Camille había cruzado a la orilla derecha del Ródano, dejando las murallas de Aviñón al otro lado del río. Desde las tres de la tarde, bordeaba la ribera hacia el sur, bajo un sol ardiente, en busca de Adamsberg. Nadie había podido indicarle con precisión dónde encontrarlo, ni en el hotel ni en la comisaría central donde había pasado la mitad de la noche y de donde había salido hacia las dos de la tarde. Se sabía sólo que el comisario vagaba por la otra orilla.
Camille lo localizó al cabo de casi una hora de camino, en un claro estrecho y silencioso, aislado en medio de los sauces. Se detuvo a unos veinte pasos. Adamsberg se había sentado al borde de la orilla, con los pies tocando el agua. No hacía nada, aparentemente, pero para Adamsberg estar sentado fuera constituía en sí una ocupación. A decir verdad, comprobó Camille observándolo mejor, hacía algo. Hundía una larga rama en el río, y su mirada no se apartaba del extremo, atenta a los movimientos del flujo que se rompía contra el débil obstáculo. Hecho bastante inhabitual, había dejado sobre su camisa los arreos de la pistolera, un correaje de cuero siempre un tanto impresionante que contrastaba con su vestimenta descuidada, la camisa arrugada, el pantalón de hilo raído, los pies descalzos.
Camille lo veía casi por completo de espaldas, un poco de perfil. No había cambiado en esos años, y no le extrañó. No es que el tiempo lo hubiera rehuido más que a otro, sino que sus signos no eran muy visibles, simplemente porque Adamsberg tenía un rostro demasiado accidentado para eso. En una cara lisa y regular, cualquier desorden del tiempo habría dejado su huella. Pero el rostro de Adamsberg estaba en desorden desde su infancia. De modo que sus rasgos desiguales y tumultuosos, las finas marcas de la edad habían quedado ampliamente sumergidos en el caos general del conjunto.
Camille se obligó, por simple precaución, a mirar ese rostro que por un tiempo había colocado por encima de los demás. La nariz, los labios…, en el fondo todo estribaba en eso. La nariz grande y bastante aguileña, los labios soñadores y bien dibujados. No había armonía, no había medida, ninguna sobriedad. Por lo demás, una tez morena, mejillas enjutas, mentón casi inexistente, pelo oscuro y corriente, echado hacia atrás apresuradamente. Ojos castaños rara vez fijos, a menudo vagos, hundidos bajo unas cejas encrespadas. Todo estaba torcido en aquel rostro. Cómo podía provocar esa seducción insólita era algo que la mente rigurosa de Camille no había podido dilucidar. Tal vez fuera cuestión de intensidad. Demasiado cargado, demasiado preciso, el rostro de Adamsberg estaba, por así decirlo, saturado.
Camille volvió a ver todo eso e hizo el inventario con desinterés. Antes, la luz de ese rostro le proporcionaba calidez y claridad. Ahora observaba ese brillo con pereza, como habría comprobado el buen funcionamiento de una lámpara. Ese rostro ya no se dirigía a ella, y nada en su memoria estaba en situación de darle entrada.
Se aproximó con paso tranquilo, casi cargado de indiferencia. Adamsberg la oía sin duda, pero no se movía, seguía vigilando ante él la rama que frenaba las aguas del Ródano. Cuando estuvo a diez pasos de él, Camille se detuvo en seco. Con la mano izquierda y sin apartar del río la mirada, apuntaba hacia ella el cañón de su revólver.
—No te acerques —dijo con suavidad—. No te acerques en absoluto.
Camille, inmóvil, no dijo una palabra.
—Sabes que disparo mucho más rápido que tú —prosiguió sin dejar de mirar la rama—. ¿Cómo me has encontrado?
—Danglard —dijo Camille.
Al son de esa voz inesperada, Adamsberg giró lentamente el rostro hacia ella. Camille recordaba muy bien esa lentitud, teñida de gracia y de cierta indolencia. La miró estupefacto. Suavemente, apartó la pistola, la depositó en la hierba, como avergonzado.
