Un poco después de Grenoble, la montaña desapareció bruscamente. Entraban en tierras abiertas, y, después de medio año en los Alpes, Camille tuvo la impresión de que se hundían muros a su alrededor, de que perdía brutalmente sus puntos de apoyo y sus referencias. En el retrovisor, vio alejarse esa barrera protectora, con la sensación de penetrar en un mundo raso, desprovisto de cualquier especie de marco, donde las amenazas y los comportamientos ya no eran previsibles, ni siquiera el suyo. Le parecía que ya no estaba apuntalada por nada sólido. Nada más llegar a Tiennes, llamaría al canadiense. La voz de Lawrence le recordaría el reconfortante encajonamiento de las montañas.
Todo eso por una llanura. Echó una ojeada a Soliman y al Veloso. El pastor clavaba una mirada hosca en esa extensión sin grandeza ni límites que lo despojaba del sustento de toda su vida.
—Llano, ¿eh? —dijo Camille.
La carretera estaba deformada, el camión resonaba con todas sus chapas y había que levantar la voz para hacerse oír.
—Es asfixiante —dijo el Veloso con voz sorda.
—Ahora es así hasta el Polo Norte. Habrá que aceptarlo.
—No iremos hasta allí —dijo Soliman.
—Iremos hasta allí si el vampiro va hasta allí —dijo el Veloso.
—Lo atraparemos antes. Tenemos a Adamsberg.
—Nadie tiene a Adamsberg, Sol —dijo Camille—. ¿No lo has entendido todavía?
—Sí —dijo Soliman mohíno—. ¿Conoces la historia del hombre que quería encerrar los ojos de su esposa en una caja para poder contemplarlos cuando se iba de caza?
—Joder, Sol —dijo el Veloso golpeando la ventanilla con el puño.
—Ya llegamos —dijo Camille.
Soliman descolgó el ciclomotor y se fue a inspeccionar iglesias. El Veloso se dirigió, con su botella de blanco, al café central de Tiennes, donde hervían el miedo y la indignación. Catorce ovejas, maldita sea. Se suponía que no había lobos en el valle. Pero ahora, decía una voz aguda, por culpa de esos tarados del Mercantour que se habían tocado las narices dejando que la cosa se saliera de madre, proliferaban y se extendían como una epidemia. Y los lobos no tardarían en cubrir el país como un manto sangriento. Ése es el precio de despertar lo salvaje. Una voz más ruda se elevó sobre ésa. Cuando uno no está informado, se calla, dijo la voz ruda. No era una epidemia, no eran lobos, era un lobo. Un único lobo grande, un animal gigantesco que subía hacia el noroeste desde hacía trescientos kilómetros. Un lobo, un único lobo, la Bestia del Mercantour. El médico había visto las heridas. Era la Bestia, con colmillos así. Acababan de decirlo en las noticias. Que ese cretino se informara antes de hablar. El Veloso se abrió camino hasta la barra. Quería saber quién era el pastor y si había visto algún coche por la noche, cerca de la dehesa. Mientras no tuvieran el coche, no tendrían a Massart. Y esa mierda de coche seguía estando ilocalizable.
Soliman volvió hacia las cinco, bastante exaltado. En una capilla, muy cerca de Tiennes, había encontrado cinco trozos de cirios consumidos, separados de los demás, dispuestos en forma de M. La cerradura de la puerta estaba dislocada y no cerraban por las noches. Soliman quería llevarse los trozos de cirio para obtener las huellas. La cera es ideal para eso.
—Espéralo —dijo Camille.
Consultaba el Catálogo de herramientas profesionales mientras Soliman, con el torso desnudo, había reanudado su colada en el barreño azul. El Veloso dormitaba en el camión. Esperaban al policía.
Transcurrió algo menos de una hora en silencio.
Con estrépito de tubos de escape, cuatro moteros surgieron bruscamente por la departamental, giraron hacia el camión y apagaron los motores a unos metros de Soliman. Sorprendido, el joven los vio quitarse el casco sin decir palabra y mirándolo sonrientes. Camille se quedó paralizada.
—¿Qué pasa, negrata? —dijo uno de ellos—. ¿Te tiras a una mujer blanca?
—¿No tienes miedo de ensuciarla con tus patas? —preguntó otro.
Soliman se irguió, apretando con los puños la ropa que estaba escurriendo en el barreño, con el rostro trémulo de ira.
—Tranqui, cara de mono —añadió el primero bajándose de la moto—. Te vamos a dejar nuevo. Te vamos a dejar tan bien que se te quitarán las ganas de follar hasta que te jubiles.
—Y a ti, chata —dijo el segundo, un hombre flaco y pelirrojo que se bajó a su vez—, te vamos a hacer un tratamiento de belleza. Después sólo te querrán los negros. Será tu penitencia.
Los cuatro hombres se habían aproximado a la pareja, con los torsos desnudos bajo los chalecos de cuero negro, empuñando cadenas de moto, con anillos de pinchos en los dedos. El que más hablaba era rubio y gordo.
