Pero en 100 a. C., Roma pudo respirar otra vez. Yugurta estaba muerto; los cimbrios y los teutones habían sido exterminados; los esclavos estaban en calma; todo parecía marchar bien. Era tiempo de considerar una vez más la cuestión de la reforma.
Mario estaba en su sexto consulado y en la cúspide de su popularidad. Quiso usar esta popularidad para cumplir con sus obligaciones hacia sus soldados. Para recompensarlos necesitaba granjas, y esto suponía dividir las grandes propiedades y fundar colonias en las que pudieran establecerse los veteranos. En resumen, necesitaba aplicar el plan propuesto por Cayo Graco.
Para ello apeló al partido popular[7], hacia el cual ya sentía simpatías. Pero Mario no era un político. Sin educación, analfabeto, no podía hacer hábiles discursos ni idear una política sagaz. No era más que un soldado, que podía ser un títere en manos de otros hombres más listos.
Así, Mario cayó en manos del tribuno Lucio Apuleyo Saturnino, quien pocos años antes había sido eliminado de un puesto político por el Senado, como consecuencia de lo cual se convirtió en un vigoroso opositor de éste. Saturnino hizo aprobar las leyes que quería Mario, intimidando a los senadores mediante disturbios y movilizando muchedumbres violentas. Hasta obligó a aprobar una cláusula que imponía a los senadores el deber de jurar que cumplirían las diversas leyes aprobadas dentro de los cinco días de su aprobación. Sólo Metelo, el general bajo cuyo mando había estado Mario en Numidia, se negó a jurar y marchó a un exilio voluntario.
Saturnino, como Cayo Graco, defendía extender el otorgamiento de la ciudadanía romana. Y como en el caso de Cayo Graco, de este modo Saturnino se atrajo la hostilidad de las clases bajas. El Senado aprovechó esta hostilidad, organizó al populacho de la ciudad para lograr sus fines y, como consecuencia de esto, indujo a los tribunos radicales a la rebelión abierta. Aumentaron los disturbios y la violencia provocados por ambas partes. El Senado declaró el estado de emergencia en la ciudad y llamó a Mario, como cónsul, para que protegiera al gobierno capturando y poniendo en prisión a los jefes de su propio partido.
Mario fue incapaz de hallar un modo de salir del dilema y, finalmente, impulsado por lo que él creía que era su deber como cónsul, obedeció al Senado. En una batalla campal librada en el Foro, Saturnino y sus partidarios fueron derrotados y obligados a rendirse. Después de su rendición fueron muertos por multitudes violentas.
La popularidad de Mario desapareció completamente. La muerte de Saturnino socavó su posición en el partido popular sin que contribuyese en nada a reconciliarlo con los conservadores. Durante un tiempo, Mario se vio obligado a retirarse de la política.
Pero el problema de la reforma no quedó liquidado. Durante el período de las conquistas había surgido en Roma una clase de hombres que se habían enriquecido por la especulación, el comercio o la recaudación de impuestos para el gobierno. (Roma subastaba el derecho a recaudar impuestos, y lo otorgaba al que ofrecía más. De este modo obtenía dinero sin tener que cargar con todos los detalles administrativos de la recaudación. El que obtenía tal derecho luego esquilmaba a la provincia que había comprado. Todo lo que reunía por encima de lo que había pagado era su beneficio, por lo que trataba de exprimir al máximo a los infelices provincianos. Si era necesario, les prestaba dinero para que pagasen los impuestos, pero a una elevada tasa de interés. Así, sacaba de ellos impuestos e intereses).
Los ricos no eran los senadores, pues esta forma de enriquecerse no estaba permitida a los viejos patricios, a quienes la costumbre impedía dedicarse al comercio o la recaudación de impuestos. Se suponía que su riqueza provenía de la tierra. Los nuevos ricos eran llamados equites, palabra que significa «jinetes», porque en tiempos antiguos sólo los ricos podían permitirse tener un caballo, mientras que los pobres tenían que combatir a pie. Podemos llamarlos la «clase comercial».