—Perdóname. No te esperaba a ti.
Camille asintió, incómoda.
—Olvida el arma —prosiguió—. Hay una chica a quien se le ha metido entre ceja y ceja matarme.
—¿Ah, sí? —dijo Camille educadamente.
—Siéntate —dijo Adamsberg señalando la hierba.
Camille vaciló.
—Vamos, siéntate —insistió—. Has venido hasta aquí, puedes sentarte.
Sonrió.
—Es una chica a cuyo novio he matado. Se me disparó la pistola al caerme, y le dio. Quiere meterme una bala aquí.
Se señaló el vientre con el dedo.
—Por eso la chica me persigue incansablemente. Al contrario de lo que haces tú, Camille, que huyes de mí, que me evitas, que te escapas, que te me deslizas entre las manos.
Camille había acabado por sentarse con las piernas cruzadas a cuatro metros de él y dejaba que se las arreglara con la conversación. Esperaba sus preguntas. Adamsberg sabía bien que no había ido hasta allí por deseo, sino por necesidad.
La observó durante un breve instante. La chaqueta gris, demasiado larga para ella, con las mangas cayéndole sobre los dedos, el vaquero claro y las botas negras no dejaban lugar a dudas. Camille era la chica de la televisión, la chica de la plaza de Saint-Victor-du-Mont, apoyada en el viejo plátano. Adamsberg apartó la mirada.
—Que se me desliza entre las manos —repitió hundiendo de nuevo la rama en el agua—. Habrá sido precisa una terrible exigencia para que te hayas decidido a venir hasta mí. Una especie de interés superior.
Camille no respondió.
—¿Qué te pasa? —preguntó él con suavidad.
Camille pasó los dedos entre las briznas de hierba seca, frenada por la incomodidad, tentada por la huida.
—Necesito ayuda.
Adamsberg alzó la rama del agua, cambió de postura y se situó frente a ella con las piernas cruzadas. Luego, con gestos atentos y precisos, depositó la rama delante de sus rodillas, entre los dos. No estaba derecha, y rectificó la colocación. Adamsberg tenía unas manos muy bellas, sólidas y equilibradas, grandes para su altura.
—¿Alguien quiere hacerte daño?
—No.
La perspectiva de descargar toda esa larga historia de ovejas, de hombre sin vello, de Soliman, de remanso apestoso, de ganadera, de persecuciones y fracasos la desolaba de antemano. Buscaba el comienzo menos absurdo.
—Queda el asunto de los corderos —dijo Adamsberg—. La bestia del Mercantour.
Camille levantó la mirada, estupefacta.
—Algo se ha puesto feo —prosiguió—, algo que no te ha gustado. Te metiste en ello sin avisar a nadie. La gendarmería local no está al corriente. Vas de francotirador, y ahora estás atascada. Buscas a un policía para sacarte de ésta, un policía que no te mande a paseo. A la larga, harta ya, y porque realmente no conoces a otro, me has buscado, no del todo decidida. Y me has encontrado. Y de repente no sabes cómo has llegado a esta situación. Las ovejas te importan un pimiento. Lo que querrías en el fondo es largarte. Marcharte y huir.
Camille sonrió brevemente. Adamsberg siempre había sabido cosas que los demás ignoraban. A la inversa, existían cantidades de cosas que los demás conocían y que a él le resultaban totalmente extrañas.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevas un ligero olor a montaña, a lana. Camille bajó los ojos hacia la chaqueta, se frotó maquinalmente las mangas.
—Sí —dijo—. Impregna la ropa. Alzó los ojos.
—¿Cómo lo sabes? —repitió.
—Te vi en las noticias, salías en la plaza del pueblo.
—¿Recuerdas la historia de las ovejas?