Soliman se replegó preparándose para el ataque, colocándose delante de Camille para protegerla. El joven ya no tenía nada de cristalino ni infantil. La rabia combaba sus labios y cerraba sus ojos, volviéndolo casi feo.
—¿Tienes nombre, cara de mono? —preguntó el primero manipulando la cadena—. Me gusta saber a qué hostio.
—Melchior —escupió Soliman.
El tipo gordo lanzó una risita y dio un paso hacia él mientras los demás se desplegaban para impedir cualquier escapatoria.
—Quien toque al rey mago es hombre muerto —dijo de repente la voz del Veloso en el silencio.
El viejo pastor se mantenía erguido en los peldaños de la ganadera, apuntando a los moteros con un fusil de caza, la mirada furibunda, el gesto inflexible.
—Muerto —repitió el viejo disparando un tiro al depósito de una de las motos negras—. Son cartuchos para jabalíes, no os aconsejo que os mováis.
Los cuatro moteros se habían inmovilizado, indecisos. El viejo alzó la barbilla.
—Hay que descubrirse delante de un príncipe —dijo—. Tirad las gorras. Y las chaquetas. Y las cadenas. Y los anillos. Y las botas.
Los moteros obedecieron, soltando todo el equipo a sus pies.
—Ni se os ocurra quitaros el pantalón. Hay una mujer aquí. No quiero que quede asqueada para siempre.
Los cuatro hombres se quedaron frente al Veloso con el torso desnudo, en calcetines, mudos de humillación.
—Y ahora de rodillas —ordenó el pastor—. Como larvas. Manos y frente al suelo. Bajad el culo. Como las hienas. Así. Eso está mejor. Así es como se saluda a los príncipes.
El Veloso los miró estirarse y lanzó una risita.
—Ahora escuchadme —dijo—. Ya no tengo edad de dormir. Paso en vela toda la noche. Velo por la salud del joven Melchior. Es mi trabajo. Como volváis os disparo como a perros. Tú, el gordo, no te muevas —dijo girando rápidamente el arma—. ¿O quieres que empecemos ahora mismo?
—No dispare, Veloso —dijo la voz de Adamsberg.
El comisario se aproximaba sin ruido por detrás, con la 357 en mano.
—Guarde el fusil —dijo—. No vamos a perder una sola bala para jabalíes en el culo de estos gusanos. Nos llevaría demasiado tiempo y tenemos prisa. Mucha prisa. Camille, acércate, coge el móvil de mi chaqueta, llama a la policía. Soliman, vacía los depósitos, revienta las ruedas, rompe los faros. Nos sentará bien.
Camille se desplazó furtiva entre los siete hombres de guerra. Descubría los espasmos asesinos en el rostro de Soliman, una máscara feroz en el del Veloso.
No intercambiaron una sola palabra en los minutos que siguieron. Miraban a Soliman destruir las máquinas con furia y método.
Los gendarmes esposaron a los cuatro hombres y los metieron en los breaks. Adamsberg se las arregló para abreviar la declaración y aplazar las formalidades de la demanda. Antes de que se fueran, se asomó por la ventanilla.
—Tú —dijo al primero—, Soliman te encontrará. Y tú —añadió volviéndose hacia el pelirrojo—, a ti te encontraré yo. Les sigo —dijo a los gendarmes.
—¿Desde cuándo hay un fusil aquí? —preguntó Camille después de que se fueran, mientras Soliman, pegado al hombro del Veloso, recobraba el aliento.
—¿Te ha parecido mal, jovencita? —preguntó el Veloso.
—No —dijo Camille, observando que, en la turbulencia, el Veloso había abandonado el «usted»—. Pero habíamos dicho «nada de fusiles». Era el trato. Habíamos dicho «nadie mata a nadie».
—No mataremos a nadie —dijo el Veloso.
Camille se encogió de hombros, escéptica.
—¿Por qué has dicho «Melchior»? —preguntó a Soliman.
—Para indicar al Veloso que no podría salir de ésa yo solo.
—¿Sabías que tenía un fusil?
—Sí.
—¿Tú tienes otro?
—Te aseguro que no. ¿Quieres mirar mis cosas?
—No.
Por la noche, Adamsberg resumió su conversación con el prefecto de Grenoble. El tribunal de justicia había abierto una investigación por homicidio. Buscaban a un hombre y un animal adiestrado para matar. Adamsberg había dado la descripción de Auguste Massart. Iban a reabrir la investigación por el asesinato de Suzanne Rosselin, y en todas las zonas afectadas por el gran lobo.
—¿Por qué no ponen un se busca? —preguntó Soliman—. ¿Una foto de Massart en los periódicos?
—Ilegal —dijo Adamsberg—. Ninguna prueba autoriza a acusar públicamente a Massart.
—He encontrado sus asquerosas velas expiatorias en una capilla, a dos kilómetros de aquí. ¿Las cogemos para las huellas?
—No encontraremos huellas.
—Bueno —dijo Soliman decepcionado—. Si hay despliegue policial, ¿para qué servimos nosotros?
