Es obvio que Roma se benefició con la conquista del mundo mediterráneo, sobre todo con sus victorias sobre el opulento Este, donde largos siglos de civilización habían acumulado gran riqueza. Los tributos impuestos a Cartago, Macedonia y Siria, el botín arrancado a las provincias y las ganancias derivadas del comercio efectuado en condiciones establecidas por los romanos hicieron que entraran en la ciudad enormes riquezas.
En efecto, en 167 a. C., después de la batalla de Pidna y la derrota final de Macedonia, las autoridades romanas dispusieron de tantas riquezas que liberaron a los ciudadanos de todo impuesto directo. Fueron mantenidos por los pueblos que habían conquistado.
Pero Roma no se convirtió en la mayor potencia del mundo sin pagar un precio por ello. Cien años de guerras habían cambiado completamente a la sociedad romana.
Antes de las Guerras Púnicas, los pequeños agricultores eran la columna vertebral de Roma. Trabajaban sus tierras parte del año y combatían en el ejército el resto del tiempo. Las campañas eran breves y cercanas a su hogar.
Pero un siglo de guerras había causado la muerte de muchos de esos robustos corazones (había menos ciudadanos romanos en 133 a. C. que en 250 a. C.) y había arruinado económicamente a otros. Vastas regiones de Italia habían sido devastadas por Aníbal o por los mismos romanos como castigo por cooperar con los cartagineses.
Además, las campañas se fueron haciendo cada vez más prolongadas y distantes del hogar. Los hombres ya no podían ser soldados y agricultores. Los soldados debían ser profesionales, y las armas su modo de vida.
En cuanto al dinero que afluyó a Roma, aunque benefició en cierta medida a todos los ciudadanos romanos, benefició a algunos mucho más que a otros. Los senadores, los administradores, los funcionarios y los generales se enriquecieron. Aquéllos a cuyas manos llegó la riqueza extranjera invirtieron en tierras y compraron las granjas de los pequeños agricultores arruinados por la guerra. Se practicó la agricultura en grandes plantaciones, más que por pequeñas familias, de modo que se profesionalizó tanto como la guerra.
También afluyeron a Italia esclavos de África, Grecia, Asia y España, lo cual contribuyó a empeorar la situación del pequeño agricultor. Se usaron grandes cuadrillas de esclavos para las labores agrícolas, bajo la supervisión de capataces cuya única tarea consistía en hacer trabajar hasta la extenuación a los infortunados que estaban bajo su control. El propietario podía vivir en Roma, lejos de la vista del sufrimiento humano y, por ende, sin sentirse responsable por él. (Este «ausentismo del propietario» siempre estimula el mal trato de los arrendatarios y esclavos). Los pequeños agricultores que lograban conservar su tierra pese a los estragos de la guerra no podían competir con las cuadrillas de esclavos.
Como resultado de esto eran muchos los que abandonaban en tropel el campo para marcharse a Roma y buscar allí cualquier trabajo. Así surgió en la ciudad una gran clase de proletarios. (Esta palabra proviene de una voz latina que significa «criar hijos», pues para la aristocracia gobernante la única función de los pobres era la de producir hijos que sirvieran en las legiones).
Dentro de Roma, un ciudadano de Roma tenía cierto poder. Por pobre que fuese podía votar, lo cual significaba que los aristócratas que aspiraban a un cargo elevado tenían que tomarlo en cuenta. Los políticos astutos e inescrupulosos comprendieron cada vez más claramente que esos votos romanos estaban en venta. Buscaban la popularidad pujando unos contra otros, votando asignaciones de alimentos a precios reducidos para los ciudadanos romanos y de tanto en tanto distribuyendo cereales gratuitamente. También montaban juegos y espectáculos de todo género gratuitos. De este modo se sobornaba a la gente para que combatiese en las batallas de un líder contra otro, a menudo contra sus propios intereses.
Esta política, que provocó el enriquecimiento de los políticos y la ruina de Roma, es llamada habitualmente «panem et circenses». A menudo se traduce esta frase por «pan y circo», pero «circo» no significaba para los romanos lo que significa para nosotros. Es la palabra latina para «anillo» y alude al recinto (que, en realidad, era habitualmente ovalado) dentro del cual se realizaban competiciones y espectáculos para entretenimiento del pueblo. Allí se llevaban a cabo carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con animales, que hacían de tales espectáculos la versión romana de nuestros espectáculos de variedades (una versión ruda y sangrienta, sin duda). Sería mejor traducir «panem et circenses» por «alimentos y espectáculos».
