El fin de Cartago

Desde la batalla de Zama, Cartago luchó para sobrevivir, dedicándose a sus asuntos internos y, sobre todo, tratando de no provocar a los romanos. Pero los romanos necesitaban pocos pretextos. Nunca perdonarían a Cartago las humillantes victorias de Aníbal.

Masinisa, en connivencia con los romanos, hizo todo lo que pudo para irritar y acosar a los cartagineses. Los insultaba, invadía su territorio, y cuando Cartago se quejaba a Roma, ésta no le proporcionaba ayuda alguna.

El romano más furiosamente anticartaginés era, desde luego, Catón. En 157 a. C. formó parte de una misión romana que viajó a África para dirimir otra disputa entre Masinisa y Cartago. Catón se horrorizó de ver que Cartago gozaba de prosperidad y su pueblo de bienestar. Esto le pareció intolerable e inició una campaña para ponerle fin.

A partir de ese momento terminaba todos sus discursos, cualquiera que fuese el tema, con la frase: «Praeterea censo Carthaginem esse delendam» («soy también de la opinión de que Cartago debe ser destruida»).

En realidad, se trataba de algo más que de un mero prejuicio de su parte. Cartago, al hacer florecer nuevamente su comercio, competía con Italia en la venta de vino y aceite, y los terratenientes italianos (uno de los cuales era Catón) se veían perjudicados. Pero, por supuesto, con frecuencia el provecho privado se oculta tras una apariencia de gran patriotismo.

En 149 a. C., finalmente Catón tuvo su oportunidad. Las acciones de Masinisa finalmente arrastraron a Cartago a levantarse en armas contra su incansable enemigo. Se libró una batalla, que ganó Masinisa, y los cartagineses comprendieron de inmediato que Roma consideraría esa acción como una violación del tratado de paz, pues Cartago había hecho la guerra sin permiso de Roma.

Cartago envió delegados a dar explicaciones e hizo ejecutar a sus generales. Pero los romanos ya tenían una excusa. Aunque Cartago perdió la batalla, se hallaba completamente inerme y, además, estaba dispuesta a cualquier cosa para mantener la paz; Roma le declaró la guerra.

El ejército romano desembarcó en África y los cartagineses se dispusieron a aceptar cualquier exigencia, hasta la de entregar todas sus armas. Pero lo que exigían los romanos era que Cartago fuese abandonada, que los cartagineses construyesen una nueva ciudad a no menos de quince kilómetros del mar.

Los horrorizados cartagineses se negaron a eso. Si su ciudad iba a ser destruida, ellos serían destruidos con ella. Con el coraje y vigor de la desesperación, los cartagineses se encerraron en su ciudad, fabricaron armas casi sin elementos y lucharon, lucharon y lucharon sin pensar para nada en rendirse. Durante dos años, los asombrados romanos vieron fracasar todos sus intentos de abatir a su enloquecido adversario.

En ese lapso murieron los dos enemigos de Cartago: Catón y Masinisa, el primero a los ochenta y cinco años de edad y el segundo a los noventa. Ninguno de esos crueles hombres vivieron para ver destruida a Cartago. Ambos pasaron sus últimos años observando la humillación de las armas romanas por el enemigo cartaginés.

Fin de la 3ª Guerra Púnica, 146 a. C.

Finalmente, en 147 a. C., fue enviado a Cartago Escipión el Joven. Este dio nuevo impulso a la campaña, y quizá contribuyó a su éxito la magia del nombre, aunque sólo fuese adoptado. En 146 a. C. (607 A. U. C.), Cartago finalmente fue tomada e incendiada hasta los cimientos. Aquellos de sus habitantes que no optaron por morir en las llamas fueron muertos o esclavizados, y Escipión el Joven se ganó el apodo de «Africanus Minor» («el Joven Africano»).

Cartago fue totalmente arrasada y su territorio anexado a los dominios romanos con el nombre de Provincia de África. Los romanos de la época no querían que jamás volviese a levantarse una ciudad en ese sitio. Pero cien años más tarde se fundó una nueva Cartago, pero una Cartago romana. Los viejos cartagineses de origen fenicio desaparecieron para siempre.

Polibio no permaneció en Grecia, sino que marchó presurosamente a África para estar con su amigo Escipión y presenciar el gran suceso que le serviría para dar fin a su historia. Relata que Escipión observó el incendio de Cartago con aire pensativo y citando versos de los poemas de Homero. Polibio le preguntó en qué pensaba, y Escipión le respondió que la historia tiene altibajos y no podía por menos de pensar que quizá algún día Roma sería saqueada como lo estaba siendo Cartago en ese momento.

Escipión, por supuesto, tenía razón. Unos cinco siglos y medio más tarde, Roma fue saqueada, y los invasores iban a provenir de… ¡Cartago!

Mientras los romanos libraban con Cartago la batalla final, nuevos desórdenes estallaron en el Este. Grecia y Macedonia estaban prácticamente en la anarquía. Los romanos no gobernaban ellos mismos la región, pero tampoco permitían la formación de gobiernos nativos fuertes. Esto hacía que toda ella fuese presa de interminables querellas políticas en tierra y de la piratería en el mar. Las cuatro repúblicas en que había sido dividida Macedonia reñían constantemente entre ellas.

Muchos griegos pensaron que había llegado el momento de luchar por la libertad. Un aventurero macedónico llamado Andrisco pretendió ser hijo de Perseo y se proclamó rey de Macedonia en 148 a. C. Ganó aliados en Grecia e hizo también una alianza con la pobre y agonizante ciudad de Cartago.

