… como había prometido. Con el joven y alegre aristócrata no se jugaba.

Después de una breve estancia en Rodas, César pasó nuevamente a Asia Menor y prestó servicios contra Mitrídates. Luego volvió a Roma y decidió entrar en la política de lleno. Se hizo elegir para diversos cargos, comprando popularidad. Derramó como agua la riqueza que había heredado, para que nadie quedase con las manos vacías; patrocinó enormes juegos para el populacho y encantó a todo el mundo con su dadivoso y alegre modo de vida.

Más aún, hizo suya la causa de Mario, cuya memoria todavía era venerada por muchos entre el pueblo. Sila había hecho quitar la estatua de Mario y los trofeos en su honor que estaban en el Capitolio. Pero en el 68 a. C., cuando murió la tía de César (la viuda de Mario), César hizo audazmente figurar un busto de Mario en la procesión fúnebre. Luego, en 65 a. C., hizo reponer la estatua y los trofeos de Mario en el Capitolio. El Senado estaba horrorizado, pero no se atrevió a actuar por temor al rugido de alegría de la multitud.

Las increíbles extravagancias de César agotaron completamente su fortuna y lo dejaron con deudas de millones de dólares. Esto podía haber acarreado su destrucción, pero no fue así. Craso comprendió la utilidad de un individuo como César: buen orador, lleno de encanto para el pueblo y con una constante necesidad de dinero. Si Craso proporcionaba el dinero, podría contar con el encanto, el ingenio y la popularidad de César para su propio provecho, y César podía seguir siendo extravagante.

El partido popular atrajo a muchas personas que, por una u otra razón, querían socavar la sociedad romana y poner en marcha algún género de revolución. No siempre era por idealismo o por simpatías hacia los pobres y oprimidos. A veces, quienes deseaban un cambio sólo lo deseaban para obtener poder, riqueza o venganza.

Uno de esos revolucionarios egoístas era un noble cargado de deudas, Lucio Sergio Catilina. Como César, pertenecía a una familia aristocrática, y, como César, se había arruinado por extravagancia. Pero, a diferencia de César, carecía de atractivo y del don del éxito.

Las únicas descripciones que tenemos de Catilina son las de sus enemigos e indudablemente son muy exageradas. Pero, aunque sólo una parte de lo que se dice de él fuese verdad, de ello se desprende que era una persona horrible, cruel, viciosa y hasta un asesino. Había sido partidario de Sila y miembro del partido conservador. Pero cuando su situación financiera tocó fondo no vaciló en volverse violentamente contra los conservadores para salir del paso.

Pensó que el único modo en que podría liberarse de sus deudas era hacerse elegir cónsul. Para lograrlo cortejó al partido popular, favoreciendo su programa de división de la tierra entre los que carecían de ella y de saquear las provincias en beneficio de Roma.

Craso lo apoyó, como apoyó a César, pero Catilina no logró el consulado. Empezó a planear la realización de un plan mucho más desesperado: la de asesinar a los cónsules y saquear a la ciudad misma. (Al menos esto era lo que decían sus enemigos). Es dudoso que Craso y César siguieran apoyando a Catilina en este siniestro plan. Parece improbable que Craso quisiese ver a Roma trastornada y saqueada, cuando él mismo era el más rico cebo posible para el saqueo. Quizá no conocía los planes más extremos de Catilina; o quizá los planes de Catilina no fuesen tan radicales como decían sus enemigos.

Sea como fuere, los conservadores luego afirmaron que Craso y César estaban totalmente comprometidos en la conspiración; y la mayoría de los historiadores parecen creer que así fue.

Contra Catilina se alzó resueltamente el líder de los conservadores del Senado, Marco Porcio Catón, bisnieto y tocayo del viejo Catón el Censor. (Este nuevo Catón es llamado a veces «Catón el Joven» y a veces «Catón de Utica», por el lugar en que murió).

