Adamsberg esperó a que se despertara Camille sentado en el borde de la cama. En cuanto estuvo vestida, se la llevó a caminar por el campo y le anunció la noticia suavemente, muy suavemente. Camille se sentó en la hierba con las piernas cruzadas y permaneció postrada un buen rato, con las manos agarradas a las botas, la mirada hacia el suelo. Adamsberg la sujetaba por el hombro, esperando que la conmoción se atenuara. Habló en voz baja y sin interrumpirse, para no dejar a Camille sola en el silencio de ese descubrimiento siniestro.
—No entiendo —dijo Camille en un murmullo—. No vi nada, no sentí nada. No había nada inquietante en él.
—No —dijo Adamsberg—. Estaba en dos pedazos, el hombre tranquilo y el niño destrozado. Lawrence y Stuart. Tú sólo tenías un pedazo. No debes arrepentirte de haberlo querido.
—Es un asesino.
—Es un niño. Lo hicieron polvo.
—Mató a Suzanne.
—Es un niño —repitió Adamsberg con firmeza—. No le dieron la oportunidad de vivir. Ésa es la verdad. Piénsalo así.
El Veloso se enteró con estupefacción, por boca de Soliman, de que no había ya ninguna esperanza de que el asesino fuera un hombre lobo. De que no serviría para nada abrir a Lawrence en canal desde la garganta hasta las pelotas, y que el inofensivo Massart llevaba muerto dieciséis días. El viejo encajó esa sórdida verdad con dificultad, pero, paradójicamente, la revelación de las verdaderas circunstancias de la muerte de Suzanne, que había sido quitada de en medio como un peón, lo tranquilizó. El remordimiento por no haber estado allí en el momento en que atacó el lobo le corroía la cabeza. Pero Suzanne no había sido víctima casual de un ataque imprevisto. Había sido atraída a una trampa que el Veloso, con toda su vigilancia, no habría podido evitar. Lawrence había tomado la precaución de alejar al pastor antes de llamar a Suzanne. Nada ni nadie habría cambiado nada. El Veloso respiró por fin.
—A ti, hijo, te he salvado el pellejo —dijo a Adamsberg.
—Te debo una —dijo Adamsberg.
—Ya me has dado algo.
—¿El vino?
—El asesino de Suzanne. Pero ten cuidado, hijo, ten mucho cuidado. Casi te mata, y la chica pelirroja también.
Adamsberg asintió.
—Sueñas demasiado, hijo —prosiguió el Veloso—, no velas lo suficiente. Eso no es bueno en tu trabajo. En cambio yo, no en vano me llaman el Veloso. Ágil, cojonudo, vista de águila.
—¿Qué viste, Veloso?
—Vi al canadiense salir tras de ti, y vi que no te quería bien. No estoy ciego. Yo creía que era por la chica. Y por la chica vi que iba a destriparte. Lo vi tan claro como te estoy viendo a ti.
—¿En qué lo viste?
—En su manera de andar.
—¿De dónde sacaste los cartuchos?
—Revolví tus cosas. ¿No es lo que hiciste tú para cogérmelos?
A las tres, Adamsberg entró en la gendarmería. Fromentin, Hermel, Montvailland, Aimont y cuatro gendarmes rodeaban a Lawrence, que, sentado al borde de la silla, los miraba con tranquilidad, con las muñecas esposadas. El canadiense siguió a Adamsberg con mirada atenta mientras éste iba saludando a sus colegas.
—Brévant acaba de llamar —dijo Hermel estrechándole la mano—. Acaban de desenterrar a Massart a ocho metros de su barraca, en la pendiente. Estaba sepultado con el dogo, el dinero y todo su equipo de montaña. Tiene las uñas cortadas al ras.
Adamsberg alzó los ojos hacia Lawrence, que seguía mirándolo fijamente, con una pregunta en la mirada.
—¿Camille? —preguntó.
—No se arrepiente de nada —respondió Adamsberg sin saber si era verdad.
Algo pareció relajarse en el cuerpo de Lawrence.
—Hay algo que sólo tú sabes —dijo Adamsberg aproximándose a él y acercando una silla para sentarse a su lado—. ¿Te quedaban hombres por matar, o Hellouin era el último?
—El último —dijo Lawrence con una sonrisa imperceptible—. Me los he cargado a todos.
Adamsberg asintió y comprendió que Lawrence no volvería a perder la calma nunca más.
Lawrence respondió a las preguntas de los policías durante más de veinte horas sin tratar de negar nada. Tranquilo, distante, colaborador a su manera. Pidió una silla limpia, porque consideraba que la que le habían dado estaba guarrindonga. La gendarmería también, guarrindonga.
Daba respuestas por retazos de frases elípticas pero precisas. Sin embargo, como no aportaba ninguna ayuda espontánea ni proponía ningún comentario, esperando pasivamente que lo interrogaran, más por mutismo natural que por mala voluntad, la policía pasó más de dos días arrancándole, triza a triza, la historia entera. Camille, Soliman y el Veloso fueron recibidos a lo largo de la jornada del martes, a título de testigos principales.
