Los romanos en el mar

Quizá los romanos esperaban una guerra breve y fácil. Después de todo, los griegos habían logrado derrotar varias veces a los cartagineses. Sólo quince años antes, Pirro los había derrotado hábilmente, y Roma a su vez había derrotado a Pirro.

El optimismo de los romanos pareció más justificado aún después de lograr una gran victoria sobre Cartago en Agrigento, sobre la costa meridional de Sicilia, en 262 antes de Cristo. Pero a lo largo de toda su historia, cuando mejor luchaban los cartagineses era cuando estaban con la espalda contra la pared. Obligaron a los romanos a luchar desesperadamente a cada paso, y su lejano baluarte occidental de Lilibeo parecía inexpugnable.

Ningún griego había logrado tomar Lilibeo, y los romanos pensaron que a ellos no les iría mejor. Tampoco podían poner sitio a Lilibeo para rendirla por hambre mientras la flota cartaginesa pudiera llevar cómodamente alimentos y suministros al puerto.

Los romanos, entonces, tomaron una osada decisión. Combatirían y derrotarían a los cartagineses en el mar.

Parecía una decisión insensata, pues Cartago tenía una larga historia de habilidad marina. Poseía la mayor flota del Mediterráneo Occidental y una tradición centenaria de comercio y guerra en el mar. En cuanto a los romanos, todas sus victorias las habían obtenido en tierra. Tenían barcos, claro está, pero pequeños; ninguno que pudiese osar aproximarse a los barcos de guerra cartagineses. Los romanos ni siquiera sabían construir grandes barcos. ¿Cómo, pues, podían abrigar la esperanza de poder combatir en el mar?

Afortunadamente para Roma, un quinquerreme (un barco con cinco hileras de remos, en vez de las tres que tenían los trirremes romanos, mucho más pequeños) cartaginés naufragó y fue arrojado a la costa en la punta de la bota italiana. Los romanos lo estudiaron y aprendieron cómo construir un quinquerreme. Indudablemente recibieron ayuda de sus súbditos griegos (pues también los griegos tenían una larga tradición naval).

Los romanos procedieron a construir una cantidad de quinquerremes, y mientras lo hacían entrenaron a las tripulaciones en tierra.

Esto no fue tan difícil como podría parecer, ya que los romanos no tenían ninguna intención de superar a los hábiles capitanes marinos cartagineses, pues ciertamente habrían fracasado. En cambio, equiparon a sus barcos con garfios. Su intención era ir directamente en busca del enemigo, adherirse firmemente a los barcos cartagineses mediante los garfios y luego hacer pasar sus hombres a ellos. Los romanos pretendían crear condiciones que les permitieran librar algo equivalente a una batalla terrestre, que tendría lugar en las cubiertas de los barcos.

En 260 a. C. los romanos estuvieron listos. Un pequeño contingente de su flota fue capturado por los cartagineses, lo que debe de haber inspirado a éstos un exceso de confianza. El cuerpo principal de la flota romana, recién salida de los bosques italianos, zarpó bajo el mando de Cayo Duilio Nepote. Era él quien había diseñado los garfios. Eran vigas con largas púas fijadas por debajo. Se las levantaba cuando el barco romano se aproximaba y se las dejaba caer pesadamente cuando estaba junto al barco enemigo. Los pinchos se clavaban profundamente en la cubierta enemiga y los dos barcos permanecían unidos.

La flota romana encontró a la cartaginesa frente a Milas, puesto marino situado a 24 kilómetros al oeste de Messana. Los barcos se aproximaron, cayeron las vigas, se clavaron las púas y los soldados romanos se abalanzaron sobre los sorprendidos cartagineses, a los que derrotaron casi sin lucha. Catorce barcos cartagineses fueron hundidos y treinta y uno tomados. La reina de los mares fue derrotada por un recién llegado. Duilio Nepote obtuvo el primer triunfo naval de la historia romana.

