Por supuesto, los romanos, aun bajo una república, debían tener a alguien que los gobernase. Para evitar que este gobernante tuviese demasiado poder (no más Tarquinos, habían decidido los romanos), fue elegido por un año solamente y no podía ser reelegido de inmediato. Además, para asegurarse doblemente, fueron elegidos dos gobernantes, y no sería válida ninguna decisión que no fuese tomada por ambos de común acuerdo. De este modo, aunque uno de los gobernantes anuales hiciese algún intento para aumentar su poder, el otro, por celos naturales, le haría frente. Y ambos, en ciertos aspectos importantes, tenían que inclinarse ante el Senado.
Este sistema funcionó bien durante varios siglos.
Al principio, estos gobernantes electos fueron llamados pretores, voz proveniente de palabras que significaban «ir a la cabeza». Más tarde, el hecho de que fueran dos pareció lo más importante del cargo y fueron llamados cónsules, que significa «asociados». En otras palabras, debían «consultarse» uno al otro y llegar a un acuerdo antes de emprender una acción.
Es por este nombre de «cónsules» por el que mejor conocemos a estos gobernantes. Luego fueron llamados pretores otros magistrados secundarios que servían bajo las órdenes de los cónsules.
Los cónsules estaban al frente de las fuerzas armadas de Roma y su misión particular era dirigir esos ejércitos en la guerra. Dentro de la ciudad, una clase inferior de magistrados, los cuestores, también elegidos de a dos y por el término de un año, actuaban como jueces y supervisaban los juicios penales. (La palabra «cuestor» significa «indagar por qué»). En años posteriores, su función cambió y actuaron como funcionarios financieros a cargo del tesoro público.
Los primeros años de la República Romana fueron realmente duros. Para empezar, la ciudad tuvo que hacer frente a la hostilidad de las poderosas ciudades etruscas, a las que el exiliado Tarquino pidió ayuda en sus esfuerzos para recuperar el trono. Sin duda, los etruscos fueron inducidos a pensar que Roma se volvería peligrosa para ellos si no era regida por reyes de origen y simpatías etruscas. La tarea de combatir con los etruscos fue la principal que debieron asumir los dos primeros cónsules, que, naturalmente, fueron Colatino y Bruto.
Dentro mismo de Roma había quienes por una u otra razón eran favorables al retorno de los Tarquinos. Entre ellos se contaban dos hijos del mismo Bruto. Cuando fue descubierta la conspiración de sus hijos, correspondió a Bruto, en su condición de cónsul, el deber de juzgarlos. Éste colocó las necesidades de la República por encima de sus sentimientos como padre y se unió a Colatino en la dirección de su ejecución. Pero desde entonces, según los relatos tradicionales, la vida no tuvo ningún valor para Bruto y buscó la muerte en batalla. Finalmente, en una escaramuza con las fuerzas de Tarquino, Bruto vio realizados sus deseos y murió en singular combate con uno de los hijos de Tarquino.
La amenaza que se cernía sobre Roma se agudizó cuando Tarquino el Soberbio logró obtener la ayuda de Lars Porsena de Clusium, ciudad de Etruria central situada a unos 120 kilómetros al norte de Roma.
Las leyendas romanas dicen que Porsena y su ejército etrusco avanzaron hacia el Sur, hasta el Tíber, expulsando a los romanos de sus posiciones en el Monte Janículo, al oeste del río. Porsena habría entrado en Roma y aplastado la República si los romanos no hubiesen destruido a tiempo el puente de madera que atravesaba el río.