Sicilia fue el primer territorio fuera de los límites de Italia propiamente dicha que cayó en manos romanas. Su mayor distancia y su separación por el mar hicieron que pareciera diferente al gobierno romano. Las tierras de Italia estaban llegando a ser consideradas como una «confederación italiana», como una patria cada vez más unificada; pero Sicilia era una tierra extraña, en la que había griegos, cartagineses y tribus nativas que habían sido sojuzgadas durante siglos y tenían poco en común con los italianos.
Por ello, Roma consideró a Sicilia como una propiedad conquistada que no podía formar parte integrante del complejo sistema gubernamental impuesto a Italia. Se envió a Sicilia un magistrado cuya gama de funciones («provincia») incluía el gobierno total del territorio. Sus edictos eran las leyes de éste, y era su tarea recoger tributos del territorio y hacer de su propiedad y administración algo provechoso para Roma.
El término «provincia» llegó a aplicarse al territorio mismo, y Sicilia fue la primera provincia de Roma, organizada como tal en 241 a. C. Naturalmente, cuando un magistrado era enviado a gobernar una provincia, habitualmente cuidaba de que no todo el dinero que recaudaba fuese enviado a Roma. Una parte quedaba en sus manos. Se daba por sentado que un funcionario gubernamental romano a quien se asignaba una provincia debía enriquecerse. De esto se sigue que, en general, las provincias eran mal gobernadas (no siempre, por supuesto, ya que hasta en los peores tiempos hay algunos funcionarios honestos).
Sicilia no fue por mucho tiempo la única provincia de Roma.
La larga guerra que llevó a Cartago al borde de la ruina había paralizado su comercio e introducido el caos en sus asuntos comerciales. Había llevado a cabo sus guerras principalmente con tropas mercenarias, y ahora carecía de dinero para pagarles. Los mercenarios pronto se rebelaron y trataron de cobrarse (con creces) saqueando la ciudad.
Amílcar, el único cartaginés que podía resistir con indomable espíritu los desastres que se abatían sobre Cartago, tomó el mando de las tropas leales que pudo hallar y, después de una desesperada lucha de tres años, destruyó a los mercenarios en 237 a. C.
Roma observaba, sin intervenir directamente, totalmente dispuesta a dejar que Cartago se desgarrase. En 239 antes de Cristo, mercenarios de la isla de Cerdeña, que aún era cartaginesa, ofrecieron a Roma entregarle la isla, pues corrían el peligro de ser destruidos por Amílcar. Roma aceptó prestamente y envió una fuerza de ocupación en 238 a. C.
Cartago protestó con todo derecho, afirmando que eso era una ruptura del tratado de paz. Roma le declaró la guerra, desdeñosamente, y ofreció a Cartago anular la declaración de guerra sólo si Cartago no sólo cedía Cerdeña, sino también Córcega (isla que está inmediatamente al norte de Cerdeña). Cartago, impotente, tuvo que aceptar, y Cerdeña y Córcega se convirtieron en territorio romano.
Los romanos tardaron varios años en aplastar la resistencia de las tribus nativas de las islas, pero en 231 a. C. estaban suficientemente pacificadas como para ser organizadas en una segunda provincia.
Tal era la situación entonces que Roma, al observar hacia el exterior, halló todo en un estado de profunda paz. Por primera vez desde el reinado de Numa Pompilio, quinientos años antes, el templo de Jano fue cerrado.
Pero los éxitos de Roma la cargaron con nuevas responsabilidades. Ahora que era una gran potencia naval tenía que preocuparse por el problema de la piratería en alta mar.
En tiempos de la Primera Guerra Púnica, esa piratería se centraba en la costa oriental del mar Adriático, región conocida como Iliria. Bajo los poderosos reyes macedónicos Filipo II y Alejandro Magno, los ilirios se hallaban bajo una firme dominación. Durante los desórdenes que siguieron a la muerte de Alejandro, las tribus ilíricas reconquistaron su independencia y libertad de acción, lo cual significaba piratería.