Pero la voluntad de lucha de los cartagineses se mantuvo. Su fortaleza de Sicilia Occidental permanecía firme, y los cartagineses tenían suficientes barcos y suficiente habilidad como para mantenerla aprovisionada.

Los romanos, entonces, decidieron tomar otra medida e imitar a Agatocles, es decir, atacar a Cartago en su propio terreno, como había hecho aquél (véase el capítulo El Samnio y más allá de él en la sección 3). En 256 a. C. se equipó una enorme flota de 330 trirremes y se la puso bajo el mando de Marco Atilio Régulo, quien era cónsul a la sazón.

La flota bordeó la parte oriental de Italia, su talón, y navegó a lo largo de la costa meridional. A mitad de camino, frente a un lugar llamado Ecnomo, se encontró con una flota cartaginesa aún mayor. Se libró una segunda batalla naval, la mayor de todas las libradas hasta entonces, y nuevamente los romanos obtuvieron la victoria. Abatida temporalmente la potencia marítima cartaginesa, el camino quedaba despejado y los romanos enfilaron hacia la costa cartaginesa.

Se repitió exactamente la misma situación que en tiempo de Agatocles. Los cartagineses no habían aprendido la lección: que su tierra no era inmune a la guerra. Aún estaba desarmada y sin defensa, y Régulo no halló dificultad alguna para derrotar a los ejércitos cartagineses apresuradamente reclutados y en dominar la región. Finalmente, apareció ante los muros de Cartago, y cuando ésta, atemorizada hasta la locura, se mostró dispuesta a hacer la paz, Régulo planteó exigencias tan extremas que el gobierno cartaginés decidió luchar. Era preferible sucumbir combatiendo.

Por entonces estaba en Cartago un espartano llamado Jantipo. Hacía mucho que habían pasado los tiempos de la grandeza militar de Esparta, pero la vieja tradición sobrevivía en los corazones de muchos espartanos. Jantipo habló audazmente y dijo a los cartagineses que habían sido derrotados no por los romanos, sino por la incompetencia de sus generales.

Tan bien habló y tan convincentes sonaron sus palabras que los enloquecidos cartagineses le dieron el mando. Logró esforzadamente reunir un ejército, al que agregó 4.000 jinetes y 100 elefantes. En 255 a. C. condujo sus tropas contra los romanos, debilitados desde hacía algún tiempo porque una gran parte del ejército había sido llamado a combatir en Sicilia. Régulo podía haberse retirado, pero decidió que el orgullo romano exigía que permaneciese en su puesto y luchara. Luchó, fue derrotado y tomado prisionero. La primera invasión romana de África terminó, así, en un completo fracaso.

El Senado romano, al recibir noticia de esto, envió su flota con refuerzos a África. Esta flota derrotó a los barcos cartagineses que trataron de impedirle el paso, pero luego tuvo que enfrentarse con un enemigo peor. Si los romanos hubiesen tenido mayor experiencia, habrían reconocido los signos de una inminente tormenta, y habrían sabido que hasta los barcos romanos debían buscar refugio ante una tormenta. Llegó la tormenta, la flota romana fue destruida y perecieron ahogados miles de soldados romanos.

Los cartagineses, alentados al enterarse de esto, enviaron refuerzos, y hasta elefantes, a Sicilia. Pero los romanos, reaccionando como poseídos por los demonios, construyeron una nueva flota en tres meses. Esta flota zarpó a Sicilia, donde ayudó a tomar Panormo: luego patrulló la costa africana sin hacer nada importante y, cuando quiso volver a Roma, también fue atrapada por una tormenta y destruida.

La guerra continuó inútilmente en Sicilia, y en 250 antes de Cristo los cartagineses pensaron en la conveniencia de llegar a una paz de compromiso. Enviaron una embajada a Roma para proponerla, y Régulo, el general romano capturado, acompañó a la embajada para apoyar (así lo había prometido) el pedido de paz. Régulo dio su palabra de honor de volver a Cartago si la embajada fracasaba.

