31

Eran más de las diez de la mañana cuando Soliman llamó del otro lado de la lona.

—¡Camille! —gritó el joven—. ¡Levántate, puñetas, que el madero se ha ido!

—¿Y qué quieres que hagamos? —dijo Camille.

—¡Ven! —gritó Soliman.

El chico estaba en estado de alarma. Camille se puso la ropa y las botas y fue a su encuentro, junto a la caja de madera.

—Ha venido igualmente —dijo Soliman—. Y nadie lo ha visto. Ni su coche ni nada.

—¿De quién hablas?

—¡De Massart, coño! ¿No lo entiendes?

—¿Ha atacado?

—Ha degollado a un tipo esta noche, Camille.

—Joder —susurró Camille.

—Tenía razón el chaval —dijo el Veloso dando un golpe con el cayado—. Ha atacado en Belcourt.

—De paso ha degollado a tres ovejas, treinta kilómetros más allá.

—¿En su ruta?

—Sí, en Châteaurouge. Se dirige hacia el este, a París.

Camille fue a buscar el mapa, cuyas esquinas se desgastaban por el uso, y lo abrió.

—¿Tampoco sabes dónde está París? —preguntó Soliman nervioso.

—Ya está bien, Sol. ¿La policía no lo ha visto en la ciudad?

—Por aquí no ha venido —dijo el Veloso—. He vigilado toda la noche.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Camille.

—¿Qué ha pasado? —gritó Soliman—. ¡Ha pasado que ha venido con su lobo y se ha abalanzado sobre ese pobre tipo! ¿Qué otra cosa quieres que pase?

—No sé por qué te pones así —dijo el Veloso pausadamente—. Tenía que matar a ese tipo y lo mató. El hombre lobo no deja escapar a sus presas.

—¡Había diez gendarmes en la ciudad!

—El hombre lobo vale por veinte. Métete eso en la cabeza.

—¿Se sabe quién es? —preguntó Camille.

—Un viejo, es todo lo que se sabe. Lo ha degollado fuera de la ciudad, a dos kilómetros de allí, en las colinas.

—¿Qué tendrá contra los viejos? —murmuró Camille.

—Son tipos a quienes conocía —masculló el Veloso—. No soporta a los tipos. A ningún tipo.

Camille se sirvió café, cortó unas rebanadas de pan.

—Sol —dijo—, tú estabas en la ciudad anoche. ¿No oíste nada?

Soliman sacudió la cabeza en silencio.

—Adamsberg ha dicho que vayamos a esperarlo en la plaza —dijo—. Por si vamos a toda hostia a Châteaurouge. La pasma desplazará seguramente todo el dispositivo hasta allí.

Camille entró al ralentí en Belcourt y aparcó la ganadera a la sombra, en la plaza mayor, entre el ayuntamiento y la gendarmería.

—Esperamos —dijo Soliman.

Se quedaron los tres en la parte delantera del camión, sin hablar. Camille, con los brazos extendidos sobre el volante, observaba las calles silenciosas. A las once, un viernes, la plaza de Belcourt estaba casi desierta. Alguna mujer pasaba de vez en cuando con una cesta. En un banco de piedra, delante de la iglesia, una monja de gris les echó una ojeada y reanudó la lectura de un grueso volumen encuadernado en cuero. Sonó la media en la iglesia, y menos cuarto.

—Tienen que pasar calor las monjas en verano —observó Soliman.

El silencio volvió a caer sobre el camión. En la iglesia dieron las doce. Un coche de policía desembocó por la calle lateral y aparcó delante de la gendarmería. Se bajó Adamsberg con Aimont y dos gendarmes. Hizo una seña en dirección a la ganadera y entró en el edificio detrás de sus colegas. El sol ponía la plaza al rojo vivo. La monja, a la sombra escasa del plátano, no se había movido.

—«Abnegación, sacrificio de sí, renuncia» —dijo Soliman—. Está esperando una visita —añadió con una sonrisa—. Una visitación.

—Cállate, Sol —dijo el Veloso—. Me molestas.

—¿Y qué estás haciendo?

—Ya lo ves. Velo.

La iglesia dio el cuarto, y Adamsberg salió solo de la gendarmería, cruzando la larga plaza adoquinada para dirigirse a la ganadera. Cuando estuvo a medio camino, el Veloso se precipitó bruscamente fuera del camión, se rompió la crisma tropezando en los peldaños y cayó cuan largo era en la acera.

—¡Tírate, hijo! —gritó con toda su voz.

Adamsberg supo que se lo decía a él. Se echó al suelo mientras una detonación estallaba en el silencio. Mientras la monja volvía a apuntar, él se abalanzaba sobre ella por detrás del banco y la agarraba del cuello, estrangulándola con el brazo izquierdo. El derecho, ensangrentado, le colgaba a lo largo del cuerpo. Camille y Soliman se habían quedado petrificados, con el corazón a punto de salírseles del pecho. Camille reaccionó primero, saltó del camión y se precipitó hacia el Veloso, que seguía tirado en la acera, riendo y mascullando «Muy bien, hijo; muy bien». Cuatro gendarmes corrían hacia Adamsberg.

—¡Si no me sueltas les meto un tiro! —aulló la chica.

Los gendarmes se inmovilizaron a cinco metros del banco.

—¡Y si disparan, me cargo al viejo! —añadió apuntando el arma hacia el Veloso, que seguía clavado en el suelo, con los hombros apoyados en el brazo de Camille—. ¡Y apunto bien! ¡Preguntad a este hijoputa si no apunto bien!

Se hizo un silencio plúmbeo en la plaza, cada uno envarado, atrapado en su postura. Adamsberg, sin dejar de sujetar a la chica por el cuello, acercó los labios a su oído.