La costa (que actualmente pertenece a Yugoslavia) es accidentada, con muchas islas, y los nativos podían hacer del filibusterismo un provechoso negocio. Sus barcos ligeros podían salir y atacar rápidamente, para luego perderse entre las islas si eran perseguidos por barcos de guerra. Los griegos, que estaban al sur de Iliria, sufrieron enormemente a causa de esas incursiones piratas.
Macedonia, situada al este de Iliria, parecía la potencia apropiada para pedir ayuda. En 272 a. C., después de la muerte del belicoso e inquieto Pirro, se hallaba bajo la mano firme de Antígono II, nieto de uno de los generales de Alejandro Magno. Sus descendientes, los «antigónidas», conservaron el gobierno durante un siglo.
Por desgracia, Macedonia estaba continuamente enredada en las eternas querellas políticas de Grecia y en guerras con el Egipto Tolemaico, y, al parecer, no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de la piratería ilírica. Por ello, los griegos se volvieron a la nueva potencia, Roma, como alternativa natural. Acababa de demostrar su fuerza en el mar y su vigor en general; además, estaba justo frente a Iliria, del otro lado del Adriático.
Roma, siempre bien dispuesta, envió embajadores para advertir a la reina iliria de las consecuencias que podría tener el contrariar a los romanos. La reina inmediatamente los hizo matar. Roma envió entonces doscientos barcos que ajustaron las cuentas a los ilirios en 229 a. C. Una segunda campaña llevada en 219 a. C. contra el sucesor de la reina puso fin a la piratería iliria.
Como consecuencia de la Guerra Ilírica, Roma se adueñó de la isla griega de Corcira, que había sido una posesión iliria durante medio siglo. Está frente al extremo meridional de la costa ilírica y a ochenta kilómetros al sudeste del talón de la bota italiana.
Los griegos se regocijaron en sumo grado de ver el fin de los piratas ilirios y trataron a los romanos con toda muestra de respeto. Hasta les permitieron participar en algunas de sus fiestas religiosas, signo de que consideraban a los romanos como un pueblo civilizado a la par de los mismos griegos.
Mientras los romanos aplastaban a los ilirios, un peligro mayor apareció en el Norte. Los galos, reforzados con contingentes de sus parientes del otro lado de los Alpes, repentinamente lanzaron una nueva invasión sobre el Sur, en 225 a. C. Hicieron correrías por Etruria y llegaron a Clusium, la vieja ciudad de Lars Porsena. Allí se detuvieron, al parecer perdieron ánimo y se retiraron.
Los romanos los siguieron bajo el mando de su cónsul Cayo Flaminio. Éste era excepcional entre los líderes romanos por tener lo que hoy llamaríamos ideas democráticas. Cuando fue tribuno, en 232 a. C., logró imponer una distribución de tierras entre los plebeyos, pese a la oposición de los aristócratas del Senado y, en particular, contra la decidida oposición de su propio padre. Flaminio estimuló la creación de juegos para los plebeyos y trató de desalentar la dedicación al comercio de los senadores (donde podían usar su poder político para enriquecerse). No cabe sorprenderse, pues, de que fuese popular entre el pueblo romano e impopular entre los senadores.
Desgraciadamente, Flaminio no era muy buen general. Habitualmente atacaba sin examinar cuidadosamente la situación. En su primera batalla con los galos fue derrotado, y sólo consiguió a su vez derrotarlos después de recibir grandes refuerzos. Pero después de una segunda victoria obtenida en 222 a. C., la Galia Cisalpina quedó totalmente bajo el dominio romano.
Flaminio trató de asegurar esta victoria construyendo un camino que condujese hacia el Norte desde Roma. Comenzó la tarea en 220 a. C., cuando fue censor, y por la época en que la terminó, la Vía Flaminia fue extendida a través de los Apeninos hasta las costas del Adriático, sobre las fronteras de la Galia Cisalpina. En caso de rebelión de los galos, las tropas romanas podían acudir allí rápidamente.
Con las colonias romanas establecidas en la Galia Cisalpina, el poder romano se extendió hasta los Alpes. Roma dominaba ahora un territorio de unos 310.000 kilómetros cuadrados. Dominaba toda la región que constituye la moderna República Italiana (que incluye Sicilia y Cerdeña) y, además, Córcega y Corcira.