—Bastante bien. Colmillos gigantescos hundidos en treinta y un animales, en Ventebrune, Pierrefort, Saint-Victor-du-Mont, Guillos, La Castille y muy recientemente Tête du Cavalier, cerca de la aldea de Plaisse. Y sobre todo una mujer en Saint-Victor, degollada como una oveja. Así que supongo que conocías a esa mujer. Eso es lo que te propulsó a esta historia.
Camille lo miró, incrédula.
—¿La policía se interesaría por eso? —preguntó.
—Eso no interesa a ningún policía —dijo Adamsberg en tono ligero—. Pero a mí sí.
—¿Por los lobos? ¿Los lobos de tu abuelo?
—Quizá. Y esa bestia enorme, esa cosa surgida de una anfractuosidad del tiempo. Y a su alrededor toda esa oscuridad, me interesó.
—¿Qué oscuridad? —preguntó Camille sin comprender.
—La que reina en este asunto. Algo sombrío, nocturno, que la mirada no penetra pero que el pensamiento capta. Oscuridad, vamos.
—¿Y qué más?
—No lo sé. Me pregunté si no había alguien que guiara los pasos de la bestia. Mata mucho, salvajemente, sin necesidad de supervivencia. Como rabiosa, y, en el fondo, como un hombre. Y luego está Suzanne Rosselin. No entiendo que el animal la atacara. Salvo que la bestia estuviera loca, posesa. Y lo que tampoco comprendo es que aún no la hayan encontrado. Mucha oscuridad.
Adamsberg miró a Camille, dejó pasar un nuevo silencio. Los silencios, incluso largos, nunca lo habían molestado.
—Dime qué pintas tú en esto —dijo con suavidad—. Dime qué fue lo que derrapó. Dime qué esperas de mí.
Camille le explicó toda la historia, desde el principio, desde las primeras ovejas de Ventebrune, la batida, Massart con su torso lampiño plantado encima de sus piernas torcidas, el dogo alemán, la profundidad de las dentelladas, la desaparición de Crassus el Pelado, el degollamiento de Suzanne, Soliman encerrado en el baño, el Veloso momificado, la huida de Massart, el trazado en el mapa, el hombre lobo con su pelo hacia dentro, el matadero de Manchester, el acondicionamiento de la ganadera, el perro Insaktor, o como se llame, el diccionario de Soliman, los cinco cirios en forma de M, el asesinato del jubilado de Sautrey, el callejón sin salida, el fracaso, el remanso donde Suzanne había quedado atrapada.
A diferencia de Adamsberg, Camille tenía la mente precisa, estructurada y rápida. La totalidad le llevó menos de un cuarto de hora.
—¿Sautrey, dices? De eso no me enteré. ¿Dónde está?
—Pasado el puerto de la Croix-Haute, bajo Villard-de-Lans.
—¿Qué habéis averiguado de ese asesinato?
—Absolutamente nada. Era un profesor jubilado. Fue degollado de noche, cerca de su pueblo. No se sabe nada de la herida, pero hablan de un perro vagabundo, un pastor del Pirineo que se habría escapado o algo así. Soliman quiso recorrer todas las iglesias del camino, pero luego tiró la toalla. Dice que siempre llevaremos un tren de retraso.
—¿Y luego? ¿Qué habéis hecho?
—Hemos pensado que necesitaríamos un policía.
—¿Y luego?
—He dicho que conocía uno.
—¿Por qué no los policías de Villard-de-Lans?
—Ni un solo policía habría escuchado esta historia hasta el final. No tenemos nada tangible.
—Me gustan las cosas intangibles.
—Eso pensé.
Adamsberg asintió y se quedó varios minutos sin hablar. Camille esperaba. Había explicado las cosas lo mejor que había podido. La decisión ya no dependía de ella. Hacía tiempo que había renunciado a convencer a los demás.
—¿Te costó mucho venir a buscarme? —preguntó finalmente Adamsberg levantando la cabeza.
—¿Debo decir la verdad?
—A ser posible.
—Me ha jodido.
