Quienquiera que considerase el siglo y medio de constantes victorias de Roma sobre los samnitas, los galos, los griegos y los cartagineses, y su expansión desde ser una pequeña mancha en el centro de Italia hasta el dominio de toda la Península y de los mares que la rodean, jamás habría adivinado que estaba al borde del desastre. Sin embargo, lo estaba, pues tenía un implacable enemigo, un solo hombre, el general cartaginés Amílcar Barca.
Amílcar tenía clara conciencia de que había superado a los romanos allí donde se había enfrentado con ellos, en Sicilia y en Italia. Si su nación había sido derrotada, fue solamente porque él había nacido demasiado tarde y había alcanzado la edad suficiente para combatir sólo después de perdida la guerra. Él no había sido derrotado y sentía una profunda amargura por la victoria romana.
Tampoco podía decirse filosóficamente a sí mismo que la guerra era la guerra, que Roma estaría satisfecha con sus conquistas y que Cartago debía olvidar el pasado y comenzar de nuevo en paz. Podía haber llegado a pensar de este modo si sólo se hubiese tratado de la pérdida de Sicilia. Los romanos habían tomado la isla después de una pareja lucha de muchos años y les había costado mucha sangre. Pero la extorsión por Roma de Cerdeña y Córcega en un momento en que Cartago era impotente debe de haberle parecido a Amílcar un acto de implacable intimidación.