Roma dominaba ahora toda Italia al sur de la frontera de la Galia Cisalpina. Esta frontera estaba en las márgenes del pequeño río Rubicón. En siglos posteriores, aunque la marea de la conquista romana se había desbordado mucho más allá de ese límite, el río Rubicón siguió siendo considerado como la frontera de Italia.
No toda la Italia romana era gobernada del mismo modo. De hecho, Roma tenía una variedad de métodos de dominación y los usaba a todos. Algunas regiones eran completamente romanas y sus habitantes tenían plenos derechos de ciudadanía (y hasta podían votar si iban a Roma para hacerlo). En algunas ciudades tenían el poder colonos romanos, hombres de experiencia militar que vivían allí con sus familias. Permanecían como guarniciones en un territorio potencialmente hostil. Otras regiones tenían una alianza con Roma, con mayor o menor grado de autonomía. Y otras zonas en las que había existido considerable enemistad hacia Roma estaban sometidas a un rígido control, con escasa o ninguna autonomía. Las ciudades o regiones podían cambiar de rango, según su conducta, y recibir mayores derechos como recompensa por su lealtad o degradadas como castigo a la deslealtad.
En todos los casos, Roma tenía las riendas y arreglaba las cosas de modo de impedir que diferentes ciudades hiciesen causa común. Al colocar a distintas ciudades en diferentes sistemas de gobierno, hacía más improbable que hallaran una base para una acción común. A través de toda su historia, Roma mantuvo su ascendiente en parte dividiendo las regiones gobernadas y en parte uniendo todo lo posible los intereses de cada una de ellas con Roma, por el temor o por la esperanza. La política de «¡Divide y triunfarás!» se hizo tan famosa que esa frase ha sido familiar para todas las generaciones siguientes, hasta nuestra época.
Inicio de la Primera Guerra Púnica, 264 a. C.
Roma ejercía ahora su dominación sobre más de ciento treinta mil kilómetros cuadrados, con una población de unos cuatro millones de habitantes. Un siglo después de haber sido arrasada por los galos había llegado a ser una potencia mundial, en pie de igualdad con Cartago y los diversos reinos helenísticos.
Como potencia mundial, y la última y la que más rápidamente había surgido, Roma tenía que despertar la envidia y las aprensiones de las viejas potencias. En particular, fue ahora Cartago la que se sintió alarmada, pues ella y Roma eran las dos grandes potencias del Mediterráneo Occidental, y Cartago pensó (con toda razón, como se vio más tarde) que sólo había lugar para una.
Dejé antes la historia de Cartago en la época de su fundación, con el cuento mítico de Dido y Eneas (véase el capítulo La fundación de Roma). Al principio, Cartago sólo fue una de una serie de ciudades coloniales del Mediterráneo Occidental fundadas por los fenicios, aunque ella fue la de mayor éxito. Pero poco después del 600 a. C., Nabucodonosor de Babilonia conquistó Fenicia y destruyó su poder. Esto dejó solas a las colonias fenicias, que se agruparon alrededor de Cartago, cuya flota se convirtió entonces en la más poderosa de Occidente.
Cartago halló sus principales enemigos en los colonos griegos, que a la sazón estaban expandiéndose hacia el Oeste desde hacía dos siglos y medio, desbordándose sobre Italia y Sicilia. A fin de combatir a los griegos, Cartago estaba dispuesta a aliarse con las potencias nativas de la tierra firme italiana. Al principio se aliaron con los etruscos, y en la batalla de Alalia (véase el capítulo La dominación etrusca), por el 550 a. C., la expansión griega fue frenada en forma permanente.
Bajo su primer líder militar enérgico, Magón, Cartago extendió su influencia sobre la gran isla de Cerdeña, situada al oeste de Italia, y sobre las Islas Baleares, más pequeñas y situadas a 360 kilómetros al oeste de Cerdeña. Se supone que en la más oriental de estas islas fundó una ciudad que en tiempos antiguos era llamada Portus Magonis y que aún hoy se llama Mahón.