Pero cuando la embajada llegó a Roma, Régulo, para sorpresa y horror de los cartagineses, se levantó ante el Senado para decir que no merecía la pena salvar a prisioneros como él, que se habían rendido en vez de morir en la batalla, y que la guerra debía continuar hasta el fin.

Luego volvió a Cartago, donde los encolerizados cartagineses lo torturaron hasta su muerte. (Esta historia puede no ser verdadera. Todo lo que sabemos de los cartagineses es lo que nos han dicho autores griegos y romanos, inveterados enemigos de Cartago. Se complacían en relatar historias de atrocidades, y no han sobrevivido escritos cartagineses de autodefensa o de contraataque).

En 249 a. C., los romanos construyeron otra flota y la enviaron contra Lilibeo, que aún, después de quince años de guerra, seguía firmemente en manos de los cartagineses. Al mando de esta flota se hallaba Publio Claudio Pulcro («Claudio el Hermoso»), hijo menor del viejo censor y hermano de aquel Apio Claudio que fue el primero en conducir un ejército romano a Sicilia.

En vez de mantener el asedio de Lilibeo, Claudio Pulcro decidió atacar a la flota cartaginesa que estaba en Drepanum, a 32 kilómetros al norte. Como era habitual en aquellos tiempos, los sacerdotes de a bordo esperaron augurios favorables de los pollos. Pero los pollos no comían, lo cual era muy mal augurio. Claudio Pulcro era un romano que desdeñaba tales creencias supersticiosas. Cogió los pollos y los arrojó al mar, diciendo: «Pues si no quieren comer, que beban».

Pero si el almirante no era supersticioso, lo eran los marinos, quienes se desalentaron totalmente ante este sacrilegio.

Más grave aún era que Claudio Pulcro no ocultó sus movimientos y perdió la ventaja de la sorpresa. Los cartagineses lo estaban esperando y lo derrotaron, destruyendo su flota. El jefe romano pronto fue llamado de vuelta, juzgado por alta traición (a los pollos, supongo) y se le impuso una pesada multa. Poco después se suicidó.

Finalmente, los cartagineses hallaron el hombre que necesitaban desde hacía mucho. Se trataba de Amílcar Barca, quien fue hecho jefe de los ejércitos sicilianos en 248 a. C., cuando era todavía muy joven. Si desde un comienzo alguien como él hubiese estado al mando de los cartagineses, éstos habrían ganado. Pero en ese momento ya defendía una causa esencialmente perdida.

No obstante, hizo maravillas. Durante dos años asoló la costa italiana y luego, lanzándose sobre Panormo, se apoderó de ella por sorpresa y continuó realizando incursiones por Sicilia. Los romanos no podían atraparlo ni detenerlo. Y Lilibeo todavía resistía firmemente contra los romanos.

Pero en aquellos años la salvación de los romanos estuvo sencillamente en que jamás cedieron. En 242 a. C., construyeron otra flota y derrotaron a la flota cartaginesa frente a la costa occidental de Sicilia. Esto puso fin a toda posibilidad de enviar refuerzos y suministros al audaz Amílcar.

Con renuencia, Amílcar decidió que no había más remedio que hacer la paz, en los términos que fueran. La nación cartaginesa había quedado tan desquiciada por la prolongada guerra que estaba al borde del desastre absoluto. En 241 a. C., Amílcar hizo la paz, con la cual terminó la Primera Guerra Púnica veintitrés años después de ser iniciada.

Era una clara derrota de los cartagineses. Estos fueron expulsados de Sicilia, que desde entonces fue completamente romana, excepto la parte más oriental, gobernada por Hierón II de Siracusa, fiel aliado de Roma. Además, Cartago tuvo que pagar una pesada indemnización. Aun así, Cartago se salvó con suerte. Si Roma no hubiese estado agotada por sus esfuerzos, habría llevado la guerra más adelante.