El Senado miraba despectivamente a la clase comercial, pero a menudo entraba en una alianza no oficial con ella. Mientras el recaudador de impuestos hacía dinero, el gobernador de la provincia (que era de la clase senatorial) podía fácilmente obtener una parte del botín con sólo hacer la vista gorda y no investigar mucho los métodos empleados.
Cuando Cayo Graco se enfrentó con el Senado, trató de ganar a la clase comercial para la causa de la reforma haciendo asumir a sus miembros la función de jurados. Hasta entonces éste había sido un derecho exclusivo de la clase senatorial. Pero a medida que aumentó la corrupción de los senadores se hizo casi imposible castigar a cualquiera de ellos, por vergonzosa que hubiese sido su conducta, ya que los senadores —que eran jueces y jurados— no estaban dispuestos a condenar a uno de su clase. (A fin de cuentas, luego podía llegarle el turno a uno cualquiera de los jurados).
Desafortunadamente, los equites no eran mejores, sino que demostraron ser tan corruptos y egoístas como los senadores. Por consiguiente, además de los objetivos habituales de los reformistas —la distribución de tierras, la fundación de colonias y la extensión de la ciudadanía—, la reforma judicial se convirtió en una preocupación fundamental.
En 91 a. C., un nuevo tribuno reformista, Marco Livio Druso, abordó ese problema. Era hijo de un hombre que había sido tribuno junto con Cayo Graco y que se había opuesto a las reformas de éste. Pero el hijo era muy diferente; era un idealista y un verdadero reformador. Propuso que a los 300 senadores se añadiesen 300 equites y que asumiesen juntos la función judicial. La idea era que los senadores vigilasen a los equites y que éstos, a su vez, vigilasen a los senadores. De este modo, la nueva clase gobernante se vería obligada a ser honesta. Pero probablemente esto no habría dado resultado; las dos clases habrían formado una alianza que hubiese permitido la corrupción de unos y otros.
Para luchar contra esa corrupción conjunta, Druso también propuso crear una comisión especial que juzgase a todos los jueces acusados de corrupción.
Ni el Senado ni los equites habrían aceptado esto, por lo que Druso se dirigió al pueblo con el habitual programa de reforma agraria y colonización. Y como de costumbre, también, agregó la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos, lo cual, como siempre, alarmó a los prejuiciosos.
Los senadores y los equites lograron paralizar todas las leyes de Druso aun después de haber sido aprobadas, y el mismo Druso murió misteriosamente. Nunca se encontró a su asesino.
Para muchos italianos, el asesinato de Druso fue la gota que colmó el vaso. Durante dos siglos habían sido fieles aliados de Roma, en los buenos como en los malos tiempos. En su gran mayoría habían permanecido junto a Roma después de los sombríos días de Cannas. ¿Y cuál fue su recompensa?
Sin duda, no era mucho otorgarles la ciudadanía. Ésta implicaba que podían votar, pero sólo si se trasladaban a Roma, pues las costumbres romanas exigían la presencia de los votantes en Roma. No era de esperar que los italianos acudirían en grandes cantidades a Roma desde distancias de cientos de kilómetros para cada votación, de modo que no era probable, como sostenían muchos romanos que se oponían a la concesión de la ciudadanía, que los italianos llegasen a controlar el gobierno.
(Por desgracia, los romanos nunca tuvieron un «gobierno representativo» por el cual quienes habitaban en regiones alejadas pudieran elegir individuos que, residiendo en Roma, defendiesen los intereses de sus electores en el Senado).
Pero aun dejando de lado la cuestión del voto, la ciudadanía romana era deseable. Como ciudadanos romanos, los italianos habrían tenido mayores derechos en los tribunales de justicia, habrían estado exentos de diversos impuestos y compartido las riquezas que afluían de las conquistas en el extranjero. Además, se habrían sentido más importantes y abrigado una mayor autoestima.
Era indudable que la ciudadanía no constituía una gran recompensa por su lealtad; sin embargo, una y otra vez, durante medio siglo, habían sido defraudados. Los romanos partidarios de conceder la ciudadanía a los italianos eran expulsados de sus cargos y, habitualmente, asesinados por los intransigentes senadores y sus secuaces. Después de cada una de esas victorias senatoriales, los regocijados italianos que acudían a Roma con la esperanza de que se les otorgara la ciudadanía eran expulsados ásperamente.