—¿No lo ves?
—No.
—Servimos para creérnoslo. Nos vamos esta misma noche, no nos quedamos aquí.
—¿Por los moteros? No me dan miedo.
—No. Hay que adelantar a Massart, al menos acercarse.
—¿Adónde? ¿A qué? Se para al azar.
—No estoy tan seguro de eso —dijo Adamsberg con suavidad.
Camille levantó la mirada hacia él. Cuando Adamsberg adoptaba ese tono, la cosa era más importante de lo que parecía. Cuanto más importante era, con más suavidad hablaba.
—No totalmente al azar —convino Soliman—. Sólo ataca en su ruta roja, y allí donde las ovejas son más accesibles. Elige las granjas.
—No me refería a eso.
Soliman lo miró sin decir nada.
—Pienso en Suzanne y en Sernot —explicó Adamsberg.
—Mató a Suzanne porque tuvo miedo —dijo Soliman—. Y degolló a Sernot porque lo sorprendió.
—Ay del que se cruce en su camino —dijo el Veloso un tanto sentencioso.
—No estoy tan seguro —repitió Adamsberg.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Camille frunciendo el entrecejo.
Adamsberg se sacó el mapa del bolsillo, lo desplegó.
—Aquí —dijo—, a Bourg-en-Bresse. Ciento veinte kilómetros hacia el norte.
—Pero ¿por qué demonios? —preguntó Soliman sacudiendo la cabeza.
—Porque es el único pueblo grande por el que acepta pasar. Si lleva un lobo y un dogo con él, no será pan comido. En los demás sitios evita los pueblos, las ciudades. Si pasa por Bourg-en-Bresse es que tiene buenas razones para hacerlo.
—Hipótesis —dijo Soliman.
—Instinto —rectificó Adamsberg.
—Bien que pasó por Gap —objetó Soliman—. Y en Gap no pasó nada.
—No —reconoció Adamsberg—. Puede que no pase nada en Bourg-en-Bresse. Pero allá es adonde vamos. Mejor estar delante de él que detrás.
Por la noche, tras dos horas y media de carretera, Camille aparcó la ganadera en el arcén de la nacional 75, a la entrada de Bourg-en-Bresse.
Bajó hacia el campo que tenían a la derecha, con un trozo de pan y un vaso de vino que le había consentido el Veloso. Vista la duración inesperada de la roudmubi, había dicho el Veloso, era preciso racionar el vino blanco de Saint-Victor. Tenía que durar hasta el final, era vital, aunque para ello no pudieran tomar más que una pipeta al día. Pero Camille, teniendo en cuenta que conducía el camión, y que por ello le dolían los brazos y la espalda, tenía derecho a una ración suplementaria por la noche, a la vez para relajarle los músculos antes de dormir y para tonificárselos para el día siguiente. Camille no pensó un solo instante en rechazar la medicación del Veloso.
Bordeó el campo hasta el linde boscoso y luego desanduvo sus pasos. La sensación difusa de desequilibrio que la había asaltado al salir de la montaña, esa sensación de amenaza y de apertura, de aprensión y de libertad, no la había abandonado. La voz de Lawrence la había tranquilizado momentos antes. Oírlo le recordaba Saint-Victor, los altos muros del pueblo encaramado, las estrechas callejas, las poderosas montañas flanqueándolo, la vista tapada. Allí todo le parecía previsto, esperado. Aquí, en cambio, todo le parecía confuso y posible. Camille torció el gesto, estiró los brazos como para hacer caer ese temor a sus pies. Era la primera vez que temía lo posible, y ese instinto de defensa le desagradaba. Se tomó el vaso del Veloso de un trago.
Fue la última en subir a acostarse, hacia la una de la madrugada. Se deslizó entre Soliman y el Veloso, y apartó con cuidado la lona gris, vigilando la respiración de Adamsberg. Dejó sin ruido las botas en el suelo, se desvistió en silencio y se tumbó. Adamsberg no dormía. No se movía, no hablaba, pero Camille sentía sus ojos abiertos. La oscuridad era menos densa que la noche anterior. Si ella se hubiera vuelto hacia él, habría distinguido su perfil. Pero no se volvió. Y en esa inmovilidad crispada acabó durmiéndose.
La despertó varias horas después la alarma del móvil. Por la luz que se filtraba bajo las lonas de los respiraderos, estimó que debían de ser menos de las seis de la mañana. Entornó los ojos, vio a Adamsberg levantarse sin prisa, poner los pies descalzos en el suelo asqueroso de la ganadera, sacar el móvil del bolsillo de la chaqueta colgada del comedero. Murmuró unas palabras y colgó. Camille esperó a que se hubiera vestido para preguntarle qué sucedía.
—Otro asesinato —murmuró—. Maldita sea. Menuda carnicería.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Camille.
—La policía de Grenoble.
—¿Dónde ha sido?
—Donde dijimos. Aquí, en Bourg.
Adamsberg se peinó con los dedos, levantó la lona y salió del camión.