Mientras el rico se hizo cada vez más rico y el pobre cada vez más pobre, mientras los agricultores libres desaparecían y los esclavos se multiplicaban, Roma no avanzó políticamente. Hasta las guerras cartaginesas se produjo una constante ampliación de la base del gobierno, haciéndolo más democrático. Este proceso terminó después de la invasión de Aníbal.
Ello se debió, entre otras causas, a que, durante el mortal peligro de la Segunda Guerra Púnica, todo el mundo reconoció la necesidad de un gobierno fuerte. No había tiempo para experimentos políticos. El Senado impuso tal gobierno fuerte; en realidad, nunca gobernó mejor en la historia de Roma que en la época de tensiones de la Segunda Guerra Púnica y después de ella.
Pero a ningún grupo gobernante le resulta fácil ceder el poder voluntariamente. La aristocracia terrateniente que formaba el Senado no tenía la menor intención de modificar una situación que ponía en sus manos las riendas del poder, aun después de que la crisis pasara.
Como resultado de esto se dio una enorme y trágica paradoja, pues a Italia se le robó el reposo.
Una vez expulsado Aníbal de la Península, Roma no tenía por qué temer que ningún ejército extranjero, en un futuro previsible, la pusiera en peligro en su propio terreno. En verdad, durante más de cinco siglos Italia no iba a experimentar la amenaza de un ejército extranjero.
Sin embargo, no iba a haber paz en Italia. La estrecha política del Senado y su decisión de no abandonar el poder condujo a un nuevo y más temible tipo de guerra. Fue la guerra de los esclavos contra los hombres libres, de los pobres contra los ricos, de Roma contra sus aliados y de Roma contra Roma.
El primer indicio de que se iniciaba una nueva época de revolución social apareció en la forma de la más temible de todas las guerras: una insurrección de esclavos.
Los esclavos eran importados en cantidades particularmente grandes a Sicilia, que se había convertido en poco más que una enorme plantación de cereales destinados a proveer de trigo barato al proletariado romano. Los esclavos sicilianos eran tratados aún más brutalmente que los animales, pues eran menos valiosos y más fácilmente reemplazables.
Pero no hacía mucho tiempo que esos esclavos habían sido también hombres libres. Muchos de ellos habían sido ciudadanos respetables cuyo único crimen consistía en haber vivido en un país conquistado, o soldados cuyo único crimen era el haber sido derrotados. Puesto que para ellos la vida era peor que la muerte, sólo necesitaban un líder para rebelarse con loca desesperación.
En 135 a. C., un esclavo sirio llamado Euno pretendió ser de la familia real seléucida y se hizo llamar Antíoco. Probablemente nadie lo tomó en serio, pero eso importaba poco y los esclavos se rebelaron.
En esa rebelión, los esclavos, enloquecidos por el sufrimiento y sabiendo que no podían esperar gracia alguna, se entregaron al saqueo y la matanza. Los amos de los esclavos (que son quienes generalmente escriben los libros de historia) detallan muy cuidadosamente las atrocidades cometidas por los esclavos. Pero la verdad es que cuando los esclavos son aplastados, como lo son casi siempre, reciben castigos que son atrocidades aún peores.
La Primera Guerra Servil (del latín «servus», que significa «esclavo») no fue una excepción. Los esclavos convirtieron a Sicilia en un sangriento y horrible escenario durante varios años. Eran más fuertes en Enna, en el centro mismo de la isla, y en Tauromenium, la moderna Taormina, sobre la costa noreste.
Los romanos tardaron tres años en sofocar la rebelión y al principio sufrieron una serie de humillantes derrotas. Hasta el 132 a. C. Sicilia no fue pacificada, y los esclavos ahogados en su propia sangre.
Pero Roma había pasado un gran susto. Frente a tales horrores, y ante la creciente evidencia de la decadencia económica de Italia, al menos algunos de sus líderes comenzaron a pensar que ya era hora de realizar drásticas reformas.