Al tercer día, Hermel se propuso para dictar un informe preliminar en lugar de Adamsberg. Éste, a quien ese tipo de ejercicio lógico y sintético producía aversión, aceptó su ofrecimiento con gratitud y se apoyó en la pared del despacho. Hermel recorrió rápidamente sus notas y las de sus colegas, las extendió sobre la mesa y puso en marcha la grabadora.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
—Miércoles 8 de julio.
—Bueno. Rápido. Condensamos, ya completaremos mañana. «Miércoles 8 de julio, 23:45 horas. Gendarmería de Châteaurouge, Haute-Marne. Informe tras el interrogatorio de Stuart Donald Padwell, de treinta y cinco años, hijo de John Neil Padwell, de nacionalidad americana, y de Ariane Germant, de nacionalidad francesa, inculpado de homicidios voluntarios y premeditados. Interrogatorio dirigido el 6, 7 y 8 de julio por el comisario Jean-Baptiste Adamsberg y el subteniente Lionel Fromentin, en presencia del comisario Jacques Hermel y del capitán Maurice Montvailland. John N. Padwell, padre del inculpado, fue encarcelado en la prisión de Austin, en 19…, ya me dará las fechas, por el asesinato con premeditación del amante de su mujer, Simon Hellouin, perpetrado ante los ojos de su hijo, que entonces tenía diez años.»
Hermel apagó la grabadora, dirigió una seña con la cabeza a Adamsberg.
—¿Se imagina eso? —dijo—. Delante del niño. ¿Dónde fue el niño después?
—Se quedó con su madre hasta el juicio.
—¿Y luego, cuando ella se largó?
—A una institución, una especie de orfanato estatal.
—¿Disciplina férrea?
—No, un establecimiento correcto, según Lanson. Pero si al niño le quedaba alguna posibilidad de evitar la psicosis, el padre la arruinó definitivamente.
—¿Las cartas?
—Sí. Durante el primer año, le escribió cinco o seis veces, luego la frecuencia se intensificó. Una carta al mes, y una a la semana cuando cumplió trece años, hasta los diecinueve.
Hermel tamborileó en la mesa meditabundo.
—¿Y la madre?
—Nunca dio noticias. Nunca volvió a ver a su hijo. Murió en Francia cuando él cumplió veintiún años.
Hermel sacudió la cabeza torciendo el gesto.
—Qué asunto más sórdido.
Alargó el brazo, puso en marcha la grabación.
—«Durante casi diez años, mediante una correspondencia continuada, John Neil Padwell preparó a su hijo, el joven Stuart, para la misión sagrada que quería hacerle cumplir, cito las palabras del inculpado. Con ese objetivo, Stuart, con veintidós años, cambió de identidad, gracias a la ayuda de un antiguo detenido, amigo de su padre, y se exilió a Canadá, ya me dará las fechas. Durante su encarcelamiento y hasta el fallecimiento de su mujer, John Padwell se garantizó los servicios de un detective, no sé su nombre, que siguió a la esposa, refugiada en Francia desde el final del juicio. Así fue como padre e hijo se mantuvieron informados de la vida amorosa de Ariane Germant, señora de Padwell, y de la identidad de los dos amantes que sucedieron a Simon y Paul Hellouin, cometiendo a su vez el doble crimen, cito textualmente, de poner su mano sobre la esposa y de mantener a la madre alejada de su hijo. Nunca se trató de atentar contra la vida de la esposa, ya que esos cuatro hombres eran, a ojos del padre y del inculpado, los únicos responsables del desastre familiar, cito. Eliminado Simon Hellouin, Stuart debía acabar la obra salvadora, sigo citando, eliminando a su vez a Paul Hellouin, con quien Ariane Germant había huido a Francia, ya me dará la fecha, así como a Jacques-Jean Sernot y a Fernand Deguy, a quienes conoció cuando se instaló en Grenoble unos años después, en 19…, a completar. John Padwell exhortaba a su hijo, con quien se comunicaba con mucha prudencia desde el cambio de identidad, a tomarse todo el tiempo que fuera necesario para planificar una estrategia que lo dejara fuera de causa, ya que deseaba por encima de todo evitarle el encarcelamiento que él había sufrido. Stuart Padwell, alias Lawrence Donald Johnstone, elaboró varios planes sucesivos, sin encontrar ninguno que lo satisficiera por completo, cito. Desde sus inicios como guardabosques en las reservas de Canadá, ya me dirá dónde, no sé nada de Canadá, se había labrado, a lo largo de trece años, a fuerza de trabajo, tesón y soledad, cito, una sólida reputación en el mundo de los especialistas en caribúes.»
—En osos pardos —rectificó Adamsberg.