Catón el Joven era un modelo de rígida virtud. Había prestado servicios en Asia bajo el mando de Lúculo, cuya severa disciplina admiraba mucho. Catón condujo deliberadamente su vida según los principios implícitos en las historias que se contaban sobre los antiguos romanos. Como siempre hacía ostentación de su virtud, fastidiaba a otras personas; como jamás toleraba las debilidades humanas de los demás, los encolerizaba; y como nunca aceptaba compromisos, finalmente era derrotado. (Las generaciones posteriores, que no tuvieron que tratar con él, admiraron mucho su rígida honestidad y su inflexible devoción a sus principios).

Contra Catilina también estaba Cicerón, que no pertenecía al partido senatorial ni al popular. En general, Cicerón fue un hombre amable, noble y honesto, con elevados principios. Cicerón tenía la honestidad de Catón sin su presunción. Pero no era un hombre fuerte. A menudo permanecía indeciso con respecto al curso de acción que debía seguir en casos particulares, y esta indecisión le hacía parecer a veces un cobarde.

Pero en esta ocasión Cicerón actuó con la mayor decisión de su vida. Se presentó como candidato al consulado para el 63 a. C. contra Catilina, y fue elegido. Como cónsul, Cicerón emprendió rápidamente la acción. Por indiscreción de uno de los conspiradores, Cicerón obtuvo un conocimiento específico de algunos de los planes de la conspiración, que incluían el intento de asesinar al mismo Cicerón. Reunió diligentemente nuevas pruebas. Además, se previno contra una posible insurrección militar. Hizo guarnecer de hombres las murallas de Roma, armó a los ciudadanos y luego convocó a una reunión del Senado.

Catilina tuvo el descaro de aparecer en la reunión, pues a fin de cuentas era senador. Cicerón se levantó y pronunció el discurso más elocuente y eficaz de su vida, exponiendo frente a Catilina todos los planes, las acciones y las intenciones de éste. A medida que hablaba, los senadores que estaban sentados cerca de Catilina se alejaron de él, dejando al conspirador solo y rodeado de asientos vacíos.

Las apasionadas palabras de Cicerón le dieron el triunfo, y Catilina, no osando permanecer en Roma, escapó por la noche para unirse al ejército que estaban reclutando sus asociados. Ahora estaba en abierta rebelión contra Roma, cuyo pueblo fue enfurecido por un segundo elocuente discurso de Cicerón pronunciado en el Foro Romano.

Cicerón luego descubrió pruebas de que los amigos de Catilina dentro de Roma estaban en conversaciones con representantes de las tribus aún no conquistadas de la Galia Central y Septentrional. El plan era, presuntamente, que los galos atacasen las fronteras romanas, mientras Catilina daba el golpe en el corazón de Roma.

Los conspiradores que estaban en la ciudad fueron inmediatamente capturados y se planteó el problema de qué hacer con ellos. Según la ley romana, debían ser juzgados, pero Cicerón los hizo ejecutar de inmediato (fueron «linchados», diríamos hoy). Temía que, en caso de cumplir con la ley, pudiesen escapar mediante sus influencias y por la corrupción.

Craso se mantuvo prudentemente al margen, pues conocía los rumores sobre sus relaciones con la conspiración. César, sobre quien corrían los mismos rumores, fue más audaz. Pronunció un enérgico discurso instando a que los conspiradores fuesen juzgados, no linchados. Tan persuasivo estuvo que por un momento pareció que la ley prevalecería sobre el linchamiento.

Pero entonces se levantó Catón el Joven y habló tan eficazmente que la opinión cambió de nuevo, y los conspiradores fueron ejecutados sin juicio.

Un ejército romano se enfrentó con el de Catilina a 360 kilómetros al norte de Roma y Catilina fue derrotado. Tomó la única decisión que le parecía posible y se suicidó, en 62 a. C.

El fin de la conspiración de Catilina llevó a Cicerón a la cúspide de su carrera política. Durante un momento, breve, fue aclamado como el salvador de Roma o, con las lisonjeras palabras de Catón, como «el padre de la patria».