—Escúchame, Sabrina —dijo con suavidad.

—¡Suéltame, cabrón! —gritó jadeante—. ¡O me cargo al viejo y a todos los maderos de este pueblo de mariconazos!

—He encontrado a tu niño, Sabrina.

Adamsberg sintió a la chica tensarse bajo su brazo.

—Está en Polonia —prosiguió con los labios pegados a la cofia gris de la monja—. Uno de mis hombres está allí.

—¡Mientes! —dijo Sabrina en un murmullo cargado de odio.

—Está cerca de Gdansk. Baja el arma.

—¡Mientes! —gritó la chica jadeando casi, con el brazo aún estirado, tembloroso.

—Tengo su foto en mi bolsillo —prosiguió Adamsberg—. Se la hicimos hace dos días, allí, a la salida del colegio. No puedo cogerla, me has herido en un brazo. Y si te suelto, me disparas. ¿Qué hacemos, Sabrina? ¿Quieres ver su foto? ¿Quieres recuperarlo? ¿O quieres volarnos los sesos a todos y no volver a verlo nunca más?

—Es una trampa —susurró Sabrina.

—Deja que se acerque uno de los gendarmes. Cogerá la foto y te la enseñará. Lo reconocerás. Verás que no miento.

—Que no sea un madero.

—Un hombre desarmado entonces.

Sabrina reflexionó unos instantes, sin dejar de jadear bajo la presión del brazo.

—De acuerdo —dijo sin voz.

—¡Sol! —llamó Adamsberg—. Ven aquí despacio, con los brazos abiertos.

Sol se bajó del camión y se dirigió al banco.

—Ven por detrás, hasta mí. En mi bolsillo interior izquierdo hay un sobre. Ábrelo, saca la foto. Enséñasela.

Sol obedeció, extrajo del sobre el retrato en blanco y negro de un niño de unos ocho años, y lo puso delante del rostro de la chica. Sabrina bajó la mirada hacia la imagen.

—Ahora deja la foto encima del banco, Sol. Vuelve al camión. ¿Qué, Sabrina? ¿Reconoces al pequeño?

La chica asintió.

—Vamos a recuperarlo —dijo Adamsberg.

—No lo devolverá nunca —susurró Sabrina.

—Lo hará, créeme. Lo devolverá. Baja el arma. Me importa mucho el viejo que está en el suelo. Me importan mucho los dos que están en el camión. Me importan mucho los cuatro policías que tienes delante y que no conozco mejor de lo que los conoces tú. Me importa mucho mi vida. Y me importas mucho tú. Si te mueves, te freirán a tiros. Es muy malo herir a un madero.

—Me llevarán al talego.

—Te llevarán adonde yo diga. De ti me ocupo yo. Baja el arma. Dámela.

Sabrina bajó el brazo, temblando con todo su cuerpo escuálido, y dejó caer el arma al suelo. Adamsberg le soltó lentamente el cuello, indicó a los gendarmes que retrocedieran, rodeó el banco y recogió la pistola. Sabrina se encogió sobre sí misma y estalló en sollozos. Adamsberg se sentó junto a ella, le quitó con cuidado la cofia gris, le acarició el pelo rojizo.

—Levántate —le dijo con suavidad—. Uno de mis hombres vendrá a buscarte. Se llama Danglard. Te llevará a París, y allí me esperarás. Tengo todavía cosas que hacer aquí. Pero me esperarás. Y luego iremos a buscar al niño.

Sabrina se puso en pie, vacilante. Adamsberg le rodeó la cintura con el brazo y la acompañó a la gendarmería. Uno de los gendarmes examinaba el tobillo del Veloso.

—Ayúdenme a subirlo al camión —dijo Camille—. Voy a llevarlo a un médico.

—Este camión apesta —dijo el gendarme depositando al Veloso en la primera cama a la derecha.

—No apesta —dijo el Veloso—, es la mugre de la lana.

—¿Viven aquí? —preguntó el gendarme, un tanto estupefacto por el acondicionamiento de la ganadera.

—Es provisional —dijo Camille.

Adamsberg subió en ese instante al camión.

—¿Cómo está?

—El tobillo —dijo el gendarme—. Pienso que no hay nada roto, pero será mejor que lo vea un médico. A usted también, comisario —dijo mirándole el brazo, ceñido con un vendaje para salir del paso.

—Sí —dijo Adamsberg—. No es profundo. Ya me ocuparé.

El gendarme se llevó la mano al quepis y bajó. Adamsberg se sentó en la cama del Veloso.

—¿Eh? —dijo éste con una risita—. Te he salvado el pellejo, hijo.

—Si no hubieras gritado, la bala me habría ido directa a la tripa. No la había reconocido. Sólo pensaba en Massart.

—En cambio yo —dijo el Veloso señalándose el ojo—, velo. Hombre, no en vano me llaman el Veloso.

—No en vano.

—No pude hacer nada por Suzanne —dijo sombrío—, pero por ti sí. Te he salvado el pellejo, hijo.

Adamsberg asintió.

—Si me hubieras dejado el fusil, habría disparado antes de que te diera.

—Es una pobre chica, Veloso. Bastaba con gritar.

—Ya —dijo el Veloso, escéptico—. ¿Qué le has dicho al oído?

—La reorientación.

—Ah, sí —dijo el Veloso sonriendo—. Ya me acuerdo.

—Te debo una.

—Sí. Encuéntrame vino blanco. Se han acabado las botellas de Saint-Victor.

Adamsberg bajó del camión, abrazó a Camille sin una palabra.

—Ve a que te curen.

—Sí. Cuando el Veloso haya visto al médico, ve enseguida a Châteaurouge. Quédate en la entrada, en la departamental 44.