—«En osos pardos. La noticia del regreso de los lobos a los Alpes franceses llegó al ámbito de los naturalistas canadienses cuando John Padwell acababa de fallecer súbitamente. Stuart vio en ello la señal y la ocasión de llevar por fin a cabo su misión, cito, y trabajó un año para ajustar todas las piezas del plan. Se hizo enviar al parque natural del Mercantour, misión que obtuvo con gran facilidad, dada su fama. Pasó por París en diciembre…, las fechas, faltan las fechas, donde acabó de documentarse sobre las leyendas de hombres lobo en Francia y donde conoció a Camille Forestier. Animó a la joven a irse con él, tanto porque se había encariñado con ella, cito, como porque un hombre solo en esos pueblos suscita comentarios y curiosidad, sigo citando. Desde Valberg, Alpes-Maritimes, donde se instaló provisionalmente, se puso a buscar una cabeza de turco. Localizó a tres candidatos para este papel, cito, y eligió a Auguste Massart, vecino de Saint-Victor-du-Mont, Alpes-Maritimes, donde se instaló hacia enero, fechas a comprobar. Se quedó seis meses en Saint-Victor, tomándose el tiempo necesario para informarse sobre Massart y asegurar su reputación y el éxito de su empresa. Desencadenó la operación el martes 16 de junio degollando varias ovejas por la noche, en la granja de Ventebrune, y en las noches siguientes en Pierrefort y Saint-Victor…, las fechas, hombre, con un cráneo de lobo de Canadá al que había afilado los dientes. El sábado 20 de junio lanzó el rumor de que había un hombre lobo en la persona de Auguste Massart, basándose en el pseudo-testimonio de Suzanne Rosselin, criadora en Saint-Victor. En la noche del sábado al domingo 21 de junio, drogó a su compañera Camille Forestier, abandonó el domicilio, asesinó a Auguste Massart, a quien enterró con su ropa de montaña y su perro, y luego degolló a Suzanne Rosselin. Dejó en el domicilio de Massart un mapa de carreteras señalado, para destacar la relación entre Massart y los animales degollados. Tras haber atacado sucesivamente las granjas de Guillos y de…, ¿el nombre?»
—La Castille.
—«… y de La Castille, se puso en contacto con el subteniente Brévant y lanzó en persecución del hombre del lobo a Soliman Diawara, hijo adoptivo de Suzanne Rosselin, y a Philibert Fougeray, llamado el Veloso, pastor en Saint-Victor. Su compañera Camille Forestier los acompañaba. Degolló sucesivamente a Jacques-Jean Sernot en Sautrey, Isère, en la noche del 24 al 25 de junio, y a Fernand Deguy en Bourg-en-Bresse, Ain, en la noche del 27 al 28 de junio. Orientó la investigación hacia un hotel de Combes donde depositó dos uñas y un pelo recogidos en el cuerpo de Massart. Luego degolló a Paul Hellouin en Belcourt, Haute-Marne, en la noche del 2 al 3 de julio, puntuando su ruta con matanzas de ovejas perpetradas en…, ya me dará la lista, yo me pierdo, francamente, me pierdo, destinadas a acreditar la culpabilidad del hombre lobo. Perpetró los asesinatos según un modus operandi siempre similar, desplazándose en moto para matar, protegido por la coartada de su presencia en el Mercantour, donde, debido a la extensión de ese territorio desierto, dicha presencia es incomprobable. Aun así, hizo tres breves incursiones allí por seguridad, cito al inculpado, y recogió en su última visita los pelos de lobo que fueron encontrados encima de Paul Hellouin. En la noche del domingo 5 al lunes 6 de julio, en Châteaurouge, Haute-Marne, viéndose amenazado por la investigación que llevaba a cabo el comisario Adamsberg sobre el caso Padwell, lo atacó en el lugar conocido como Camp du Tondu, agresión contrarrestada por la intervención de Soliman Diawara. El comisario Jean-Baptiste Adamsberg reconoce haber lanzado intencionadamente un proyectil en dirección a Stuart Padwell, apuntando a la cabeza, que provocó una herida, sin gravedad según el examen realizado por el doctor Vian en el hospital de Montdidier, el lunes 6 de julio a la 1:50 de la madrugada. Arresto del inculpado por el subteniente Lionel Fromentin llevado a cabo el mismo lunes 6 de julio a la 1:10 de la madrugada.»
Hermel cortó la grabación.
—¿He olvidado algo?
—Crassus el Pelado y Augustus.
—¿Quiénes son esos dos?
—Son lobos. Lawrence debió de hacer desaparecer al primero nada más llegar. A menos que Crassus desapareciera solo, es posible. Era el más grande de una manada. Augustus era un viejo que Lawrence había decidido proteger. Durante su viaje, no pudo alimentarlo, y el lobo murió de hambre. Lawrence quedó muy afectado por eso.
—¿Asesina a cinco personas y se pone triste por un lobo?
—Era su lobo.