Pues bien, si Roma no necesitaba de los italianos, éstos no necesitaban de Roma. Llenos de furia, varios distritos italianos se declararon independientes y formaron una república separada que llamaron «Italia». Establecieron su capital en Corfinio, a unos 130 kilómetros al este de Roma.
Naturalmente, esto suponía la guerra, y la contienda que siguió es llamada habitualmente la Guerra Social, de la palabra latina que significa «aliados». Las tribus italianas que se rebelaron contra Roma en 91 a. C. eran en su mayoría del grupo samnita, por la que casi podríamos llamar a esa guerra la Quinta Guerra Samnita.
Roma no pensaba ceder, pero fue cogida por sorpresa. Los italianos habían estado preparándose, y, tan pronto como anunciaron su defección, sus ejércitos estaban listos y sus ciudades dispuestas a defenderse. Pero Roma no estaba preparada. Hasta había dejado que sus murallas se deteriorasen desde los días de Aníbal, más de un siglo antes.
Los ejércitos romanos reunidos apresuradamente sufrieron derrotas iniciales, particularmente en el Sur, contra los samnitas, donde el mismo cónsul Lucio Julio César sufrió una dura derrota. César, para evitar en lo posible la defección de los etruscos y los umbros del norte de Roma, decretó en 90 a. C. que se otorgaría la ciudadanía romana a los italianos que permaneciesen fieles.
El Senado, contra su voluntad, se vio obligado a pedir a Mario (quien había vuelto de una gira por el Este) que se pusiese al frente de las tropas romanas, pero evitaron concederle plenos poderes. Mario aceptó a regañadientes, pues, por supuesto, había sido partidario de dar la ciudadanía a los italianos. Ahora tenía que luchar contra su propia gente, por así decir, y en defensa del odiado Senado, después de haber destruido a Saturnino. Por ello, Mario trató de evitar la lucha y, cuando se veía obligado a combatir, trataba de mantener las pérdidas en un mínimo.
Pero después de la muerte de Lucio César, el antiguo ayudante de campo de Mario en los días de la guerra con Numidia, Sila, se puso al frente de los ejércitos romanos del Sur. No tenía las inhibiciones de Mario, sino que prosiguió la guerra vigorosamente. En 89 a. C. los rebeldes italianos fueron rechazados en todas partes.
Esto regocijó el corazón de los senadores. Su hombre, Sila, había tenido que combatir bajo el mando de Mario contra Yugurta y contra los bárbaros del Norte. Ahora, por fin, Sila iba a combatir independientemente, y lo haría mejor que Mario. Por fin el Senado tenía un campeón militar.
Los rebeldes italianos fueron aún más debilitados por la oferta romana de conceder la ciudadanía a todos los italianos que la pidieran dentro de los sesenta días siguientes. Puesto que era eso lo que originalmente habían pedido, muchos italianos cedieron. Los samnitas resistieron hasta el fin, pero en 88 a. C. la Guerra Social había terminado.
Desapareció la última chispa de libertad nativa italiana. Los samnitas fueron prácticamente barridos. Roma hasta tomó medidas para desalentar el uso de la lengua italiana nativa, el oseo (perteneciente a la misma familia de lenguas que el latín). El latín se convirtió en la lengua de casi toda Italia.
Parecía que Roma sufrió grandes perjuicios por la estrechez mental de los conservadores senatoriales. Al fin y al cabo tuvieron que otorgar la ciudadanía a los italianos. ¿Por qué no lo hizo tres años antes y se ahorró tanta muerte y destrucción?
El cambio de opinión de los romanos no se produjo porque repentinamente vieran la luz o por un sentimiento de afecto hacia los aliados y los daños que les habían causado. En realidad, un peligro nuevo y totalmente inesperado había surgido en el Este, que durante un siglo había permanecido tan quieto y dócil. Para hacer frente a ese peligro, Roma sencillamente debía tener paz y calma internamente, y la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos fue el precio que se vio obligada a pagar.