Cartago estableció puestos comerciales en las costas del Mediterráneo Occidental y también efectuó exploraciones más allá del Mediterráneo. Hay oscuros relatos de expediciones al Atlántico que llegaron hasta las Islas Británicas y de otras que exploraron la costa occidental de África y que hasta quizá hayan circunnavegado este continente.
El principal y duradero conflicto de Cartago en los siglos de su grandeza fue con los griegos de Sicilia. Los griegos habían ocupado los dos tercios orientales de la isla, pero los cartagineses tenían el tercio occidental, que incluía Panormo, la moderna Palermo, sobre la costa septentrional, y Lilibeo en el extremo occidental.
Los avatares de la guerra en Sicilia variaban sin que se llegase nunca a una victoria completa de una parte u otra. Cuando los cartagineses tenían generales capaces se adueñaban de toda la isla, excepto de Siracusa. Nunca pudieron capturar esta ciudad. Cuando los griegos combatían bajo un jefe enérgico, como Dionisio, Agatocles o Pirro, se apoderaban de toda la isla, excepto Lilibeo, ciudad que nunca lograron capturar.
Pirro también fracasó en Lilibeo, y cuando abandonó Sicilia, en una clarividente profecía dijo: «¡Qué campo de batalla dejo para los romanos y los cartagineses!».
Hasta entonces, Cartago y Roma habían sido amigas desde hacía dos siglos y medio, pues tenían un enemigo común en los griegos. Ya en 509 a. C., cuando Roma se hallaba aún bajo los Tarquines, Cartago había firmado un tratado comercial con ella. En 348 a. C. este tratado fue renovado y todavía en 277 a. C. Cartago y Roma formaron una alianza contra Pirro.
Pero ahora Pirro se había marchado y las ciudades griegas de Italia habían sido tomadas por Roma.
Pero a Cartago le quedaba el viejo campo de batalla de Sicilia. Siracusa aún era fuerte y, después de la partida de Pirro, su general Hierón era el griego más destacado de Occidente. Había combatido bien bajo Pirro y era un hombre valiente y capaz.
La primera hazaña bélica de Hierón fue contra los mamertinos, a quienes Pirro había acorralado en Messana, en el extremo noreste de la isla (véase Pirro en esta misma sección). Ahora estaban surgiendo de nuevo y haciendo estragos. Hierón marchó contra ellos, los derrotó en 270 a. C. y los confinó nuevamente a Messana. Los agradecidos siracusanos lo hicieron rey, con el nombre de Hierón II.
Después de asegurar su dominación, Hierón decidió volver a Messana, en 265 a. C., y, en alianza con Cartago, arrasar para siempre la fortaleza mamertina. Bien podía haberlo hecho, pero los mamertinos, reflexionando en el hecho de que a fin de cuentas eran soldados italianos, pidieron ayuda a la potencia mundial italiana: Roma.
Roma siempre respondía a tales llamadas, y un ejército encabezado por Apio Claudio Caudex (un hijo del viejo censor) pasó a Sicilia y derrotó fácilmente a las fuerzas de Hierón, en 263 a. C.
Hierón no esperó una segunda derrota. Vio bien dónde estaba el futuro; se retiró a Siracusa y firmó una paz separada con Roma. Hasta el fin de su largo reinado (gobernó durante cincuenta y cinco años y murió en 215 antes de Cristo, cuando tenía más de noventa años de edad) fue un fiel aliado de Roma. Por ello, Roma dejó en paz a Siracusa y en el pleno goce de su autonomía. Fue el medio siglo más pacífico y próspero que tuvo nunca Siracusa, y mientras en otras partes se producía el ocaso del poder griego, Siracusa pasó por una Edad de Oro.
Pero la guerra entre Roma y Cartago continuó. Para Roma, los cartagineses eran «poeni» (su versión de «Fenicia», la tierra de la que provenían los cartagineses). Por ello esa primera guerra con Cartago es llamada la Primera Guerra Púnica.