Los romanos enviaron rápidamente un ejército al mando de Quinto Cecilio Metelo, quien fácilmente derrotó a Andrisco en la Cuarta Guerra Macedónica. Fue el fin de toda aspiración a la independencia que pudiera abrigar Macedonia. En 146 a. C. fue transformada en una provincia romana, y así empezó Roma a anexarse directamente territorios del Este.

Pero en Grecia las cosas fueron demasiado lejos. La Liga Aquea estaba tan ansiosa de desafiar a Roma que no pudo refrenarse. Los enviados de Metelo fueron insultados, y éste se vio obligado a marchar hacia el Sur. Era un admirador de la cultura griega y deseaba tratar a Grecia lo más suavemente posible, pero en 146 a. C. fue reemplazado por Lucio Mummio, hombre de escaso saber. Mummio había adquirido cierta experiencia militar en España y no sentía el menor interés por los griegos; lo único que deseaba era ganar un triunfo.

La ciudad principal de la Liga Aquea era Corinto. Al acercarse Mummio, Corinto se rindió sin ofrecer ninguna resistencia, de modo que la Guerra Aquea terminó antes de haber comenzado. Pero no era esto lo que deseaba Mummio. Trató a Corinto como si hubiese sido tomada por asalto, saqueando y matando. Los habitantes fueron vendidos como esclavos y valiosísimas obras de arte fueron llevadas a Roma.

Mummio, que no entendía nada de arte, se puso en ridículo para siempre por las instrucciones que dio a los capitanes de los barcos en los que se embarcaron grandes pinturas. «Que no se arruinen —les dijo— o tendréis que reemplazarlas». La Liga Aquea fue disuelta y se extinguieron las últimas miserables chispas de la libertad griega.

También en el Oeste lejano los ejércitos romanos tuvieron tarea. Las tribus nativas de España Occidental (la «Lusitania», que ocupaba el territorio de la moderna Portugal) se rebelaron contra la crueldad de los gobernadores romanos, bajo el liderazgo de un pastor lusitano llamado Viriato. Durante diez años, de 149 a 139 a. C., Viriato llevó una triunfal guerra de guerrillas contra los romanos. En una ocasión atrapó a un ejército romano en un paso de montaña e impuso una paz temporal. Pero en 139 a. C., el dinero romano compró la traición de algunos de los amigos de Viriato, y el lusitano fue asesinado.

Aun así, los lusitanos siguieron resistiendo. Una vez más fue llamado Escipión el Joven. En 133 a. C., finalmente (después de un largo asedio), capturó la ciudad de Numancia, en el noreste de España. Había sido el centro de la resistencia, y, después de tomada, la España Septentrional se convirtió en territorio romano. Ahora sólo conservaron su independencia los nativos del extremo noroccidental.

Ese mismo año, Roma se estableció por primera vez en Asia. El rey de Pérgamo, el leal y viejo aliado de Roma, era Atalo III. Había llegado al trono en 138 antes de Cristo, no tenía herederos directos ni esperaba tenerlos. Si moría sin tomar alguna medida concerniente a la sucesión, otros reinos de Asia Menor se disputarían el país y los romanos intervendrían para perjuicio de todos. Consideró juicioso recibir lo inevitable con una sonrisa. En su testamento dejó su reino a Roma.

Cuando murió, en 133 a. C., Roma aceptó el don y reorganizó el país, que pasó a ser la provincia de Asia. Tuvo que sofocar una rebelión de algunos que no querían convertirse en romanos, pero lo hizo con pocas dificultades, y en 129 a. C. el país estaba en calma.

En 133 a. C., pues, el mundo mediterráneo era casi totalmente romano. Un siglo antes, Roma sólo dominaba Italia. Ahora casi toda España era suya, como lo eran el África Central del Norte, Macedonia, Grecia, Pérgamo y las islas del Mediterráneo Occidental y Central. A lo largo de todas las costas de este mar había reinos nominalmente independientes, pero que eran aliados romanos o, al menos, reinos intimidados y sumisos.

El Egipto Tolemaico siguió bajo el gobierno de reyes débiles que se preocupaban por obtener el favor romano y que eran poco más que títeres romanos.

Sólo el Imperio Seléucida conservó cierto poder durante un tiempo. Antíoco III murió en 187 a. C., pero bajo sus hijos el reino se recuperó del daño que le había hecho Roma. En 175 a. C. subió al trono Antíoco IV. Había sido llevado como rehén a Roma después de la batalla de Magnesia y había sido educado allí. Pero una vez que fue rey pensó que podía seguir luchando con los egipcios al viejo estilo. Trató de hacerlo y obtuvo algunas victorias, pero los romanos intervinieron y lo obligaron a retroceder.

Antíoco IV, resentido por la derrota, buscó batallas más fáciles en otras partes. Judea estaba bajo su dominio, de modo que declaró ilegal el judaísmo e intentó obligar a los judíos a aceptar la cultura griega. Los judíos se rebelaron y, bajo la familia de los Macabeos, crearon un reino independiente.

Después de la muerte de Antíoco IV, en 163 a. C., empezó la decadencia final del Imperio Seléucida. Las tribus nativas del Este, que habían sido sometidas primero por Alejandro Magno y luego por Antíoco III, se independizaron para siempre y, en 129 a. C., hasta tomaron Babilonia. Después de esto, el poderoso Imperio Seléucida quedó reducido a Siria solamente y agotó sus energías en guerras civiles entre diferentes miembros de la familia seléucida, cada uno de los cuales quería subir a ese trono sin valor. Tampoco ellos pudieron ofrecer resistencia a Roma.