—Bueno —dijo Adamsberg tras un nuevo silencio—. Entonces es que el caso te importa. ¿Son los lobos, o esa Suzanne, o ese Soliman, o ese viejo pastor?
—Un poco todo.
—¿Qué haces últimamente? —preguntó cambiando bruscamente de tema.
—Arreglo calderas y cañerías.
—¿Tu música?
—Compongo para una serie.
—¿Drama? ¿Aventuras?
—Historia de amor. Un lío monumental en una familia de ratones.
—Ah, bien.
Adamsberg hizo una nueva pausa.
—¿Haces todo eso en ese pueblo, en Saint-Victor?
—Sí.
—¿Ese Lawrence de quien me has hablado, el guarda del Mercantour que examinó las primeras heridas?
Adamsberg pronunciaba «Lorens», nunca había podido reproducir el inglés.
—No es guarda —dijo Camille a la defensiva—. Es un tipo en misión de reportaje y estudio.
—Sí. Pues ese hombre, el canadiense.
—¿Pues qué?
—Pues háblame de él.
—¿Por qué tengo que hablarte de él?
—Necesito entender el contexto.
—Es un canadiense. No tengo gran cosa más que decir sobre él.
—¿No es un tipo alto, hecho para la aventura? ¿Un tipo guapo, guapo y cachas, con el pelo largo y rubio?
—Sí —dijo Camille con desconfianza—. ¿Cómo sabes eso también?
—Todos los canadienses son así, ¿no?
—Puede.
—Entonces háblame de él.
Camille miró a Adamsberg, que la observaba tranquilamente, un poco sonriente.
—Quieres captar el contexto, ¿no es eso? —preguntó.
—Eso es.
—¿Quieres saber si me acuesto con él, por ejemplo?
—Sí. Quiero saber si te acuestas con él, por ejemplo.
—¿Es asunto tuyo?
—No. Tampoco lo son los lobos. Ni los asesinos. Ni la policía. Ni nada ni nadie. Esta rama de sauce quizá —dijo rozando la vara de madera situada entre los dos—. Y yo, de vez en cuando.
—Bien —dijo Camille con un suspiro—. Vivo con él.
—Así se entiende mejor —dijo Adamsberg.
Se levantó, recogió la rama de sauce y dio unos pasos por el claro.
—¿Dónde has aparcado? —preguntó.
—En el camping de Brèvalte, a la entrada de Aviñón.
—¿Te sientes dispuesta a conducir esta noche hasta Sautrey?
Camille asintió.
Adamsberg reanudó su lento caminar. Esa noche, el asesino de Gay-Lussac había roto sus diques liberando el raudal de confesiones. Quedaba redactar el informe, llamar a Danglard, llamar a la policía judicial. Pasar por el hotel, llamar a la fiscalía de Grenoble, llamar a Villard-de-Lans. Conocía al capitán de la gendarmería de Villard-de-Lans. Adamsberg se detuvo, buscó su nombre. Montvailland. Maurice Montvailland, un tipo tremendamente lógico.
Contó con los dedos, fue hasta la orilla para recuperar su revólver, lo enfundó en la pistolera, se calzó.
—Hacia las ocho y media de la tarde —dijo—. ¿Me esperaréis?
Camille asintió y se levantó a su vez.
—¿Te vienes con nosotros? ¿Hasta Sautrey?
—Hasta Sautrey u otro sitio. Tengo que volver a París, he acabado lo que tenía que hacer en Aviñón. Nada me impide pasar por Sautrey, ¿no? ¿Cómo es?
—Brumoso.
—Bueno. Nos las arreglaremos.
—¿Por qué vienes? —preguntó Camille.
—¿Debo decir la verdad?
—En lo posible.
—Porque prefiero quedarme a cubierto de momento, por esa chica que me persigue. Espero una información.
Camille asintió.
—Porque ese lobo me interesa —prosiguió.
Adamsberg marcó una pausa.
—Y porque me lo has pedido.